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Política y poder
Madrid, palacio de los duques de Alba y casa de Manuel de Godoy
(20 de mayo de 1796)
Todo poder es una conspiración permanente.
HONORÉ DE BALZAC
—¡Y se lo ha ganado a pulso, señor marqués! —dijo Goya como si tal cosa, echándose hacia atrás y mirando el retrato que salía de sus pinceles—. La cosa se veía venir y, permítame la broma, la culpa la tuvo su mala cabeza.
Goya estaba retratando esa mañana a José Álvarez de Toledo y Gonzaga, marqués de Villafranca y duque consorte de Alba. Era la tercera sesión que le dedicaba al marqués, y el retrato casi se hallaba listo. La conversación que los ocupaba esa mañana, porque un retrato tiene siempre algo de confesión del modelo ante el pintor, era cómo, tres años antes, había sido decapitado Luis XVI y cómo, dos después, en 1795, había muerto también el delfín, al que los realistas tenían por Luis XVII, en su prisión del Temple en París, con solo diez años de edad. Evidentemente, el duque tenía todo ello por un crimen y, pese a todo, el pintor decía bien a las claras que a él ese asunto no le parecía tan mal.
—Sois un radical, maestro —le recriminó el consorte sin ninguna acritud—. ¿Acaso sois republicano?
El duque se encontraba de pie delante del pintor, en su casa de Liria, apoyado con el codo derecho sobre un clavicordio muy cuidado, y aguantaba perfectamente las sesiones de posado. Había querido posar así ante el pintor por ser mucha su afición a la música y desear que se le recordara por tal gusto y, sin apenas descomponer la traza, estaba dispuesto a polemizar con su amigo, pues por tal tenía a Francisco de Goya. El pintor le caía bien, y al duque le gustaba conversar con él y sacarlo de sus casillas, cosa bien fácil a poco que se le metieran los dedos en la boca al aragonés, que para decir sus verdades no tenía pelos en la lengua.
—Me cuesta aceptar, señor —dijo Goya eludiendo una respuesta a las claras—, que el hijo de un hombre pueda heredar la corona de su padre, como él lo hizo de su abuelo y así todos los Borbones. ¿Acaso cree usted que mi hijo podrá pintar —e irguió el brazo desnudo mostrándole al duque el pincel— con sólo decirle al cuadro que se llama Goya?
—Seguramente no, maestro —le contestó el duque sin perder la sonrisa—. Pero ¿no procuráis vos guardar para vuestros hijos?
Una nube recorrió la cara del pintor cuando oyó eso de labios de Álvarez de Toledo. A él ya sólo le quedaba un hijo y muchas heridas en el alma por los que había ido enterrando. No pudo menos que callarse.
—Lo siento, amigo —se disculpó el duque, que sabía de la obsesión de Goya por esas muertes—. No he pretendido haceros daño. Pensad que yo estoy en peor lugar que vos al respecto, pues no tengo hijo alguno que me herede. Vos, al menos, tenéis a Javier. Yo, ni eso —le dijo con amargura.
Pese a estar de acuerdo en muy pocas cosas, entre los dos hombres había una indudable simpatía. En cierta manera los dos eran ajenos a la corte madrileña: el pintor, por radical y por «tratar —decía él— con tanta gentuza como se me pone delante para que la pinte», y el duque, por estar muy lejos de la zafiedad común a la casa Borbón y al estilo de los cortesanos al uso. José Álvarez de Toledo era un ilustrado, un hombre de libros y de palabras, que había viajado mucho, hablaba lenguas y se carteaba con músicos y pensadores. De su estancia en Inglaterra le había quedado una cierta displicencia decadente, muy distante de la frivolidad festiva de los palacios franceses, y un regusto melancólico, que le venía de niño, por las cosas domésticas y privadas de su casa y de sus aficiones, que no pasaban por toros, ni por cacerías ni, menos aun, por tabernas y coristas, como era común a los de su clase, que pululaban por la corte de esa tropa de desquiciados inútiles y ociosos que eran los Borbones españoles. De ahí que sus protestas realistas fueran más retóricas que sentidas y pretendiera con ellas más el provocar al pintor que construir un argumento.
—Así es, señor, y no sabéis las gracias que doy a la Virgen por ello todas las mañanas.
—¡Hola, maestro! Al menos sois buen cristiano —dijo el duque, sorprendido de esa jaculatoria que le salió al pintor de los labios sin pensarlo.
—No creáis, señor duque, que a muchos curas los colgaría de los pulgares —se sinceró Goya—. Pero los curas son una cosa y la Virgen del Pilar y san José de Calasanz son otra.
—Bravo baturro estáis hecho —aplaudió el duque—. Que a los vuestros os despellejan antes que permitir que alguien miente mal a la Virgen.
—Así es nuestra tierra, señor marqués —concedió Goya orgulloso.
José Álvarez de Toledo se quedó callado y el pintor volvió a su trabajo, porque los dos estaban incómodos por la evocación de los hijos. El marqués tomó de encima del clavicordio una partitura de Haydn y se puso a hojearla tarareando la melodía del pentagrama. A Goya le gustó la postura y le pidió al duque que la conservara mientras él corregía las trazas de su dibujo para acomodarlo a la nueva pose de su modelo.
Durante un rato el pintor permaneció callado abocetando la figura, y el duque se enfrascó en su música mientras el cuerpo tomaba forma en el cuadro a través de los pinceles del retratista.
La relación de Goya con la casa de Alba venía desde 1793, cuando la primera manifestación grave de su enfermedad, porque fueron ellos quienes lo atendieron, y eso gracias al parentesco entre el duque consorte y el conde de Altamira, uno de los retratados por Goya que formaba entre los accionistas del Banco de San Carlos. Goya había retratado primero al conde y después a toda su familia, con lo que el duque supo de las habilidades del aragonés, de las que ya algo conocía porque el duque era, también, consiliario de la Real Academia de San Fernando. De ahí a incluirlo entre su círculo de amistades, como antes había hecho el infante don Luis de Borbón, no hubo más que un paso, y el duque no se arrepentía de haberlo dado.
Fue precisamente en cuanto Cayetana visitó su casa, cuando Goya corrió a contárselo a su amigo Martín Zapater, y así le decía en una carta:
Mas te balía venirme a ayudar a pintar a la de Alba, que ayer se me metió en el estudio a que le pintase la cara, y se salió con ell; por cierto que me gusta mas que pintar en lienzo, que también la he de retratar de cuerpo entero y bendra a penas acabe yo un borron que estoy aciendo de el Duque de Alcudia a caballo, que me embio a decir me avisaría y dispondría mi alojamiento en el sitio, pues me estaría mas tiempo del que yo pensaba.
En esos recuerdos andaba Goya cuando, de repente, el duque cerró la partitura, se irguió y se quedó mirando al pintor, que no se había dado cuenta del cambio de postura, enfrascado como estaba en resolver la posición de brazos de su modelo.
—Maestro —le dijo sin ningún preámbulo—, ¿realmente estáis enamorado de Cayetana?
A Goya se le heló la sangre al escuchar esa pregunta. Inmediatamente dejó de pintar y sacando la cabeza fuera del lienzo se quedó mirando a quien se la hacía.
—¿Decíais algo, señor? —mintió Goya, que lo había oído perfectamente pero que se quiso dar una segunda oportunidad para reaccionar. Recurrir a su sordera fue lo primero que se le ocurrió ante semejante escopetazo.
—No os hagáis el sordo, maestro —le dijo burlón el duque—. Me habéis oído perfectamente. Se os nota en la cara de pasmo que se os ha quedado. Pero os repetiré la pregunta y os ruego que miréis bien mis labios.
Y el duque volvió a interrogarlo, nuevamente, por sus amores con su esposa. Goya quedó en silencio, azorado. No sabía qué decir, la situación lo desbordaba. El duque, sin embargo, lo miraba sin ninguna acritud, casi con cariño. Estaba perfectamente sereno y no se entendía en sus palabras ninguna animosidad. Si no hubiera sido por lo extravagante de la situación, habría parecido la pregunta que un amigo le hace a otro.
—Yo, yo... —balbució Goya.
—No tembléis, maestro —le dijo el duque—. Yo también estoy enamorado de ella, así que no me extraña que a vos os pase igual. Cayetana es una mujer sublime y no me sorprende que os hayáis prendado de ella.
—Pero... —Goya no sabía por dónde salir.
—No os disculpéis, Francisco —insistió el duque, tratando de tranquilizarlo—. Me lo ha dicho ella misma. Conmigo no guarda secretos.
—Pero yo...
—Y dale con los peros —bromeó José Álvarez de Toledo—. Ni os lo recrimino ni os culpo, casi diría que os comprendo.
—Entonces...
—Mi relación con Cayetana —lo interrumpió el duque— es mucho más profunda de lo que vos, y muchos como vos, podéis entender, y sabed que no hay entre nosotros ni secreto ni mentira. En nuestro matrimonio no caben.
—¿Y quepo yo?
—Volvéis a pecar de orgulloso, maestro. Vos no estáis en nuestro matrimonio —le dijo mirándolo a los ojos con un deslumbre de orgullo y distancia—. Vos, querido amigo, sois un juguete más de los que ha tenido siempre Cayetana —y el duque recalcó la penúltima palabra—. Así comprendí que sería entre nosotros ya desde antes de casarme con ella.
—Pero es vuestra mujer... —Parecía que con eso Goya quisiera despertar la ira del duque.
—Os equivocáis otra vez, maestro. Ninguna mujer es de ningún hombre si ella no lo quiere. Tan ilegítimo es tener por propia y exclusiva a una mujer, por haberse casado con ella, simplemente, como tener esclavos, ¿comprendéis?
Era evidente que Goya no comprendía nada y su rostro lo decía bien a las claras.
—Pero Cayetana es vuestra...
—Y dale... —El duque parecía divertido con el empecinamiento del pintor—. Sí, Cayetana es mía, pero porque ella lo decidió así, no porque fuera mi esposa.
—¿Y qué diferencia hay?
—Mucha, maestro. Que una mujer se entregue a un hombre para siempre, lo que vos decís «ser suya», no es cuestión que haga, como vos creéis, a la fidelidad de la carne.
—¿Ah, no? —A Goya un color se le iba y otro se le venía.
—No, amigo. Una mujer se entrega verdaderamente cuando hace nuestra su voluntad más profunda, sus secretos más íntimos, sus pasiones más oscuras, sólo entonces. Y a nosotros, los hombres, nos sucede igual. Una mujer fiel no es aquella que sólo deja entrar a su cama a quien tiene por esposo, sino aquella que, haga lo que haga, juegue a lo que juegue, siempre está atada a su «dueño» —el duque enfatizó esa palabra—, como a vos os gusta comprender, por la invisible cadena de una dependencia inexplicable.
—Pero, entonces, ¿vos consentís...?
—Yo ni consiento ni concedo —lo cortó el duque inmediatamente, que no estaba dispuesto a llevar la conversación por esos derroteros—. Cayetana es libre, y lo fue entonces, para entregarse a mí y, ahora, para tomaros a vos.
—Pero ¿vos la amáis?
—¿Creéis que puede ser de otra manera? Sois vos, tal vez, quien no sepa qué es el amor.
Goya iba a responder cuando el duque, con un gesto displicente de la mano, lo hizo callar y, a la vez, le indicó una silla para que tomara asiento.
—Vos, como tantos, no amáis. Sólo queréis para vos aquello que os place de una mujer y a eso, que no es más que una turbación transitoria, lo llamáis amor. Por eso se os acaba tan pronto y vais de infidelidad en infidelidad. Para vosotros la infidelidad es la asesina de lo que llamáis amor.
—Pero Cayetana os es infiel, eso quiere decir que ya no os ama. —Goya creía haber encontrado un punto en que apoyarse.
—Seguís en la equivocación, maestro. Cayetana me es fiel, aunque vos no lo comprendáis. Cayetana me es fiel, y no porque guarde sus carnes para mí, aunque siempre que duerme con otro yo soy el primero en saberlo... y consentirlo, sino porque soy el dueño de su mente, el que le enseñó a quererse a ella misma y, sobre todo, el único hombre que la aceptó como era y supo sacar de ella lo que estaba escondido por una educación que le hizo más daño que otra cosa. Yo le enseñé a quererse ella misma, a aceptarse como era, sin vergüenza, sin miedo, con fuerza. Yo saqué de Cayetana lo mejor que había en ella y, de paso, saqué de su corazón lo que ella temía tanto como al infierno, lo que los curas le metieron de chica en la cabeza.
Goya se revolvía incómodo en su silla. No sabía qué decir.
—Entonces a vos ¿no os importa...?
—¿El qué?
—Que yo la ame...
—Pero ¿vos la amáis? —El duque quiso marcar distancias—. De lo que estamos seguros, maestro, y sacar más conclusiones sería precipitado, es de que Cayetana ha permitido, al menos de momento, que vos la améis a vuestra manera. Inferir un paso más sería aventurado por mi parte y..., sobre todo, por la vuestra.
—Yo la amo —confesó Goya.
—No, maestro, vos creéis amarla. Amar a Cayetana es muy difícil. Es cosa de maestros, y no me refiero al oficio de vuestro arte, sino a una maestría mucho más inexplicable, más profunda, una suerte de estado de alma y de conciencia.
—¿A qué os referís? —A Goya le picaba ya la curiosidad.
—Al delicadísimo juego de equilibrio entre fuerza y debilidad, entre dominación y sumisión, entre amor y sufrimiento, caras todas iguales de un mismo poliedro, el de la pasión. El auténtico soporte de un amor verdadero, del que el vuestro no es más que una pálida sombra. Para un hombre como vos..., y os lo aviso ahora..., querer a Cayetana es sumergirse de por vida en el pozo del dolor y los celos. Para vos, Cayetana será razón de sufrimiento pero, no os quepa duda, también será fuente de momentos de gozo que ni siquiera habéis soñado. Una mirada en silencio de Cayetana valdrá más para vos que horas de palabra de esas mujeres a las que habéis amado hasta ahora. Pero...
Y José Álvarez de Toledo se quedó mirándolo en silencio.
—Decid, duque. —Goya estaba en ascuas y no comprendió ese silencio. Quería seguir oyendo de su amada.
—Cayetana, pese a lo que vos creáis de ella, es como una niña y, aunque es una mujer fuerte ante todos los que creen conocerla, os digo de ella que esconde en su interior un veneno muy peligroso...
—Decidme, por favor... —Si antes el pintor estaba inquieto, ahora se lo veía asustado.
—Bien. —Y el duque se acercó a Goya y le puso la mano sobre el hombro—. Si vos no podéis con Cayetana, ella podrá con vos. Si vos, querido amigo, no sabéis sacar de ella su mejor yo, ella os devorará y tal vez os destruya... u os convierta en un genio —le dijo con una media sonrisa—. Pensadlo antes de dar el paso...
Goya se quedó callado y mirándolo. No supo qué decir.
El duque, sin mediar palabra, se dio la vuelta y, sin despedirse salió de la salita que les había servido como estudio. Goya, al rato, se levanto, miró el cuadro, que ya estaba terminado, y también salió de la habitación después de dar unas últimas pinceladas en el rostro del duque.
Sería la última vez que se vieran los dos hombres, y José Álvarez de Toledo lo sabía.
* * *
Esa misma tarde, sin esperar a que pasaran los calores de la siesta, Goya, que aún no se había repuesto de la impresión de su conversación con el duque de Alba, acudió a casa de Manuel de Godoy. Lo había citado allí Francisco Cabarrús.
Pese a lo desconcertante de la situación de la mañana, Goya se sentía bien. Estaba enamorado de Cayetana y, además, sus cosas marchaban estupendamente. Desde que Cabarrús había salido de la cárcel en octubre pasado, como había prometido Godoy, y se lo había rehabilitado a todos los efectos en noviembre, el banquero había reconstruido su círculo de amistades e influencias y volvía a ser el de siempre: un hombre astuto y atado otra vez al poder. Y Goya, con eso, había mejorado también su posición.
Cabarrús se había convertido en el consejero de finanzas de Godoy, y había conseguido capitanear otra vez un grupo de amigos, algunos de antes y otros de la nueva situación, los cuales, asesorados por él, volvían a medrar en la corte. Protegiendo a los suyos y buscando oportunidades al dinero, cosa en que era un artista, Cabarrús había tejido la misma telaraña de relaciones, favores y complicidades que había tramado durante el gobierno de Floridablanca, y todo eso era bueno para Goya, porque de ese círculo de complicidades e intereses le llovían los encargos a su estudio. Todos querían que los retratara el pintor de moda, el amigo del poderosísimo Godoy.
—Francisco, me gustaría que retrataras a mi hija Teresa —le pidió Cabarrús en cuanto lo recibió en el despacho que el financiero tenía habilitado en casa de Godoy—. Tallien, su nuevo marido, quiere un retrato suyo y yo he pensado que nadie mejor que tú para ello, porque el que me hiciste a mí es excelente. Además, cuando le comenté el asunto a Godoy, me propuso lo mismo, que acudiera a ti; es más, insistió en hacerse cargo él de los gastos. Quiere demostrar su agradecimiento a Teresa por lo mucho que ha contribuido a su causa desde París.
Y no le faltaba razón al orgulloso padre, que su hija Teresa había terminado siendo una mujer muy influyente en la política parisina, al extremo de conocérsela allí por «la reina del Directorio», y había aplicado ese caudal de relaciones políticas utilísimas a favor del ministro principal del gobierno de Carlos IV. La influencia de Teresa Cabarrús no venía sólo de sus capacidades, que eran muchas, sino también, y principalmente, de su matrimonio con Tallien en 1795. No era ésa su primera boda, porque la muchacha había casado primero, en 1787, con Devin de Fontenay, un primo lejano de los Lecouteulx, que eran unos socios de su padre. Con Fontenay la relación no fue buena y apenas duró cinco años, pero en ese tiempo la chica llenó su agenda de relaciones políticas a cuál más interesante y no sólo con Francia sino también con España, pues cuando Teresa Cabarrús intervino secretamente en el proceso de desestabilización del régimen jacobino por vía de aumentar o disminuir la potencia de inversión de los intereses económicos que Francia tenía con España, lo hizo por medio de la eficacísima red bancaria de su padre. Francisco Cabarrús mantenía informados a Jovellanos y al resto de sus amigos liberales por medio de su hija, que acabó por convertirse en una de las personas más influyentes del Directorio después de ayudar cuanto pudo a la caída, en julio 1793, de Robespierre y el régimen del gran Terror, lo que dio un respiro al marqués de Sade, que militaba en el bando más moderado.
—No te preocupes por el trabajo. Tendré el lienzo preparado para pintarla en cuanto venga a Madrid.
—Llegará en otoño, Francisco. Viene con mi nieto, Antoine.
—Entonces hay tiempo de sobra —convino el pintor, que estaba atareado de trabajo en ese momento.
Goya había aceptado encantado retratar a Teresa Cabarrús, porque cualquier encargo de su padre era para él como una orden. Pese a que Cabarrús no fuera santo de su devoción, él le debía mucho, pues gracias al círculo de amigos del Banco de San Carlos, a los que había retratado prácticamente a todos, se había introducido como pintor principal en Madrid. Además, conocía la importancia de la hija de Cabarrús en la corte española. Las informaciones que Tallien le pasaba a Godoy por medio de la hija de su amigo eran para el Príncipe de la Paz tan necesarias como atender a los caprichos de la reina, porque de esas informaciones, que ahora concernían al rumor de un nuevo tratado entre España y Francia, se colegían estrategias para los asuntos del Estado y también para las finanzas particulares de Manuel de Godoy.
La llegada del Príncipe de la Paz interrumpió la conversación. Godoy saludó a Goya con mucho afecto y después hizo un gesto a Cabarrús para que lo acompañara a una habitación contigua. Cabarrús pidió excusas a Goya y se ausentó por unos momentos a despachar unos papeles que el ministro llevaba en la mano y de los que tenía que dar cuenta a los reyes inmediatamente.
Cuando cerraron la puerta, Godoy le pasó a Cabarrús los papeles. Eran las cuentas detalladas de las aplicaciones financieras que Godoy tenía en ese momento con Francia, porque el valido prefería manejar sus intereses personales al otro lado de la frontera. Cabarrús se puso sus lentes y se sentó en un sillón para repasarlas, y Godoy hizo lo mismo mientras permanecía en silencio escuchando la pesada respiración de su asesor financiero.
—Don Manuel, no debéis invertir más en acciones francesas —afirmó el siempre bien informado Cabarrús al cabo de un rato—. El valor nominal de los assignats ha caído al uno por ciento.
Un mohín de disgusto apareció en la cara del ministro.
—Da las órdenes oportunas para que se canjeen por otras, si aún estamos a tiempo, Francisco —le ordenó Manuel de Godoy sin darle tiempo a más explicaciones.
—El problema —continuó Cabarrús— es que han sido sustituidos por los mandats, convertibles por propiedades en tierras si su valor se deprecia.
—Pues invierte en ellos el valor que rescatemos de las acciones.
—No me atrevo, don Manuel. Mucho me temo que su valor también se depreciará y perderéis más aún si acudís al canje por las tierras. Barrunto que este cambio sea una nueva añagaza para atraer capital de fuera.
—Y Tallien ¿qué dice?
—Mi yerno no me puede precisar nada más porque cada vez se encuentra más apartado del poder. Charles Delacroix le va ganando la partida, y la nueva política del Directorio es muy incierta.
—¿Te refieres a las operaciones militares?
—Sí, exactamente. Las campañas de los generales Jourdan y Moreau en Alemania y la de Napoleón en Italia pueden acabar engrandeciendo Francia pero, hoy por hoy, espantan a los inversores. Nadie sabe cómo puede terminar todo eso...
—Comprendo —respondió Manuel de Godoy después de quedarse pensando un momento—. Entonces resuelve como veas más oportuno, Francisco. Con tu natural prudencia, y que sea lo que Dios quiera.
—Así lo haré, señor —dijo Cabarrús levantándose del sillón—. ¿Deseáis algo más de mí?
—No, Francisco —le contestó Godoy cuando ya se iba por otra puerta excusada que lo llevaba al gabinete de los reyes—. Tengo que irme ya a ver a su majestad.
—¿El rey? —pregunto Cabarrús, que era de natural curioso y sabía que podía permitirse esas confianzas con Godoy.
—No, la reina. Que es más importante... —Y con una sonrisa de picardía desapareció en un instante.
Cuando Cabarrús se encontró a solas en el despacho plegó los papeles que se había quedado de Godoy, se los guardó en un bolsillo interior de la casaca, y volvió a donde lo esperaba Goya.
—Perdona la interrupción, pero la urgencia manda —se justificó Cabarrús, alargando el brazo para palmear en el hombro al pintor.
—No importa. —Goya se había quedado ese tiempo observando un cuadro de Mengs, colgado en la pared del despacho que ocupaba ahora su amigo.
—Entonces, ¿quedamos de acuerdo en lo del retrato?
—Desde luego, sin problemas. —Goya seguía observando el lienzo—. ¿Tienes alguna idea para el cuadro?
—No, prefiero que eso lo decidas tú. No es asunto mío.
Cabarrús, dando el asunto por zanjado, se acercó a Goya y, tomándolo del brazo, lo separó de la pintura.
—Francisco —le dijo cuando lo tuvo a su lado; el tono de voz de Cabarrús era ahora mucho más circunspecto y miró a su alrededor antes de seguir, para confirmar que las puertas estaban cerradas—, no te olvides tampoco del encargo de la logia con respecto a tu conversación pendiente con Juan Escoiquiz.
Ese asunto no le hacía ninguna gracia al pintor porque el «siniestro canónigo», como lo llamaba, no era plato de su gusto, y el encargo de sus hermanos para sonsacarle se le hacía muy cuesta arriba.
—Sabemos que ese contacto es delicado y que puede ser peligroso, pero tú eres el menos significado de nosotros, de hecho casi nadie sabe que eres masón, y sólo tú puedes saber hasta dónde llegan sus informaciones sobre la hermandad.
—¿Y Leandro?, ¿no es su secretario? Él lo haría mejor que yo. —Goya se refería a Moratín y así de paso esquivaba el bulto.
—No, el señor Moratín —y Cabarrús pronunció el nombre con desprecio— es de muy poco fiar. La prueba es que está con él aunque diga seguir con nosotros, pese a que ha pasado a sueños.
—Tengo pensada ya una estratagema para acercarme a él sin que sospeche —contestó Goya muy a su disgusto—. Le propondré un retrato y sé que aceptará, porque es muy orgulloso.
—Hazlo como quieras, pero necesitamos saber cuanto antes por dónde van las intenciones de quien educa al príncipe Fernando.