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La ambición y el fracaso

Aranjuez, palacio real de verano

(28 de marzo de 1798)

Es preciso ser derrotado dos o tres veces para poder ser algo.

MARISCAL DE TOURENNE

Manuel de Godoy acababa de entrar en el palacio de Aranjuez. El rey lo había mandado llamar esa misma mañana ordenándole que se presentara de inmediato, y aunque al valido no le hacía gracia ese requerimiento, porque sus relaciones con la reina no pasaban por su mejor momento y la corte no era esos días el sitio más confortable para sus intereses, no habían pasado tres horas desde que había recibido el correo real en su casa, que ya estaba subiendo la escalera principal de la residencia de primavera de los reyes de España.

Desde hacía semanas Godoy no era la persona más popular de la villa y corte. Pese a que recientemente el rey Carlos IV lo hubiese nombrado coronel general de los regimientos de infantería suiza, otra pluma más en el penacho de honores del extremeño, las maledicencias populares contra su gestión saltaban a cada paso. Incluso los franceses, tradicionales aliados del valido, decaían en su amistad desde que Perignon, embajador de Francia hasta hacía bien poco, no había conseguido de Godoy que expulsara de España, en su momento, a los refugiados realistas franceses.

El caso era que Godoy, que ya empezaba a estar harto de lo duro del oficio político y de su complicada situación en la corte, se presentó en palacio dispuesto a atender, una vez más, lo que pudiera salir de la boca del monarca pese a que ya le había dicho en varias ocasiones a Carlos IV que estaba cansado y que quería poner fin a sus obligaciones como secretario de Estado. Hacía días que no veía al matrimonio coronado, desde la llegada del nuevo embajador francés, y le llamaba la atención las prisas que se apreciaban en el billete del rey.

La sorpresa de Godoy, cuando el edecán de palacio lo condujo a las habitaciones de la reina, fue pareja a su desconcierto. Pensaba que acudía a la llamada de Carlos IV, pues eso decía el billete, y no a la de María Luisa. Así que, preparándose para cualquier extravagancia, siguió al mayordomo por los pasillos de palacio haciéndose cuentas de qué se podía cocer en la cabeza de la reina, tan dada a meterse en cualquier charco.

—Te estaba esperando, Manuel, y por eso he dado orden para que me vieras nada más llegar —le anunció la reina María Luisa en cuanto entró en su gabinete.

—Pues aquí me tenéis, majestad.

La cara de la reina no anticipaba nada bueno para el valido. Y, por mucho que Godoy supiera que los ardores de María Luisa se los calmaba ahora un tal Felipe Mallo, al que alternaba en la real cama con el ministro Urquijo, sabía también que la reina todavía no le quitaba ojo de encima. Y no era tanto ese control porque lo deseara, sino porque María Luisa de Parma estaba celosa. Lo que sucedía verdaderamente era que la reina no consentía en los desaires de Godoy para con su esposa legítima, y menos aún en sus amores con la Tudó.

Entre Godoy y María Luisa había una relación muy singular, mezcla de amor, amistad, complicidad e interés, y por eso las extrañas reglas de su juego, que ellos conocían de sobra, permitían que María Luisa paseara por su cama a quien quisiera, que eso no era asunto que conturbara a Godoy, como tampoco era causa de desazón para María Luisa que Godoy hubiera convertido su dormitorio en una hospedería. Lo que verdaderamente alteraba a María Luisa no eran los amoríos de Godoy, que hasta gustaba de escucharlos de sus labios con todo detalle, porque la reina se excitaba con ello, sino pensar que «otra» pudiera quitarle a «su Manuel» para siempre. María Luisa tenía a Godoy por suyo, y por ello no aceptaba que el lugar principal en las querencias del valido lo ocupara otra que no fuera ella misma. Ésa era la razón por la que le había organizado la boda, para que ese hueco ya estuviera lleno por alguien sin sustancia y que no le mermara su posición cerca del corazón del valido. Sin embargo, para el ministro las cosas eran de otra manera: su mujer genuina era Pepita Tudó y, aunque para la corte lo fuera María Teresa de Borbón y Villabriga, Godoy no pensaba transigir en el abandono de la dueña de sus verdaderos amores, dijera lo que dijera María Luisa, la tercera en ese peculiar concierto.

—Pues siéntate y escucha —indicó la reina, y ella se sentó enfrente.

Desde luego, lo que menos le apetecía a Godoy en esos momentos era una conversación con María Luisa. Bastante tenía en la cabeza con sus enfrentamientos recientes con Jovellanos y Saavedra, para calentarse los cascos con disputas de enamorada celosa.

—¿Hasta cuándo vas a seguir rechazando a nuestra prima María Teresa? —le disparó ella en cuanto se quedaron a solas.

—Yo no la rechazo, María Luisa —le contestó Godoy, sorprendido, pues no había esperado escuchar aquello en esa visita—, lo que pasa es que su frigidez me hace buscar otras distracciones.

—¿No tienes suficiente con cinco millones de reales para portarte con ella como un hombre?

La verdad es que María Luisa disparaba a todo lo que se movía.

—Nunca dije que no fueran suficientes, majestad. —Godoy aguantaba el tipo lo mejor que podía, confuso por el curso que adoptaba la conversación. Que recurriera ahora al tratamiento, cesando en llamarla por su nombre de pila, era forma que Godoy usaba cuando quería ponerla nerviosa, pese a estar los dos a solas—. Sabéis que estoy dispuesto a complaceros a vos y a ella —le dijo cargando la frase de doble intención—, pero ni pegándole bofetadas accede a mis deseos.

—Es que no es como yo, Manuel —le espetó ella que, de repente, había cambiado el tono al oír la respuesta de Godoy. La referencia a las bofetadas le había iluminado los ojos—. María Teresa es como una monja, compréndelo. Como yo hay muy pocas.

—Entonces, ¿qué queréis que haga?

Godoy se daba cuenta de que iba ganando terreno por minutos. La simple alusión a una pieza más de su juego secreto había bastado para que María Luisa perdiera todo su desplante. Pese a todo, la reina hizo un esfuerzo por controlarse, pero el temblor de sus labios delataba a las claras que su amante acababa de dar la vuelta a la situación.

—Lo primero es desprenderte de esa tonadillera que te acompaña a todos lados —dijo María Luisa procurando disimular su arrobo—, aunque la hayas hecho condesa. —Pepita Tudó ya era, gracias a Godoy, condesa de Castillofiel—. ¿No comprendes que no puedes dormir con las dos en la misma casa?

—Pero si sólo duermo con Pepita. —Pareció que Godoy, con el mayor cinismo, quisiera justificarse.

—¡Peor todavía, canalla! —le contestó ella, divertida y ya totalmente entregada—. Desde luego que comprendo a tu pobre mujer cuando dice que se va de casa y te deja plantado: yo, en su lugar, haría lo mismo.

María Luisa no veía en Godoy sólo a un amante egoísta, sino un confidente, incluso a veces un admirador, creía ella, en el que había depositado toda su confianza y al que exhibía con orgullo, como cualquier enamorada. Sabía que ella había labrado la fortuna del joven guardia de Corps, y esperaba obtener ventajas privadas y públicas que hasta entonces no había conseguido a pesar de su posición de soberana, o tal vez a causa de ella. Pero también sabía que Godoy era el político más capaz de los que podían pastorearle un gobierno que diera seguridad a su corona. Su alianza con Godoy era útil a los dos. María Luisa de Parma, que no era tonta, quería el poder para ella sola, a cualquier precio, y siendo la esposa de un rey débil y bonachón, poco propenso a gobernar, debía apoyarse en otro hombre de su total confianza que le sirviese de portavoz y le diera la posibilidad de gobernar sin estorbos. No cabe duda de que María Luisa era prisionera, en cierta medida, de los secretos que conocía Godoy. La reina, en el fondo, estaba enamorada de Godoy más profundamente de lo que ella misma quería reconocer para sí, y todos sus amantes sucesivos no pasaban de ser un remedo de la figura de Godoy. Además sucedía que Godoy la había conocido en su verdadera pasión de persona difícil, con una sexualidad muy compleja, y había sabido acompañarla en ese juego tan difícil. Que Godoy tratara en público a María Luisa como ningún soldado borracho se hubiera atrevido con una mujerzuela embriagada, como decía el embajador alemán, no era por desprecio a su amante, sino como parte de ese juego singularísimo que sólo ellos dos sabían manejar y llevar hasta el límite. Ni siquiera en esos momentos, cuando ya no compartían humores carnales y él estaba entregado en cuerpo y alma a la Tudó, María Luisa podía evitar desarmarse ante la simple presencia del extremeño.

—Entonces, mi reina —le dijo con doble intención—, ¿qué queréis que haga?

—¡Preña a tu mujer de una puñetera vez, Manuel! Si, total, es sólo un momento.

La reina lo decía a gritos, pero más por el despecho de saberse malquerida que por interceder por los derechos de la pobre prima de su marido. María Luisa pretendía que ese posible hijo sirviera para arrebatarlo de los brazos de la Tudó. Pese a todo, María Luisa de Parma insistía:

—¿No comprendes que no estás en tu mejor momento y que no puedes seguir dando escándalos? Tienes a mucha gente enfrente, fuera y dentro de palacio, y no creo que eso te convenga.

Manuel de Godoy, que conocía muy bien a la reina, no dejaba de escucharla con atención y, a la vez, iba sonriéndole, seductor, para que María Luisa supiera que estaba dispuesto a seguir consolándola. No se dio cuenta de la amenaza que había debajo de esas palabras. Desde que Godoy había conseguido la paz de Basilea con los franceses, todo había ido a mejor para los intereses de la corona española; y, gracias a la reconstruida alianza hispanofrancesa, el valido pudo actuar otra vez a favor de los intereses de Parma y Nápoles e incluso defender las posiciones papales, pese a que Roma estuviera por acabar con su persona y para ello se valiera de la ayuda inglesa. Por esos días el descaro del nuncio, un tal cardenal Busca, contra Godoy y su política, y las presiones de Inglaterra para que la corona española rompiera su alianza con Francia eran tales, que Godoy sabía que estaba en la mira de la alianza de ingleses y cardenales romanos. Que Godoy era un monstruo contra los curas y un vendido a Francia era lo que se pregonaba por las tabernas madrileñas gracias al dinero de los ingleses y de sus amigos, los aristócratas españoles que formaban con la de Alba y los Medinacelli. Y, encima, el embajador francés lo hostigaba a sus espaldas.

—Retirad vuestra antipatía sobre mi persona, mi reina —la interrumpió Godoy, apostándoselas—. Bien sabéis que me tenéis a vuestra disposición siempre que lo deseéis y que cualquier oportunidad es buena para aprovecharla, como la presente.

—¿Y eso a qué viene? —inquirió María Luisa, a punto de rendirse otra vez ante su amante. Ni estaba dispuesta a aceptarle el ordago, ni su instinto de mujer le decía que siguiera por ese camino. La mezcla de chulería, ingenuidad y devoción que solía gastarse Godoy con ella era más eficaz que cualquier afrodisíaco que pudiera haber salido de las redomas de Cagliostro.

—Porque no tenéis motivos de enfado, María Luisa. Deberíais ufanaros de saberos querida por un hombre que no se agota para vos por más compromisos amorosos que tenga. Sabéis bien que Pepita es un entretenimiento —mintió con todo descaro, y ella lo sabía perfectamente— y que María Teresa es mi compromiso, pero hay ciertas cosas que las reservo exclusivamente para vos. Las demás no las entienden, ni es oportuno explicárselo.

La reina se sentía halagada por estas palabras de Godoy y, aunque le costaba aceptarlas, había algo en su interior que la llevaba a creerle. En el fondo le bastaba saber que ella era la escogida, la primera y la única en sus secretos de alcoba y de gobierno.

—Por lo demás, mi reina —quiso concluir Godoy—, no tenéis que preocuparos. He tomado buena cuenta de vuestro recado.

Y la mano derecha de Godoy entró bajo las faldas de la reina sin mediar otra explicación que la simple voluntad del valido.

—Me tranquilizas, Manuel —dijo ella, sin recatarse lo mas mínimo por esa inesperada incursión de Godoy en sus enaguas.

Godoy se arrodilló delante de ella y continuó maniobrando en la entrepierna de María Luisa sin decirle nada, sólo mirándola a los ojos.

—Esa mano que usáis tan sabiamente obra maravillas en mi espíritu —decía ella jadeando—. Seguid así y no os canséis. Sabré recompensaros, como siempre lo hago.

—Señora, he de marcharme a ver al rey —Nadie como Godoy sabía manejar los instintos de la reina, y el valido estaba forzando la situación para postrar a María Luisa en su eterna dependencia—. Mi presencia aquí se debe sólo a una excusa. Vos misma me lo habéis dicho.

—No tengas prisa, amor mío. —La respiración de María Luisa era cada vez más entrecortada—. Sabes bien que cuando estás conmigo él no se atreve a molestamos. Lo tengo bien aleccionado y esperará todo el tiempo que haga falta. Que tú te retrases en presentarte es síntoma de que la felicidad vuelve a palacio, y de que él podrá ir de caza cuanto desee sin que yo me interponga reprochándole las pocas horas que me dedica.

—He de marcharme, majestad. Luego volveré si lo deseáis. —Y un suspiro profundo de la reina le dijo a las claras que María Luisa había llegado ya a donde él quería—. Que no hay para mí mayor placer que atenderos como vos gustáis.

Godoy retiró su mano, pero asegurándose por los ojos de la reina de que todo estaba como él quería.

—Escucha, Manuel —dijo la reina, recuperando su compostura—. Antes de que te vayas tengo que hablarte de un asunto que me preocupa mucho.

—Decidme, majestad.

Godoy había vuelto a sentarse al lado de la reina.

—Hay algo que me preocupa más que tus devaneos con tus golfas. Hay una persona muy cercana a nosotros que lucha contra mí con todas sus fuerzas y que me desacredita de forma continua.

—¿Y eso os preocupa, majestad? Hay tantas...

—Es que es una persona muy especial y puede destruirme, Manuel, y sé bien por qué lo digo.

—Decidme su nombre y la guardia se encargará de todo.

—No es tan fácil como crees. La persona de quien sospecho no es tan fácil de apresar.

—¿Por qué?

La reina se quedó mirando a Godoy como si no se atreviese a dar el último paso.

—Porque a la duquesa de Alba —le dijo de corrido y como si quisiese pasar de puntillas por el nombre de su enemiga— no se la detiene sin un motivo muy grave.

Godoy se quedó sorprendido. Lo que menos esperaba era que la reina fuera tan a las claras por Cayetana de Alba. Eso lo beneficiaba, pues la duquesa era uno de los principales puntales de los coaligados contra su política de entendimiento con los liberales, pero lo que resultaba más sorprendente, y eso lo hacía sentirse fuerte cuando todo el mundo lo daba por vencido, era que la reina recurriera a él para algo tan delicado. Constituía una prueba de absoluta confianza.

—Muy grave tiene que ser la causa para detener a una de las personas que gozan de la grandeza de España. —Godoy pensaba hacérselo difícil a la reina.

—Y lo grave es que no puedo imputarla públicamente —reconoció María Luisa—. Tengo motivos para sospechar que robó de mi estancia unas cartas que me comprometen seriamente y que de hacerse públicas pondrían en grave riesgo la estabilidad del reino.

—Algo de ello me había insinuado Escoiquiz y no le había creído. Me parecía uno más de sus enredos. Ahora, oído de vuestros labios, no tengo la más mínima duda de la gravedad del asunto.

La verdad es que Godoy sabía del asunto más de lo que decía, aunque él tampoco conociera el contenido de las misteriosas cartas. Pero tenía noticias de que la de Alba se ufanaba de «tener cogida del moño a la italiana» cuando hacía mención de ellas, si bien nunca había confesado que estuvieran en su poder.

—¿Te encargarás de ello?

—Como siempre, majestad. Pero tened en cuenta que Cayetana también está contra mí, no sólo contra vos, y que cualquier lucha contra ella levantaría sospechas si no se obra con sigilo.

Y era verdad que Godoy estaba en el objetivo de Cayetana, y tal vez con mayor encono que María Luisa, pues aunque su pelea con la reina, según imaginaba Godoy, era por cosa de mujeres, el enfrentamiento que se traía con él era de más calado político. Godoy representaba para la de Alba lo peor que podía pasar en España: liberales, impuestos, parlamentarismo, masones y democracia.

—No escatimes nada hasta recuperar esas cartas. Estoy totalmentre segura de que ella las robó de mi estancia aprovechando una argucia y ciertas sustancias que me hicieron perder la conciencia.

La verdad es que a Godoy no hacía falta empujarlo mucho: si para la de Alba sucedía que Godoy era poco más o menos que el Anticristo, la opinión de éste no era más suave. Cayetana de Alba, la más rancia y descarada de las grandes de España, representaba para Godoy lo peor de una nación que él quería reconducir en su destino. La de Alba era, a juicio del valido, el símbolo más preclaro de la España de los privilegios, la incultura y la injusticia; la España que mezclaba a aristócratas y toreros en una fiesta impropia, sólo útil para tapar el apetito insatisfecho de sus criados; la España del hambre de muchos, que soportaba el lujo de pocos, mientras curas y frailes y la siniestra Inquisición perseguían libros, ideas y conciencias. Godoy y sus amigos liberales querían acabar con la España de los Alba, Osuna, Medinacelli, Medinasidonia y tantos otros que, sin más mérito que haber nacido de pie, eran la barrera que impedía que los ideales de justicia y libertad pudieran campear por estas tierras. Godoy no era un revolucionario, pero estaba por muchas cosas de la Revolución francesa y sabía que, antes o después, tendría que medirse con esas familias.

—Eres un hombre diligente cuando quieres —continuó María Luisa de Parma—. Demuéstrame que eres capaz de complacerme y yo restaré importancia al disgusto de María Teresa y a tus devaneos amorosos con la tonadillera, siempre que a mí me sirvas cuando te lo mande, Manuel. ¡Quiero las cartas y te quiero a ti! ¡Cumple con tu obligación!

—Lo haré, majestad. Confiad en mí.

Manuel veía de nuevo abierta la puerta de la reina y no iba a desaprovechar la oportunidad.

—Y ahora, ve con mi marido. Seguro que te estará esperando en su taller de relojería.

Lo que Godoy no podía imaginar cuando se puso los guantes y salió del gabinete de la reina es que don Carlos IV no lo esperaba en su taller, sino en su despacho, y menos aún lo que le tenía preparado. Con el rey estaba Antonio Caballero, el ministro más servil y traidor de cuantos formaban el gabinete, que, como Godoy bien sabía por sus confidentes en palacio, no había cesado de repetir al monarca desde hacía semanas que «con Godoy vamos de cabeza a la revolución, majestad».

Ese día, Manuel Godoy y Álvarez de Faria, duque de Sueca y Alcudia, grande de España, Príncipe de la Paz y capitán general de los ejércitos españoles dimitiría, a petición de Carlos IV, como secretario de Estado del gobierno de España y jefe de la Guardia de Corps. La excusa había sido cierto enfrentamiento con Jovellanos y Saavedra al respecto de un campamento militar en la frontera portuguesa; la verdadera razón: la presión francesa de última hora contra Godoy pese a que el valido, sintiéndose amenazado por los aristócratas españoles, había recibido con gran cordialidad al nuevo enviado de Francia, Truguet, y se había manifestado muy en favor de la República, hasta el punto de que el 23 de marzo de 1798, apenas cinco días atrás, había consentido en la expulsión de España de todos los emigrados realistas franceses; pero como, pese a ese gesto, no había aceptado aliarse con los franceses contra Portugal, el Directorio se había desentendido de él, y ésa fue la gota que colmó el vaso. Había demasiada gente contra Godoy. A sus tradicionales enemigos, la trinidad de los ingleses, vaticanos y aristócratas españoles, se sumaban la defección francesa, los celos de María Luisa, las tensiones del valido con Jovellanos, que no supo medir la posibilidad de maniobra de Godoy, y una potentísima campaña popular contra su persona. Todo estaba tramado para procurar su salida del gobierno. Ahora sólo era cuestión de buscar una excusa, y la encontraron entre todos: su vida privada. Hallaron un motivo: su escandalosa vida matrimonial; aprovecharon una circunstancia: que la reina se solazara al alimón con Mallo y con Urquijo; y activaron un detonante: el propio cansancio de Godoy, que ya había barruntado la posibilidad de retirarse.

Con estos mimbres se trenzó el cesto de su dimisión. Allí mismo supo que lo habría de sustituir Saavedra de forma interina; y Jovellanos, inductor de la dimisión, no se dio cuenta de que todo empezaría a ir peor para los liberales desde entonces. Ellos no habían calibrado bastante la figura de Godoy, su único valedor ante los Borbones españoles.

Cuando Godoy se despidió de los reyes, porque María Luisa apareció al poco rato por allí y lo saludó como si se hiciera de nuevas, el propio Carlos IV le entregó el decreto donde «aceptaba» su dimisión y, en un aparte y sin que los viera Caballero, también un billete lacrado con las armas de la casa real. El rey le encomendó que lo abriera cuando llegara a su casa en Madrid y no tuviera testigos. Por su aspecto —los ojos llorosos, la voz temblorosa y una notable vergüenza para sostenerle la mirada— era evidente que Carlos IV había dado ese paso forzado por las circunstancias y que María Luisa, su última referencia de voluntad, había consentido en ello. «¡Será zorra! —se dijo Godoy al recoger el decreto—. La muy puta lo sabía todo y se ha callado como una muerta.»

Acto seguido Godoy saludó a los reyes, como si nada pasara, cruzó por delante de Caballero sin siquiera mirarlo, y abandonó el gabinete con toda dignidad para trasladarse a su despacho en el palacio de Aranjuez, donde ya lo estaba esperando Saavedra.

Godoy, que no perdió la compostura en ningún momento, abrazó a su sucesor, le hizo entrega de cuanta documentación reservada guardaba bajo llave en su despacho y recibió el saludo de los muchos que se habían personado a despedirse de quien tenían por su verdadero jefe, porque la dimisión de Godoy era sabida en palacio desde antes de que él llegara. Y, seguido por todos ellos, volvió al patio de carruajes, donde ordenó su inmediato regreso a Madrid sin atender las súplicas de los suyos, que lo querían todavía en el palacio real a fin de que se reuniera con ellos y les indicara por dónde habían de seguir las cosas en adelante.

Cuando Godoy se sentó en su coche, releyó el decreto por el que cesaba como ministro:

Atendiendo a las reiteradas súplicas que me habéis hecho, así de palabra como por escrito, para que os eximiese de los empleos de secretario de Estado y de sargento mayor de mis reales guardias de Corps, he venido en acceder a vuestras reiteradas instancias, eximiéndoos de dichos dos empleos, nombrando interinamente a don Francisco Saavedra para el primero y para el segundo al marqués de Ruchena, a los que podréis entregar lo que a cada uno corresponda, quedando vos con todos los honores, sueldos, emolumentos y entradas que en el día tenéis; asegurándoos que estoy sumamente satisfecho del celo, amor y acierto con que habéis desempeñado todo lo que ha ocurrido bajo vuestro mando y que os estaré sumamente agradecido mientras viva, y que en todas ocasiones os daré pruebas nada equívocas de mi gratitud a vuestros singulares servicios.

ARANJUEZ Y MARZO, 28 DE 1798. CARLOS. AL PRÍNCIPE DE LA PAZ.

Junto al decreto llevaba el billete que le había dado el rey. Godoy dejó a un lado el decreto y se quedó mirando el billete mientras recordaba la instrucción de no abrirlo hasta que llegara a Madrid. Pero el gesto de su rostro decía bien a las claras que Manuel Godoy y Álvarez de Faria no pensaba esperar hasta entonces para conocer del papelito. Así que, quitándose los guantes, rompió el sello mientras el coche enfilaba hacia la Cuesta de la Reina.

«Manuel, cuídate, pues te necesitamos —le decían los reyes en la esquela—, pues eres el único amigo que tenemos, y quédate tuyo como siempre.» Godoy sonrió y se dispuso a descabezar un sueño. Todo seguía igual...