III. LANCE SERRANO

El cual proseguí vía recta a Murcia, por Lorca.

En saliendo por la puerta de Purchena, a las pocas leguas, se anda por tierra pedregosa y empinada, por la que se pierden las últimas ramificaciones de las sierras de Alhamilla, de los Filabres, de las Estancias y de la tan famosa de Almagrera. Las poblaciones son ricas y florecientes, con abundantes aguas, muchas huertas y buenas cosechas de granos; aceite, hilazas y barrilla. La mayoría de los vecinos habitan en las caserías y haciendas de campo, por lo que aquella tierra aparece más poblada que ninguna otra de Andalucía.

En algunos distritos vi los cables aéreos por los que vienen solas las vagonetas con plomo argentífero de la Almagrera, que se exporta por Garrucha, Adra y Águilas de Murcia.

Tropecé con algunas cantinas de mineros y en ellas comí y bebí a la salud de lord Stanhope.

Centro y emporio de estas minas argentíferas son Vera y Cuevas de Vera, a unas quince leguas de la capital, villas ambas casi limítrofes, ricas y populosas. Siguiendo el río Almanzora íbame acercando a Huércal Overa, cuando se me ocurrió sestear en un chamizo abandonado en la ladera de un monte.

Dormía con esa beatitud que dan el cansancio de la jornada y el estómago satisfecho, cuando me sobresaltó un fuego de fusilería no muy lejos de donde yo estaba. Tan repetidas eran las descargas, que me alarmé y miré afuera. Y vi a mi frente una guerrilla de guardias civiles, desplegada en ala, tiroteando por intervalos a una que parecía corraliza, desde la que tiraban también, aunque con menos insistencia.

De pronto, vi retirarse herido un guardia y replegarse los demás, como si pensaran variar de táctica. Eran cinco y los mandaba un oficial.

—¡Bravo! —me dije—; mira por dónde vas a presenciar una batalla campal.

En esto oí el silbido de una bala que vendría de la corraliza, dedicada a uno de los tricornios; pero que a mí me hizo muy poca gracia.

Y como medida de precaución me eché de bruces en el suelo, pero asomando la jeta por la puerta del cobertizo para no perder detalle.

La curiosidad es malsana en ocasiones, y eso me avino ahora, porque el oficial que mandaba la fuerza hubo de verme y me hizo señas que fuera a él. No había más remedio que obedecerle, y a él fui corriendo de miedo que volviesen a tirar en frente.

A fuer de hombre precavido, el oficial estaba resguardado detrás de un árbol, y junto al tronco fue esta entrevista.

—¿Qué haces aquí?

—Descansando, mi teniente (que esta era su graduación).

—¿Quién eres?

—Un hombre que viaja a pie.

—A ver la cédula.

Se la enseñé; me miró de pies a cabeza, y meneando la suya añadió:

—No me basta.

Eso ya me lo figuraba yo, porque esa clase de papelito resulta siempre un papel mojado.

—Pues no puedo enseñarle más, mi teniente.

—¿De dónde vienes?

—De Almería, es decir, de Cuevas.

—Y ¿a qué hora saliste del pueblo?

—A la una, mi teniente.

El oficial miró su reloj; vio que eran las dos o dos y media, y volviéndome a mirar de pies a cabeza repuso:

—Está bien; ya me enteraré... ¿De modo que tú no sabes nada de Ramón? ¿No has hablado con él?

—Pero, mi teniente, yo no sé de quién me habla usted; yo no conozco a nadie de por aquí ni he hablado con ninguno.

—Es que si mientes te hago fusilar aquí mismo. Aquello iba derivando de mal en peor; pero no me intimidé; así que, con aplomo y sangre fría repuse:

—Yo no miento, mi teniente; repito que entré a sestear en aquella choza y que no sé nada de lo que ocurre aquí.

—Pues ahora lo sabrás —me contestó el oficial en tono más amable—. Anda por estos contornos un bandido que nos trae locos y a quien estamos dando caza. Al fin topamos con él y allí está en aquella corraliza. Es imposible que se nos escape, porque ahora mismo desplegaré la fuerza en orden envolvente. Yo quiero ahorrar sangre de los míos, que por avanzar a pecho descubierto se exponen en demasía. Pero esto no se lo has de decir así, sino hacerle ver que queremos perdonarle la vida, supuesto que ha de caer en manos de la Guardia Civil.

—¿Dice usted, mi teniente, que se lo he de decir? —recalqué, creyendo haber oído mal.

—Claro está, porque yo me incauto de tu persona, te hago auxiliar de la Benemérita y a él te envío en calidad de parlamentario.

Creerá cualquiera que se me puso la carne de gallina oyendo semejante encargo; pero no fue así; me plugo la aventura, y aun vi en perspectiva una cruz sencilla del mérito militar.

—A la orden, mi teniente —contesté, cuadrándome y haciendo el saludo.

—Así me gustan los hombres, resueltos y decididos. Pues bien; ahora mismo vas a la corraliza y le dices: «Pedro Ramón (que así se llama el bandido); el teniente de la Guardia Civil me envía a decirte que estás cercado y no puedes escapar; pero que si te entregas, te da palabra de honor de perdonarte la vida».

En este mismo instante silbó cerca de nosotros una bala de la corraliza, y los civiles, que estaban replegados junto a nosotros, contestaron con una descarga.

—¡Alto el fuego! —gritó el oficial—. Dejad pasar a este hombre. ¡Ea!, a ver si despachas pronto.

Esto iba por mí. No hubo de decírmelo dos veces, porque impávido y erguido me encaminé a la corraliza; y para más prosopopeya, levanté mi bastón con el pañuelo atado, a guisa de bandera de parlamento.

Anduve unos doscientos metros y llegué al antro. Una corraliza abandonada, con pequeño tapial y el esqueleto de una choza entre una maraña de árboles y matorrales, y entre la espesura un hombre joven, empuñando una carabina, que a distancia de pocos pasos me gritó:

—¿A qué vienes?

—A parlamentar de parte del teniente —respondí—. ¡No tires!, ¿eh? ¡Que soy moro de paz!

Y abrí los brazos para que me viera desarmado y tuviera confianza.

—Acércate y habla.

Llegué a la tapia, entré por un portillo y el bandido me recibió en un reparo de maderos y cascotes, desde el que se atisbaban los aproches y muy particularmente el sitio donde estaban los seis tricornios esperando. Era un apuesto joven, vestido como cualquier hombre del campo, pero con canana y escopeta.

—¿Qué quiere el tricornio? —me preguntó.

—Quiere salvarte la vida —contesté—. Mándame decirte que estás perdido, pero que si te entregas te llevará preso y nada más.

—Eso ya lo veremos —repuso el bandido, riéndose siniestramente—. Que pruebe acercarse.

—Pedro Ramón... ¿No es así como te llamas?

—Sí, me llamo Pedro Ramón.

—Pues bien, Ramón; creo que llevas la de perder, y te aconsejo que te vengas a razón.

—Nunca, jamás —me contestó con energía, acompañando una blasfemia—. Tú no conoces a los tricornios. Les debo muchas para que me perdonen la vida. Donde me cojan, me matan.

—Te digo que no, Ramón —repuse, queriendo salvarlo y, sobre todo, queriendo lucirme como parlamentario.

—Te digo que sí, rediós —añadió él, casi furioso.

—Entonces, ¿qué piensas hacer?

—Escapar a la sierra, que está a cuatro pasos.

—No sé cómo, porque van a cercarte.

—Pues ahora lo verás, porque no hay tiempo que perder. Dame tu chaqueta y tu sombrero.

—¡Pero, hombre! —exclamé atribulado, viendo que así me desnudaba—. Parece mentira que hagas esto con un pobre caminante que vino a verte obligado. Porque has de saber que el teniente me amenazó con fusilarme.

—Sí, te creería mi espía. ¡Ea! Prontito —añadió el bandido con mímica expresiva—; dame lo que te pido. Mucho siento hacer daño a un pobre, pero no hay más remedio.

Me quité la chaqueta y el sombrero, exclamando:

¡Oh dulcesprendas, por mí mal halladas! ,

porque me acordé de los benefactores de Antequera y de Granada, a quienes las debía.

—No puedo pagártelas, porque no llevo dinero, que si no, lo haría. Ando a salto de mata; los tricornios me siguen la pista y no puedo parar en ninguna parte.

—Pero ¿cómo escogiste oficio tan arriesgado?

—¿Cuál? ¿El de bandido? No lo soy; ni mato, ni robo a nadie; pido de comer, nada más. Me lancé a esta vida por vengarme de un cabo de civiles que me maltrató cierto día que me arrestaron por un juicio de faltas. Después, las cosas se enredaron como cerezas; maté un guardia, herí malamente a otro...

—Y a otro ahora —le interrumpí.

—Me alegro, ¡recontra!... En fin, que ya no hay más remedio para mí que Dios y esta escopeta.

En tanto así hablaba, cambió sus prendas por las mías. Creí

que iba a darme las suyas, pero pronto me convencí de lo contrario.

—Vete ya —me dijo—, porque va pasando mucho tiempo y los tricornios pueden armarme una celada; y vete así, en mangas de camisa y sin sombrero, porque me hace falta lo mío.

Comprendí que era irrevocable la resolución de aquel hombre, y me dispuse a dejarlo.

—En resumen: ¿qué le digo al teniente?

—Que se vaya a la mierda y que yo no me entrego.

Estas mismas palabras repetí al oficial cuando llegué a su vera con mi banderín blanco y con la doble vergüenza de mi despojo y de mi fracaso parlamentario. Oído que hubo el teniente cuanto me pasó con Ramón, empezó a dar órdenes, y los guardias se escamparon para converger valientemente en la cobertiza.

Desde mi observatorio, porque no me creí en el caso de acompañarlos, veía la temeridad de Pedro Ramón, cuyo bulto se mostraba inmóvil en la corraliza, esperando, sin duda, la aproximación de los guardias, para aprovechar bien cada tiro.

Conforme los civiles avanzaban, como veían al bandido lo mismo que yo, le enviaban tal cual tiro, pero sin acertarle nunca, porque el otro seguía siempre en su puesto. Al fin, resueltos y denodados, los cinco, con el teniente a la cabeza, se lanzaron al asalto de la guarida. Debían habérsele acabado las municiones al bandido, porque no disparaba y seguía viéndose quieto. ¿Habría cambiado de resolución y pensaba entregarse?

Curioso de ver el desenlace, y sin miedo a las balas, porque nadie tiraba, fui acercándome al lugar de la escena, y entonces me percaté de todo. El supuesto Pedro Ramón era un estafermo, un palo vestido con la chaqueta y el sombrero del bandido, quien, para esto, se puso mis prendas. Engañados con esta estratagema los civiles, se habían ido acercando a la corraliza, en tanto que Ramón ganaba a rastras la vecina sierra, luciendo la chaqueta del herbolario antequerano y el chambergo del aficionado granadino.

Y menos mal si hubiera podido canjear estas prendas por las del bandido; pero ni aun esto, porque estaban acribilladas a balazos por los primeros disparos de los guardias cuando fueron avanzando.

—No te apures —me dijo el teniente, viéndome condolido—; vente con nosotros a Huércal, y te vestiré.

El caballero oficial cumplió su palabra. En cuanto llegamos a Huércal–Overa, diome chaqueta y sombrero nuevos, y satisfecho de mi proceder, me dejó pasar la noche en el cuartelillo, y recabó del alcalde una pesetilla para ayuda de tránsito.