II. LA INICIACIÓN

Al acostarme, traté de consultar con la almohada lo que haría con los nueve mermados duros que me quedaban, pero no pudo ser, porque la buena digestión hízome dormir de un tirón toda la noche. ¡Oh, tragaderas del pobre!; ¡oh, elasticidad del estómago abstinente!; ¡oh, preciado desquite! Ved tres seres atenidos a un parvo condumio diario, que en una hora han comido por una semana, y lo que es más, duermen con digestión beatífica...

Al levantarme reanudé mis paseos matinales a la Moncloa y al Pardo.

No se comprende cómo tantos madrileños fastidiados del dinero y de los placeres no acuden a diario a estos parajes. En esos montes los prados están floridos y espléndidos como en Andalucía; en invierno, las enormes masas de nieve que cubren los picos del Guadarrama dan al paisaje un carácter alpino, bello y sorprendente. Aquí y acullá y a cada momento, os recrea tan pronto una llanura, tan pronto una colina; ora un boscaje, ora un salto de agua; bien un horizonte velazqueño, bien la lejana silueta de Madrid; delectaciones y voluptuosidades más íntimas y de más valía que cuantas se proporcionan los paseantes en corte.

En estos parajes solitarios gózase, sobre todo, de lo más espléndido que tiene Madrid; la visión de un cielo azul intenso, inmaculado, que parece convidar a volar por él.

—¡Ah, si pudiera hacerlo! —pensaba yo en este día, sentado en un pinar—. ¡Con qué gusto dejaría este Madrid de mis pecados!

Y repetía in mente aquellos versos del catalán Bartrina:

Yo quisiera hacer un viaje,

rápidamente, de un vuelo,

como las aves del cielo,

sin billete ni equipaje.

—Será porque no quieres —me chillaba, con voz delgada y turbulenta, como de mujer anciana, una agorera picaza atalayada en una rama.

—¡Cámpatela como nosotros —me decían los gorriones—, hurgando en los restos de las meriendas campestres!

—Aprende de nosotras —chirriaban las cigarras—; vivimos al día y no nos va mal con el buen tiempo.

—¿Por qué te acongojas? —parecían hablarme las florecillas entre la hierba—; mira cómo gallardeamos; ni aun Salomón con toda su gloria fue vestido como una de nosotras, eso que no trabajamos ni hilamos.

—¡Ea!, levántate y mira lo que te conviene —me soplaba al oído un gnomo invisible, huésped del nemoroso pinar.

Saturado de estas filosofías, tomé la vuelta de la ciudad con un plan resuelto. Sí, me lanzaría al campo, a vivir como los pájaros y las flores. Grande es Dios, fértil el verano, ancha es España. Treinta o cincuenta pesetas son una semana de agonía en Madrid, pero son otros tantos días de despreocupación y de abandono en el campo.

Muchos son los inconvenientes del vagamundo. No importa, el peregrino los afrontará con resignación, con valor reflexivo. Se armará de filosofía, de buen humor, sobre todo, para soportar alegremente las chanzas de este, las impertinencias de aquel, y otras cosas peores, como el hambre, la sed, el calor y el cansancio del camino. El peregrino tendrá necesidad de fatigar piernas y pulmones, siguiendo sendas tortuosas, saltando zarzas y arroyos, subiendo montes y altozanos, pero también descansará en mullidos prados, en umbrosos bosquecillos, en frescas majadas, mirando los trabajos agrícolas o entretenido con animadas pláticas; y al fin de la jornada habrá visto muchas cosas nuevas.

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Así que vi a Juan le enteré de mi propósito de ir a pie a Barcelona.

—¿Se ha vuelto loco el señorito? —me dijo—; eso no es para usted. Se quedará a mitad del camino.

—Lo veremos, Juan —repliqué—; tengo salud y buenas piernas para ello.

—¡Ea, señorito, no nos abandone; no desespere usted! No faltará otro mirlo blanco que se ponga a tiro, y, sobre todo, ¿no me tiene usted a mí?

—Gracias, Juan; no me arguyas, porque es cosa resuelta. Al primer golfo que encuentres le preguntas qué se necesita para andar por los caminos.

Me refería a los trámites para poder cobrar en los pueblos la ración de etapa que se da a los caminantes pobres, pues ya se me alcanzaba que con las pesetas que poseía no podía llegar a Barcelona.

—Me informaré —respondió Juan.

Horas después volví a encontrarle y diome su embajada.

—Por ahí andará uno que tengo citado, para que le informe de lo que desea. Es un hombre que ha dado la vuelta a España, a pie, muchas veces. Es conocido mío, y da la casualidad que está en vísperas de marcha.

En efecto: a los pocos pasos que dimos por la acera, vimos en una taberna al individuo a que se refería Juan. Era un hombre alto y robusto, de tez curtida como de gañán o de segador. Vestía limpio traje de hombre de pueblo con ancho sombrero de fieltro. Era un tipo vulgar, pero simpático a primera vista. Juan hizo las presentaciones, nos dejó solos y los dos hombres tuvimos esta conversación ante la mesa de una taberna, mientras paladeábamos dos medios chicos de vino.

—Díjome Juan —empezó hablando él— que quiere usted informarse de las ayudas de una caravana a pie. Ello se reduce a bien poca cosa: sacar la carta de socorro aquí en Madrid.

—¿Y esto qué es?

—Pues un volante que dan en el Gobierno civil a la presentación de un papel sellado de diez céntimos y la cédula, solicitando ayuda de viaje para trasladarse de un punto a otro. Yo tengo dos a falta de uno, vea usted la muestra.

Y me alargó un papel con el sello del Gobierno por el que el gobernador civil recomendaba a los alcaldes de los pueblos del tránsito que ayudasen con ración de etapa al portador del documento.

—Bien —dije, devolviéndoselos—, pero supongo que no los cobrará usted a un tiempo.

—Sí los cobro, porque nunca falta algún vago indocumentado que se allane a llamarse otro nombre, con tal de cobrar el socorro y venir a la parte.

»Pero no le aconsejo que saque ese documento a lo menos en Madrid, porque es papel mojado en todos los pueblos de la provincia. Son tantos y tantos los pobres caminantes, que los Ayuntamientos del tránsito agotan los fondos de socorro a los pocos meses; cuanto más, sirve de pasaporte de camino cuando la pareja pide los papeles.

—¿Qué remedio les queda entonces a los pobrecitos vagos? —pregunté.

—Comer hierba o perder la vergüenza —respondió el otro—; robar o pedir limosna.

—¿Cómo, sabiendo todo esto, escoge usted a Madrid por punto de partida de sus correrías? Porque, según tengo entendido, es usted incansable peregrino.

—Lo soy, y lo seré hasta que las piernas digan bastante —repuso con pena el interpelado—. Casi, casi, es mi oficio, y crea que no me va mal con él.

—Entonces, ¿qué teclas toca usted en sus andanzas?

—Usted lo verá. ¿Cuándo piensa echar el pecho afuera? A mí lo mismo me da hoy que mañana. Saldremos juntos, quiero iniciarle en la vida de los caminos.

Después de hablar algo acerca del itinerario, convinimos en que la partida sería al otro día, temprano. Pagué otros dos medios chicos, y nos separamos.

A la noche volvimos a comer juntos la señora Gregoria, Juan y yo, pero esta vez un humilde estofado, y con menos alegría los tres. Era como la Cena pascual que yo les daba antes que padeciese.

Al acostarme metí todas mis cosas en el baúl, y encargando su custodia, así como el cajón de los libros a Juan, dejé preparados en la percha un traje de batalla y el morral con una muda de ropa blanca, que era todo mi equipaje de peregrino.

De madrugada vino a buscarme el compañero de viaje. Me vestí; me despedí de Juan y de la señora Gregoria, y terciando una manta y empuñando una cayada, me eché resueltamente afuera.