III. EL HEREU Y LA PUBILLA
Creo haber dicho que cerca de nosotros cenaban también los tres oficiales de caballería.
Serían castellanos de pura cepa, a juzgar por el limpio acento y la dicción castiza de sus palabras. Bien es verdad que para soltar las lenguas y lubrificar las gargantas, menudeaban las libaciones del Priorato de la tierra.
Esto daba animación al comedor, amén de las frecuentes entradas y salidas de ordenanzas, cabos y sargentos, que venían a dar el parte al capitán del escuadrón. Como el tema de Constantí estaba ya agotado, di un vuelco a la conversación con Carrillo y le espeté esta exclamación, a ver lo que decía:
—¡Qué bien me suena el habla castellana después de tantos días de oír hablar catalán!
—¿No le gusta a usted nuestra lengua? —repuso él.
—No me disgusta; pero me parece mejor el castellano.
—En cambio a nuestra patrona le parecerá mejor el catalán. Eso es a lo que uno está acostumbrado.
—Y usted ¿qué dice, señor Carrillo? Sea usted imparcial, porque le advierto que soy de la manga ancha. Habla con un madrileño criado en Barcelona, y, por consiguiente, un tantico aficionado a la región.
—Pues digo que, sin negar la majestad, abundancia y sonoridad de la lengua castellana, la lemosina, provenzal o catalana —que con los tres nombres se conoce— no cede a ella en abundancia y lozanía. Díganlo, si no, Mireya, de Mistral, y La Altántida, de Verdaguer, clásicos modelos del provenzal y del catalán de nuestros días, aunque con la natural diferencia de los diptongos, de la ortografía y de las conjugaciones. ¿Las ha leído usted?
—Las he leído y admirado.
—Pues tienen mucho parecido con las Cantigas del Rey Sabio, en las que por cierto se observan muchas analogías con el catalán en palabras y hasta en frases.
—Norabuena todo esto; pero buena diferencia va del lenguaje literario al corriente, al que se habla. Lo que más disuena al oído de un hijo de Castilla es la pronunciación catalana.
—Hay dos grandes divisiones por lo que hace a las diferencias locales de pronunciación en Cataluña. En esta parte del Priorato, como en Valencia y Lérida, se pronuncia el catalán con más limpieza y, en general, como se escribe. Más allá del Priorato, en Barcelona y Gerona, las vocales son menos limpias y aun se sustituye la acentuación de las sílabas. Pero estas son nimiedades, porque lo mismo pasa en las provincias de habla castellana.
—Aun así, soy de sentir que en estas provincias a que usted se refiere, sobre todo en las meridionales, por la mayor delicadeza, volubilidad y calor de la fantasía de sus moradores, el idioma castellano ha adquirido mayor grandeza y adelantamiento, incomparable fuerza y viveza.
—Querrá usted decir más énfasis.
—Pues este énfasis, señor Carrillo, es la característica entre ambos pueblos. El castellano, sin duda por haberse sentado en el solio de los reyes de España, y por su expansión imperialista —hablo de las Américas—, puso en su lenguaje el sello de las nobles pasiones de la emulación y de la gloria; ciertos toques derivados de los muchos y diversos sucesos en que han intervenido quienes lo hablaron. Los catalanes, como inclinados o resignados al tráfico, al interés y a la solicitud, han forzado al lenguaje a regularse por el mismo camino. En su carácter y pronunciación, el catalán lleva cierta dureza, que hace que se maneje con aquella dificultad que suelen los miembros ateridos de frío.
—En esto estamos conformes, sí; es innegable que el Hereu ha desbancado a la Pubilla, porque de la alianza matrimonial entre ambos vino el cambio de carácter y el desmedro de Cataluña.
—Y para remachar el clavo debe usted añadir:
¡Ay, Castilla castellana,
si la terra catalana
no thagués conegut may!
—No voy tan lejos —repuso Carrillo—. Estas son exageraciones de los renaixensos. Es que opino como usted. Con la hegemonía castellana, los nietos de los almogávares colgaron sus armas y los caballeros catalanes, con raras excepciones, ya que no podían ser cortesanos y caudillos, se hicieron comerciantes y fabricantes. La pubilla Cataluña entendió que era pasado el tiempo de las expediciones por su cuenta a las islas de Italia y al Oriente; vio que el Mediterráneo era vencido por el Océano, y se resignó a hilar la rueca, a cambiar sus castillos por fábricas y sus bajeles por naves mercantes, dejando al hereu Castilla las empresas militares y el aumento del patrimonio.
—¿Y qué tal lo hizo el Hereu en opinión de usted?
—Bastante mal. Abarcó demasiado, y se quedó sin nada. Últimamente se jugó al as de espadas las últimas posesiones que le quedaban en América y Oceanía, y las perdió.
—¡Buena se pondría la Pubilla!
—Figúrese usted. ¡Se indignó! Llamó al orden al Hereu, le amonestó a que cambiara de política, a mirar por la casa y acrecentar el mayorazgo con el trabajo y el ahorro. En poco estuvo que le entablara demanda de divorcio. El Hereu vínose a razón con gran regocijo de la Pubilla, a quien ello le trae mucha cuenta. En menos de quince años figura en primera línea entre los mineros, navieros, agricultores e industriales de Europa.
—De modo que lo que por ahí se dice...
—Es una nubecilla conyugal por cuestión de intereses. Mientras el Hereu administre bien, la Pubilla tan contenta.
—Más vale así.
.........................................
Con tan alegre derivación de la tendenciosa cháchara dimos fin al coloquio, a gran satisfacción de la patrona, que, por haberse retirado ya los oficiales, le dolía la luz que gastábamos en el comedor.
Dímonos las buenas noches Carrillo y yo; y con esto nos despedimos, pues no habíamos de volvernos a ver.