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El misterio

Madrid, en un lugar secreto

(21 de marzo de 1780)

Aclaradme ese misterio, os lo suplico, o ponedlo al menos a mi alcance.

MARQUÉS DE SADE

El 21 de marzo, en la fecha convenida, había llegado el equinoccio de primavera. Un caballero al que Goya no conocía de nada se presentó en su casa de la calle de Desengaño, poco antes de las seis de la tarde, y le rogó que lo acompañara al carruaje que aguardaba en la puerta. El pintor esperaba esa visita desde hacía días porque Ventura Rodríguez ya le había prevenido que la cita sería muy pronto, que estuviera preparado en cualquier momento. Se despidió de Josefa, que ya empezaba a tener color en las mejillas, cogió un gabán con el que protegerse del viento que azotaba la recién estrenada primavera, y se dispuso a seguir al emisario escaleras abajo.

En el carruaje, y sin muchos miramientos, unas manos cubiertas por guantes blancos colocaron dos monedas sobre los párpados entrecerrados del pintor y a continuación anudaron una gruesa venda negra en torno a su cabeza, demasiado prieta, cegándolo por completo mientras le ordenaban que permaneciera en silencio. Francisco de Goya, a quien le quedaban pocos días para cumplir treinta y cuatro años, sintió cómo se hacía la oscuridad sobre sus ojos y maldijo para sus adentros la hora en que había aceptado sumergirse voluntariamente en esa prueba, que lo sumía en la más absoluta negritud.

Quienes le habían colocado la venda se sentaron a sus costados en el carruaje. Eran los dos guías que lo conducirían no sabía adonde, y el modo en que los mozos lo habían tratado hizo sospechar a Goya que su verdadera profesión no debía de estar muy alejada de la monotonía del pescante. El había visto cientos de personajes como ésos hormigueando alrededor de los grandes hombres y de los poderosos, protegiéndolos de sus propios miedos y, de vez en cuando, quebrando algunas piernas en cualquier callejón oscuro, de modo que no opuso resistencia. Goya notó que una nueva persona subía también al birlocho y, por el silencio y ruido de ropas de sus iniciales acompañantes, se imaginó que los mozos estaban saludando en silencio al recién llegado.

—Ha llegado el momento, tal y como se os comunicó —le dijo el desconocido pasajero—, y espero que estéis preparado. Acomodaos tranquilo.

El pintor reconoció inmediatamente la voz del recién llegado, pero creyó más oportuno callarse, como le había dicho. La portezuela del carruaje se cerró con un ligero chasquido metálico, preciso, y el látigo restalló sobre las grupas de los caballos, que partieron con un tirón seco y desagradable, lo que hundió aún más al pintor en sus temores cuando, por la fuerza de la inercia del arranque y al dar su espalda contra el asiento, se percató de que a la altura de sus riñones había un objeto puntiagudo, a medias desenvainado. El puñal del mozo de su derecha estaba preparado por si alguien creyera preciso utilizarlo.

No se pronunció ni una sola palabra durante todo el trayecto, así que el pintor procuró concentrarse en los sonidos que desgranaban los lugares por los que iban pasando con la esperanza de reconocer alguno de ellos. Al principio no le resultó difícil. El coche, a poco de arrancar, había girado hacia la izquierda, según se imaginaba Francisco de Goya, hacia la Red de San Luis, en donde había tan buenos puestos de pan, protegidos por redes que evitaban los hurtos. Tras un corto trecho, recorrido a buen ritmo por ser cuesta abajo, el carruaje volvió a girar a la izquierda, en dirección a la calle real del Barquillo, sin entrar en el paseo de Recoletos. Él conocía bien estos lugares, pues eran los que conducían al paseo de Madrid, el del Prado, y podía seguir sin dificultad el itinerario.

El vendaje negro de sus ojos empezaba a escocerle más de lo necesario. No hizo ningún gesto por llevarse la mano a la cabeza y colocarlo de mejor forma. Suponía que el viaje sería corto y con él la tortura de la venda.

El carruaje volvió a dar un trompicón. La calle del Barquillo no estaba bien nivelada, como tantas otras de Madrid, pero ahora en su ceguera permanecía más atento a cualquier detalle que le anunciara por dónde pasaban. La colina que comunicaba la calle con el Prado no terminaba de allanarse, y las ruedas del coche y las voces del arriero, en el pescante, lo delataban. Debían de estar a la altura de las tapias de la huerta de los duques de Frías, cerca ya de la calle Góngora, antes de llegar a Santa Bárbara. El carruaje volvió a girar a la izquierda, en dirección al convento de las monjas carmelitas de las Maravillas, pero sin abandonar la ancha calle de San Bernardo. Francisco de Goya se dijo, contento, que el viaje se acercaba a su fin, pues conocía bien ese tránsito. No le cabía ninguna duda: el carruaje se dirigía hacia el palacio de Osuna, situado en la parte alta de la calle de Leganitos.

Sentía cómo las monedas de cobre le estaban provocando una hinchazón en los ojos y sabía que, de seguir así más tiempo, acabaría en una irritación que lo tendría medio bizco varios días. Este incidente podía ser de lo más inoportuno, porque tenía que dar los últimos toques a su Cristo y presentarlo en la Academia antes de acabar el mes. O el viaje acababa pronto o se vería obligado a pedir que le aflojaran esa mordaza de los ojos. Goya, pese a todo, comprobaría pronto que el viaje no iba a ser tan rápido como esperaba.

El carruaje comenzó a caracolear por callejuelas que empezaban a despejarse a horas más tempranas de lo habitual, algo frecuente desde que a Carlos III le había dado por moralizar a la sociedad madrileña con las rondas de corchetes. Sólo en una ocasión el barullo que entraba por la ventanilla le hizo suponer que pasaban junto a la plazuela de san Miguel, con su mercadería de comestibles que tanto molestaban a los plateros que tenían instalados sus talleres también allí, cerca del contiguo callejón de la Chamberga, lo cual no era nada recomendable para la tranquilidad de los obradores del metal que gobierna la Luna. Francisco sabía que este terreno era llano pero el coche no paraba de dar tumbos. ¡No estaban donde él pensaba! Ahora quiso creer que se dirigían a Puerta Cerrada, aunque no podía estar seguro, pero también era posible que se dirigieran hacia los terrenos más al norte de la antigua puerta de Balnadú, a la que Goya le gustaba más llamar por su antiguo nombre: la del Diablo... Unos minutos después, la rosa de los vientos se había marchitado en el cerebro del pintor, quien ya sólo suplicaba interiormente para que aquel recorrido diabólico terminara cuanto antes.

Cuando ya no pensaba en el viaje, y sí en la necedad de ese cruel e innecesario deambular hacia su destino, el carruaje se detuvo con estrépito frente a un lugar que, según la tradición, sólo conocerían los Hijos de la Viuda. No le dio tiempo a pensar más en dónde podría encontrarse. Unos brazos lo asieron con fuerza y lo arrastraron fuera del asiento. En volandas, casi sin tocar el suelo, agarrado por los mozos que lo habían acompañado en el carruaje, lo llevaron sin ningún miramiento por unas escaleras que imaginó la entrada de una mansión o un palacio, y lo dejaron ante lo que pensó sería su puerta.

Goya estuvo a punto de protestar. «¡Ya está bien —se decía en silencio— de que me traten como a un mozo de cuadras!» El pintor no era hombre de carácter sumiso y ese trato empezaba a soliviantarlo. Pero, lejos de cesar esos apremios, un violento apretón en su brazo derecho lo conminó a que se estuviera quieto en el sitio en el que lo habían puesto. Detrás de él oyó un breve cuchicheo y, más tarde, unos pasos que se acercaban. Con las venas de la cabeza a punto de estallar por la presión exagerada de la venda, Goya no sabía qué hacer; el suplicio ya empezaba a ser grotesco e innecesario, y su escasa paciencia mermaba por instantes. Casi no percibió que una mano muy distinta de las de los mozos le cogió la suya al tiempo que, de forma espaciada, escuchó tres golpes graves, secos y acompasados sobre una puerta.

Tras unos momentos, que siguieron pareciéndole interminables, alguien les franqueó el paso. En el zaguán del palacete, Goya sólo pudo oír al personaje que, vestido con casaca de hilo negro que le llegaba hasta las corvas, con unos pantalones y medias calzas del mismo color, así como unos guantes inmaculadamente blancos y un mandil también blanco bordado en rojo y oro, le dio la bienvenida y saludó de forma distinta a su acompañante.

Condujeron a Goya por lo que él supuso varias estancias, pese a que no oyó ruido de picaportes que abrieran o cerraran puertas, y por dos tramos de escaleras hasta llegar a un espacio en el que su receptor lo detuvo. Una vez que su guía contestó por él a tres preguntas que hacían a la condición del pintor —que era hombre, que era libre y que tenía buenas costumbres—, Francisco de Goya escuchó el giro de un picaporte.

De repente, y sin previo aviso, unas manos igualmente enguantadas aflojaron la tela que le tapaba los ojos, sin terminar de desanudarla, y lo empujaron suavemente hacia el interior de una habitación, al tiempo que alguien cerraba la puerta según salió de allí su receptor.

Apenas se sintió a solas, Goya se deshizo de la tela sin más miramientos, pero con el cuidado suficiente para no provocarse más dolor, porque los pliegues del improvisado antifaz los tenía incrustados en las sienes. Las monedas cayeron de sus ojos y el pintor respiró aliviado. Dolorido como estaba, se frotó con las palmas de las manos a ambos lados de la cabeza para aliviar el daño que durante casi una hora —aunque no sabía con seguridad cuánto era el tiempo transcurrido— le había hecho la fuerte presión del paño cegador sobre las sienes.

Estaba en una habitación muy pequeña en la que no distinguía casi nada. Una humilde candela, que apenas tenía pabilo para iluminar, alumbraba una mesa cubierta por una tela negra, en donde depositó las dos monedas, pero con tan mala fortuna que una de ellas rodó al suelo y se perdió hacia una esquina donde no llegaba la amarillenta luz de la bujía. También, a la izquierda de la mesa, había un taburete que debía de hacer las veces de silla y allí se sentó para intentar ordenar sus pensamientos. Seguía acariciándose las sienes y la presión comenzaba a remitir, pero en los ojos aún sentía la presión imaginaria de las monedas, como si no se las hubiera quitado. No le cabía ninguna duda: querían que se sintiese humillado y desorientado y lo empezaban a conseguir. «¿No estará llegando esta mascarada demasiado lejos?», se dijo, arrepintiéndose de haberse metido en aquello. La puerta de la pequeña habitación se abrió de repente.

—Ahora, los metales. ¡Ponedlos sobre la mesa!

Aturdido y medio ciego, Francisco de Goya reconoció la voz que su dueño quería disimular tras el embozo de la casaca y que se había pronunciado con tanto apremio. Inició una sonrisa de camaradería. «¡Otro que conozco!», pensó más confiado.

Goya hizo ademán de levantarse y sonrió a su visitante mientras le hacía un gesto de complicidad.

—No demostráis ser consciente del momento trascendental que estáis viviendo —le espetó la voz, y esa acritud lo dejó aún más perplejo.

Goya se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era seguir la corriente de ese juego en el que se había metido, así que se levantó en silencio y comenzó a hurgarse los bolsillos. Alargó el brazo y dejó sobre la superficie de terciopelo negro la faltriquera con el dinero y una pequeña medalla de la Virgen del Pilar que le había regalado su madre y que siempre llevaba encima, desde que había llegado a Madrid, a primeros de enero de hacía ya doce años. Nunca se la había quitado de encima y se sintió desprotegido al hacerlo ahora, por primera vez. Con esa medalla colgaba, también, un escapulario de san José de Calasanz, el patrón de su colegio en Zaragoza.

La llama de la candela dejaba ver, al lado de sus cosas, el brillo de uno solo de los doblones y no de los dos. El sabía que los ojos de su receptor habían notado que faltaba uno, y los dos hombres se quedaron mirándose a los ojos. Goya maldijo para sus adentros el momento en que se le había caído la moneda porque la situación lo abochornaba y lo confundía más todavía.

—¿Está todo? —lo volvió a conminar la voz.

Goya asintió con un gesto.

—Las hebillas también —insistió su visitante—. Las de los pantalones y las de los zapatos.

Goya se sobresaltó. Creía que ya lo había humillado bastante, pero con esto comprendió que el juego no había hecho más que empezar. Dudó un momento pero al final cedió. La promesa a su mujer y su propio deseo lo animaron a cumplir la orden.

—Mala cosa es el orgullo —sentenció la voz mientras el pintor se agachaba para destrabar las hebillas—. Mucho mejor es la humildad; incluso para el poderoso. Pronto os daréis cuenta.

Con esa maniobra volvió a sentir sobre sus sienes y los ojos el dolor del vendaje que había llevado hasta hacía poco, pero aprovechó la inclinación para buscar a tientas la moneda que se le había caído.

—No os demoréis tanto, que es cualidad obedecer deprisa y eso denota una buena disposición ante nosotros.

Goya se incorporó de inmediato y entregó las hebillas.

—En esta habitación en la que os encontráis pasaréis un tiempo indeterminado —continuó impávido su amigo en cuanto tomó sus metales—. Es conocida como la cámara de reflexión y en ella haréis un profundo repaso de lo que ha sido vuestra existencia hasta hoy. Manteneos firme, sed honesto, y pronto pasaréis a otra estancia. —Goya asintió con la cabeza—. Recordad que soy el padrino de vuestra iniciación y que no debéis defraudarme. También os digo que habréis de manteneros en absoluto silencio hasta mi regreso y que una voz, una queja, una duda por vuestra parte, pueden quebrar todo el proceso y, en ese caso, tened por seguro que no habrá una segunda oportunidad. Ahora me voy.

La puerta se cerró tras su amigo y todo volvió a quedar como antes menos la dignidad del pintor, que estaba casi a ras de suelo. Goya empezaba a arrepentirse de haberse metido allí, así que, al verse a solas, se sujetó los pantalones con la mano derecha y casi se derrumbó sobre el taburete. El silencio era total al igual que la penumbra en la que se hallaba sumido. «¿Cuándo acabará todo esto?», se preguntaba. Si era la luz lo que deseaba encontrar, como le habían explicado en las entrevistas preparatorias a esta mascarada, hasta el momento sólo había encontrado incomprensión y malos modos.

No sabía en qué pensar; sólo una sensación de incomodidad le ocupaba el ánimo, así que decidió sacar fuerzas recordando lo que más quería: a su hija María del Pilar. Por ella y por Josefa se había embarcado en esta mascarada. Con la imagen de su hija lo visitaron otras sensaciones: las de su propia infancia. Con su hija vinieron los recuerdos de las tierras secas de su Fuendetodos, de su propia infancia; las paredes de los graneros de aquel pueblo, donde hacía sus primeros dibujos y donde Vicente Pignatelli lo descubrió y lo mandó a sus primeras clases de dibujo con el maestro Luzán en Zaragoza. Toda su infancia, que no podía entender sin la luz, se le agolpaba en la mente en ese lugar oscuro que le servía de prisión en aquel instante.

—¿Habéis meditado lo suficiente en el paso que queréis dar? —dijo de nuevo la voz, tras abrir la puerta que lo separaba de su mundo.

La escena no dejaba lugar a dudas: ahora estaba allí y no donde sus pensamientos lo llevaban; la vida no era más que un desgraciado escapar de la infancia y ahora ya no le quedaba más remedio que seguir dando pasos hacia no sabía dónde. Su padrino había entrado, otra vez, con una pequeña candela en la mano derecha y, en la mano izquierda, una espada con un papel clavado en la punta.

—Sí, lo he hecho —mintió el pintor, a quien daban igual carros que carretas con tal de salir de la necesidad.

El receptor, con una hábil maniobra, dejó el candil sobre la mesita y con la misma mano enguantada desprendió el papel de la punta de la espada que portaba en la otra mano, y lo posó en la mesa.

—Ahora, si habéis meditado en lo que os he dicho, debéis responder a las siguientes tres preguntas. —Goya asentía con la cabeza—. La primera: ¿qué crees que te debes a ti mismo?; la segunda: ¿qué crees que debes a los demás?; y por último y la más importante: ¿qué crees que debes al Gran Arquitecto del Universo?

Goya se quedó mirándolo perplejo. Su visitante hizo como que no se daba cuenta y siguió con su parlamento, que, según notó Goya, era un recitado de algún manual.

—Sólo respondiendo con el corazón podréis dar el siguiente paso —pareció reconvenirlo el instructor.

Y, teniendo esto por una despedida, allí se quedó Goya a solas otra vez con aquellos papeles.

Las dos candelas alumbraban lo bastante para que Goya pudiera distinguir lo que antes no había podido apreciar a su alrededor. El pintor se giró hacia la mesa y descubrió una alacena situada al fondo de la estancia, a cuyos pies, en el suelo, lo primero que vio fue la moneda perdida. Se acercó a recogerla y la dejó en el primer estante, donde le esperaban nuevas sorpresas. Allí, perfectamente alineados, había tres pequeños cuencos de madera con sus correspondientes tapas apañados alrededor de una calavera. Más allá, a un lado de la calavera, había una pluma con un tintero de cristal lleno de tinta roja y al otro un reloj de arena. Goya no lo dudó, y le dio la vuelta. Ya podría saber el tiempo que trascurriría en adelante, aunque bien pensado ¿para qué le valía? Sobre la mesa, en el medio, estaba el papel que su visitante había descolgado de la punta de la espada. El pintor tuvo que hacer un esfuerzo por enfocar con nitidez la mirada: todavía tenía doloridos los ojos. El papel contenía las tres preguntas que le había formulado su mentor.

Intentó reflexionar las respuestas, en concordancia con la cámara en la que lo habían introducido, pero algo en él se sublevaba contra el inquisitorio ritual. El pintor era un hombre de decisiones drásticas, impulsivo y poco dado a reflexiones, cosa que consideraba propia de pusilánimes. El siempre había sabido lo que quería, aunque quizá no había sabido buscarse mejor las mañas para conseguirlo, y por eso soportaba todo esto: por la promesa de un futuro mejor. Hoy sabía lo que quería: el triunfo, y eso significaba llegar a ser pintor de la corte y antes académico. Para eso estaba allí, para conseguir los apoyos que le hicieran falta y hacerlo deprisa, que le faltaban semanas para presentar su Cristo y quería tener en su mano todas las bazas para pasar la prueba. Con eso tendría el primer paso; para el resto ya se encargaría él de buscarse el sitio.

La llama de la vela se agitó por su fuerte respiración y Goya se levantó para pasear, lo mismo que le gustaba hacer en su estudio cuando perseguía una idea para algún cuadro. Pero la realidad lo volvió a apear de sus ensoñaciones: en aquel cuartucho no podía dar siquiera tres pasos. De nuevo miró hacia la mesa, donde lo esperaba el papel. Se volvió hacia la alacena para coger la pluma y el tintero, pero antes, siempre curioso, asió el cuenco más próximo a él y lo abrió: estaba lleno de granos de trigo. No esperaba eso, así que tomó el cuenco y volcó los granos sobre la palma de la mano, para olerlos, antes de devolverlos a su envase. Unos pocos se le quedaron pegados a la palma de la mano por el sudor, y se los llevó a la boca y de inmediato paladeó un sabor acre y los quiso escupir, pero se contuvo. Goya se dio cuenta de que estaban pasados y calculó que debían de estar recogidos hacía más de dos años, que no en vano él sabía bien de sementeras.

El segundo cuenco contenía sal. Una sal gorda, esculpida irregularmente como si fuera granizo, que le dejó en ascuas la lengua en cuanto la acercó a la boca, ocasionándole un estremecimiento involuntario. Se palpó los pómulos con cuidado y notó que por efecto de la presión de los doblones se habían hinchando en la parte superior. Si hubiera tenido a mano un poco de tierra la habría mojado en agua y en unos minutos habrían estado normales, pero en donde se encontraba no había nada de eso. Se volvió a masajear las sienes y con los pulgares mojados en saliva se friccionó suavemente los pómulos. Giró para sentarse y escribir en el papel, pero le quedaba por descubrir el tercero de los cuencos y la curiosidad volvió a ganarle por la mano a la voluntad.

Instantes después Goya lamentaba, otra vez, su averiguación. En esta ocasión, antes de abrirlo, había agitado el recipiente para averiguar su contenido por el sonido. Sus ojos seguían fatigados y, si no lo convencía el sonido, no lo abriría. El resultado fue deplorable: la tapa saltó en una de las sacudidas y parte de lo que había en su interior se derramó sobre sus ropas. El olfato le respondió antes que la vista. Aquella sustancia pestilente era azufre. «Trigo, sal y azufre; ¿a qué viene todo esto?», se dijo sacudiéndose el polvo amarillo de su camisa.

La vela estaba a punto de consumirse y todavía no había contestado a las preguntas, así que se apresuró a mojar la pluma en la tinta roja y despachar la faena. La mecha crepitó brevemente, avisándole que le quedaba poco tiempo para cumplir la prueba. Al coger el papel, observó que en su envés también había algo escrito. Volteó la cuartilla y acercándose a la luz leyó las letras grandes y bien dispuestas del encabezamiento: «Testamento filosófico», decía.

Debía responder cuanto antes a los interrogantes del papel. Cuadró entre sus palmas las hojas en blanco que había a su derecha y las colocó ligeramente oblicuas a su cuerpo. Cogió solamente una. Empuñó la pluma, destapó el tintero y mojó la plumilla. «Sólo falta que esto sea sangre», pensó y decidió no probarlo, no fuera verdad su previsión. A Goya le costaba horrores empezar aquella hoja porque había perdido demasiado tiempo en añoranzas y ahora no sabía qué responder. Pero, de repente, se le encendió una luz en la mente con una idea que le parecía perfecta y que le iba a facilitar mucho dar las respuestas que esperaban de él. Así que se puso a escribir, y no habían pasado dos minutos cuando se abrió la puerta de nuevo y su visitante lo conminó a que le entregara lo escrito. Su anfitrión se extrañó de que Goya solamente le entregara una cuartilla por toda respuesta. «Aquí deben de escribir como alguaciles», pensó el pintor al ver la extrañeza en los ojos de su amigo, pero éste la dobló con pulcritud en forma de triángulo y la insertó en la punta de la espada como si nada pasara.

A pocos pies de donde estaba encerrado se encontraba el «salón de los pasos perdidos, detrás del cual tenía lugar una ceremonia en la que se hallaban presentes dieciocho hombres, todos ataviados de negro y con guantes blancos. Permanecían sentados en la postura de los faraones y en completo silencio. Todos ellos lucían mandil, aunque los de los maestros tenían cenefas y borlas rojas con colgantes de cordoncillo dorado que hacían alusión a su cargo. El resto, o lo llevaba blanco o adornado sólo con las cenefas, también de color rojo. Frente a ellos, de pie, la persona que había conducido a Francisco de Goya hasta allí empuñaba con la mano izquierda la espada de donde pendía el papel y mantenía la otra mano extendida a la altura del cuello, a modo de saludo y sugiriendo una decapitación.

—Al orden, Venerable Maestro —dijo en voz alta, dirigiéndose al personaje que dominaba la escena desde detrás de una especie de altar—. He aquí las respuestas al interrogatorio y el testamento filosófico del profano.

—Dad, pues, lectura a todo ello, Hermano Gran Experto Terrible.

El padrino receptor de Francisco, el Hermano Gran Experto Terrible, estaba desorientado. Una y otra vez releía por ambas partes el contenido del documento como si no creyera lo que veía. El Venerable Maestro lo observaba con calma.

—¿Y bien, Hermano Terrible? ¿Cuáles son las respuestas del profano?

—Veréis, Venerable Maestro —había cierto tono de disculpa en la voz—, ha ocurrido algo sorprendente.

—¿Y qué es?

El Gran Experto Terrible tragó saliva antes de contestar.

—El profano ha contestado a todas las preguntas por igual. Tanto en lo que se refiere a sus deberes para con Dios, con los demás y consigo mismo ha respondido con la misma frase: «La verdad del arte».

—¿Y eso es así también en su Testamento Filosófico? —inquirió un tanto sorprendido el Venerable Maestro.

—En parte, excelencia —la voz del Gran Experto Terrible ya era sólo un susurro—, porque ha cambiado una palabra para decir: «Mi verdad del arte».

Al fondo de la sala se escuchó un carraspeo burlón que fue rápidamente segado con una mirada del Venerable Maestro. Cuando el silencio se hizo absoluto, éste entornó los ojos, encogió levemente los hombros y con una parsimonia calculada dio paso a la votación.

—Queridos hermanos —anunció—, ya conocéis nuestras normas. Si a alguno de vosotros no lo ha convencido la postura del profano, sabéis lo que podéis hacer.

Una bolsa de cuero, que llevaba grabados a fuego un compás y una regla y de la que colgaban dos lazos del mismo material trabajados en forma de rizos y rematados en dos broches de plata, fue pasando de mano en mano. Cada uno introducía una bola dentro.

—Bien, hermano Primer Vigilante, ¿cuál es el resultado de la votación? —volvió a inquirir el Venerable Maestro al miembro de la asamblea que se hallaba en la columna de los maestros, pero separado de ellos por una mesa en la que, por toda decoración, había un mallete y una vela encendida.

—Venerable Maestro, la votación ha arrojado un total de dieciocho bolas blancas.

—Hermano Gran Experto Terrible, podéis pasar a recoger al candidato profano e introducirlo en la Logia —ordenó quien dirigía la tenida.

—Así se hará, Venerable Maestro.

Esta vez el padrino receptor y Hermano Terrible hizo más ruido del necesario antes de que la puerta de la cámara de reflexión se abriera de nuevo. Francisco, que escuchó ese ajetreo, sabía que iban a buscarlo. Y, efectivamente, instantes después su padrino se hallaba ante él con la venda negra en una mano.

El Hermano Terrible notó su desazón y lo tranquilizó.

—No os preocupéis —le anunció con cierta sorna—. Tan sólo os cubriré ligeramente los ojos con esta venda. Pero os prevengo sobre vuestra innata curiosidad. ¡Mantenedla bien sujeta y dejaos guiar confiadamente! Y ahora, si gustáis, daos la vuelta para que pueda vendaros los ojos.

Así lo hizo el pintor, y el Experto le anudó la cinta de manera más piadosa que a la venida.

—Ahora no os molesta, ¿verdad?

—En modo alguno —replicó Goya, aliviado.

—Bien. Recordad que a partir de este instante debéis estaros quieto y no perder el temple ante las pruebas a las que os someteremos. Y, sobre todo, guardad el más absoluto silencio.

Goya volvía a estar de nuevo a oscuras e hizo ademán de empezar a andar, pero la puerta no se abría y una mano que no era la del receptor lo detuvo. El pintor volvió a mostrarse inquieto. Su cerebro deseaba intuir lo que le ocurriría, pero los instantes se desgranaban sin piedad para su persona y lo sumían aún más en la oscuridad y en la duda. Lo siguiente que percibió fue el tirón desgarrador que unas manos fuertes ejercieron sobre su camisa, haciéndola trizas y obligando a su cuerpo a quebrarse ridículamente sobre su lado izquierdo. «¡Rediós! —exclamó para sí—. La camisa que había encargado a López de Robredo y que me salió por un ojo de la cara.» Pero todavía estaba pensándolo cuando las mismas manos desabrocharon el cordón derecho que remataba sus calzones a modo de pequeño adorno para, sin ninguna contemplación, rasgar por la mitad la tela, descubriendo de esa manera su rodilla. «Y ahora los pantalones. ¿Qué me va a hacer esta gente? Más humillación ya no es posible.» El proceso, sin embargo, aún no había concluido para Francisco de Goya, a quien seguidamente descalzaron el botín del pie izquierdo.

El pintor recordó, con más horror que apuro, un pequeño detalle que se le había pasado por alto. Para acudir a esta cita había escogido lo mejor que había en su vestuario. Creía que debía estar a la altura de las circunstancias, y como tal se compuso. De modo que su atavío —casaca granate, chupa verde esmeralda con incrustaciones de plata en bocamangas y pechera, camisa bordada y calzón de amarillo pálido, junto a los botines acharolados— no desmerecía la moda que se respiraba en aquellos días por Madrid, o al menos no desentonaba con ella. También llevaba medias de seda verde a juego con la casaca, las únicas que tenía que se conjuntaban con aquel traje, pero que por el uso y, ¿para qué negarlo?, por la racanería de su propietario, que se negaba a comprarse otras mientras pudieran remendarse, estaban agujereadas a la altura del dedo gordo. Tras su humillante descubrimiento Goya habría deseado que la venda de los ojos se hubiera convertido en una sábana que llegara hasta el suelo y tapara sus vergüenzas. No obstante, a pesar de la evidencia de que tenía otro trozo de carne al aire, nadie hizo el menor comentario ni se escuchó el más mínimo reproche. Eso lo alivió en gran manera. Al fin y al cabo, creyó, se hallaba entre personas que lo querían y que, al menos algunas, lo admiraban. Sólo le faltaba un empujón como éste en su carrera para alcanzar lo que siempre había soñado, y un poco de vergüenza, pensó, no era demasiado precio para tal empeño.

Inopinadamente sus pensamientos y ambiciones futuras quedaron cortados de raíz. Sintió que un dogal de burda cuerda le ceñía el cuello y que alguien lo arrastraba sin miramientos, como a una vulgar caballería, hacia el exterior. La puerta se abrió y el personaje que lo había dejado semidesnudo salió de la pequeña estancia, que empezaba a tener un olor digno de no recordarse, debido a lo reducido de su tamaño y a los sucesos ocurridos hacía breves momentos, en los que el sudor había bañado el cuerpo del pintor.

—¿Estáis definitivamente preparado y dispuesto para proseguir con la ceremonia de iniciación? —preguntó el Gran Hermano Terrible.

—Lo estoy —mintió Goya otra vez.

Se abrió la puerta y, tras unos pocos pasos, llegó ante la de otra estancia, en la que el Hermano Terrible golpeó varias veces de manera desacompasada, con golpes desordenados. Por el sonido que le llegaba coligió que la puerta debía de ser maciza y, aunque le habían advertido que no curioseara, algo en él se lo impedía. Su mente no veía el mundo, lo representaba en su memoria, y los detalles de la vida cotidiana sólo eran meros accidentes para que su pincel trazara verdades.

Una voz que fingía crispación, que eso lo notó Goya bien a las claras así como reconoció el timbre de su dueño, cruzó la puerta.

—¡A las armas, compañeros! Están asaltando el templo. ¿Quién es el que así osa contra nuestra Hermandad?

Francisco quedó estupefacto. Si esa voz pertenecía a quien él creía que pertenecía, entonces no se había equivocado al presentarse como víctima de aquella ceremonia que para él se estaba convirtiendo en pantomima.

El receptor de Francisco, el Gran Hermano Terrible, contestó de inmediato:

—Soy el Experto Terrible, que conduzco a un profano en su camino a la Luz.

La explicación no debió de parecer suficiente, ya que se siguió escuchando un gran revuelo del otro lado de la puerta, y de nuevo habló la voz tronante.

—Vuestra es la indiscreción, Hermano Terrible, por traer hasta nos a este profano que sólo puede acarrear desgracias a nuestra santa Hermandad.

—Desea entrar y que se le abran las puertas del templo —insistió el hermano Terrible.

La respuesta fue otra vez negativa, tras lo cual Goya se sumió en una perplejidad que rozaba lo irrisorio. «¿Acaso algo ha salido mal? ¿Tal vez es que no me consideraban digno de estar con ellos?», se preguntaba.

El tira y afloja entre su guía y quien guardaba las puertas del templo continuaba mientras tanto. De repente se hizo un gran silencio, roto por el Hermano Terrible cuando golpeó la puerta tres veces, ahora de manera espaciada y ordenada. La respuesta que obtuvo fue muy distinta de la de la vez anterior. La puerta se entreabrió y Francisco imaginó que lo observaban.

—A las puertas del templo llaman en el grado de aprendiz, Venerable Maestro —pronunció la voz tan familiar para el pintor.

—¡Guardianes! Levantad las barreras que impiden que estén con nosotros el Hermano Terrible y el profano al que conduce —dijo quien parecía el jerarca del cónclave.

De nuevo su mente volvió a la realidad porque otra mano enguantada abarcó su cogote y lo obligó a inclinar la cerviz. A ambos lados, dos personajes sostenían una vara a media altura, dispuesta así para que se viera en la necesidad de inclinarse ante la congregación de hombres de la estancia donde se encontraba.

A poco lo levantaron cuando él creyó que pasaba por una gatera y al incorporarse notó que, sin aviso, la punta de una espada hería levemente su pecho izquierdo desnudo, al tiempo que la voz que impedía su entrada sonaba ahora más clara frente a él y le pedía explicaciones sobre las respuestas que había escrito en el papel triangular y que tanta sorpresa habían causado. Goya no tenía ninguna duda ya de quién era el personaje que no veía, pero que estaba situado frente a él.

—Veréis, señor —el neófito luchaba por calcular sus palabras con la mayor precisión—. Me preguntáis sobre qué es lo que creo deber a Dios, a mis semejantes y a mí mismo y creo que debo de explicaros mis respuestas. Creo que el arte es único, aunque haya muchas maneras de expresarlo y de sentirlo, y por eso yo, como artista, considero mi máximo deber el acercar ese arte único a mis semejantes y el mejor modo de hacerlo es ser honesto conmigo mismo para no dejarme confundir por desviaciones más sencillas, pero menos comprometidas.

El silencio a su alrededor decía bien a las claras que sus anfitriones esperaban una mejor explicación, así que Goya se dispuso a explayarse:

—En cuanto a Dios, no albergo dudas de que es precisamente esta determinación mía, que tantos esfuerzos me acarrea, la que me hará grato a sus ojos cuando tenga a bien llamarme a su presencia. Por eso mi principal obligación con El es perseverar en el fomento de los dones que El me ha dado para servir a otros y alcanzar, por ello, mi desarrollo como el más modesto de sus siervos.

—¿Y qué decís de vuestro Testamento Filosófico? ¿Qué significa eso de «mi verdad del arte»? —inquirió de nuevo la voz, que pareció darse por satisfecha con las explicaciones del pintor.

—El caso es, señor... —Francisco de Goya controló aún más lo que iba a decir—. ¿Qué otra cosa puedo legar a la posteridad si no es mi propia interpretación del arte, mi poco o mucho talento reflejado por mis pinceles en cuadros, frescos y cartones? Para mi suerte, o para mi desgracia, sólo puedo percibir el mundo a través de los dones que he recibido del Señor, y a ellos me limito.

El silencio que siguió resultaba abrumador. La punta de la espada seguía sobre su pecho y un leve movimiento de la mano que la portaba lo devolvió a la entrada de la sala donde se hallaba.

La cuerda volvió a apretarle el cuello cuando tiró de él, indicándole con ello que debía empezar a caminar. Él siguió a su dueño con docilidad, caminando en el sentido contrario al de las agujas de un reloj, y, nada más iniciados sus pasos, a su alrededor se formó una gran bulla que se incrementaba aún más en las zonas que él atravesaba: golpes, voces cerca de su oído —«Podrían gritar a sus muertos», pensaba el pintor—, batir de malletes, palmas...

El postulante avanzaba despacio, pero de sobresalto en sobresalto y cada vez más molesto, ya que en su camino habían dispuesto multitud de obstáculos con los que tropezaba una y otra vez y eso, que no revestía problemas cuando era el pie derecho el que chocaba con los objetos, se convertía con frecuencia en un dolor lacerante cuando era el descalzo pie izquierdo el que topaba contra uno de ellos. Además, para mayor perversión, a alguien se le había ocurrido esparcir aquí y allá pequeños trozos metálicos y cuentas de vidrio que martirizaban la planta de su pie y ponían en peligro su equilibrio, ya bastante precario. Después de dar tres vueltas, el Maestro Venerable anunció la siguiente prueba, «la del agua».

Goya se alegró de lo que le esperaba. Por fin podría desprenderse de sus vergüenzas, quitándose la media rota. Siempre le había gustado bañarse, sobre todo en los ríos, así que pensó que, aunque fuera una tina, la ablución le vendría bien. Pero no fue así como esperaba, porque la soga volvió a marcar sobre su cuello el inicio del nuevo peregrinar que, para su decepción, no parecía conducirlo a ningún solaz. Observó que ya no había obstáculos en el suelo y que la algarabía del viaje precedente había sido sustituida por un entrechocar de espadas que sólo se tornaba inquietante cuando uno de los filos silbaba cerca de él: de vez en cuando había quien ponía a prueba su pulso y sentido de la distancia a costa del pintor; pero, salvo algún pequeño enganchón en lo que quedaba de su camisa, todo se resolvió felizmente y Goya concluyó el viaje —ejecutado en sentido inverso al anterior— sin un solo rasguño.

La voz del fondo anunció el último viaje, «la prueba del fuego», que transcurrió con mucha más facilidad que los anteriores debido a que los ruidos, las espadas y los obstáculos habían sido sustituidos por una agradable música de violín que alegraba la estancia. Sólo la presencia de una llama, que de trecho en trecho aproximaban a su rostro y a su cuerpo, alteraba tanta paz.

Acabado este último viaje lo colocaron en el centro de la habitación y le retiraron del cuello el dogal; con ello pudo respirar con cierta comodidad. Esperaba que aquello terminara de una vez, pues empezaba a estar harto de tanto subibaja. El, que soportaba a duras penas una misa, creía llegado el momento de acabar cuanto antes con todo. Sin embargo, alguien le cogió las manos y depositó en ellas una copa que, por sus proporciones y tacto, debía de ser un cáliz.

—Éste es el cáliz misterioso. —El Maestro Venerable corroboraba su deducción—. Bebed la mitad de su contenido y no lo apartéis de vuestras manos. Probad lo que hoy es dulce y mañana será amargo.

Tras el primer sorbo, tomado con precaución, Francisco tuvo que reconocer que jamás en la vida había probado algo semejante: un líquido dulce, agradable y suave al paladar, que muy bien hubiera podido ser ambrosía, la bebida de los dioses griegos. Ni los vinos de su tierra se le asemejaban, y a punto estuvo Francisco de Goya de apurar hasta las heces ese maravilloso líquido —tenía una sed endiablada después de las horas pasadas desde su salida de casa—, pero recordó la advertencia del maestro y cesó, bien a su pesar, de trasegar el contenido de la copa. El recipiente quedó firmemente sujeto entre sus manos. Todo estaba en silencio, y tras unos instantes sonó otra vez la voz del Maestro Venerable.

—Y, ahora, bebed el resto de un trago.

Goya no se hizo de rogar y apuró de un trago el contenido de la copa. La primera arcada llegó en cuanto el líquido denso y repugnante —como de azogue o de alpechín— que habían añadido a la copa atravesó su gaznate y vio que no podía hacer ya nada para detenerlo. ¿Nada? No bien pasaron unos segundos, un terrible retortijón comprimió como una uva pasa el estómago del pintor, obligándolo a expulsar de su cuerpo hasta la cena del día anterior. Él no sabía que lo que había en la copa era mezcla de dos líquidos de densidades distintas, donde flotaba lo dulce y se mantenía lo amargo en el fondo del cáliz.

No debía de ser la primera vez que la cofradía ponía a prueba la efectividad de ese asqueroso brebaje, porque ya antes de que Goya echara el bofe habían dispuesto un balde amplio de madera, pensado para estas ocasiones, al que una mano compasiva lo dirigió para que se aliviase. Luego un poco de agua mojada en un trapo, que pasaron por su rostro, recompuso un tanto al todavía profano, quien se juraba a sí mismo no perdonar jamás semejante ardid, ya hubiera sido el mismísimo rey el autor de la fechoría.

—Y, ahora, tras haber bebido el símbolo del veneno que prueban todos aquellos que nos traicionan, disponeos a pronunciar el juramento que os convertirá en nuestro hermano. —La voz hizo una pausa—. Pero, antes, decidnos de dónde sacaremos de vuestro cuerpo la sangre con la que firmaréis tal juramento y el lugar donde se os impondrá a fuego la marca que os reconocerá como miembro de nuestra congregación.

Las palabras del maestro volvieron a alarmar al pintor. Aquella ceremonia tenía visos de tortura inmisericorde. De todos modos, señaló el dedo gordo de su mano izquierda para que le extrajeran la sangre y el pecho izquierdo para que lo marcasen. Casi sin dolor se produjeron ambas operaciones. La primera, llevada a cabo con un afilado estilete, no fue más que un pinchazo. En cuanto a la segunda, realizada con una pieza de metal que —«Gracias, Señor»— no estaba al rojo vivo, apenas le causó una leve abrasión. Por fortuna no habían llevado las palabras a sus últimas consecuencias.

La ceremonia del juramento fue breve. Ayudado por el secretario, que lo precedía en lo que tenía que decir, Goya pronunció la fórmula con bastante aplomo:

—Juro de mi libre y espontánea voluntad, en presencia del Gran Arquitecto del Universo y de esta asamblea, no revelar jamás a ningún profano ninguno de los misterios de esta Orden que me sean revelados. Juro igualmente amar a mis hermanos, socorrerlos y prestarles toda mi ayuda en sus necesidades y verter en su defensa y en la de la Orden hasta la última gota de mi sangre si fuera necesaria. Obedeceré la Constitución y Reglamentos de la Orden y de este taller conocido por el nombre de Arcadia que me acoge. Todo esto lo juro bajo la pena de que se me abra el pecho y se me arranque el corazón para dárselo de comer a los buitres, y de que se me corte la cabeza para enterrarla lejos del cuerpo en la arena de la playa y a seis brazas del borde del mar.

La voz del maestro impidió que Goya calibrara en toda su amplitud las palabras que había reproducido al compás del secretario.

—Habéis pedido la luz y os será concedida. ¿Aún la deseáis?

—Sí, la deseo —«Dichosa luz», pensó Goya, y siguió mintiendo pensando sólo en su futuro como pintor.

—¡En pie y al orden, hermanos! —exclamó entonces el Maestro Venerable, lo que provocó un revuelo de telas y metales—. ¿Qué queréis para el profano que se halla entre columnas?

—¡Luz! —respondieron todos.

—Habéis sido, pues, aceptado para entrar a formar parte de nuestra orden —concluyó el jerarca—. En el momento en que escuchéis el tercer golpe del mallete que está sobre el altar dejaréis de ser profano. Y a partir de entonces ya seréis masón.

Justo en el instante en el que sonó el tercer golpe unas manos retiraron la venda de los ojos del neófito. Hechos a la luz sus ojos, Goya fue distinguiendo, aunque fuera con dificultad, a un grupo de encapuchados que lo rodeaban y le apuntaban al pecho con espadas que todos empuñaban con la mano izquierda.

—No temáis —dijo la voz que ahora identificaba como la del Maestro Venerable, que también estaba encapuchado y se encontraba detrás de un pequeño altar—. Nada debe turbaros ya. Habéis dado muestras de valor, y éstos a quienes veis aquí apuntándoos con la punta de las espadas sólo pretenden mostraros que están dispuestos a dar la vida por vos si fuera necesario, pero también a castigaros como corresponde si no os mostráis fiel a nuestra orden. Ahora, acompañad al Hermano Gran Experto Terrible. La ceremonia aún no ha terminado.

El círculo de encapuchados bajó las espadas y se abrió a su paso. Su padrino y receptor lo acompañó hasta otra estancia, distinta por completo de la repelente cámara de reflexiones y del templo que abandonaba. En ella había varios armarios. El padrino abrió tres de ellos y dejó que Francisco viera su contenido: estaban llenos de trajes de uso cotidiano.

—Podéis coger el que gustéis. Y os aseguro que ninguno de estos trajes ha sido llevado nunca por hombre alguno. Buscad, que seguro que encontraréis algo de vuestra talla.

Unos minutos después Francisco se encaminaba de nuevo hacia el templo, acompañado por su padrino en la ceremonia y mejor vestido que como había llegado. Su color esta vez era el negro. Así era su levita recamada en adornos de azabache con chaleco bordado en hilo de oro, y sus calzas eran blancas y nuevas y se había vuelto a instalar las joyas de las que antes había prescindido.

A su regreso al templo contempló de inmediato una iluminación distinta de cuando lo había dejado. Tres velones, además de varios candelabros, iluminaban la estancia. Los tres enormes cirios ocupaban las esquinas de una especie de lápida de mármol, en la que había grabados diversos símbolos: un compás, un cincel, un mallete, un libro y, destacando por encima de todos, un ataúd con dos tibias cruzadas y una calavera, coronado por un árbol que Goya interpretó como una acacia, o quizás un haya. La lápida a su vez estaba situada entre dos grandes columnas, y entre estas columnas se hallaba el altar, con un grueso libro abierto sobre él que bien podía ser un cantoral por su tamaño. El círculo de encapuchados se mantenía como antes y Goya volvió a situarse entre ellos. El Maestro Venerable, en quien Francisco ya advertía con nitidez un mandil con tres grandes «T» rojas en sus bordes, orladas con unas cadenillas doradas, y un collar al cuello del que pendía sobre su pecho una pequeña escuadra o nivel de oro, le preguntó a continuación cuál sería el nombre simbólico que utilizaría a partir de su iniciación para intervenir en la logia.

—Fidias, Venerable Maestro —respondió Goya, que admiraba profundamente la obra del escultor griego y que ya se iba aprendiendo el protocolo que gastaban entre sí sus nuevos hermanos.

—Bien, hermano Fidias, he aquí el último trance por el que debéis pasar. Es posible que alguna vez hayáis tenido diferencias con alguno de los presentes —«Seguramente», pensó el pintor—. Ahora todos ellos se descubrirán para que les veáis el rostro. Si uno de ellos os ofendió, deberéis perdonarlo inmediatamente y considerarlo desde ese instante vuestro hermano. Sólo así seremos capaces de preservar nuestra fraternidad. ¿Estáis dispuesto?

—Sí, lo estoy —respondió Francisco, que no estaba muy seguro de lo que pudiera pasar. A la cabeza le venían maridos burlados, disputas de taberna y alguno que otro lance más que daba al traste con la imagen mirífica que había dado de sí mismo.

Según contestó, comenzó el rito de prescindir de máscaras y empezó por descubrirse el encapuchado que estaba justo enfrente de él, para seguirle luego quienes estaban a ambos lados. Goya tuvo que poner toda su fuerza de voluntad para no permanecer con la boca abierta por el estupor. Los rostros que aparecían ante él —aquellos que él conocía, al menos— pertenecían a lo más granado de la aristocracia española, aunque algunos de ellos, si bien no pertenecían a la nobleza por razón de sangre, sí formaban parte de las más altas esferas de la nación, ya fuera por méritos propios o por su gran fortuna.

El inquisitivo rostro de Francisco Cabarrús fue el primer aldabonazo. El fundador del Banco de San Carlos, más joven que él —apenas veintiocho años—, pero de gran talento para los negocios, tanto que esa habilidad innata le había abierto de par en par las puertas de la corte madrileña, a pesar de no ser español del todo.

A continuación surgió otro banquero, el casi diminuto don Vicente Isabel Ossorio de Moscoso y Álvarez de Toledo, más conocido como conde de Altamira. La rueda de hombres formada en su derredor fue quitándose sin más ceremonias las capuchas que les ocultaban el rostro. En ella se hallaban los generales José de Urrutia y Antonio Ricardos; aristócratas como el jovencísimo duque de Osuna o el marqués de Sofraga; diplomáticos como su querido amigo canario Bernardo de Iriarte, y hasta un clérigo: el poeta y teólogo fray Juan Fernández de Rojas. Además, había pensadores e intelectuales de gran categoría: Ceán Bermúdez, José de Munárriz o Juan de Villanueva, el arquitecto que estaba construyendo un grandioso edificio en el Prado Viejo, destinado a servir como Academia de Ciencias. De algunos no conocía la cara y no pudo ponerles nombre.

Las sorpresas iban en aumento según Goya iba girándose a uno y otro lado. Ahora aparecía el famoso actor Isidoro Márquez, luego el dramaturgo y sainetista Ramón de la Cruz y hasta —y aquí tuvo que detenerse más de lo previsto— su propio cuñado, Francisco Bayeu, quien, poseedor de un mandil con cenefas rojas, lo miraba con la expresión de quien está observando a un hurón rondando la jaula de los conejos.

A pesar de la desazón que le causó tan inesperada presencia, Goya no dijo nada ni dejó traslucir —o eso le dio la impresión a él— la mínima emoción, tras lo cual terminó por girarse completamente y se encontró por fin con el rostro de quien ya sabía que había sido su padrino en la ceremonia: su venerable protector y amigo, el arquitecto Ventura Rodríguez, al que debía tantos favores. Algo brilló en las pupilas de ambos y, de no ser por el abrazo que Ventura le ofreció, mucho le hubiera costado a Goya contener las lágrimas. Luego, el propio Ventura le impuso el mandil blanco del aprendiz y le entregó dos pares de guantes del mismo color, prendas que siempre debería lucir en las reuniones o «tenidas». Ninguno de los dos sabía que ése sería uno de los últimos encuentros que tendrían. Ninguno de los dos podía afirmar tampoco en esos momentos cuál era más dichoso. El maestro y padrino porque, por fin, el mejor pintor de su época estaba entre los suyos, y el aprendiz porque había conseguido lo que anhelaba: estar entre lo más granado de la sociedad madrileña del momento. La corte quedaba sólo a un paso.

Sólo dos encapuchados quedaban por descubrirse, y el primero que lo hizo fue el que estaba sentado detrás de una pequeña mesa de escritorio, a la derecha de la tarima en la que permanecía el Maestro Venerable. Era Juan Arias de Saavedra, mentor de muchos de los presentes y, desde luego, el guardián espiritual del liberalismo español. Ya casi se esperaba a la persona que vería en último lugar. De modo que cuando Gaspar Melchor de Jovellanos bajó los escalones, ya sin la capucha, y se situó detrás del altar con la espada desenvainada, el nuevo masón estaba más que prevenido.

—Francisco de Goya, desde hoy Fidias, arrodíllate ante mí y ante el altar —ordenó Jovellanos.

El pintor, emocionado, se arrodilló donde le habían dicho. Ante él se encontraba el enorme libro que antes había vislumbrado: una Biblia, abierta por el Evangelio de san Juan. Francisco aún no sabía que la Orden estaba bajo el patrocinio de los santos Juanes, el Bautista y el Evangelista. El profeta que anuncia la primera venida de Cristo y el discípulo amado que relata su segunda venida en su escatología apocalíptica. Jovellanos se acercó a él y, con la espada que empuñaba, le dio tres leves espaldarazos en los hombros tras tomarle el juramento ritual. Después lo abrazó fraternalmente y le indicó que tomara asiento en un sitio preferente de la logia.

Terminado el acto, volvieron todos a sus puestos y situaron a Francisco en el lugar de preferencia, al pie del oriente y cerca de la mesa del secretario, tres peldaños más abajo que éste.

Hubo unas palabras oficiales de bienvenida por parte del Venerable Maestro Jovellanos —cuyo nombre simbólico era el de Cicerón y que por esos días ejercía como alcalde de Casa y Corte de Madrid aunque se rumoreaba que lo iba a dejar, requerido por el conde de Baños, para ocuparse del Consejo de órdenes militares— y después todos se levantaron e indicaron al recién admitido que abriera la marcha hacia la misma puerta por la que había entrado, pero en el sentido de las agujas de un reloj. Los tres velones — símbolos de la sabiduría, la fuerza y la belleza— proyectaban difusas sombras y entre ellas caminaba la extraña y ceremoniosa comitiva.

Una vez fuera del templo, Francisco no cabía en sí de gozo. ¡Ya era masón!

Aquella noche, durante el ágape que siempre sucede a las reuniones masónicas, Goya aprendió algunos de los secretos de la logia: partes de su lenguaje simbólico, ritos ceremoniales, el nombre de algunos miembros no presentes... Mientras, a su lado, Ventura Rodríguez lo iba instruyendo en detalle, mientras daba cuenta de un faisán, complacido de haber sentado a su protegido en esa mesa tan principal.

—En otras circunstancias —le comentaba el arquitecto— todo hubiera sido distinto para ti, Francisco. Pero en estos días la Inquisición persigue a quienes practicamos la masonería y comprenderás que las condiciones de acceso a una logia se hayan endurecido con el fin de evitar la llegada de advenedizos que pudieran dar al traste con nuestra obra.

—Lo comprendo —replicó Francisco, sin darse por aludido y trasegando una copa de vino.

La cena transcurría por derroteros de mucha cordialidad, y Goya se iba dando cuenta de que los asuntos profanos, como decían ellos, eran más importantes en sus conversaciones que todo aquello que hiciera al mundo simbólico. Escuchaba retazos de conversaciones en que los asuntos de la corte se trajinaban con empleos y negocios, e incluso pilló trozos de algún chascarrillo galante.

—Escuchad una cosa —le dijo al arquitecto a la primera oportunidad que tuvo, pues Ventura no paraba de recibir recados de unos y otros—, no veo aquí a mi paisano el conde de Aranda y me extraña, pues se dice de él que es quien más ha hecho por impedir que el rey frenara nuestras ideas. —Ya Goya se daba por masón, como si siempre hubiera pensado entre compases y columnas.

La mención al conde de Aranda fue como una bala de cañón disparada con certero tino, porque en cuestión de pocos minutos toda la mesa se convirtió en un apasionado intercambio de andanzas y anécdotas sobre el hombre que encabezaba a todos los masones españoles y que había hecho posible, dos años antes, el ventajoso tratado de paz con Inglaterra, por el que ésta había aceptado la restitución de las posesiones del Caribe pirateadas a España, así como de la isla de Menorca.

Cabarrús se acercó a donde estaban Goya y el arquitecto y, poniendo la mano sobre el hombro de Ventura Rodríguez, se dirigió a Goya.

—Francisco —le dijo muy circunspecto—, este hombre es un verdadero sabio y te puede enseñar cosas que nadie sabe, tanto de lo mundano como de lo esotérico.

—No exageres, Francisco —replicó incómodo el arquitecto—. Has de saber, querido Goya —dijo cambiando el tercio—, que Cabarrús es uno de nuestros mejores puntales y que gracias a él las cosas nos van mejor que antes.

Y así era, porque Carlos III no gustaba de los masones, pero los aciertos económicos de Cabarrús eran como un paraguas para toda la Hermandad y el rey los dejaba hacer siempre y cuando las arcas de la corte no pasaran necesidades.

Francisco de Goya conocía la labor de Cabarrús y su constante ocupación en la preparación de la emisión de los vales reales que salvarían de la bancarrota a España, según afirmaba él continuamente. Ahora, se celebraba Goya, tendría informaciones de primera mano de los negocios futuros de este influyente hombre de negocios, de los riesgos y ventajas que comportaba el siempre peligroso mundo del dinero.

Un personaje huidizo y de cara ambigua que no había saludado todavía al nuevo masón se acercó sigiloso al grupo y se inclinó ante Cabarrús. A Goya no le pasó desapercibido que ese hombre —Leandro Fernández de Moratín, según le dijo Ventura Rodríguez— no quería hablar en su presencia y que, tras unas breves palabras cerca del oído del banquero, se retiró esbozando una sonrisa que era forzada a todas luces.

—Siento no haberos presentado —dijo Cabarrús a Goya reteniendo a su huidizo confidente—. Este hermano es Leandro de Moratín, un escritor excelente y mejor amigo. —Moratín saludó a Goya con una inclinación de cabeza y el pintor le correspondió de igual modo—. Asuntos urgentes reclaman a nuestro hermano Leandro, pero ocasión habrá en que los tres charlemos de su escritura y de tus pinturas, en las que ya sabes que estoy interesado, al igual que Leandro. Me gustaría que me pintaras.

—Para mí será un placer serviros, pero debéis comprender que tampoco en este día piense en mis obras —siguió mintiendo el pintor, que quería hacer el papel de neófito emocionado—. Hoy es un día muy especial para mí y apenas calibro los asuntos de allí fuera.

—Lo comprendo —replicó Cabarrús.

Goya empezaba a obtener resultados en aquella singular noche de su vida. Había llegado con las manos vacías y ya empezaban a hacerle encargos. El día había empezado con Josefa recuperándose de sus dolencias y terminaba preñado de promesas y mejores perspectivas.

Lucían las estrellas cuando Ventura Rodríguez y Francisco de Goya salieron al exterior. El coche del arquitecto se dirigiría primero a la plazuela de la Cruz Verde, esquina a la calle Segovia, en cuyo piso tercero vivía Ventura Rodríguez, como bien sabía Goya de tanto ir a visitarlo, y luego continuaría hacia la calle Desengaño, para llevarlo a su casa.

Una vez sentados en el birlocho, Goya preguntó al arquitecto por su propia actitud ante los hermanos y por la acogida que le habían dispensado. Tal vez su Testamento Filosófico no había sido del agrado de éstos, apuntó el nuevo cofrade.

—Querido Francisco —cortó con tanta suavidad como intención el arquitecto—, olvídate de lo que ha pasado esta noche y concéntrate exclusivamente en el futuro, en ese futuro que nos lleva a trabajar duramente en la Orden para que nos pertenezca plenamente. Sobre todo a ti y a hermanos como tú, que aún sois jóvenes.

Tanta claridad sorprendió a Goya, que se quedó callado esperando que su mentor continuara. Lo que escuchó entonces no lo olvidaría nunca.