I. LA PRIMERA ESTACIÓN
Mi compañero vestía como cuando le conocí; pero ahora cargaba a la espalda un abultado petate atravesado por un grueso palo.
A buen andar cruzamos Madrid, y en menos de una hora llegamos al Puente de Toledo. Lucía el sol, soplaba el viento con poca fuerza y la temperatura era suave, como del mes de junio. El pobre Manzanares empezaba a vestir de verano sus héticas riberas. ¿Quién diría que sus orillas estuvieron pobladas tiempos atrás de frondosas alamedas, amenos sotos y praderas, plácidas huertas y misteriosos retiros donde el alegre pueblo de la villa celebraba romerías, verbenas y fiestas nocturnas, a las que acudían en tropel desde el último vasallo hasta el mismo monarca, acompañado de los más encopetados señores y de las más hermosas damas de su corte en lujosas carrozas? De todos estos primorosos encantos de la vega del exhausto Manzanares apenas queda algún ligero vestigio; dos o tres ermitas, el soto de Migas–Calientes, hoy vivero municipal, la Florida, la Fuente de la Teja, y hacia este lado, la Pradera del Corregidor.
El contraste entre una ciudad y sus aledaños se dulcifica mucho andando a pie. El tren os lleva rápido de la estepa a la urbe; del último villorrio a la gran ciudad; las piernas permiten a la vista gradaciones, matices de perspectiva: de la carretera a la calle, de las casas lugareñas a las quintas, de las fábricas a los palacios. Y a la inversa. De esta suerte se atenúa, se difumina y desaparece ante mis ojos la visión de la capital de España.
Vamos a Getafe. El camino se despliega al través de un ancho sequeral, sin más relieves que un cerro aislado a lo lejos, el de los Ángeles, el ombligo de España —así llamado enfáticamente, porque se le considera el centro geográfico de la Península— y una pequeña colina donde se levanta Villaverde, nombre que es una lástima aplicarlo a un caserío cuya campiña está mermada y esquilmada por líneas de ferrocarril, carreteras, caminos vecinales, caleras y tejares, sin un árbol que los sombree.
Los tejares son la obsesión de estos orilleros de Madrid. Una noria y un montón de greda les entretiene, y aun muchos los prefieren a los afanes agrícolas; eso que la tierra de estos campos es apta para la labranza, como ninguna, tierra gredosa, melosa, como ellos dicen, que embebe el agua y desafía los solazos.
Como no nos apremia el tiempo y el sol empieza a estar alto, mi compañero propone desviarnos a mano izquierda hacia un sotillo del Manzanares, río que por allí no lejos se desliza hasta su encuentro con el Jarama. A campo traviesa llegamos a la ribera y nos sentamos al pie de un sauce. El calor y el cansancio emperezaron mi cuerpo y me dormí.
Cuando recordé, hube de frotarme los ojos, porque creí estar soñando: a mi vera estaba un bendito fraile, pero conocí enseguida que era mi compañero de viaje.
—Es la primera sorpresa —dijo riéndose—. Míreme usted —añadió levantándose—, ¿verdad que estoy bien caracterizado?
Realmente parecía un lego capuchino, de estameña, frondosa barba y cabello intonso.
—Le explicaré el porqué de mi transformación —repuso, volviendo a sentarse junto a mí—. Usted se ha vestido de obrero para emprender sus andanzas; ahora va limpio y bien calzado, pero a las pocas jornadas parecerá un mendigo. Le ladrarán los perros y las mujeres le cerrarán las puertas.
—No pienso pedir limosna, compañero —repliqué picado de estas palabras.
—No lo dije por tanto —opuso él—; bien se ve que es usted un lindo don Diego, pero con la hidalguía a cuestas no hará usted camino. El poco dinero que lleve se lo comerán en ventas y posadas, y aun le será causa de no pocos sobresaltos. Hay que industriarse para viajar de gorra, y esto hago yo.
—También pienso industriarme yo, cuando se me acabe el dinero; espigaré, aventaré en las eras, ayudaré en las vendimias...
—Esto es fácil de decir, pero no de hacer. Estorbará usted más que ayudará, y será el hazmerreír de los gañanes. Camarada —siguió diciendo mi interlocutor cambiando de tono—, yo te iniciaré en la vida vagamunda; eres un ciego caminante y yo seré tu lazarillo hasta Ocaña, pues voy a la Cruz de Caravaca, en la provincia de Murcia. A fuer de romero visito todos los santuarios célebres de España, y este año toca el turno a este lado. Desde Ocaña puedes seguir a Valencia o adonde quieras. Y puesto que te has arrimado al hermano Pedro, que tal me hago llamar y así has de llamarme en adelante, el hermano Pedro te convida ahora a almorzar.
No venía mal un piscolabis a aquella hora y en tan alegre paraje, por lo que yo me refocilaba de antemano con lo que sacaría de las alforjas mi acompañante, pero no fue así, sino que levantándose y cruzando a la espalda el hato, que yo creía despensa de nuestro almuerzo, me dijo:
—Sigue y verás.
Salimos del soto, cruzamos rastrojos y olivares y en esto oímos el toque de Ángelus, del mediodía. Miré a todos lados y no vi dónde estuviera la campana.
—¿Oíste? —me dijo el hermano Pedro, que así le llamaré en lo sucesivo—, es el toque de nuestro almuerzo.
Apretamos el paso y al término de un olivar descubrí un caserón, que por granja diputara a no ser por un pequeño campanario terminado en cruz.
—Es la Trapa de Val de San José —dijo el compañero, adelantándose a mi interrogación.
Entonces me di cuenta del porqué de los olivares, de las bien cuidadas vegas, alegres campos y viñedos de aquella zona, tan diferente de los sequerales comarcanos. Los trapenses, en pleno siglo XX enseñaban a los madrileños cómo se funda una colonia agrícola a las puertas de la capital y en sitio que otros diputan por baldíos y de poco provecho.
En una plazoleta frente a la puerta del cenobio vi un grupo de gente pobre esperando la sopa. Cuando nos vieron acercarnos miraron con la ojeriza de perros que ven disputarse su comida.
—Anda atando cabos —díjome mi lazarillo—; si tú no fueras conmigo tendrías que formar en la rueda de estos infelices y esperar turno para comer. No harás tal y aún comerás mejor que ellos. Siéntate aparte y déjame hacer. Espérame.
Así lo hice, desviándome a poca distancia, al pie de un árbol, en tanto que el hermano Pedro se sentaba en un peldaño de la puerta. Al rato esta se abrió y aparecieron dos legos asiendo de una marmita colmada de humeante rancho. Otro donado venía con un saco de pan.
Uno de los legos se santiguó y empezó un padrenuestro en alta voz. Los pobres, puestos de pie, acabaron en coro la plegaria, y enseguida empezó el reparto de la menestra.
Pero como pudiera suceder, y así era, que alguien estuviera falto de plato o de cuchara, los legos dejaron la marmita en el suelo y se retiraron.
Al llegar a la puerta tropezaron con el hermano Pedro. Mi hombre estaba descubierto, rezando fervorosamente y besando, a cada amén, un Cristo que del cordón del hábito colgaba.
— Benedicamus Domino — oí que decía a los legos, viendo que se iban.
— Deo gratias — contestó uno de ellos—. Entre usted, hermano.
Y la puerta se cerró tras los cuatro.
Entre tanto me distraje viendo comer a los pobres, muy extrañados de que no metiera baza con ellos.
Eran como una docena entre hombres, mujeres y niños.
Aquellos que se trajeron escudilla y cubierto comían plácidamente.
A la legua se conocía que era gente de los alrededores, abonada a la sopa de los trapenses. Los demás, caídos al acaso o por primera vez, golfos madrileños por la pinta, estaban sentados en cuclillas alrededor de la marmita, y con una cuchara hecha con la corteza del pan, arrebañaban por turno. Quedaron todos ahítos y aún sobró comida.
A la media hora volvió a salir uno de los legos.
—Hermano Luis —dijo una voz—, ¿no compra hoy pájaros?
—¿Cuántos traes? —respondió el lego.
—Mírelos usted —dijo un golfillo mostrando una pajarera—, cuatro pardales muy lindos.
—Bien, te daré un requesón por ellos.
El lego volvió a entrar, volvió a salir y entregó el requesón envuelto en una hoja de col a cambio de la jaula. Antes de que se derritiera la nata el golfillo se apresuró a untar el pan que le quedaba y a engullir a bocados. El lego metió la mano en la jaula, y de una en una fue soltando las avecillas, como saboreando la libertad que les daba y cómo hendían los aires.
—Voy viendo que eres un robón —dijo al muchacho, que seguía manducando—; lo que haces es una herejía. ¿No son ellos tan criaturas de Dios como tú? Te tengo mal acostumbrado.
Y el lego levantó la marmita y fuese adentro con ella. Entonces oí al golfillo jactarse de cómo sonsacaba al hermano Luis, metido a redentor de avecillas cautivas.
Y fue que el golfillo era pajarero, y un día, merodeando por el Val de San José, se llegó a comer la sopa del convento; el portero, el hermano Luis, compadecido de los pájaros enjaulados, propuso al cazador que los soltara, y, a trueque de ellos, le ofertó media docena de huevos. A partir de esta fecha el chico vio que había un filón por explotar y raro era el día que no sacaba al hermano Luis una golosina cualquiera a cambio de un mal gorrión que tuvo la desgracia de enredarse en la liga; porque los jilgueros, verderones y demás pájaros de calidad, estos no los ponía al rescate, sino que los vendía por buenos dineros.
Una vez comidos se fueron los pobres cada uno por su lado; quién a su guarida, quién a sestear en los vecinos olivares, quedándome solo hasta cuando el hermano Pedro quisiera.
Pero no tardó en venir. A distancia me guiñó el ojo y con un movimiento de cabeza diome a entender que le siguiera. A un tiro de piedra del convento paró en una umbría, y entonces nos reunimos.
—Estos trapenses —me dijo— se dan muy mala vida. Ayunan perpetuamente y hacen una sola comida compuesta de una sopeja, patatas y legumbres cocidas, pan y agua. Pero a los forasteros los tratan a cuerpo de rey; así que, al despedirme, hanme regalado con esto para ayuda de viaje.
Y desenvolviendo un envoltorio de papel puso de manifiesto una oronda tortilla entre dos grandes rebanadas de pan, con dos lonjas de jamón.
—Ea, come, o por mejor decir, comamos, porque como yo no acostumbro a hacer estas cosas a medias quedeme con ganas con lo que me dieron ellos de lo suyo, y he de acompañarte en la bucólica. Póngase antes el vino a refrescar.
Desató el petate; sacó una bota enfundada y amorosamente la puso sobre la fresca hierba. Abrimos las navajas y empezamos a comer. Cuando llegó el turno a la bota fue tan breve el tiento que la di, que mi adlátere hubo de decirme:
—Beba el compañero, no sea pacato. Procure en sus andanzas que no le falte nunca el divino néctar.
Tal me animó, que en los sucesivos tientos bebí hasta cansárseme el pulso.
—Cumplí mi palabra —díjome al final de la refacción—, puesto que te di de almorzar. Ahora vamos a ganarnos la cena; pero prepárate a andar, porque esta noche hay que dormir en Ciempozuelos.