1
Madrid, Palacio Real de El Pardo
(10 de enero de 1784)
El caballero, que no se ha dado a conocer a Henriette, y que no le ha dicho ni una palabra durante el camino, entra rápidamente en su palacio con su presa; la lleva a una habitación remota, despide a sus criados... y se quita la máscara.
MARQUÉS DE SADE
La bruma encapotaba esa mañana el Real Sitio y apenas se llegaba a vislumbrar nada a más de diez pasos. La humedad que rezumaba del aire, dando un brillo de plata al camino empedrado, y el frío intenso de la mañana eran los únicos guardianes visibles del acceso principal a la residencia de invierno de los reyes de España. Parecía que el paisaje hubiera desaparecido tragado por la niebla, y sólo unos pocos bultos sin forma flanqueaban el camino allá donde debieran haber estado las encinas.
Una carretela descubierta servida por cochero y un lacayo en el pescante acercaba a palacio a un hombre solo que, pese al traqueteo, parecía ensimismado en la revisión de unos papeles que llevaba en el regazo. El vapor que exudaban los lomos de los caballos se mezclaba al punto con la niebla, y sólo el relincho de las bestias ponía vida a un paisaje que habría parecido vacío de toda alma si no hubiera sido por la aparición fugaz de algún venado que huía al cruzarse con el carricoche.
Entre la escasa atención que prestaba el viajero a lo que pasaba a su lado y lo poco que se alcanzaba a ver en esa penumbra blanquecina, el caso es que la elegante traza de la Puerta de Hierro le pasó inadvertida. Por ello no reparó, tampoco, en los guardias de Corps apostados a sus jambas. No era la primera vez que el viajero cruzaba los prados del río Manzanares, ni la primera vez que pasaba por debajo de esa puerta que daba entrada al Real Sitio desde que Fernando VI, el hijo del primer Borbón coronado en España, había mandado comprar el castillo y el monte de Viñuelas.
El cochero templó un poco el trote cuando la cruzó y, pese a eso, nadie hizo gesto de detenerlo: el escudo en la portezuela del carruaje era pasaporte bastante para que el oficial al mando no parara al visitante. Cuando aquél alcanzó a distinguir la condición del viajero, ordenó a uno de los guardias, un alférez joven, que montara y diera escolta al visitante hasta la explanada del palacio, a poco más de media legua. El viajero apenas levantó los ojos de sus papeles cuando el coche pasó por delante de la caserna, y los pitidos de ritual de los apostados no lo distrajeron de la lectura. El visitante ya había entrado en el Real Sitio.
Desde que Sabatini había terminado las obras para convertir el viejo palacio de caza de los Austrias en la residencia de invierno de don Carlos III y su familia, acontecía el mismo ritual todos los años. Con la puntualidad y rutina característica del rey sucedía que el día 7 de enero, después de la fiesta de la Epifanía, la corte se instalaba a la vera del río Manzanares hasta después de Semana Santa, en que el monarca, los infantes y cuantos más formaban tan abigarrada familia de sangre e intereses volvían a Madrid, rodeados de nobles de servicio y criados de toda laya, para trasladarse, de inmediato, a Aranjuez y allí aposentarse otra vez hasta finales de julio. Ese ritual itinerante continuaba, después, en La Granja de San Ildefonso hasta el 8 de octubre y concluía en El Escorial el 10 de diciembre, día en que Carlos III y los suyos volvían a Madrid para empezar nuevamente el recorrido en El Pardo con esa precisión rutinaria de relojería que el rey quería para todas sus cosas. Desde que había muerto María Amalia de Sajonia, hacía casi veinticinco años, el soberano viudo aliviaba su soledad con rezos y cacerías en esos pagos y en esta ocasión había mandado ir con él a su hijo el infante don Fernando y a su esposa, pese a la poca simpatía que el rey alcalde sentía por su nuera, aunque fuera italiana, como lo había sido él mismo durante los veinticinco años que disfrutó la corona de Nápoles.
Lo que ocupaba la atención del visitante eran unas hojas de El Censor, un periódico madrileño de tendencia crítica que dirigían dos abogados radicales, amigos de Jovellanos. En la cara del viajero se veía el poco gusto por lo que leía en los pliegos, ya que ese periódico ejercía una crítica constante contra el gobierno sobre las bases del pensamiento ilustrado más radical; denuncias a la nobleza ociosa, el clero, los apologistas, la tortura, el despotismo, las vinculaciones y los mayorazgos eran lo más común de sus páginas. Y, si bien él tampoco estaba a favor del gobierno, era por razones bien distintas de las que daban los de El Censor, más bien por las contrarias. En Madrid, y bien lo sabía el viajero, las cosas iban cambiando: una minoría progresista de entre la aristocracia y el clero, así como muchos de los burócratas y comerciantes que se daban por Madrid y Sevilla, alentaban posiciones críticas contra el gobierno por entenderlo incapaz de mejorar una situación política que estimaban injusta y antigua, por absolutista, pese a que la paz del 73 y la creación del Banco de San Carlos habían sido un empujón de bienestar civil. La verdad es que las cosas habían cambiado a peor, al sentir del viajero, desde la salida de Aranda del gobierno. El, que era amigo del aragonés, lamentó la caída del ministro porque Aranda, un aristócrata afrancesado, encabezaba el partido aragonés y, por eso, estaba en contra —como él mismo— del centralismo a ultranza que gastaban ahora por Madrid los nuevos ministros de Carlos III. El visitante, como tantos otros amigos de Aranda, era partidario de un cierto régimen foral y del auxilio que había dado el gabinete de Aranda a los rebeldes americanos contra Inglaterra, así como de su apoyo a las reivindicaciones de los virreinatos españoles en Sudamérica, y todo ello, que no resultaba del gusto de Carlos III, era lo que había provocado su destitución de la presidencia del Consejo de Castilla.
No dejaba de resultar paradójico que un hombre como Aranda, amigo de Voltaire, afrancesado y partidario de los rebeldes americanos, acabara desplazado por uno de sus protegidos, el de Floridablanca, y que eso contara con el apoyo de los franceses. Desde entonces los amigos del viajero tenían poco mando en la corte de Madrid.
Cuando la carretela estaba a punto de llegar a la explanada del palacio y apenas se vislumbraba el bulto del soberbio edificio, el caballero cerró el cartapacio de sus papeles y sacó de entre ellos una carta con las armas reales en el membrete, que guardó aparte, dentro del bolsillo de su gabán. Era un billete de María Luisa de Parma, firmado como «tu amiga», en que la princesa de Asturias lo citaba en El Pardo «el sábado siguiente a Epifanía, que ya estaremos mi esposo y yo en casa de mi suegro».
Esta imprudencia de María Luisa no era inusual en ella porque, ciertamente, el matrimonio del infante don Carlos con su prima daba para habladurías en la corte, a tal punto que el mismo rey se hacía eco de ellas ante la ingenuidad de su hijo acerca de las veleidades de su mujer, tan conocidas como mentadas en cualquier esquina cortesana. Mientras el embozado caballero se guardaba aparte la carta no dejó de recordar una anécdota que le había participado el embajador inglés en Madrid, lord Holland, al respecto de esa candidez de quien estaba llamado a ceñir la corona de España cuando falleciese su padre, don Carlos III. Al hilo de esa confidencia supo que, cuando el rey le dijo a sil hijo que habría de casarse con su prima María Luisa, el joven príncipe de Asturias, ingenuo y simple donde los hubiera, aplaudió con gusto la medida sin preguntar por la damita, pues al decir del infante «cualquier esposa que vos quisiereis para mí, padre mío, ha de ser buena si es princesa». Y comoquiera que Carlos III se admirase de tanta docilidad, fue el propio infante quien le aclaró el porqué de su mansedumbre al decirle que si casaba con princesa no sería engañado nunca por ella porque «las princesas casadas no pueden cometer adulterio, ya que no hay cerca de ellas príncipes o reyes con quienes hacerlo». Después de extenderse sobre la predisposición a ser cornudo que se daba en el obeso príncipe, Holland concluía el relato con las palabras de su padre cuando escuchó del memo de su hijo semejante majadería: «¡Carlos, Carlos, qué tonto eres! ¡Las princesas también pueden ser putas, hijo mío!». Y no le faltaba razón al viejo rey, que en los primeros seis años de casados y después de tres abortos que tuvo María Luisa hasta que les nació en El Escorial el infante don Carlos Clemente Antonio, el que moriría antes de cumplir cuatro años, se decía que el matrimonio del príncipe no era cosa de dos, sino de muchos más —sobre todo uniformados— que ayudaban en él, dado lo poco fogoso del heredero y los muchos ardores de la italiana y su gusto por los entorchados.
Recientemente había corrido por Madrid un nuevo rumor sobre las infidelidades de María Luisa y esta vez quien lo propalaba era Gersdoff, el representante en la corte del elector de Sajonia, quien, habiendo sido expulsado por tramposo y por fullero de las partidas de cartas que se celebraban en la tertulia de los príncipes de Asturias y a las que asistían también Bourgoing, secretario de la embajada de Francia, y Favre, que lo era de la de Prusia, no se recataba en denunciar que en la corte se practicaba lo que fuera de ella se perseguía y que en el palacio real había más timbas que en Leganitos. Y ya que contaba eso cuando, además, don Carlos III había prohibido el juego en garitos, el diplomático se extendía, de paso y para sazonar sus quejas, en historias propias de lupanares y paseaba a María Luisa por medio de éstas. Cosa que, por otra parte, no era infundada en lo que hacía a la sustancia, aunque no fueran muy veraces las historias en lo que hacía a algunas de las circunstancias que ilustraban los chismes con un adobo picantón que los hacía más chuscos.
En estos recuerdos se hallaba el viajero cuando el carruaje cruzó por fin los jardines delanteros de palacio y el cochero paró ante la guardia de la puerta. Delante de él se alzaba el imponente edificio, que parecía haber salido, de repente, de la niebla.
Antes de que se apeara el criado que viajaba en el pescante, ya estaba el alférez de escolta descabalgado y abriéndole la portezuela mientras se cuadraba. Los dos hombres cruzaron una mirada.
—¿Sois nuevo en el servicio? —preguntó el viajero a poco que puso pie en tierra.
—Sí, señor —le contestó el alférez cuadrándose otra vez—. Estoy a las órdenes de su majestad desde el mes de octubre, en que me incorporé a la Guardia.
—Bien, bien... —concluyó, y quitándose la manta que lo arropaba cedió a su criado el cartapacio de papeles mientras se asentaba el gabán.
—¿Ordenáis alguna cosa? —inquirió el guardia.
—No, ninguna. Podéis retiraros.
Algo en la cara del joven alférez sonaba en la memoria del visitante, de tal modo que, pese a estar seguro de no conocerlo, le resultaba familiar. Y, volviendo a tomar el cartapacio de piel de cerdo y un libro finamente encuadernado que llevaba a su vera en el asiento de la carretela, y que le acercó su criado, el visitante avanzó hacia el zaguán del palacio mientras se le acercaban otro oficial de la Guardia y un mayordomo de servicio.
Antes de cruzar la puerta se fijó en las dos torres de esquina, que eran nuevas y mucho más fuertes y altas que las antiguas pero rematadas con los característicos chapiteles austríacos, para no desdecir de lo que quedaba de antiguo.
«En el fondo nunca cambiarán las cosas con esta familia», se dijo para sus adentros al contemplarlas.
Eran ya más de las diez de la mañana y, curiosamente, el palacio parecía vacío. Nada señalaba que allí, en ese momento, residiera la familia real al completo y menos aún que entre esas paredes estuviera instalada la gobernación de medio mundo, que no menos tierras orlaban la corona de los Borbones españoles. Fuera del palacio, en las casas del pueblo, residían ahora casi quince mil personas y sólo mil de ellas eran del padrón. El resto eran de la corte itinerante, porque nunca iban con los reyes menos de diez mil almas, y a veces más de quince mil, entre albañiles, funcionarios, tejedores, capitanes, mayordomos, ministros, sirvientas y tapiceros. El visitante se encaminó hacia la escalera principal, y detrás de él se oyó el ruido de los cascos de los caballos mientras su coche salía del zaguán para perderse en la niebla.
—Sed bienvenido, mi señor. —Por la cordialidad del mayordomo era evidente que el viajero era conocido en palacio—. Os esperan en el ala nueva.
—¿Ya han terminado las obras?
—Sí, mi señor. Y su buen trabajo ha costado, que el arquitecto de su majestad no ha cesado en dirigir los trabajos él mismo hasta que ha doblado el palacio.
El intendente se refería a las nuevas habitaciones del palacio, toda el ala este. Sabatini había resuelto duplicar la capacidad del inmueble y a tal fin había doblado sus trazas en planta disponiendo a la derecha de las antiguas —el viejo palacio austríaco— otro trazado de igual porte y construido en torno a un patio, para unificar ambas alas alrededor de un tercer patio central al que se accedía mediante puerta de carruajes, a la francesa. Sin embargo, las habitaciones del ala nueva —el palacio Borbón, como le decían ya— tenían menor tamaño que las grandes salas del antiguo, que ésas se las había adjudicado el rey Carlos III para él con su hija la infanta María Josefa y sus funciones de gobierno, reservando el ala nueva a los príncipes, infantes y demás familia. Que las habitaciones fueran más pequeñas y vivideras era cosa que venía de Francia y por eso se las había adjudicado María Luisa.
El visitante, escoltado por el oficial de la guardia de Corps, asentía con la cabeza a las indicaciones del mayordomo al respecto de los cambios habidos en este palacio desde su última visita, de la que no había pasado aún un año.
—Los obreros han estado trabajando todo el verano en las habitaciones de su alteza la princesa de Asturias —le explicaba mientras lo precedía hacia la escalera principal—, en especial en su gabinete.
El visitante lo invitó con un gesto a que continuara, y bastó eso para que el mayordomo se despachara a gusto.
—Las telas de su camarín —prosiguió mientras subían por la escalera— son francesas. Las han mandado traer de París con unos artesanos que habían trabajado en Versalles para la reina María Antonieta. Son una maravilla y el gabinete ha quedado precioso.
El visitante bien sabía que esa parte del nuevo palacio Borbón era el estado mayor de María Luisa y que entre el gabinete y sus habitaciones pasaba casi todas las horas del día, pues poco o nada salía de ellas. Entre esas paredes había instalado sus tertulias y los conciertos de cámara, su principal afición, de forma y manera que allí pasaba el día con su marido y sus amigos, porque el príncipe de Asturias nunca la dejaba sola salvo cuando don Carlos acompañaba a su padre el rey en las cacerías, casi siempre toda la jornada, o se entregaba a sus manualidades de relojero o de ebanista.
Huelga decir que ante esas ausencias, que ella propiciaba en cuanto podía, cambiaba el tenor de las visitas y comenzaba el tráfico de galanes y diversiones, pues la princesa gustaba más de los juegos de boudoir que de asistir a teatros o corridas de toros, cosa esta última que la espantaba, pese a estar muy de moda entre las marquesas y duquesas de la corte.
El mayordomo no cesaba en su plática de telas y muebles y resultaba evidente que el viajero comenzaba a estar a disgusto, pues ya mediada la escalera dejó de asentir a lo que por cortesía parecía escuchar y, apenas pisó las alfombras de la planta noble, se desentendió del todo y con la mirada le dejó claro al palaciego que mejor irían las cosas si acomodaban el silencio entre ellos. Así pues y en fila de tres, ya que el visitante se puso entre el guía parlanchín mudado al silencio y el guardia de Corps, siguieron todos hacia las habitaciones de la princesa de Asturias.
Fue al doblar la esquina de la galería de la planta principal que daba a los jardines cuando la breve comitiva casi se dio de bruces con el infante don Carlos, que salía en ese momento de sus habitaciones particulares, anexas al comedor de diario, vestido de jardinero y acompañado de un sacerdote y dos criados de librea.
—Alteza... —dijo el visitante, apuntando la manera de una leve reverencia. El mayordomo, sin embargo, hincó la rodilla y el guardia se cuadró mirando al techo. El sacerdote, que no pudo esconder su cara de sorpresa, dio un paso atrás al reconocer al visitante y lo saludó con una inclinación de cabeza más incómoda que otra cosa.
—¿Qué haces por aquí, querido amigo? Hoy es sábado y no hay asuntos de gobierno en esta casa —le dijo tomándolo del brazo y palmeándole el hombro con cariño. El rollizo sucesor gustaba de la jardinería y de cuanto oficio requiriera paciencia y habilidad manual, y no desperdiciaba la ocasión de acudir a su invernadero y a un sencillo taller de carpintería que había instalado en los jardines para pasar allí las horas de su ocio, que era casi todas las del día, fuera verano o invierno, si no se aplicaba antes a las cacerías o al juego de billar o a guardar los tedios de su esposa.
—No me traen a vuestra casa, don Carlos, asuntos que hagan a las cosas del gobierno, que sabéis que poco me conciernen por mi condición, sino el requerimiento de vuestra augusta esposa...
—Bien haces viniendo en tal hora —lo interrumpió el de Asturias manifestando un alivio que sentía sinceramente—, porque María Luisa se encuentra agobiada hoy con una de esas migrañas que la ponen de tan mal humor y dice que no quiere ver a nadie. Pero tú, con las pláticas y consejos que le das, obras sobre ella como bálsamo de Fierabrás que la sanase.
—No es otra mi misión cerca de vos y vuestra esposa que asistiros con mis palabras y oraciones —el visitante bien sabía lo beato que era el infante— dichas desde mi humilde condición pero llenas, no lo dudéis, de un inmenso deseo de serviros a vos y a vuestra augusta esposa.
—No me cabe duda, mi buen amigo. Ojalá todos nuestros súbditos fueran como tú. — Mientras don Carlos se deshacía en cariños hacia el visitante, la cara de disgusto del sacerdote que acompañaba al príncipe de Asturias era tan manifiesta como la simpatía del heredero y la imperturbabilidad del guardia, que asistía impávido a la escena mirando al techo.
—Favor que me hacéis, alteza —dijo el visitante, iniciando otra vez una reverencia.
—Nada, no te inclines, que debiera ser yo quien lo hiciera ante tu sabiduría. Por cierto, María Luisa está encantada con el último paquete de libros que le mandaste a Madrid y no ha parado hasta traérselos aquí, que dice que los quiere leer este invierno.
—Nada de importancia, alteza. Sólo un breviario y algunas novelitas francesas para entretener su tiempo entre rezos y deberes, don Carlos.
Resultaba evidente que don Carlos no había visto el contenido del paquete, porque en él iban una obra del marqués de Sade y varios panfletos licenciosos de los que gustaba de leer la reina de Francia y que iban ilustrados con grabados pornográficos que también hacían las delicias de María Luisa.
—Sea, no te entretengo más. Vete a tu trabajo y luego te espero por el taller y me comentas qué te ha parecido la nueva decoración de su gabinete y me pones al corriente de lo que se dice de nosotros por Madrid, que sabes que me agrada saber de esos chascarrillos.
—Así lo haré, alteza.
Y, sin darle tiempo a despedida, don Carlos de Borbón y de Sajonia, príncipe de Asturias y heredero de la corona de España, se fue como una exhalación hacia los invernaderos con sus ayudantes. Las alfombras de nudo español ahogaron sus pasos.
El caballero siguió hacia las habitaciones de recibir de la princesa. Por esa galería se accedía también al comedor de los príncipes y, cuando el visitante pasó por delante y vio la puerta abierta, le llamaron la atención unos tapices muy grandes y coloristas colgados en la pared del fondo. Como quiera que el mayordomo advirtiera la atención del caballero, se vio en la obligación de explicarle:
—Son unos tapices nuevos que acaban de llegar a palacio —le dijo señalando hacia el fondo de la estancia—. Los ha dibujado un tal Goya, pintor aragonés que ha retratado a la familia del cardenal infante y que suena en la corte desde que su majestad el rey le encargó un cuadro para San Francisco El Grande y está en la Academia.
Y así era. A Goya le habían encargado que dibujara unos cartones para que la Real Fábrica de Tapices tejiera unos reposteros para el comedor de los príncipes en El Pardo. Lo que le había llamado la atención al viajero eran unas escenas con marcado carácter popular, figuras de majos y muchachas engalanadas que parecían correr por el comedor del infante. Los dibujos, ciertamente, eran espectaculares: tenían fuerza; eran composiciones alegres y muy luminosas con un gran sentido decorativo, y había soltura en la elaboración y calidad compositiva en las figuras y su movimiento. Los dibujos atrajeron su atención porque reflejaban con fidelidad y realismo unas escenas populares que en modo alguno pensaba encontrar en un ambiente tan encorsetado como la corte de Carlos III.
—¿Queréis verlas, señor? —ofreció solícito el mayordomo.
—No, gracias —contestó mintiendo, pues no le faltaban ganas de entrar a verlas más despacio—. Ya las veré en otra ocasión. Me espera la princesa.
—Como gustéis, mi señor.
—Por cierto —dijo, volviéndose hacia el mayordomo—, ¿cómo habéis dicho que se llama el pintor?
—Goya, señor. Parece que Francisco es su nombre de pila, pero no estoy muy seguro de ello —añadió, como pidiendo excusas por no saberlo con certeza.
—Goya... —repitió el visitante, dando la impresión de que buscaba algo en esa palabra—. Recordaré ese nombre.
Y todos siguieron su camino. Una doncella cerró, en ese momento, las puertas del comedor.
No había pasado un minuto cuando la comitiva estaba delante del gabinete de la princesa de Asturias. Durante el trayecto que hubo hasta allí el visitante no había dejado de observar al guardia. Con él sucedía como con el que lo había escoltado: notaba un aire familiar, algo deja vu en ese hombre. Si bien todos los guardias de Corps eran altos y de familias hidalgas, sucedía que en estos dos veía los mismos ojos oscuros, la misma barba cerrada, un cierto aire de familia marcado por una tez también oscura pese al cabello pajizo y la barbilla muy dibujada.
Un golpe en la puerta, y al instante una dama de la reina, pelirroja y muy espigada pero apenas una niña, cruzaba palabra en el umbral con el mayordomo, que anunció la visita. La mujercita se retiró hacia adentro, y el visitante aprovechó la espera a las puertas de la antesala del gabinete para dejar en manos del criado su gabán y recomponerse la levita, porque los pasillos estaban caldeados y sobraba el abrigo. Al poco rato volvió la damita y, después de hacer una reverencia al visitante, le franqueó la entrada.
—Mi señora, la princesa, os espera. Me dice que paséis, señor.
Una vez dicho esto, cerró la puerta tras el visitante dejándolo a solas en la antecámara. Detrás de la puerta, volviendo hacia la escalera principal, la damita le dijo algo al oído al mayordomo mientras una risita se escapaba hacia los frescos del techo.
El visitante se quedó de pie, esperando, en el centro de la salita que obraba como vestíbulo del gabinete. Dejó sobre una gaveta el cartapacio de piel de cerdo, así como el libro que le había acercado su criado al bajarse de la carretela, y aprovechó esos instantes para mirarse en un espejo y echarse los cabellos hacia atrás despejándose la frente.
Era un hombre apuesto y muy delgado que vestía prácticamente de negro, con casaca y pantalón de terciopelo. Se adornaba con un gran lazo de seda, igualmente negro, anudado al cuello sobre camisa de holanda con cuello grande y subido, y únicamente el chaleco de brocado púrpura daba una nota de color a su aspecto. Otro tanto pasaba en su mano derecha, donde en el dedo anular lucía un rubí grande engastado en oro. Pese a que el personaje se adornaba, además, con una leontina de oro que colgaba del chaleco y hebillas de plata en los zapatos, algo indefinible marcaba en él una austeridad extrema y un cierto punto de severidad.
—Tenía el pelo gris y bastante más largo de lo que era común, peinado hacia atrás y sobre los hombros, y no usaba peluca, en contra de la costumbre de esos días. La cara afeitada con pulcritud y los ojos, hermosos y grises, sobre una nariz grande y afilada que daba sombra a una boca en extremo sensual le conferían un cierto toque perverso. Todo ello, unido a la severidad del atavío y lo galante de la compostura, retrataba al visitante como alguien muy singular, totalmente alejado de los petimetres de la corte y a media distancia entre un asceta y un pervertido, que de los dos tenía trazas ya que aparecía imperturbable y, sin embargo, sus ojos eran un pozo sin fondo de sensaciones inexplicables y el rojo natural de sus labios sobresalía sobre la palidez extrema de su cara.
—Pasad, querido amigo, no os quedéis ahí como un pasmarote.
La voz de María Luisa, que le llegó a través de la puerta entreabierta de su gabinete, lo sacó de sus contemplaciones en el espejo. El visitante tomó otra vez el librito, se lo colocó cerca del pecho con la mano izquierda y empujó la puerta. Allí, al otro lado, sentada en un tú y yo y descalza lo esperaba la princesa de Asturias.
María Luisa de Parma, la que en poco sería reina de España, era una mujer que aparentaba bastante más de los treinta y tres años que habían pasado ya por su vida. A la edad de Cristo ya había parido ocho veces, perdido a cinco de sus hijos —los últimos habían sido los gemelos Carlos Francisco y Felipe Francisco—, y abortado otras cuatro veces, más otras tres que se tenían calladas y que fueron antes de que le naciera el primer hijo con don Carlos, el pobrecito infante Carlos Clemente, que también murió a los tres años de ver la luz. Hoy, con tres hijas vivas, las infantas Carlota Joaquina, María Amalia y María Luisa, no había alumbrado aún un heredero varón para ceñir la corona de España y ya había perdido la lozanía, bastante salud y todos los dientes. Lo que le quedaba de cuando era doncella no era más que el apetito carnal y una acreditada inteligencia para manejar a su esposo y hacer y deshacer a su antojo en la corte de Madrid, al menos lo que le permitiera su suegro, que era poco.
María Luisa de Parma vestía ese día a la francesa, como era su costumbre, que no en vano su madre era Luisa Isabel de Francia, la hija mayor del rey Luis XV, y ella misma tenía las costumbres francesas de la casa de Parma y una relación fluida y no exenta de envidia con María Antonieta de Francia, lo que la llevaba a copiar para sí cuanto comprara o vistiera su amiga. Desde que su compañera en oficio era reina, hacía ya diez años, María Luisa no veía el momento de ir al entierro de su suegro para hacer, como aquélla, de su voluntad razón, pues las dos tenían maridos complacientes y pusilánimes que fiaban la mejor gestión del gobierno y del real tálamo a sus decididas esposas y a los muy variables chevaliers servants de éstas. Y si el infante don Carlos tenía un aire a Luis XVI de Francia, no sólo en el aspecto del cuerpo y en la dejadez del espíritu, sino en la bondad ingenua y la irresponsabilidad política, sucedía que María Luisa de Parma no le iba a la zaga a María Antonieta, «la austríaca», en vicios y extravagancia, tanto que a las dos las llamaban, en Francia y en España, «las intrusas», por malqueridas de sus pueblos.
—Princesa... —El visitante paró a seis pasos de la heredera y comenzó una reverencia a la francesa, que tenía más de galante que de cortesana.
—¿Ahora me dices así? No era ése el tratamiento que me dabas en tu última carta. —María Luisa se incorporó del sillón y avanzó muy despacio hacia su invitado.
—Así ha de ser por fuerza, María Luisa —y el visitante pasó al tuteo—, porque las palabras escritas son parte del mundo soñado que los hombres y las mujeres construimos para nuestro gozo. Y esto —dijo señalando con un gesto elegante las paredes de la sala— es tu mundo, no el mío. Aquí eres princesa y yo, sólo uno de tus súbditos. Permíteme que, al menos en la puerta, guste del lenguaje de tu casa.
—Casa del gozo o del sufrimiento, amigo mío, que vos me habéis enseñado que son la misma cosa —le dijo parándose ante un espejo—. Además, ésta es la casa de nuestro secreto y, por ello, de nuestros gozos.
La princesa de Asturias estaba a poco más de dos pasos de su invitado y aprovechó que su imagen se reflejaba en el azogue veneciano para componerse el cabello, que llevaba parcialmente recogido en un moño alto y suelto, desde él, en bucles largos. Un mohín de coquetería se instaló en sus ojos y con la lengua se dio brillo en los labios, demasiados finos tal vez para lo que ella deseaba.
—Así es, María Luisa. Veo que aprendes deprisa...
—Mis buenos dolores me cuesta, amigo mío —dijo ella, acercando su cuerpo al del visitante.
Al sonreír, mientras aproximaba su cara aceitada a las mejillas del caballero, un destello de blancos le iluminó la sonrisa. Como apreciara la sorpresa de su amigo, abrió aún más los labios, orgullosa.
—¿Te gustan? Son nuevos, me los han hecho en Peñaranda. Ya no los llevo de piedra ni de cristales. Y el oro —dijo haciendo un mohín de desagrado— es tan ordinario...
La princesa se refería a unos nuevos dientes de marfil filipino que sustituían las prótesis de joyería con las que se adornaba la boca, desnuda de dientes desde hacía más de tres años.
—Estás más guapa, María Luisa. Te sientan muy bien... —Y el caballero no mentía, ya que ahora, por lo menos, la princesa usaba una discreción que le venía bien a una cara que antes parecía una ensalada de colorines a poco que tuviera que hablar de algo.
—¿Verdad? —Y la extravagante dama dio una vuelta sobre las puntas de los pies luciendo la figura, que con el traje a la francesa escotaba sus pechos, abultados por los muchos partos hasta casi reventarle la encorsetadura.
—Entonces ya no te hará falta lo que te traigo. —Y señaló un bolsillo del chaleco, donde se apreciaba guardado un paquete pequeño.
—Dime qué es, malvado. No me tengas en ascuas.
El caballero puso gesto de hacerse de rogar y María Luisa, zalamera, se acercó a él y, tomándolo de la cintura, juntó los labios a los suyos.
—¿No quieres probarlos? —le dijo paseando la lengua por los dientes nuevos y luego por sus labios, pintados en demasía con carmín.
María Luisa pretendía resultar seductora y, si bien es cierto que no era una mujer agraciada, no lo era menos que tenía una voz muy bonita y sabía sacar un gran partido de alcoba a sus formas, que sabía lucir con gracia y un punto de descaro casi procaz. Y mientras ella lo besaba, y con la mano izquierda lo tomaba de los hombros, con la derecha hurgaba en el bolsillo de la sorpresa.
—¡Ya lo tengo! —dijo separándose entre risas al instante mismo de tomar el paquete.
En una funda de terciopelo carmesí había guardada una caja redonda de plata muy bien labrada a buril y del tamaño de la palma de la mano de la princesa. Era de las que fabricaba en su taller del paseo del Prado el joyero Antonio Martínez, que era de Huesca, y el más celebrado de los que trabajaban en la corte.
—Es de París, María Luisa. Una de las cremas para la juventud que fabrica allí Cagliostro. Se la compré cuando estuve la semana pasada en casa del conde de Aranda, que lo tiene con él a su servicio.
El conde de Aranda se encontraba en París como embajador de España desde el momento en que Floridablanca se lo había querido quitar de encima y le había dado esa embajada como manera de abortar las conspiraciones del que se tenía por jefe del partido aragonés. Aranda había perdido el favor real, que ahora estaba en manos de los amigos liberales del conde de Floridablanca, y la solución diplomática era una manera de contener las apetencias del aristócrata.
—¿Cagliostro? ¿El mago? —preguntó ella sorprendida—. Me ha escrito cosas sorprendentes de él mi amiga María Antonieta. Por ella sé de estas cremas milagrosas. Lo tiene por un gran hombre, un verdadero visionario, un sabio... Me alegro de que esté con Aranda, que es uno de los nuestros.
—Por tal lo tengo yo también, María Luisa.
El conflicto entre Aranda y Floridablanca dividía a la corte, y la princesa de Asturias estaba a las claras contra el nuevo gobierno del padre de su marido.
—Si es que de mi suegro no nos podemos fiar —dijo la de Parma, sofocada por la ira que le producía pensar en el ministro principal de Carlos III—. El rey no tuvo bastante con lo de Esquilache, que ahora protege a ese chiquilicuatro de Floridablanca y a sus «golillas» y sucede que a los buenos españoles, como Aranda, los destierra.
—Pero eso, como casi todo, tiene remedio —afirmó el visitante mirándola a los ojos—. Lo tendrá pronto.
—¿Tú crees? ¿Está enfermo mi suegro? —dijo ella sin poder esconder la animadversión que sentía contra el padre de su marido.
—No, María Luisa. No van por ahí las cosas, ni mis deseos —repuso con una media sonrisa, acercándose a una escribanía que había al fondo de la salita, cerca de los balcones que daban al jardín, mientras María Luisa, más calmada, abría la cajita y se la acercaba a la nariz—. Yo confío en la Providencia, bien lo sabes, pero no es cuestión de dejar a un Dios tan cansado como el que tenemos todos los trabajos que nos corresponden a nosotros. Lo tenemos agotado de tanto pedirle cosas entre rezos y oraciones. Ya casi no puede con su propio espíritu.
—No seas sacrílego, amigo. —Y ella comenzó a untarse un poco de crema en los pómulos, cerca de las bolsas que le formaban los párpados.
—¿Sacrílego, yo? ¿Un esforzado servidor del Más Alto?
Ciertamente el momento político de la corte española no era el más favorable de los posibles para un carácter como el de María Luisa. Cuando el Domingo de Ramos de 1766 estalló el motín en Madrid y en varias provincias, se puso fin a la primera fase del reinado de Carlos III, que había confiado en Esquilache el gobierno de sus asuntos, y las cosas comenzaron a correr de otra manera. Los coqueteos del napolitano con los ingleses y las amenazas contra los intereses de los nobles le granjearon la hostilidad de muchos dentro y fuera de las fronteras del reino; los altos precios del grano y el mal abastecimiento alimentario de la mayoría de la población fueron, además, el caldo de cultivo del alzamiento. Carlos III, de acuerdo con sus parientes franceses, hubo de destituir a Esquilache, pero no por ello cesó en su voluntad de reforma, y encomendó el gobierno a gente nueva como José Moñino —un funcionario que luego sería conde de Floridablanca al volver de la embajada de Roma—, Pedro Rodríguez Campomanes, Pedro Pablo Abarca —el conde de Aranda— o Gaspar Melchor de Jovellanos, que continuaron la línea reformista de Esquilache pero sin la hostilidad de las grandes casas, pues Aranda era uno de ellos. El aragonés, que era un militar competente y poco dado a las beaterías, pese a ser un partidario radical del poder absoluto del rey, fue el encargado de concluir la crisis de Esquilache y, de paso, resolver la expulsión de los jesuitas, cosa que se hizo en febrero de 1767, a quienes el Dictamen Fiscal, elaborado por Campomanes, acusaba de instigadores del motín y enemigos del rey y del sistema político, a la vez que declaraba su afán de poder y acopio de riquezas y cuestionaba su postura doctrinal. Los amigos de Aranda mataban dos pájaros de un tiro: anulaban las medidas centralistas de Esquilache y, al mismo tiempo, quitaban de en medio a los jesuitas, que ya les daban más problemas que otra cosa dado que querían mojar directamente en la salsa de los asuntos del Estado gracias al apoyo que les daba la madre de Carlos III. Si bien se emprendieron grandes reformas, coexistían dentro del gobierno dos tendencias que, poco a poco, se fueron centrando en torno a Aranda, apoyado por la nobleza catalana y aragonesa y más partidario de una cierta autonomía de los reinos, y Floridablanca, escudado en sus «golillas», más dispuesto a reformar el viejo estado de las cosas por vía de profesionalizar la administración y dar paso a la burguesía centralista. Se decía así, «golillas», a una casta de funcionarios con estudios, generalmente letrados, que estaban enfrentados al clero y a la nobleza, pese a ser tan partidarios como ellos del absolutismo, aunque más abiertos a las nuevas técnicas, y que tenían a Campomanes y al de Floridablanca por sus jefes naturales. Los enfrentamientos entre los partidarios de Aranda y los de Floridablanca se saldaron con la decadencia del modo de gobernar a través de los Consejos tradicionales, estructura que defendía Aranda, para dar paso al nuevo Consejo de Ministros, donde los funcionarios centralistas obraban en mayoría casi absoluta. Era natural que María Luisa odiase a los golillas «por descreídos y masones», según apostillaba ella, como si Aranda no lo fuera también.
Mientras María Luisa seguía aplicándose la crema ante un espejo veneciano que obraba sobre una cómoda estofada en pan de oro, el visitante dejó encima de la escribanía el librito que llevaba y, pulsando un resorte escondido, hizo que se abriera un cajón secreto disimulado bajo la tapa. Era evidente que el amigo de la princesa conocía bien esa estancia.
—¡Qué bien huele! —dijo ella después de cerrar la cajita y volverse hacia su invitado.
—Dicen que es milagrosa, que devuelve la juventud. Tu amiga María Antonieta no se la quita de la cara y Cagliostro, con estas pócimas, que él dice «mágicas» porque las fabrica en rituales misteriosos y con productos secretos, se ha quedado con la voluntad de todas las damitas de la corte. No hay dama principal en París que no se tenga por su cliente.
—No me extraña. Si un hombre cuida de nuestra belleza es normal que lo tengamos casi por nuestro señor.
—¿Sólo por eso, María Luisa? ¿Sólo por eso se tiene dueño? —le dijo el visitante endureciendo la voz—. ¿Tan frívola te has vuelto desde que no te visito?
—No, amigo mío. Discúlpame, sabes que no lo digo en serio —respondió acoquinada la italiana.
—Eso espero —contestó él, sentándose en el tú y yo que antes había ocupado ella. El cajón secreto quedó abierto a sus espaldas.
María Luisa de Parma, como una niña cogida en falta, corrió a acurrucarse de rodillas a los pies del caballero.
Allí, encogida sobre sí misma, se abrazó a las piernas del hombre.
—Anda... —dijo zalamera—. Cuéntame algo de París. ¿Me has traído alguna cosa más?
—Sí, un nuevo libro de nuestro amigo. Te lo he dejado en tu escribanía.
—¿Ha vuelto a escribir el maestro? ¿Qué sabes de él? —Y se levantó deprisa para acudir a tomar la copia encuadernada.
—Malas noticias. Sigue encerrado en Vincennes y se dice que lo llevarán pronto a la Bastilla.
Ciertamente, la situación en Francia del marqués de Sade no era todo lo confortable que sus amigos pudieran desear. Desde el 7 de septiembre de 1778 estaba nuevamente preso en Vincennes, de donde había salido el año anterior para luego escaparse, hasta que lo habían detenido otra vez.
—No puede ser. Escribiré a María Antonieta para que libere al divino marqués —dijo ella frunciendo los labios en un mohín de disgusto.
—No creo que consigas nada, María Luisa. Sade es un hombre muy peligroso para tu amiga y su gente. Si por Sade fuera, en Francia no habría reyes ni obispos...
—Pero ¡si el marqués no escribe de política! Sade, por cuna y condición, es uno de los nuestros. Eso que dices son tonterías... Sólo escribe sobre los placeres secretos de la vida.
—Te equivocas otra vez, princesa. Los escritos del marqués hacen más a la cosa pública de lo que tú misma aprecias. Cuando habla de sexo y de placeres habla, de verdad, de prohibiciones y de instintos, y eso, querida amiga, lo eleva de pornógrafo a revolucionario. Sus libros están escritos con pólvora.
Algunos de esos libros se guardaban, con encuadernaciones de disfraz para disimular su texto, en las estanterías de la princesa.
—Verás cómo sale pronto —contestó María Luisa, levantando la mirada hacia el hombre—. Un aristócrata como él no puede estar en la cárcel. ¡Es un genio! Ya me encargaré del asunto con María Antonieta —reiteró ella.
—No creo que salga esta vez ni creo, tampoco, que la reina de Francia mueva un dedo por nuestro amigo —persistió el visitante—. El marqués de Sade es demasiado problema para todos ellos, como para dejarlo libre. En los últimos cinco años Sade se ha convertido en un hombre muy peligroso para la monarquía francesa y para muchos más, los curas especialmente. En estos cinco años, y partiendo de su propio delirio y de las confidencias de las prostitutas que frecuenta, el marqués ha estructurado un compilatorio de pasiones e ideas que hace que, cuanto más desciende al mundo luciferino de las pasiones, más ascienda su espíritu a planos de depuración desde donde elevar a categoría de análisis filosófico y político cuanto ha despachado en burdeles o sacristías. Desde ese momento Sade se ha convertido en peligroso para todos. Ya no es un libertino al uso, ya no es un sodomita; ahora es un ser sin frenos en la mente para escribir sobre la condición humana.
—Pero el marqués nada hace, más que escribir lo que pasa en las alcobas de cualquier obispo o noble de ahora.
—Es que no es eso lo que molesta de Sade. Su conducta carnal a pocos importa y a menos escandaliza. Lo verdaderamente peligroso en los escritos de nuestro amigo es que se muestre contrario a la religión y denuncie la tiranía radical de la aristocracia.
—Pero ¡si nunca se mete con nosotros! El mismo es un aristócrata, uno de los nuestros.
—No es menester, querida amiga, lanzar denuestos contra condes y princesas, basta con leer entre líneas. El habla y escribe de excesos pero ¿quiénes son los responsables del exceso que lleva a la destrucción de cada una de las normativas? Pues las normativas mismas: la familia, la política, la iglesia, la ley, el dinero son los agentes del dolor, los profanadores. Esos son los verdaderos protagonistas de la acción a poco que comprendas lo que escribe.
—Exageras, amigo. El divino marqués sólo habla de sexo.
—No seas estúpida, María Luisa —le espetó el visitante, cruzándole la cara con una bofetada. La princesa de Asturias no se inmutó; se limitó a bajar los ojos—. La sexualidad en Sade es una provocación directa a la ley, no sólo por la desprotección corporal que él plantea en sus víctimas literarias, sino por lo que representan quienes organizan la ceremonia de despojo, es decir, el orden institucional. No se trata simplemente de un dilema de índole moral, vale decir de una opción, sino de la producción de un delito ocasionado por la ruptura del pacto social. Sade quiere la Revolución y todo lo que escribe hace a ella, porque explica cómo la violencia y la liberación son caras de una misma moneda. El marqués es un aristócrata demasiado lúcido que es consciente de que estamos sentados sobre un polvorín, y que nuestras pasiones son las únicas mechas que pueden encenderlo. Una bofetada, María Luisa —le dijo mirándola a los ojos y acariciándole la mejilla que antes había cruzado con el envés de la mano—, puede ser la chispa que inicie una explosión que cambie la historia, al menos como nosotros la conocemos. Desde que en noviembre pasado, en París, los ingleses reconocieron la independencia de sus colonias americanas, las cosas pueden cambiar muy deprisa. Y, pese a que haya muerto Diderot y tu suegro prohíba que se lea aquí L'Encyclopédie, el oleaje de la revolución americana se puede llevar por delante cabezas como la tuya y, en cierta medida, también como la mía.
Y el visitante se levantó para acercarse a la escribanía, dejando a su amiga en el suelo como si nada hubiera pasado. Allí se fijó en el cajón secreto y, antes de tomar el libro que había llevado para la princesa, hurgó en su interior. Dentro se escondían un par de fustas, un collar de cuero negro ornado de tachuelas brillantes, distintas cintas de seda, más o menos gruesas y de uno a tres palmos de largas, y distintos pañuelos de seda, algunos manchados de sangre. El caballero se guardó dos de ellos y una de las cintas en el bolsillo y tomó una fusta corta con la mano izquierda y el libro con la derecha.
—Toma, María Luisa, la última obra de nuestro amigo. —Y, con un gesto de la mano que sostenía la fusta, indicó un lugar imaginario a sus pies mientras con la otra mano le ofrecía la lujosa encuadernación.
Y la princesa, como si siguiera una liturgia bien aprendida, se acercó de rodillas, paso a paso y sin decir nada, hasta que estuvo a los pies de su invitado. Los ojos de María Luisa de Parma se nublaron de deseo y turbación y su cara, pese a los polvos de arroz, se arreboló como si un fuego se hubiese encendido en ella de repente.
—Mira, parece que te lo dedica a ti, especialmente —le dijo poniéndole el libro delante de los ojos—. El tocador. El marido crédulo o la escuela de celosos. Os viene a tu marido y a ti como anillo al dedo.
—Si tú lo dices... —dijo mientras lo tomaba, con cierta sorna.
Otra bofetada le cruzó la cara y esta vez la princesa rodó al suelo. La fusta golpeó su espalda y el libró salió despedido fuera de la alfombra.
—Sabes que debes callar cuando te hablo y estás de rodillas delante de mí.
—Perdón, señor mío —dijo María Luisa de Parma incorporando el busto, pero sin alzarse de su posición genuflexa.
—Así ha de ser. Sabes que me perteneces y que cuando eso sucede tú no eres la princesa de Asturias sino una pobre puta dispuesta a servirme. ¿Lo recuerdas? En eso está tu grandeza.
Un débil movimiento de cabeza fue toda la respuesta.
—Toma, ponte esto como ya sabes.
Y el visitante dejó caer con suavidad delante de ella los dos pañuelos. Con la fusta los acercó delante de María Luisa, que en ese momento estaba a gatas mirando sumisa a los pies del visitante. Y mientras María Luisa, otra vez de rodillas, se anudaba uno de ellos en la cabeza para cegarse la mirada, el caballero se despojó de la casaca y comenzó a desabotonarse el chaleco.
—Princesa —le dijo a la vez que se remangaba los puños de la camisa y comenzaba una vuelta en torno a la figura postrada de la esposa del infante heredero—, tú sabes mejor que muchas que la sumisión es una forma de ejercer el poder y que tú, por esperar tenerlo y desearlo más que a cualquier otra cosa, debes recorrer esa escalera desde los peldaños más dolorosos.
María Luisa seguía de rodillas y ahora se ataba detrás de la nuca el otro pañuelo, que se había pasado por delante de los labios. Ni la vista ni la palabra le eran permitidas en ese singularísimo juego de placer y dolor en que la había introducido meses atrás su nuevo amigo de alcoba. Cuando oyó las palabras del visitante, asintió con la cabeza y un nuevo fustazo en las nalgas restalló en la habitación.
—Levántate —ordenó el maestro del juego—, y desnúdate.
Y la que habría de ceñir la corona del reino de España comenzó a desvestirse despacio, azorada, como si fuera una colegiala. Cayeron a sus pies el vestido de brocado y las enaguas, después el corpiño, y cuando sólo llevaba una camisa corta, pues no gastaba medias en las entrevistas con su amigo, un escalofrío hizo que su cuerpo se encogiera arqueando la espalda.
María Luisa sabía lo que tenía que hacer. Apoyó las manos en el suelo y agachó su espalda levantando los hombros y dejando la cintura hundida en una especie de valle que remontaba hacia atrás en su grupa ofrecida al castigo. Así esperó el chasquido de la fusta y notó que cada golpe no sólo hería sus carnes, demasiados blandas ya, sino que, sobre todo, le transmitía una vibración de placer que hacía temblar su cuerpo entero. Una y otra vez, así hasta veinte veces, la princesa fue calentando su piel con las marcas de la fusta, pero ese calor superficial era pálida señal de cuanto se le iba inflamando por dentro el cuerpo y el alma. Su sexo literalmente goteaba deseo, y cuando el extremo de la fusta se paseó despacio por los labios de su entrada, apenas rozándolos, un gemido cruzó la seda que le amordazaba la boca como pidiendo ser tocada por su dueño, pues tal cosa era ahora el visitante. La princesa temblaba desencajada como si toda ella estuviera desarticulada, como una casa abierta a la espera de que un viento fuerte cruzara sus estancias con violencia, con furia de tormenta.
—Mujer —le dijo arrojando la fusta a un lado y arrodillándose tras ella—, templa tu deseo y espera, que ya vas aprendiendo a hacerlo. Sabes que sólo desde el silencio y el dolor puedes ir hacia el placer de sentir tu propia condición, la de la puta más baja de España, y que por eso serás su reina algún día. Sometiéndote absolutamente podrás hacer que todos se sometan a ti para siempre. Es lo que siempre has querido.
Y desde ese momento comenzó un ritual que sólo ellos conocían y en donde la que habría de ser reina de España bajaba, de la mano de su amigo, todos los peldaños de una escalera de sufrimiento y pasión que su preceptor había trazado para ella tallando los escalones ofrecidos por el propio instinto de María Luisa. Ella sabía perfectamente que la voz de su preceptor era el látigo más doloroso contra su conciencia y que en ese juego tan extravagante y placentero para ambos se cumplía una parte, la más secreta, de su destino: el juego del poder y su aprendizaje.
Pese a su aparente humillación, ella bien sabía de su poder. Nadie, ni su marido, había tenido así nunca a la princesa de Asturias y eso, bien lo sabía María Luisa, era su fuerza ante el caballero porque ella, y sólo ella, podía excitarlo así. «Otras serán mas bellas —pensaba—, pero sólo yo seré la reina de España.» En ese saberse fuerte encontraba la fuerza desde la cual dominar una situación que aparentemente la degradaba y que para ella, sin embargo, y desde esa coraza de poder, se convertía en fuente de los placeres más exquisitos.
Ella sabía que no era atractiva, que sus pechos hablaban de lactancias y de partos, que cualquier muchacha ofrecería más atractivo carnal que ella y que los botones de fresa que en las muchachas coronan la turgencia en ella eran poco más que dos manchas oliváceas desfiguradas por los años. Pero, pese a todo, se sabía deseada: sólo ella iba a ser reina de España.
Desnuda, vulnerable, exasperada y manoseada por las manos del caballero, se sabía poderosa. Sabía que, pese a la humillación de la fusta, algo del castigo se había convertido en dulce y que ahora no deseaba otra cosa que sentirse dominada, poseída, usada como un juguete al que se le mueven las articulaciones como quiere el niño que juega con él pero que, si se rompiese, ciaría más dolor al dueño que a la figura. Se sabía en manos de su amigo para ser modelada, para servir a sus caprichos, para estar a los deseos de su dueño por ese instante y por cuantos más él quisiera, tal vez para siempre, aunque ella no lo deseara nunca cuando recomponía la dignidad cada vez que él cerraba la puerta de su gabinete al despedirse sin decirle cuándo volvería otra vez.
Ella conocía, tal vez mejor que él, cómo eran los compases de la danza que habían comenzado y se dispuso a ellos en el silencio a que se sentía obligada. Y las cosas fueron, poco a poco, como ambos sabían que habrían de ir. El caballero dejó la fusta a un lado y se acercó a ella, dando la vuelta, hasta tomarla de los hombros para levantarla.
Allí, en el centro de su gabinete, en la parte principal del palacio de invierno de los reyes de casi medio mundo, María Luisa de Parma y su amigo se fundieron en un beso apasionado, húmedo, necesario, deseado... En ese momento, los dos eran uno solo. La sumisión perfecta. Sólo faltaba cumplir el ritual... y ella lo estaba deseando.