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El precio y el pago
Madrid, embajada rusa
(20 de febrero de 1820)
Gentes de vuestra condición y de vuestro carácter, de vuestra profesión y vuestra estupidez, de vuestra maldad y de vuestra bellaquería, no deben esperar más que un trato de esa índole.
Marqués de Sade
—Sería estúpido andarnos por las ramas, querido embajador. Comprendo que para usted resulte un trago difícil comunicarle esto al rey, pero créame, don Francisco de Goya y Lucientes tenía en su poder las pruebas de todo cuanto yo digo.
—Eso es una estupidez que no se tiene en pie. —Aunque al embajador ruso le había cambiado el color de la cara, procuraba fingir un cierto control de la situación—. ¿Piensa que le voy a creer en esa encomienda tan chocante?
—Usted, señor embajador, no estaba entonces en España, y a su regio amigo parece ser que se le ha olvidado ya la historia.
—¿Qué historia?
—La de esas cartas —le aclaró—. Han sido toda una leyenda en la corte.
—¿Ah, sí? —Había un deje burlón en la perfecta dicción española del ruso.
—Sí, embajador —le contestó Moratín sin dejarse afectar por la ironía—. Godoy, Escoiquiz, la misma reina; todos buscaron esas cartas desde que desaparecieron, aunque sólo la reina sabía el contenido. Cuando murió la duquesa de Alba y Godoy partió al exilio pareció que todo había quedado olvidado, pero ahora han aparecido otra vez y son, realmente, mucho más peligrosas que lo que nadie presumió nunca.
—¿Y qué demonios hace el pintor de corte con esas cartas de la reina?
—Esa sería una historia muy larga de contar, embajador, y ni usted ni yo tenemos tiempo para perderlo en eso.
—Por lo que usted mismo me cuenta, Moratín, ésta es una historia vieja y pienso que en poco nos puede interesar tantos años después.
—¿Quiere comprobar usted mismo hasta dónde pueden llegar las consecuencias de lo que le estoy diciendo? —Moratín no estaba dispuesto a ceder ni un ápice en su acoso a Tatischev.
—No son más que bravatas, querido amigo.
—¿Está usted seguro? Dudo que la Santa Alianza, y lo sabe usted mejor que yo, pueda seguir apoyando a un monarca que tiene la corona cogida por alfileres.
—¿Por alfileres? —repitió Tatischev en un tono despectivo.
Hasta ese momento las tropas fernandinas habían aplastado todos los intentos de alzamiento, y la camarilla se sentía segura apuntalada en sus regimientos y en la fuerza que le daba el apoyo del congreso de Viena. En efecto, desde 1814, fecha en que, después de la derrota de Napoleón y la vuelta al trono francés del conde de Provenza como Luis XVIII, se reunieron en la capital austríaca las potencias europeas, éstas se habían conjurado para evitar que, en adelante, volvieran las cosas por donde había marcado la Revolución Francesa. Allí estuvieron Metternich, Talleyrand, Castlereagh, Wellington, Hardenberg y el cardenal Consalvi representando a las casas reales de Austria, Dinamarca, Prusia, Gran Bretaña y Rusia, entre otras, y acordaron, principalmente, regular el principio de la intervención militar para restaurar el absolutismo en los países en que no existiese y, a tal fin, suscribieron lo que dieron en llamar la «Santa Alianza», el aparato militar del congreso. Lo que se pretendió en aquella reunión fue cimentar una política común antifrancesa, por entender que de allí había venido la hostilidad contra el Viejo Régimen, y hacer a Francia cuna del liberalismo y de los demás males contra las monarquías absolutistas. El pacto militar, que lo suscribieron el zar de Rusia, el emperador de Austria y el rey de Prusia, era la garantía de que el liberalismo no volvería a campar por Europa nunca más.
—Sí, por alfileres —insistió Leandro Fernández de Moratín, muy seguro. O al menos ésa era la apariencia que deseaba transmitir, aunque no las tenía todas consigo—. Usted es ruso y no sabe de nuestras leyes; incluso puede que para usted y para mí, que no estamos para esas tonterías, sea una estupidez que el rey sea hijo de un obispo, porque la reina ha tenido hijos de cualquiera, del propio Godoy y de alguno más. Pero que un obispo sea el padre del rey es algo muy distinto, al menos para sus amigos.
—Eso son rumores, habladurías...
—¿Y las pruebas? —Moratín sabía que estaba ganando el acoso al diplomático, que había roto a sudar de los nervios—. ¿No le parece bastante la confesión escrita de la propia reina y del mismo padre?
—Tendría que verlo con mis propios ojos... —Tatischev sacó un pañuelo del bolsillo de la casaca para secarse la frente.
—Tome, embajador. —Moratín correspondió al gesto del embajador sacando él del bolsillo interior de la casaca un pliego doblado—. Es una copia por mi mano de lo que está escrito en una de las cartas.
Tatichev se guardó el pañuelo, tomó el papel y se puso las antiparras para distinguir la menuda letra del dramaturgo. Mientras, Moratín se acercó a la cómoda que había cerca de la mesa del despacho y se sirvió una copa de vodka de la botella que el embajador tenía para uso personal.
—¿Y...? —dijo el ruso cuando terminó la lectura. Realmente se lo veía descompuesto.
—Nuestra sociedad, la logia de la que formamos parte y a la que ustedes parecen empeñados en destruir, ha resuelto brindar una negociación a don Fernando VII..., su última oportunidad.
—¿Y qué proponen ustedes, señor Moratín?
—Estamos dispuestos a entregar las cartas al monarca, lo que sin duda permitiría poner a salvo el trono —Moratín callaba que Goya le había pedido la abdicación del monarca—, siempre y cuando cese de inmediato el acoso de las tropas fernandinas a los liberales. No sé si me explico con suficiente claridad, querido Tatischev.
—¿Y a usted qué más le da todo eso? Es política y usted es un escritor, y no le pega andar en esos enredos. ¿No podríamos llegar a un acuerdo económico? —Una sonrisa se dibujó en los labios del ruso, quien pensó que por ahí podría deshacer el nudo que sabía que estaba tejido sobre las espaldas del rey.
—Mire usted, embajador —le contestó Moratín poniéndose muy digno—. Ustedes han hecho del país una sangría, una balsa de horrores. Desde que don Fernando se hizo dueño del trono engañándonos a todos, haciéndose pasar por la solución precisa para poner fin a la ocupación francesa, lo más granado e ilustrado del país ha ido a parar a las mazmorras, al destierro o simplemente a la horca. Comprenderá que, en esas circunstancias, nuestras convicciones difieran extraordinariamente de las que expresa la corona a través de sus caprichosas insolencias, por no decir del sesgo tiránico que ha adoptado la corte.
Fernando VII había sabido mover sus fichas y, pese a todo, había conseguido coronarse como el rey absoluto de los españoles. Cuando Fernando VII volvió a España en 1814, después de los líos de Bayona, «garantizó» su legitimidad dinástica comprando a su padre don Carlos la «abdicación» a su favor por ocho millones de reales y consiguiendo que el Papa decretara el destierro de Godoy —que iba acompañado por Pepita Tudó— a Pesaro separándolo así de sus padres, que se quedaron en Roma. Habiendo dimitido sus padres —que murieron en 1819—, retenido Godoy, teniendo el ejército a su favor y con Napoleón definitivamente encerrado en su exilio, resultaba posible que su golpe de estado anticonstitucional urdido a través del «Manifiesto de los Persas» cuajara como la forma definitiva de su gobierno. Y así andaban las cosas en España desde hacía más de seis años.
—Pero, y permítame que insista, ¿no cabría un acuerdo con usted y con Goya, «exclusivamente»? —dijo Tatischev, deletreando sílaba a sílaba esa última palabra.
—No, desde luego que no —replicó con firmeza Moratín, pese a que esa frase fuera lo que más le había gustado oír desde que había comenzado la conversación con el ruso—. La hermandad de la que formo parte, insisto, y en la que usted sabe de sobra que han jurado los más ilustres hombres de la historia reciente del país, considera que ha llegado el momento de poner punto y final a esta barbarie.
—Entonces ¿qué desean?
—Ya se lo he dicho —contestó el dramaturgo, cada vez más en su papel—. Comuníquele al monarca que si en el plazo de veinticuatro horas a contar desde este instante no obtuviéramos respuesta afirmativa al inicio de una negociación política encaminada a devolver la Constitución al país, las cartas, que ya están a buen recaudo, se harían públicas y llegarían hasta la Santa Alianza, lo que obligaría a abdicar a su querido amigo, al hijo de su eminencia reverendísima monseñor Antoni de Sentmanat.
Ciertamente, que el padre de Fernando VII no fuera don Carlos IV no era asunto que llamara la atención en una familia tan descoyuntada como la rama española de la casa Borbón, donde María Luisa de Parma había hecho infantes a los hijos de Godoy, entre otros. Que los reyes no fueran hijos de quienes parecían sus padres tampoco era una novedad en España, porque desde Enrique IV de Castilla había precedentes de reales bastardos que habían pasado por legítimos. Lo que hacía la situación de Fernando VII tan inestable, si el secreto salía a la luz, era su condición de «hijo sacrílego», es decir, de hijo de persona consagrada a la Iglesia, algo que desde las Partidas de Alfonso X el Sabio estaba expresamente prohibido para aquellos que quisieran optar a la corona. Pero, si a eso se sumaba que los firmantes de la Santa Alianza lo hacían por las tres ramas del cristianismo —rusos ortodoxos, prusianos católicos y alemanes protestantes— y que la raíz religiosa estaba en el fundamento del acuerdo, no era de extrañar que el discurso de Moratín erizara los escasos cabellos del diplomático ruso, el cual sabía de sobra lo mucho que pesaban las consideraciones religiosas en el seno de la Alianza, que no en vano se reclamaba «Santa».
—¿Qué día es hoy? —preguntó el embajador.
—Veinte de febrero de 1820.
—¿De qué plazo dispongo?
—Se lo he dicho, embajador. Veinticuatro horas.
Tatischev se quedó pensativo, como calibrando sus posibilidades de negociador.
—¿Consideran que soy el mediador adecuado? —dijo al cabo de un instante que a Moratín se le hizo largo como una hora.
—Esa pregunta sobra, embajador. —El escritor respiró aliviado. El ruso ya se había metido en su papel y estaba dispuesto a mediar—. Usted no es español, no es miembro del gobierno, pero sabe, como yo, que su ascendiente sobre el monarca le permite desempeñarse en este oficio de tercería. —Moratín no creyó oportuno detallar la complicidad de su anfitrión con el rey en lances de mancebía y en los muchos cohechos que compartían desde que el embajador había cedido al monarca los favores de su mujer polaca.
—¿Qué es lo que quieren entonces que le comunique al rey?
—En primer lugar, saber si don Fernando está dispuesto a negociar la libertad de nuestros hombres y el cese de su reinado sanguinario. —Tatischev tomaba apresuradas notas en un pequeño bloc de tres costuras—. En segundo lugar, en el supuesto cierto de que no tendrá más remedio que aceptar nuestra propuesta, es imprescindible que cese de inmediato la persecución de que están siendo objeto las tropas del comandante Rafael del Riego, nuestro hermano de logia. Como sabe, la persecución de su columna por tierras andaluzas puede acabar en otro baño de sangre.
—Eso va a ser difícil...
—Pues usted hará que sea fácil —lo interrumpió secamente Moratín, muy en su papel de hombre incorruptible—. El pronunciamiento de Las Cabezas de San Juan tal vez no se hubiera producido si los abastecimientos y las soldadas hubieran llegado puntualmente a las fuerzas acantonadas en torno a Cádiz con destino a las Indias, y si los militares españoles no se hubieran sentido forzados a combatir contra sus hermanos, los liberales criollos alzados en contra del absolutismo de don Fernando.
—Ya, pero...
—Nada de peros, señor embajador. —Moratín se iba creciendo por momentos—. Riego no se va a detener, pese a su precaria situación, y no le quepa duda de que muy pronto se levantarán otras guarniciones por todo el país. Créame, Tatischev, Riego y sus hombres son más patriotas que el propio Fernando VII: desean mantener unidos todos los territorios de la corona española, pero bajo el manto de la Constitución que en 1812, cuando España había quedado abandonada por la familia Borbón, redactaron los representantes legítimos de la nación, de uno y otro lado del Atlántico. La revolución va a triunfar de todas maneras.
—¿Esta usted seguro?
—Absolutamente —mintió Moratín.
—No lo veo yo así...
—Ni falta que nos hace su opinión. En su mano está que el rey marche voluntariamente por la senda constitucional o acabe en prisión o, ¿quién sabe?, quizá peor... Por cierto que usted tiene mucho que ver en el hecho de que las fuerzas expedicionarias de Cádiz no pudieran zarpar a tiempo rumbo a las Indias, pues suya es la responsabilidad por la compra de una flota en pésimo estado al gobierno de Rusia.
—La flota estaba lista, Moratín.
—La flota es una estafa, embajador. Cinco roñosos navíos de línea y tres fragatas podridas que tuvieron que quedar fondeados por tiempo indefinido en el puerto, con la consiguiente indignación de Riego y los demás oficiales. Ciento ocho cañones inservibles, en total. ¿Es con eso con lo que se pretendía suplir la pérdida de la Armada española en Trafalgar? Trate de no reírse de los militares españoles.
—¿Algo más?
—Dinero. —Esa parte del guión era de su cosecha, porque Goya no sabía nada. La idea de acompañar el pacto con una suma de dinero era suya propia.
—No entiendo qué pretende. ¿No habíamos quedado en que esto no se resolvía con dinero?
—¡Quién diría que hablo con uno de los talentos más prodigiosos de Europa! —se burló Moratín, que ya controlaba la situación perfectamente. Moratín, al igual que Escoiquiz en el asunto de la escuadra, había decidido sacar provecho particular de todo esto—. Yo le he dicho que no se resuelve «exclusivamente» con dinero —ahora fue Moratín el que recalcó la palabra—, ¿comprende?
—Comprendo. ¿Cuánto dinero?
—Tatischev..., queremos todo el dinero. Transmítaselo al monarca.
—El país está en la bancarrota, usted lo sabe.
Tatischev no esperaba la carta que Moratín llevaba guardada en la manga. De algo le tenía que servir al dramaturgo haber estado en cuanto guiso se había cocido en las covachas de palacio, como para no saber de dónde podría pillar algo.
—¿Cuánto cobró la corona por la venta de la colonia de Florida a los Estados Unidos? —se despachó el escritor, con la misma ingenuidad con que podría preguntar cuánto costaba el cuartillo de vino de Cariñena.
—Florida fue una cesión —respondió muy serio el ruso, como si contestase con una evidencia.
—¡Miente, embajador! —Y Moratín se levantó dando un puñetazo en la mesa—. Cinco millones de dólares.
Tatischev dejó por un instante de tomar apuntes y miró fijamente al avezado dramaturgo. Poca gente en el reino sabía que la entrega de Florida a Washington, en realidad, había sido un gran negocio privado para la camarilla de la corte.
—Está usted bien informado, Moratín.
—Es prudente saber aprovechar el tiempo, Tatischev. Sólo eso.
—¿Cuánto, entonces?
—Todo. Cinco millones de dólares en monedas de oro por la primera de las cartas, y en menos de dos semanas. Tome nota. Dígale al rey que ese dinero, según la Hacienda Pública, tendría que haber servido para construir la flota que precisan los hombres del comandante Riego. Dígale que lo que han enviado a Cádiz son cuatro viejos barcos rusos apolillados, barcos que usted le ha endosado valiéndose de su mujer y que no sirven ni para remontar el cauce del Guadalquivir. Y dígale también que cada palmo de suelo que pierda España en las Indias, y Dios quiera que los criollos no se sigan sublevando, será directa consecuencia de esa estafa y, sobre todo, de su política absolutista, que ha arrojado a nuestros hermanos del otro lado del océano a los brazos de potencias extranjeras que desean ver el fin del poderío español.
—Esto no es una negociación, Moratín. Es un chantaje.
—¿Un chantaje? ¿Llama usted chantaje a la demanda legítima de libertad? ¿Llama usted chantaje al intento de acabar con la política criminal del hijo de un obispo? ¿Llama chantaje al deseo de desenmascarar un robo? Usted no ha entendido nada, Tatischev. Se acabaron las putas, ¿me entiende? Se acabaron las risas en palacio. Se acabó la humillación del pueblo. Es más, creo que pedimos demasiado poco. Insisto en que estamos dispuestos a salvar al rey si deja de acosar a la columna de Riego y jura la Constitución.
La situación en ese momento era muy complicada para los liberales y la jugada de Moratín era la única posibilidad para desalojar a Fernando VIL Fracasada el año anterior la sublevación de Cádiz por el doble juego de O’Donell, sucedió que el teniente coronel Riego, que mandaba el batallón Asturias, acuartelado en la plaza gaditana, se alzó el 1 de enero de 1820 proclamando, nuevamente, la Constitución de 1812 y estableciendo su cuartel general en Cabezas de San Juan. Como quiera que no lo siguieron las tropas de Cádiz, Riego sacó las suyas de allí y las trasladó por Andalucía proclamando la Constitución en cada lugar que iban ocupando. Desde ese momento la situación era muy ambigua porque las tropas fernandinas todavía no se habían empleado a fondo contra los alzados, aunque se temía que, en cualquier momento, yugularían, otra vez, el alzamiento constitucionalista. En ese escenario de confusión, mientras Riego peregrinaba sin rumbo por Andalucía, era cuando Moratín, el 20 de febrero, presentó sus condiciones a Tatischev.
—Está usted loco, Moratín.
—Nunca he estado más cuerdo, embajador. A cambio de una carta, queremos un gobierno liberal y cinco millones de dólares. Es una ganga, Tatischev. Ustedes pueden seguir en sus burdeles y sus tronos, que de gobernar nos ocupamos nosotros.
—Está usted loco. ¿Pretende tener siempre chantajeado al rey? ¿Qué pasará con el resto de las cartas?
—Somos gente de palabra, embajador. No se anticipe. Veinticuatro lloras. Un minuto de más y lo sabrá la Santa Alianza.
* * *
Quinta de «El Sordo» (Madrid, 5 de marzo de 1820).
Al filo del amanecer, el carruaje de Tatischev se detuvo frente a la Quinta de Goya. Confundido entre los pájaros, el pintor, encaramado en las ramas de un olivo situado a más de trescientos metros de la casa y envuelto en una manta negra, observó cómo el embajador se apeaba del birlocho y pedía ayuda al cochero para sacar del interior un cofre enorme cerrado a cal y canto. Lo colocaron directamente sobre el barrizal, frente a la entrada de la Quinta, tocaron la aldaba varias veces y aguardaron a que alguien les abriera la puerta.
Pasaron varios minutos hasta que Moratín, que esperaba en casa de Goya desde primera hora de la mañana, hizo chirriar los goznes del portalón de encina. En lugar de invitarlos a pasar, el escritor salió al rellano de la entrada y, con un breve gesto de barbilla, indicó a Tatischev que hiciera desaparecer de su presencia al cochero. Un simple ademán del embajador bastó para que el hombre se encaramara al carruaje y se alejara a unos cientos de metros, los suficientes para no ser testigo de las conversaciones.
—Parece que don Fernando VII se ha vuelto razonable —dijo Moratín liando un pequeño puntapié al cofre.
Y así había sido, aunque fuera por necesidad, porque el rey reaccionó de inmediato al mensaje de Moratín y sus amigos. Ciertamente la aparición de las cartas había sido providencial ya que, de no ser por ellas, Fernando VII hubiera vuelto a aplicar la represión contra los alzados; se sentía seguro con el amparo que le daba el Congreso de Viena dado que él había sido el primero en reinstaurar un orden absolutista tras la salida de las tropas francesas. La derrota de Napoleón en 1814 había supuesto que las coronas europeas respiraran tranquilas, otra vez, y para Fernando VII esa tranquilidad se tenía desde que Godoy había salido de España y él había ganado la guerra con la ayuda inglesa, además de saber esquivar la obligación constitucional. Desde entonces, y a base de represión y violencia, había conseguido controlar la situación. La perspectiva de que sus aliados lo dejaran al pie de los caballos si llegaba a saberse su condición de bastardo sacrílego le quebraba por la raíz la estabilidad de su propia condición, y por eso decidió aceptar la embajada de los amigos de Moratín.
El mismo día 21 de febrero, cuando no habían transcurrido aún las veinticuatro horas del plazo, Tatischev comunicó a Moratín que el rey aceptaba las condiciones, «al menos en principio», matizó el ruso, y que pedía quince días de plazo para hacerse con el dinero. Mientras tanto, «su majestad se compromete a no mover sus tropas», añadió el embajador. Lo que pretendía Fernando VII era tiempo para seguir maniobrando, pero no era el único que estaba en ello. Los miembros del Gran Oriente, en especial los que quedaban del «Taller Sublime», que presidía Antonio Alcalá Galiano, se reagruparon en torno a la posición de Riego, y se los puso en conocimiento de la negociación que se estaba llevando con palacio. Eso hizo que el día 4 de marzo se sublevara el indeciso O’Donell y que el día 5 Fernando VII intentara sofocar ese alzamiento encargando al general Ballesteros que se pusiera al frente de las tropas para reprimir a los alzados. Como quiera que Ballesteros, que también era masón, se negase a acatar la orden, Fernando VII se vio acorralado y aceptó, definitivamente, las condiciones que le había expuesto Tatischev de parte de los Hijos de la Viuda.
—El rey no quiere más guerras entre españoles —mintió el embajador— y está dispuesto a negociar con ustedes.
Tatischev sacó de uno de los bolsillos del chaleco una pequeña llave y abrió la cerradura del baúl.
Dentro, perfectamente colocado en columnas impecables, estaba el dinero solicitado dos semanas antes por el dramaturgo. Parecía que nadie lo hubiera tocado desde marzo del año anterior, desde que el secretario de Estado norteamericano, J. Q. Adams, y el embajador español Onís de parte de su ministro, el duque de San Carlos, habían firmado el Tratado Transcontinental por el que Florida pasaba a ser propiedad de Estados Unidos. Y tal vez no lo había tocado nadie porque el propio Onís se ocupó de difundir una versión oficial según la cual esa cantidad de dinero no llegó a cobrarse nunca, ya que si bien figuraban cinco millones de dólares en el tratado, éste incluía también una cláusula —una falsa cláusula— por la cual España debía hacer efectiva en Washington una cantidad similar en concepto de compensación por los gastos que le había originado al gobierno estadounidense la invasión de la Florida Occidental allá por 1812. Ese dinero salió de las arcas norteamericanas pero nunca llegó al Tesoro español.
—No hay cinco millones, Moratín. Hay cuatro —aclaró el ruso antes de que Moratín lo contara.
—Pues haga magia, embajador. Eso no es lo pactado. —A Moratín le daban igual cuatro que cinco, pero no era cuestión de parecer blando en eso.
—Espero que comprenda que una parte del dinero se gastó en la compra de la flota rusa.
—Por Dios, Tatischev. No puedo creer que le haya cobrado un millón de dólares a España por esos cuatro cascarones podridos que enviaron a Cádiz, que esa historia me la sé.
—Medio millón, Moratín. El otro medio se gastó en comisiones y en agradecer a don Fernando VII la gentileza con Rusia.
—Luego el rey es ladrón, además de criminal. —Moratín sabía que podía tirar de la cuerda. Tatischev aguantaría lo que le echaran.
—Deje de blasfemar, se lo ruego —dijo el ruso con muy poca convicción—. ¿Tiene las cartas o no tiene las cartas?
—¿Se refiere a la carta? —Moratín subrayó deliberadamente el singular.
—Me refiero a su parte del trato.
—Veamos. ¿Cesará la persecución de las fuerzas de Riego y se unirá todo el ejército a la serie de pronunciamientos liberales que se van a producir en los próximos días en todo el país?
—Me consta que está lista la orden para retirar las tropas gubernamentales que han estado siguiendo a Riego por toda Andalucía durante casi dos meses sin presentar batalla.
—Entonces, aunque no haya cinco millones exactos, habrá revolución pactada. ¿Es así?
—El rey está dispuesto a aceptar un gobierno liberal —concedió Tatischev, muy a su pesar— siempre y cuando se ajuste a la Constitución y le permita seguir ocupando el trono.
—¿A la Constitución? ¿A qué Constitución?
—Por supuesto, no a la de Bayona, la de José Bonaparte, sino a la única Constitución española, la de 1812, cuya restitución ustedes exigieron. El rey está dispuesto a jurarla, pero quiere un compromiso firme por parte de ustedes para que le sean entregadas de inmediato las otras cartas.
—Vamos por partes, Tatischev. Demos por bueno el dinero. Demos por buena la voluntad de la corona de autorizar un gobierno que represente a la nación. Demos igualmente por buena y restaurada la Constitución de Cádiz y la lógica y consecuente amnistía para los liberales presos o deportados. ¿Son ésos los compromisos?
—Ésos son.
—Pues dígale a don Fernando que la primera de las cartas se la entregará personalmente el comandante Riego en cuanto acepte públicamente y por escrito la Constitución. Y que busque la forma de contener a sus posibles seguidores dentro del ejército y de que esa aceptación tenga lugar en el plazo más breve posible, de manera que la revolución sea totalmente pacífica.
Tan pronto como Tatischev se retiró, camino de su birlocho, Moratín se abalanzó sobre el cofre del dinero y, tras cerrarlo de nuevo y guardarse la llave que el embajador le había entregado, arrastró como pudo el baúl hasta el interior de la Quinta. Al tiempo que el carruaje del diplomático ruso se perdía en la bruma, Goya se apeaba del olivo y a saltos desconcertados se aproximó a su casa. Encontró a Moratín con semblante de total felicidad, en medio del salón, entre el revoltijo de bidones y pinturas y sentado sobre el cofre.
—Lidiado el primer toro, Francisco.
Goya se frotaba los ojos con las dos manos, tratando de adivinar en los labios de su amigo la explicación cabal de lo que había ocurrido.
—¿Qué es eso, Leandro? —Goya señalaba el cofre.
—¡Dinero, Francisco, mucho dinero! —le contestó Moratín, eufórico, abriendo el cofre. El pintor, deslumbrado por el brillo del oro, puso cara de no entender nada.
—¿Qué dinero es ése? —Goya, desconcertado, no entendía qué pintaba tanto dinero en su casa, y menos aún qué tenía que ver ese cofre con lo que le había contado Moratín que iba a pasar en su casa esa tarde—. ¡Explícate!
—Mira, Francisco. —Moratín ya tenía preparada la respuesta—. Todo acuerdo principal lleva ciertos flecos, ¿comprendes?
—No, no comprendo —refunfuñó el artista, al que el asunto le olía fatal—. Explícate mejor.
—Sí —otorgó el dramaturgo—. A esta gente hay que pedirle cosas que les duelan.
—¿Y tú crees que no les duele ceder el gobierno?
—Desde luego que sí, pero ya que estamos no les vendría mal un, digamos, «ligero sacrificio personal», ¿no te parece?
—A mí eso me da igual.
—Pues no debería darte igual. —Moratín engoló la voz y se dispuso a trazar el diálogo que había preparado—. Estas cosas de la política son tan inciertas y volubles como la condición del hombre, y nadie nos asegura que lo que mañana está como nos gusta, pasado se mude en todo lo contrario, y ¿entonces?
—Pues nos jodemos, y ya está, que a peor no podremos ir.
—De eso se trata, Francisco. De joderse lo menos posible, y el dinero ayuda bastante en las calamidades, ¿no crees?
—A mí todo eso me da igual —repitió Goya, que estaba empezando a hartarse de las explicaciones de su amigo. El asunto del dinero le olía mal y nada iba a sacarlo de sus casillas.
—Pues haces mal —le contestó muy digno Moratín—. Si no lo haces por ti piensa en Mariquilla... y en Leocadia... y en tus amigos.
—Explícate más claro...
Moratín se dio cuenta de que había tocado la fibra sensible de su amigo. Goya sentía debilidad por esa niña, que era suya y se había convertido en su confidente y en el sostén afectivo de esos años, que el pintor sabía últimos. Incluso le había enseñado a dibujar, y la cría pasaba horas con él preparándole las mezclas de colores mientras Goya, más abuelo que padre, le contaba sus historias de cuando joven, de cuando había llegado a la corte por primera vez.
—Sí, Francisco. Les he pedido un dinero, tres millones de dólares —le mintió Moratín, que así se acababa de ganar su parte—, para que tú y los tuyos, y quienes tú decidas, tengáis las espaldas bien cubiertas por si pasa algo.
—Eso es otra cosa —concedió Goya, más interesado por el asunto. Había pensado ceder pronto su casa de la Quinta a Javier, su único hijo vivo con Josefa, y deshacerse de sus bienes cuanto antes. La propuesta de Moratín le daba garantías de que, si pasaba algo imprevisto, Leocadia y Mariquilla quedarían protegidas.
Moratín se quedó mirándolo, mientras Goya rumiaba la decisión que acababa de tomar.
—Oye, Leandro —le dijo Goya cuando hubo tragado del todo la propuesta de su amigo—. ¿Y qué he de hacer con el dinero? No es prudente guardarlo en casa...
—Claro que no, Francisco —repuso Moratín—. Sería imprudente guardar aquí el dinero, si bien es tuyo, te pertenece y eres tú quien debe disponer de su destino. Pero lo lógico sería sacarlo del país antes de que haya transcurrido el plazo que le hemos dado al rey, no se vaya a volver para atrás.
—¿Cuándo vence? —preguntó Goya.
—De un momento a otro. Fernando VII está rodeado, y él lo sabe, y tiene que jurar inmediatamente la Constitución y firmar, también, la convocatoria de Cortes. Conviene darse prisa.
—¿Qué hago, entonces?
—No conviene mezclar los ahorros con la política, nunca se sabe. De modo que, si te parece bien, hoy mismo saldré hacia Burdeos y pondré a buen recaudo el dinero para cuando tú vayas. Porque iréis todos a Burdeos, ¿verdad?
Goya asintió con una cierta tristeza en el semblante. Miró a su alrededor, a las negras pinturas que poco a poco iban brotando en las paredes de la Quinta, y dijo:
—Tan pronto como saque de mi cuerpo estos demonios.
—Confías en mí, ¿verdad?
—Sí, Leandro —mintió Goya—, eres mi mejor amigo. —Continuó en la mentira, porque sabía que no le quedaba más remedio—. Sólo os pediría que financiéis a Leocadia y a Mariquilla si las ves apuradas en Burdeos si yo las enviara por delante o a mí me pasara algo.
—Cuenta con ello, Francisco. Insisto en que este dinero es tuyo y sólo tú eres quien debe disponer de lo que con él se haga o se deshaga. Yo me limitaré a ponerlo a salvo y a administrarlo en tanto que permanezcas en España. Si fuera menester traerlo porque la situación política lo aconsejara, descuida, que haré que regrese el cofre. Y una cosa más, Francisco. ¿Qué hacemos con las otras cartas?
Goya se palpó el bolsillo de la bata donde guardaba las dos epístolas restantes, pues la otra, la que el obispo había dirigido a la de Parma cuando tuvo noticias del nacimiento de Fernando, viajaba desde hacía dos días hacia Extremadura, cerca ya de la frontera con Portugal, para que se la entregaran al teniente coronel Rafael del Riego.
—Tú dirás, Leandro. —Goya no se fiaba de Moratín y no quería desprenderse de las cartas.
—Tan imprudente sería llevarlas a Burdeos, pues eso te dejaría a ti, y por extensión a todos nosotros, a merced del tirano en el caso de que volviera a derogar la Constitución, como guardarlas aquí, donde los secuaces de su camarilla podrían planear un saqueo para recuperarlas. ¿No te parece prudente que una la guardes tú, a modo de salvoconducto o garantía de tu integridad, y que la otra me la lleve yo y la deposite en el tesoro de la logia? Si en algún sitio puede estar a salvo, desde luego es allí, en Burdeos, en manos de la Hermandad.
Goya reflexionó unos instantes. Desde luego que no podía fiarse de Moratín, pero mientras su amigo tuviera el dinero y él una de las cartas ninguno de los dos podría traicionar al otro. Con una sola carta en su poder, él siempre se podría hacer valer ante el rey; sin ella Moratín tendría que andar siempre por los pasos de Goya, pues el dramaturgo no podía dejar ningún cabo suelto.
—Sea... —concedió Goya. Una carta cambió de mano y el pintor guardó la otra en su bata.
Convenido el acuerdo, Moratín salió a la cuadra de la Quinta, colocó las bridas a las cuatro mulas que aguardaban en los establos y, con la ayuda del pintor, cargó el cofre del dinero en el carruaje. Después deseó toda la suerte del mundo al artista aragonés y se perdió en la niebla de un invierno que tardaba en irse.