IV. EN UNA BARONÍA

No anduvimos mucho, porque, al cabo de una legua, se divisó una especie de castillejo en la cumbre de un cerro, del que bajaron a recibirnos los colonos, hombres y mujeres, unos con faroles, otras con velas ardiendo.

Arrodilláronse devotamente mientras el cura se apeaba, y precedido de esos acompañantes subió el santo viático la cuestecilla, cabiéndome el honor de ir yo a su lado con el quitasol y la campanilla. En último término venía el espolique con la mula.

Por algunas palabras que cogí al vuelo de entre los que salieron a recibirnos, y a juzgar por el paño negro que colgaba del balcón principal, deduje que el enfermo había expirado antes de recibir los auxilios de la religión. Así era, en efecto; pero ello no fue óbice para que se recibiera a Nostramo con la debida reverencia.

Pegada a la señorial morada estaba una capillita habilitada para el culto, y en ella entró la comitiva.

El cura abrió el sagrario, y tras las preces de ritual hizo la reserva del Santísimo. En esto vi abierto un armónium en el presbiterio; di de mano a la campanilla, dejé las gradas del altar, donde actuaba de acólito, y, sentándome ante el clavicordio, me puse a tocar el Tantum ergo.

No sólo lo toqué, sino que también me atreví a cantarlo. Pero

¡ay de mí! Tal desafinaba porque tantos eran los estragos que en mi garganta causaron el polvo y la sequía de tantos días, que hube de callar y dar los últimos arpegios.

Hecha la reserva, un caballero, que supuse sería el dueño de la mansión, guió al sacerdote a la cámara mortuoria; y allá fueron todos, y yo también, a rezar las preces de los difuntos.

En un catafalco, entre flores desparramadas y cuatro blandones encendidos, estaba el cadáver de una mujer sobre un negro paño. Era la baronesa, porque barón era a la cuenta el viudo y señor del castillejo. La parca había dejado tan pocas huellas en su cara, que la difunta parecía dormida. Representaba unos treinta años de edad, y en el naufragio de la muerte conservaba todavía cierta hermosura de facciones.

Rezó el cura un responso, roció el cadáver con agua bendita, y así como se dice que «el muerto al hoyo y el vivo al bollo», acabadas estas ceremonias, el viudo invitó al celebrante a una pequeña refacción. Quitose el cura la sobrepelliz y aceptó complacido. Aquí terminaba mi coadjutoría; pero el señor barón fue tan bondadoso que, olvidando los gallos del Tantum ergo, me obligó a acompañarles a la mesa.

En tanto yo engullía bravamente lonjas de salchichón, regándolas con repetidas copas de Alicante, clérigo y señor se contaban sus cuitas.

Y averigüé que la muerte de la baronesa había sido cuestión de pocas horas, pues en el espacio de un día se sintió enferma y se murió. No era de extrañar, por consiguiente, que el avisode los Santos Sacramentos llegara tarde, por mucho que espoleara el mandadero a la mula para traer el sacerdote. En cuanto a este, resultó ser un pobre cura de cierta aldehuela por allí escondida, y al que hubieron de llamar por estar más cerca que el párroco de Tibi, a cuya feligresía pertenecía la casa. Averigüé asimismo que al otro día temprano sería el traslado del cadáver al cementerio de Alcoy, donde el barón tenía el enterratorio de su familia.

Como es de suponer, me di por invitado, pues así mataba dos perdices de una pedrada: hacía la obra de caridad de enterrar a un muerto e iría bien acompañado a aquella ciudad que estaba en mi camino.

Como la casa era muy grande, por ser entre alquería y palacete, el mayordomo, que me vio tan honrado por su señor, me señaló una habitación donde pasar la noche. El resto de la tarde la pasé muy complacido, hablando con los colonos, viendo ordeñar las vacas en el establo y ayudando a los rabadanes a entrar los hatos de cabras que volvían de pastar. A todo esto, unos carpinteros improvisados cepillaban unas tablas, las aserraban y daban fuertes martillazos, haciendo el ataúd de la señora.

Entre mugidos de vacas, balidos de cabras y golpes de martillo de los carpinteros, la esquila de la capillita dio los tres toques del Ángelus vespertino y enseguida tocó a muerto con plañidos lentos y tristes.

Aparte de esto y del relevo de la guardia a la difunta, que se encomendó a las mujeres, en la baronía siguió todo igual como si no hubiera pasado nada. Hízose la cena para los pastores y gañanes; el barón se sentó a la mesa con el cura, que allí quedose para despedir a la baronesa, y yo cené espléndidamente con el mayordomo y los primeros criados de la casa.

Asunto preferente de la conversación de nuestra cena fue la pérdida de la señora. No la sentían mayormente. Esperaban a que se abriera el testamento y conforme las mandas, así la plañirían o la olvidarían. Pero eso no lo decían paladinamente, sino con reservas y a media voz, como si temieran que les pudiese oír la difunta.

Temor nada supersticioso ni ridículo, porque es de saber que la señora baronesa ya se murió otra vez y había resucitado.

Esto fue tres años antes de ahora. El barón la lloró mucho, regó con sus lágrimas el cadáver y hecho una imagen del dolor siguió el féretro que llevaban a hombros los criados. Sucedió entonces que uno de los portantes resbaló a mitad de la cuesta, que los demás perdieron el equilibrio, y la muerta con la caja fueron poco menos que rodando por la rampa del castillejo. Al tremendo batacazo, la muerta, que no estaba muerta, sino con un letargo mortal, volvió en sí, abrió los ojos, estiró los brazos y se incorporó. En cuanto esto vieron los acompañantes, unos huyeron despavoridos, otros quedaron a pie quieto, petrificados de asombro. Y entre estos últimos, el barón. Pero le sacó de su estupor las voces que daba su esposa, llamándole y diciéndole que estaba viva, muy viva, y ¡por Dios! que la levantaran y la llevaran a la cama.

¡Todo júbilo fue la gran Toledo! Las caras tristes se volvieron regocijadas; la esquila de la capillita cambió sus tañidos funerales en locos repiqueteos de aleluya, y el barón, henchido de alegría —pues como quien dice estaba la pareja en su luna de miel—, celebró la resurrección de su bien amada como si se hubiera casado de nuevo.

Con ese precedente, no es de extrañar que la servidumbre temiera ver aparecer de un momento a otro a la muerta resucitada.

Pero no pasó nada; ni durante la cena ni en la larga velada que a ella se siguió, ni en el resto de la noche, la cual se deslizó silenciosa, y que yo pasé regaladamente entre sábanas.

Con el nuevo día hiciéronse los preparativos para la conducción del cadáver.

Al pie de la cuesta estaba prevenido un carro muy adornado con cintas y coronas, al que iban enganchadas cuatro mulas, y como escolta, una tartana y buen golpe de cabalgaduras para el séquito.

El cura, revestido de estola negra y sobrepelliz, despidió con el último responso al cadáver, y, enseguida, los criados cargaron a hombros con la baronesa. Afuera estaban las mujeres aguardando, unas con pañuelo a la cabeza, otras tocadas con mantellina como cuando van a misa, y todas con velas encendidas, y cuando desfiló el cadáver de la señora siguieron acompañándola cuesta abajo.

A la zaga del féretro iba el barón vestido de luto, sin despegar los labios, impasible, sin pena ni gloria. Mas cuando los conductores llegaron a mitad de la cuesta, donde fue la resurrección tres años antes, vímosle todos adelantarse y decir en voz alta:

—¡Mucho cuidado aquí; pero mucho cuidado! ¡No se os vaya a caer!