III. FRENTE A LAS COLUMBRETES
Al rayar el alba abandoné la alquería con ánimo de ir a ver al cura virgiliano, testigo de mis proezas vitícolas.
A un chicuelo que encontré buscando algarrobas por el bosque le pregunté por el pueblo; y como era del lugar, a él me guió en persona.
La aldea, cuyo nombre no hace al caso, es una lengua de tierra con honores de península, que entra atrevidamente en el mar. Las casas de los labradores y la iglesia, cuya moruna torre fue en tiempos almenara o vigía de la costa, ocupan la planicie del promontorio; hermosa terraza marina, que en días serenos deja ver al frente el grupo de las Columbretes, así llamadas porque se columbran desde la costa castellonense.
Al pie de la población alta está la baja, en la que viven los pescadores, algunos de cuyos botes y lanchas se ven varados en la arena.
Pese a tanta nomenclatura, a esa distinción de pueblo alto y bajo, de barrio de labradores y de pescadores, la feligresía no pasa de ser una aldehuela que escasamente tendrá cien fuegos.
El chico de las algarrobas me señaló una casita baja adherida a la iglesia, y me dijo:
— Aquesta es la casa del señó rectó.
—Gracias, noy —le contesté—. Toma en recompensa este perro gordo.
El chico tomó muy contento la pieza de diez céntimos que le alargué; pero como no veía por allí ningún perro, me preguntó:
—¿Dónde está el perro, que no lo veo?
—¿No ves este animalito de patas gordas y rabo erizado que se apoya en el escudo? Quiere ser león, pero se parece a un perro.
—Es verdad —replicó el muchacho mirando el cobre—. Talmente parece un perro de aguas esquilado de medio cuerpo abajo.
—Niño, quita allá —contesté—. Si nos oye el grabador se vuelve a morir de otro patatús.
Me refería a lo que por ahí se cuenta de que el artista del grabado murió del pesar que le causó oír que los madrileños tomaban por un vil perro el heráldico león que él dibujara. Pero el chico, entendiese o no esta historieta, se guardó el perro en un repliegue de la gorra para que no se lo quitaran sus padres, y me dejó solo al pie de la rectoría.
Iba a llamar, cuando me pareció oír el sonido de un violín.
—Has llegado a destiempo —díjeme—; se te adelantó un trovador.
Pero me tranquilicé, porque, haciendo dúo con la música, oí cantar a mi amigo el cura, que bien se conocía cantaba y tocaba a un tiempo, por la sumisa correspondencia del instrumento con las inflexiones y tonadas de la voz.
A riesgo de estorbarle en su melopea, llamé fuerte. Dejó el violín de tocar, y el cura se asomó a la ventana, que estaba a la altura de mi cabeza.
—Hola, anacreóntico —dijo al verme—. Salve amice.
Y él mismo bajó a abrir la puerta, acompañándome a su gabinete, desde el que se gozaba la visión magnífica del ancho mar y del perfil de la costa. Junto a una ventana estaba el atril con el violín y un papel de música.
—¿Qué es esto, mosén? —exclamé, señalando el estradivario—. Le sabía a usted poeta, pero no músico.
—Una cosa trae la otra. Tam nescio esse musicam nescire, quam letteras, dice san Isidoro, dando a entender que la música debe ponerse entre las ciencias ilustres.
—Mía fe que lo hace usted muy bien, porque le estuve oyendo antes de llamar.
—Gracias por la lisonja; pero ya paso de los cuarenta, y a esa edad a los músicos no nos queda más que el compás. Direlo más elegantemente con mi paisano Ausías March:
La valledat (vejez) en valencians mal proba;
no sé com jo faça obranova.
—¿Qué estaba usted ensayando?
—Unos gozos a la Virgen, para que las niñas los canten los sábados en la iglesia. Pero hace días me falta la inspiración.
—¿Faltarte la inspiración ante este escenario? —contesté señalando el mar—. No lo comprendo. Si yo dispusiera de un gabinete de trabajo como este, creo que haría obras maestras. Así me explico que Víctor Hugo, allá en Jersey, escribiera lo que escribió.
—También Ovidio pulsó la lira a orillas del Ponto, y cantó cosas muy tristes —repuso el cura meneando la cabeza—. ¿Ve usted esos dos barrios de mi feligresía, el de labradores y el de pescadores? ¿Cuál cree usted que es el más alegre?
Y, sin darme tiempo a responder, siguió diciendo:
—Pues el primero. La madre tierra alegra más a mi gente que el mar. Estos pescadores representan en la vida del pueblo la perpetua tragedia. No hay para ellos un día de plácida confianza, porque el cielo azul, la mar serena, el viento en calma, no son sino engañosas apariencias del peligro que se oculta tras esas bellas formas de la poesía del océano. De improviso surge una nube, las aguas se encrespan, el huracán rompe sus cadenas y la muerte aparece entre los horrores de la tempestad, segando la flor bravía de la costa. En cambio, la otra parte de mis feligreses no saben del mar sino que es muy bonito, muy agradable, sobre todo en verano, y muy alegre, porque ven en él las mismas cosas que en la tierra: uvas, ortigas, helechos y cohombros, espadas y sierras, truhanes y rameras, o sea delfines y sirenas, cardenales, obispos, ermitaños y otros peces semejantes a las cosas del cielo, porque hay nubes, estrellas y luna.
—Y usted, páter, ¿a qué carta se queda?
—Entre la sublimidad del mar y la poesía de los campos, clavo la vista en el fiel de la balanza que sopesa los dos elementos.
Y el cura señaló con el dedo al cielo.
—¡El Sol! —exclamé.
—Sí; Phebo, pater omnipotens, como le llama nuestro Virgilio; siempre tan hermoso y tan nuevo como el primer día que comenzó a andar los orbes; y por esto dijo Calímaco: formosus semper, semper juvenisque. ¡Qué de piropos, qué de lindezas le cantan los poetas! Tan hermoso es el Sol, que el real Profeta no halló a qué mejor compararlo que a un desposado galán que sale del regazo de la esposa y con su alegre y risueña cara a todos llena de alegría. ¡Con cuánta razón le llama Homero el Cien brazos! Porque tiene manos para dar luz y claridad a la luna y las estrellas y para barrer del aire la oscuridad y las tinieblas. Tiene manos para las plantas, para las hierbas, para las flores y frutas. Su luz alegra el mundo. Las aves le saludan y con sus harpadas lenguas dan mil parabienes a su venida. Los animales saltan, retozan y dan brincos de placer en viéndolo; los árboles, las plantas y las flores se descogen, se esparcen y cobran nuevo ser y nueva hermosura. Los peces muestran sobre las aguas sus plateadas escamas. Los enfermos se alientan, recibiendo nuevas esperanzas de su deseada salud, y, finalmente, no hay cosa creada que no se mejore en gusto cuando el Sol aparece.
—Padre cura, me va usted resultando tan apolíneo ahora como dionisíaco antes.
—Esto lo dice por el episodio del lagar, ¿no es cierto? Por mi contrarréplica al medicucho.
—¡Ya, ya! ¡Qué hombre tan sombrío! ¡No gustarle el vino! Se conoce que se le pegó el gusto de las recetas que administra, porque todo él destila acíbar y vinagre.
—Es un triste, es decir, un alma que se resiente de un mal que sufre; que esto es la tristeza: un resentimiento interior, como la sequedad de corazón, el odio, la envidia, etc., o un resentimiento exterior, como enfermedad, pobreza y demás.
—Según este concepto de la tristeza, todos los hombres debieran ser tristes, porque todos nos vemos combatidos por azares y pasiones. Nuestras vidas son los ríos que van a parar al mar, pero ríos que tienen sus crecidas: las grandes esperanzas, los felices sucesos; y sus bajantes: los desengaños, las aflicciones.
—Pues el hombre ecuánime debe conservar igual su corazón, cualesquiera que sean los sucesos de la vida. El santo crisma de que se sirve la Iglesia en varios Sacramentos está compuesto de aceite de oliva y de bálsamo. El bálsamo, que por su peso específico queda por debajo, representa la resignación, la conformidad; el aceite, que sobrenada, es el símbolo de la fortaleza, que hace al hombre superior a sus aflicciones; y aquel será hombre perfecto que junte la paciencia con la dulcedumbre de carácter. Es máxima tan cristiana como utilitaria. Gran parte de la salud consiste en querer tenerla; y lo mismo sucede con la alegría del alma. Por esto dijo un filósofo que el ver siempre las cosas por un prisma alegre vale más que una renta de miles de duros.
—Dígame, mosén, ¿dónde se vende este prisma de color de rosa?
—En ninguna parte; hay que fabricárselo en las moradas del alma.
—¡Ah!, páter, una cosa es predicar y otra dar trigo...
—Si como soy clérigo, fuera hombre de mundo, igual diría. En todos los estados se puede servir a Dios, y cada uno de ellos tiene sus particulares goces; sólo que a nosotros nos cansan y aun se nos indigestan por no seguir el precepto del sabio: «Si encuentras miel en tu camino, come lo necesario y nada más».
—Resumiendo, páter. ¿Está usted contento con su suerte?
—¡Qué remedio me queda! Desear otro género de vida incompatible con los deberes de mi estado sería perder el tiempo, porque los deseos ocupan el lugar de las ocupaciones que debemos cumplir. Casi siempre nuestros deseos quieren imposibles: se parecen a esas mujeres encintas que en invierno apetecen fresas y en verano castañas nuevas.
—Y quien dice contento dice feliz. Mosén, ¿lo es usted?
—El concepto de la felicidad del hombre es muy elástico. La ciencia de ser feliz consiste en ser piadoso consigo mismo, como hay que serlo con los demás. No todo ha de ser sufrir y perdonar las molestias y flaquezas del prójimo; hay que aplicar también la máxima a nosotros mismos. ¿Qué es el amor propio, qué es el orgullo, sino mortificaciones de nuestra imperfección, de nuestra inferioridad respecto de otras personas? En vez de abrigar en el pecho esas áspides venenosas, ¿no sería mejor que, como la Esposa de los Cantares, lleváramos la miel en los labios y la leche en el pecho; la miel para el trato con nuestros semejantes y la leche para dulcificar nuestra alma? Faltando una de estas dos cosas se es medio ángel y medio demonio.
—Esto ¿cómo se entiende?
—Pues, como se dice vulgarmente, ángel en la calle y demonio en casa. Puras apariencias.
—¿Qué es la sociedad sino esto? ¡Puras apariencias! Hasta la virtud lo es, según dijo Bruto al clavarse el puñal en el pecho.
—Es que, en vez de preferir las virtudes más conformes con nuestros deberes apetecemos casi siempre las que halagan nuestro gusto. Persona hay que se desasosiega por practicar las más sonadas; quiere ser héroe, magnánimo y olvida ejercitar las que le cumplen. No es esto: hay que escoger las virtudes que son mejores, no las más consideradas; las más excelentes, no las más aparatosas; las más sólidas, no las más decorativas y de relumbrón. Fuera de que es más fácil practicar las buenas obras que las grandes virtudes, a la manera que se gasta más a menudo y con más profusión la sal que el azúcar, por más que este sea de más calidad que la otra.
—Y usted, mosén, ¿qué gasta más?, ¿la sal o el azúcar?
—Soy un servidor de Dios, que procuro adquirir las virtudes que me faltan y perfeccionar las pocas que tengo.
—Pero sin dejar de darse buena vida...
—¿Acaso no son compatibles ambas cosas? A los ojos del mundo vale más, verbigracia, la limosna callejera que la espiritual; los ayunos, el andar descalzo en procesiones, las disciplinas y demás castigos de la carne, a la modestia, a la bondad, a las mortificaciones del espíritu y del corazón; y, sin embargo, estas últimas son de mayor excelencia y más meritorias que las primeras. Esto no lo digo yo, sino san Francisco de Sales en su Vidadevota.
—Bien, páter; así es como me lo figuré a usted desde el principio: un optimista de balandrán; un enamorado de la vida y aun de la vita buona.
—La buena vida es consecuencia de la alegría de vivirla, sin que esto quiera decir que yo sea un epicúreo, porque mi régimen es harto sencillo. Empiezo por levantarme temprano. Los pájaros, a la madrugada, ¿no nos invitan a sacudir el sueño, y cantar las alabanzas del Señor? Pues esto hago yo rezando el santo sacrificio de la misa. Aparte el cuidado de mi pequeña parroquia, me doy maña para leer mis clásicos favoritos, tocar el violín, ir de caza o recrearme con alegre conversación.
—¡Conversaciones de aldea! —repliqué en tono despectivo.
—Más divertidas que las de salón —repuso mosén—, porque, como todos nos conocemos, reímos nuestros mutuos defectos, pero sin zaherirnos, sin faltar a la caridad; antes bien, practicando aquella virtud que los griegos llamaron Eutrapelia, que es el arte de conversar alegremente, como se acostumbra entre gente de buen humor. El sabio compara las malas lenguas a una navaja de afeitar, y esto lo tengo muy presente porque, como soy el más calificado en las tertulias de la aldea, procuro no ofender ni lastimar a nadie, y si me piden mi opinión, darla con el mismo tiento y cuidado que el cirujano hace una incisión entre los nervios y los tendones. Procuro ser condescendiente, porque la condescendencia viene a ser como un ejercicio de la caridad. A este tenor, algunas tardes de invierno me hallaría jugando al tute con mis feligreses, circunstancia que huélgome haber leído en la vida de Carlos Borromeo, quien no se desdeñaba de jugar con los suizos, y en la de nuestro Loyola, que habiendo sido invitado a terciar en un juego, no desdeñó la invitación... Si hoy fuese domingo, me vería también convertido en maestro de baile, acompañando con el violín las danzas de los mozos en la plaza de la iglesia.
—¿Esto más? —repuse—. Ya sabrá usted la aleluya del padre Claret:
Jóvenes que estáis bailando,
al infierno vais saltando.
—Entre estos aldeanos, y quiera Dios que así sea por mucho tiempo, el baile no se hace por deshonestidad y lascivia, antes para ejercitar la juventud y con el ejercicio de las burlas se habiliten y suelten para las veras. A este intento, los sabios griegos inventaron la danza pírrica, muy parecida a la Spata dantza de los vascos y al ball de bastons de los catalanes, porque es un bailar unos con otros, a modo de escaramuza y batalla, acometiéndose y retirándose. Esta es la danza que aquí se estila también.
—Y ¿qué opinan las mozas de un baile tan honesto? Porque a ellas lo que más les gusta es el dulce meneito del agarrao.
—Se aguantan, porque, si no, no bailan; y si bailan ha de ser lejos de la iglesia, y por descontado sin las armonías de mi violín.
—Vaya, amigo mosén, merece usted que le ciñan el laurel de Apolo.
—No, porque es la enseña triunfal de héroes y emperadores.
—Y también de poetas.
Onor dimperatori e de poeti,
dijo Petrarca.
—Pues me lo ceñiré —repuso jovial el cura—; pero a condición de repartírnoslo, porque usted también es émulo de Apolo.
—¿Por qué me llama usted así?
—Porque así como Apolo, viéndose pobre y necesitado, se hizo pastor de unas vacas, usted, en igual situación, se hizo vendimiador y pisador de uvas.
* * *
Sería interminable referir todo cuanto hablé con el cura. Acabaré diciendo que, a la despedida, me trató a fuer de hidalgo, prestándome su mula para que me llevara a Castellón y dándome por espolique o escudero a uno de sus feligreses.