II. ANACREÓNTICA ENTERA
Llegué a Antequera por la parte donde está su magnífico paseo, crucé calles, y al llegar al Arco de los Gigantes di con la Plaza alta, donde tenía su tienda el herbolario.
Pregunté a un mancebo que había a la puerta si había llegado el patrón; ante su negativa me senté a esperarlo en un poyo de la plaza. Aquí se me juntó un aguador, que arrendó a un árbol un borriquillo cargado con unos cántaros de agua que ceñían guirnaldas de una hierba de tallitos inclinados a rojo, con muchas flores pequeñas azules y blancas, desconocidas para mí, porque, según confesé al herbolario, soy peregrino en estas partes del reino vegetal.
—¿Qué tiene esta agua —pregunté al aguador— que va tan florida? ¿Es agua bendita?
—O poco menos —me respondió el antequerano—. Bien se conoce que es usted forastero. Esta agua es famosa entre todas las de España por la gran fuerza que tiene contra la terrible enfermedad de la piedra y también porque conforta mucho el estómago. Mana de una fuente que está a dos leguas de esta plaza, y pónese muy gran recaudo en que no se haga falsedad de dar otra por ella. Por esto los aguadores que vivimos de trajinarla nos poníamos antes unas guirnaldas de esta hierba caníbaro [4], de que la fuente está rodeada, y si llegaba la hierba fresca en la guirnalda es señal de haber llegado el aguador a la fuente y cogido el agua, por no darse aquella hierba sino allí en toda la comarca. Ahora nos contentamos con ponérsela a los cántaros. También he oído contar a mis abuelos que, cuando llevaban lejos esta agua, un escribano daba testimonio de la persona, día, mes y año en que se cogía, y después el cura de la iglesia sellaba los cántaros de manera que no se pudieran abrir sin sentirse... Pero esto sucedía en tiempos del Papa Bellotas.
—¿Papa qué?
—Del Papa Bellotas —recalcó el aguatero—. ¡Pues a fe que no se le oye!
En efecto: desde la torre del castillo romano que domina la población llovían las campanadas de un reloj de torre que a la sazón daba las siete.
—¡Ah! ¿Este es el Papa de Antequera? —repliqué, acordándome del otro de Burgos.
—¿Qué? ¿No había oído usted hablar de él? —exclamó el antequerano con asombro—; ahí es nada, un reloj que pesa cien quintales. Ni el rey de España lo tiene en su palacio.
—Y ¿es de veras que pesa tanto?
—Hombre, así lo anuncia él mismo:
Papa Bellotas me llamo,
cien quintales peso;
quien no lo quiera creer
que me coja en peso
y me lleve a la playa
y de la playa a mi casa
y me llamo Salvador del Mundo...
En esto vi venir a mi herbolario y dejé a mi aguador con la palabra en la boca. Venía el hombre con su escopeta terciada y cubierto de polvo, como quien pasó la tarde en el campo. Era solterón, sin más compañía que un mancebo o ayudante y una vieja ama de llaves y cocinera a un tiempo. Hízome pasar adentro y cenamos enseguida, porque ya la cena estaba dispuesta y él venía tan hambriento como yo, e hízome arreglar mi cama junto a la del ayudante, al cual vi muy extrañado de la calidad del huésped que recibía su patrón.
Aquella noche el herbolario estuvo parco de palabras; pero a la otra mañana, en cuanto salté del lecho, me tomó por su cuenta, diciéndome:
—Señor incógnito —porque ni siquiera trató de averiguar cómo me llamaba—; señor caminante, póngase usted estos zapatos y este chaquetón, que bien los necesita y que yo le oferto en nombre de Linneo. Desayúnese y dispóngase a herborizar. Para esto debe trasmontar el cerro del castillo y a la otra falda perderse donde vea manchas de pitas y lentiscos. Darele un cuchillo de monte, un saco y provisión para el día, porque hasta media tarde no será la vuelta. Procure cortar lo más fresco y jugoso que encuentre.
—Amén —dije muy satisfecho.
Y salí de la botica vestido de nuevo y con mi talega al hombro. Bordeé la colina donde está la torre del Papa Bellotas y salí al tostadero del ejido. Anduve y más anduve, y donde veía una tuna cortaba tal cual hoja, con más cuidado que pulquero sangra un nopal. Arrebañé con las matas de lentisco y en pocas horas colmé el saco. Pasé el día entre pastores y gañanes, oyendo cantar a las cigarras y balar los recentales, y lo pasé divinamente porque a la noche me esperaba buena cama y buena cena.
¡Cuán poco se necesita para hacer apetecibles los pormenores más elementales de la vida!
Volví, pues, a media tarde adonde el herbolario con mi talego a cuestas, atufando a lentisco y con las manos verdes del zumo de las pitas. Hallé al buen hombre en su laboratorio, entre retortas y alambiques. Vacié mi carga y le pareció bien.
—Ahora —me dijo— va usted a servirme de ayudante químico, porque el otro está en el mostrador. Vamos a empezar por sacar el acíbar de estas pencas. Esto le entretendrá algún tiempo; pero es facilísimo de hacer.
E hízome cortar las hojas, algunas retorcidas como cuernos de cabra; ponerlas en unas vasijas para que destilasen el jugo y purificarlas en unas calderas a fuego lento, hasta que haciéndose una especie de jalea queda condensada como la pez rubia.
En esto empleé bastante tiempo, y aún quedó la mitad por hacer para el día siguiente.
—Por hoy hay bastante —díjome a última hora el herbolario—. Mañana echaremos la jalea en cartuchos de papel y con esto tengo provisión de acíbar para vender a las boticas. Aunque son tres las clases de acíbar, este que destila la pita, o áloe a lo farmacéutico, es el verdadero hepático de muy singular virtud purgante, llamado así porque se asemeja al hígado en el amargor del gusto.
Al otro día trabajamos en el lentisco, de manipulación más limpia y agradable. Hervimos gran cantidad de hojas en un caldero de agua y recogimos la espuma que sobrenadaba. Dejándola secar, vendíala el herbolario con el nombre de incienso macho.
—Por este estilo —díjome, a modo de apotegma, el herbolario— tengo mucho cuidado y estudio en el conocimiento de otras hierbas, cuya noticia se ha perdido entre nosotros, pero que he leído en autores antiguos. ¡Gran lástima por cierto, que, si no, más remedios simples tuviéramos, en vez de tener que recurrir a drogas y hierbajos de los salvajes de las Indias! Mi arsenal es la Historia Natural de Plinio, donde se mencionan los famosos remedios que descubrieron los españoles en las hierbas de su país.
El tercer día me empleó en cosechar también tunas y lentisco, con lo que entretuve el cuarto al pie de los alambiques. Comprendí que más alambiqueo sería alambicar demasiado la hospitalidad de aquel buen hombre, y antes que me despidiera él, me despedí yo, dándole las gracias por su bondad.
Diome dos duros de adehala, y, al dejar su tienda, hízome brindar «a la salud de don Pedro Ximénez, noble caballero de Málaga», o, lo que es lo mismo, me regaló con una copa del delicioso vino de esa marca.
Bajé la cuesta de la ciudad, orillé la finca del Romeral, y a medio camino de las dos leguas que van de Antequera a Archidona vi la Peña de los enamorados, o media peña, a favor de los desmontes del ferrocarril, pero que de todos modos acredita el mal gusto de los amantes que para su refugio escogieron una roca árida y pelada.
Por fin, entré en el reino de Granada.