I. SEMI–ANACREÓNTICA

LLEGUÉ, efectivamente, a Osuna, villa ducal situada al pie de un alto cerro y al principio de una dilatada llanura de labrantíos y dehesas.

A partir de Sevilla, estos grandes campos andaluces tienen un aire de soledad que apena. Grandes latifundios se extienden leguas y leguas, y aumenta la despoblación la práctica de dividir los terrenos en tres porciones: para el cultivo, para el descanso o barbecho y para pasto de animales.

Sevilla es una capital esplendorosa entre campos abandonados. El antiguo reino se lo repartieron en feudos el duque de Arcos hacia la parte de Córdoba; el de Medinaceli hacia Cádiz, y el duque de Osuna hacia la serranía de Ronda.

El nombre de Osuna va unido al recuerdo del alto magnate que con su rumbo deslumbró las cortes europeas, reavivando la tradición de los grandes señores castellanos. Marchitos los laureles de los Ureñas y gastados los doblones de los Osuna, la villa aparece como un astro apagado, en el que todavía aletean, frías y agónicas, las águilas de los heráldicos blasones, esperando la salida de un sol que no volverá a encenderse.

En tal guisa, la gótica colegiata se ha convertido en panteón de los duques, y la Universidad, en caserón municipal. A esta Universidad de baratillo y a su antigua feria de grados me refería en mi conversación con el juez del Humero.

Pasada La Roda se cruza un trozo de la provincia de Málaga, metido como una cuña en tierras de Sevilla, Córdoba y Granada.

El terreno va haciéndose montañoso. La entrada por cualquiera parte es penosa e incómoda por los pedregosos montes que salen al paso; pero no hay pedazo de tierra que no esté plantado de viñas, porque, según parece, cuanto más áspero y montañoso es el terreno produce vinos de mejor calidad. A estos vidueños, por lo extendidos que están por montes y laderas hasta la marina, se les puede aplicar lo de la abundancia y ramificación de las vides de Judá, que extendían sus vástagos hasta la mar, cubriendo los montes con su sombra (Salmo 80).

Hago especial mención de estos viñedos porque ellos fueron las posadas de mi hambre en este trayecto.

¡Qué uvas las malagueñas! Las vi blancas y negras y de tantas clases, que yo, como Virgilio, protesto no poderlas numerar; desde las tempranas, que nuestro Plinio llama forenses, porque madurando antes se venden mejor en las plazas, hasta las moscateles, cuyo olor y sabor es como almizcle o mosqueta, de lo que les pudo venir el nombre castellano. Apianas las llama también Plinio, por ser las abejas muy golosas de ellas; son uvas gordas, perladas de forma y de color, hollejo muy recio, pero de comer muy dulce, con lo que dicho se está que ellas fueron mis predilectas.

Me pareció que los malagueños, a fuer de rumbosos, no guardaban sus viñas y dejaban que las aves del cielo y los pobres viandantes aliviasen las cepas de sus pesados racimos. Así, pues, con una buena panzada de uvas moscatel y un bocado de pan me dispuse al asalto de Antequera, ciudad famosa que a mi frente se mostraba asentada sobre tres colinas a la extremidad de la famosa vega de su nombre.

Y al asalto me disponía cuando casi en la linde del próvido vidueño, que a placer esquilmé porque creí que nadie me veía, un hombre con escopeta me sorprendió en la ridícula postura que los viñadores de La Champagne sorprendieron a un destacamento de prusianos que se había atracado de uvas en un viñedo.

—Levántese usted y vamos andando —me dijo el hombre de la escopeta.

Sentí la vergüenza de mi derrota, y atacándome las bragas, me rendí a discreción.

—¿De suerte que lo ha visto usted todo? —le dije. Me refería al atracón de uvas que me diera.

—Todo —respondió él en toda la extensión de la palabra—. Le estuve espiando sin que usted lo viese, y si no le envié una perdigonada fue por temor de equivocarme de cara.

—Hombre, muchas gracias.

—Bien puede usted dármelas, porque se cebó en las mejores uvas de estos pagos. Se conoce que es usted persona de gusto.

Así era en verdad; con toda calma y sosiego me había comido libra y media o dos libras de las que me parecieron mejores uvas por su mayor color y sabor.

—Sí, señor —siguió diciendo el hombre de la escopeta—. Me vendimió usted de aquellas uvas con que hacemos el famoso lágrima, un vinillo así llamado porque se desliza gota a gota como las lágrimas de los ojos, sin más presión que la que hacen unas uvas sobre otras, sin ayuda alguna extraña y sin aderezo ni composición, y tan estimado de los malagueños, que lo sacan por postre en sus mesas.

—Lágrimas vierto yo, señor mío —repuse humildemente—, por haberle ocasionado tal perjuicio. Bien dicen que la ocasión hace al ladrón...

—Acepto estas explicaciones —contestó el otro mirándome de hito en hito— porque a la verdad no me parece usted hombre de mala catadura. ¿Qué le ha metido en estos trotes?

—El afán de correr tierras a pie y sin dinero. Ya ve usted, voy a Barcelona y quería llevar als noys noticias de la ciudad famosa que dio nombre a don Fernando, el rey castellano del compromiso de Caspe.

—Hola, hola, veo que no es usted una persona vulgar —repuso asombrado mi interlocutor—. ¿De modo que sabe usted del infante de Antequera?

—Y del húsar de Antequera —añadí, aludiendo a Romero Robledo, que entonces vivía y era el orgullo de los antequeranos.

—Vaya, vaya —replicó complacido—, está usted fuerte en historia antigua y contemporánea. Esto me place. Pues voy a ponerme a su diapasón. ¿Ha oído usted contar de aquellos prisioneros siracusanos a quien Metelo perdonó la vida porque les oyó recitar versos de la Ilíada? A este tenor, yo le perdono el estropicio de mi viña y le absuelvo de todo cargo. Más aún, le brindo a usted con hospedaje; pero con una condición: que vaya usted a herborizar por mí.

—Ya lo creo —repuse alegremente—; con muchísimo gusto, si bien le advierto que lo que me sobra de historia me falta de botánica.

—No importa; es suficiente con que conozca usted el lentisco y la pita, que sí conocerá. Son las únicas plantas que por ahora necesito para mis simples, porque ha de saber que soy herbolario.

El extrañado ahora fui yo, pues cuanto más supuse fuera un labrador instruido.

—Sí, señor —añadió, comprendiendo mi extrañeza—; soy un modesto herbolario de la ciudad, que salió a ver su majuelo y de paso a matar gorriones. Conque ya lo sabe usted: en cuanto llegue a la Plaza alta se mete en la herbolería que allí encontrará. Es mi casa, y en ella me espera o le espero yo, porque ahora he de pasarme por el Romeral a saludar a don Francisco (Romero Robledo), que, como buen paisano, nos visita todos los años.

Y no hubo más, sino que me dio su mano, que él torció a mano izquierda hacia el Romeral y yo tomé la cuesta que lleva a la ciudad.