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La prisión

Madrid, palacio de El Escorial

(27 de octubre de 1807)

Engullimos de un sorbo la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga.

DENIS DIDEROT

A la mañana siguiente, a eso de las diez, Carlos IV mandó llamar a la reina para que fuera a sus habitaciones y, mientras, mandó recado a su hijo de que la real pareja pasaría a visitarlo por las suyas. Era común esa costumbre y nadie en palacio, ni siquiera el príncipe, sospechó nada raro al respecto de ese anuncio. Frecuentemente el rey visitaba a sus hijos en sus habitaciones y algunas veces, que no siempre, la reina iba con él cuando se lo permitía su cuaderno de visitas, que no eran muchas. Cosa sorprendente, María Luisa de Parma llegó a la hora en punto que le había dicho su marido, y más suave que un guante, y nada dijo salvo saludar con una reverencia al dueño de la corona y seguirlo a tres pasos, como decía el protocolo. Carlos IV, que en la cara se le veía que no había pegado ojo en toda la noche, estaba sorprendentemente sereno, inusualmente erguido, extrañamente digno y, antes de salir de sus habitaciones, cogió un par de libros y se los llevó con él a la anunciada visita.

—Toma, María Luisa —fue cuanto le dijo por saludo esa mañana—. Lleva tú éste. —Y le dio otro encuadernado muy lujosamente. La reina ni siquiera rechistó, pues sabía que no estaba el horno para bollos.

También María Luisa de Parma había pasado la noche en vela, pero por causa bien distinta de la de su marido. Si el pusilánime Carlos, que no era una mala persona debajo de tanta molicie, sufría pensando como padre en los descarríos de su hijo y en cómo se le hacía cuesta arriba castigarlo, la muy artera María Luisa había pasado la noche calibrando hasta dónde el juego criminal de su hijo estaba enraizado en más compañeros de conspiración, y en cómo habría de valerse ella para que todo este enredo se convirtiera en algo que beneficiara su posición en el dislocado acontecer en que se había convertido el reinado de su marido. María Luisa era una irresponsable pero no era absolutamente estúpida y sabía que —su pasión por Godoy aparte— dejar los asuntos de gobierno en manos de la tropa de amigos de su hijo era tanto como poner a los liberales en el disparadero, y que de ahí a la revolución no había más que un paso. Por ello sabía que este episodio no debería terminar demasiado mal para su hijo porque «si no hay heredero nos vamos todos a la calle» —como se dijo muchas veces esa noche— y que, de paso, había que fortalecer a Godoy para que metiera en cintura a esa «camarilla» que echaba pestes de ella por disoluta. La posición política de la reina resultaba paradójica: si bien su instinto la ponía en el sitio más reaccionario posible, el que ocupaban los amigos de su hijo, su cabeza, que en eso coincidía con su bajo vientre, le decía que era por la vía reformista de Godoy por donde debía encaminar sus intenciones, pese al odio que la reina sentía por todo lo que oliera a liberalismo. Ella sabía de sobra que sin ese delicado equilibrio tendrían la corona en la calle, y ellos en el exilio o, tal vez peor, en el patíbulo, que el recuerdo francés no se le iba de la cabeza un solo día.

En esa noche, que a los dos reyes se les hizo tan larga, cada uno había sacado distinta consecuencia al respecto de lo que debían hacer: Carlos IV quería quitarle hierro al asunto y dejar las cosas como estaban; María Luisa, en cambio, se proponía sacar provecho del lance aunque amenazara con prender a su hijo, cosa que no pensaba hacer, pese a sus gritos. Y no quería protegerlo porque lo quisiera, que no había pizca de amor en su corazón por quien era de su sangre, sino porque consideraba necesario conservarlo como heredero. Aún recordaba unas líneas del marqués que había repasado de aquel librito antes de acudir a la habitación de su esposo: «Padres, tranquilizaos respecto a las pretendidas injusticias que vuestras pasiones o vuestros intereses os obligan a infligirles a vuestros hijos, esos seres, inexistentes para vosotros, a los que unas gotas de vuestro esperma ha engendrado; no les debéis nada, estáis en el mundo para vosotros mismos y no para ellos». Así pensaba y sentía María Luisa de Parma, y estaba dispuesta a obrar en consecuencia.

Así que, dispuesta la real pareja y cada uno a lo suyo, encaminaron los reyes sus pasos a las habitaciones del heredero sin más compañía que la del secretario del rey y dos mayordomos de servicio, como tenía por costumbre Carlos IV cuando acudía a ese ritual con el que se ofrecía a sus vástagos como un amante padre. Detrás de ellos, como siempre que el rey se movía por palacio, iba el zaguanete, un grupo formado por ocho individuos de la guardia y uno exento. El protocolo Borbón exigía esa compañía aunque fuera para andar por un pasillo.

El príncipe de Asturias, que hacía rato esperaba la visita, cosa que no le hacía ninguna gracia, estaba inquieto esa mañana. Alguien de su servicio lo había puesto al corriente de los gritos entre sus augustos padres esa madrugada y, aunque no le habían sabido dar razón de la trifulca, algo le decía que el asunto se las traía, porque él bien sabía que su padre nunca levantaba la voz a su madre, y si tal cosa había pasado algo grave debía de haber sucedido en sus dormitorios.

—Buenos días, hijo mío —dijo Carlos cuando entró en la habitación del príncipe de Asturias. El carácter flemático del rey impedía que trasluciera emoción alguna a sus palabras. Parecía que ésa era una más de las visitas de su augusto padre.

El príncipe, que no esperaba a su madre, se acercó a los reyes y los besó en la mano, como se traían por costumbre. La reina parecía una estatua de sal, de lo puro demacrada que estaba. Al príncipe le llamó la atención el mutismo de su madre y lo envarado de su actitud.

—Amado hijo —dijo el rey apenas se sentó en el centro de la habitación, mientras su hijo y su mujer seguían de pie delante de él—, he venido a verte, como sabes que hago con frecuencia, para traerte un libro muy sabio sobre las riquezas que poseen nuestras colonias en América y sobre cómo administrarlas para su mejor rendimiento.

—Gracias, señor padre —contestó el príncipe de Asturias, cada vez más nervioso. Que su padre acudiera con su madre a llevarle un libro era algo que se salía de las costumbres de esa extraña familia—. No haberos molestado. Yo mismo hubiera podido acudir a vuestras habitaciones a recogerlo cuando paso a saludaros antes de retirarme a las mías.

El príncipe alargó la mano para coger el libro y se sentó donde le indicó su padre. La conversación se despachó tranquila hacia noticias y detalles nuevos que llegaban de los triunfos españoles en las Indias y fue de lo más cordial, tan al extremo que, en medio de ella, Carlos IV se dirigió a su mujer, que seguía de pie, sin decir nada y con cara de circunstancias.

—María Luisa, dale a Fernando el libro que te he dicho que le trajeras...

Y la reina, como si fuera una autómata, le ofreció un precioso ejemplar en cuarto, editado muy ricamente, que compilaba una colección completa de poesías que celebraban esos triunfos.

El infante se levantó y alargó la mano para coger el libro, pero se le cayó al suelo. De inmediato se agachó a recogerlo y a punto estuvo de dar con la cabeza en el mármol del pavimento de lo azorado que se sentía. El príncipe estaba cada vez más desconcertado y más lo estuvo cuando el rey, como si nada pasara, quiso comentar con él alguno de los poemas del librito.

La verdad era que al rey le costaba castigar a su hijo, e incluso se le hacía cuesta arriba mencionarle el enojoso asunto del anónimo. Y si no fuera porque la cara de su mujer era todo un recordatorio del trabajo pendiente y, sobre todo, por la destemplanza con que su hijo respondía en la conversación, el asunto habría quedado sin despachar. Pero fue, precisamente, la turbación de Fernando, que en el fondo se sabía cogido en falta, y sus inquietas miradas a la gaveta donde guardaba sus papeles personales lo que animó al padre a seguir con el interrogatorio que, cada vez más, se le iba enroscando al cuerpo.

—También he venido a advertirte —continuó el rey, como si tal cosa, planteando la cuestión como una más de la banal conversación— que no está bien que formes parte de una conjura, y mucho menos que la dirijas contra vuestra madre y contra mí.

En ese instante supo don Fernando que no tenía salida.

—Señor padre —y el príncipe optó por la peor de las vías posibles: negar lo que él no sabía todavía que era evidente—, ¿qué decís? ¿Acaso estáis loco?

El rey introdujo la mano en el interior de su chaleco y de él, perfectamente doblado, sacó el escrito que lo acusaba de ser el conspirador principal de una conjura contra ellos. Sin levantarse del sillón le tendió el papel para que lo leyera.

Fernando leyó el escrito con prisas; le temblaban las manos. Cuando terminó de leerlo tenía en la cara menos color que su madre, que se había embadurnado de polvos de arroz para disimular los estragos de su cara. Se sintió derrotado: lo habían descubierto.

—¿Qué tienes que decir, Fernando?

La cara del príncipe de Asturias era todo un poema. Desazón, miedo, ira, todo junto en poco más de un palmo de carne blanda y fláccida que temblaba como si tuviera fiebre. La proximidad de su padre le impedía disimular, pensar una respuesta, escabullirse. No podía. No le salían las palabras.

Y entonces eligió la peor salida de las posibles. Si hubiera confesado una mínima culpa, cualquier excusa acompañada de una confesión de devoción filial hacia su padre el rey, que en el fondo estaba dispuesto a perdonarlo, hubiera dado por zanjado el expediente. Pero optó por crecerse y atacar con toda su artillería.

—Señores padres —dijo muy digno—, no pienso contestar a estos infundios que salen, seguramente, de donde mi madre bien sabe que duermen primero las opiniones que luego vos tenéis, señor padre.

Un silencio de muerte se hizo en la habitación. El príncipe, que se había levantado para coger la carta, se acercó a su madre y mirándola a los ojos continuó su perorata:

—Vos, señora madre —y la circundaba a pasos largos, como si quisiera tenerla presa en un círculo imaginario—, sois la única responsable de que las cosas de España estén en manos de gentuza como vuestro amigo. Y vos, padre —y señaló al rey con el dedo—, de consentirlo. Por eso, y no por otra cosa, soy víctima de la trampa de ese canalla.

El rey se quedó mirando a su hijo, apretó los puños y se acercó a donde estaba María Luisa de Parma. Fue como si su hijo hubiera desaparecido en ese instante.

—¡Vámonos, María Luisa! —dijo Carlos IV por toda respuesta y cogió a su mujer de la mano. Una extraña fortaleza, inusitada en él, adornó sus palabras.

Cuando salían por la puerta, y antes de cerrarla, Fernando de Borbón oyó las últimas palabras de su padre:

—Clausurad estas habitaciones y meted en ella tres guardias de inmediato. El príncipe está detenido, y que no toque nada de la estancia.

—Pero... —iba a protestar el heredero.

—¡Que te calles, Fernando! —lo cortó en seco su padre sacando energía de donde no se sabía que la guardara—. Y entrega tu espada...

El mayordomo se acercó al príncipe y le tomó el hierro, que estaba encima de una mesa cerca de la ventana. Ésa era la peor humillación que se le podía hacer. Todavía le dio tiempo a ver cómo las grandes espaldas de su padre desaparecían tras la puerta.

Tres guardias de Corps entraron al instante y cerraron la puerta tras ellos. Al verse detenido, Fernando de Borbón rompió a llorar como un niño. El príncipe nunca había imaginado verse en una situación como ésa y estaba asustado, tanto que escondía la cabeza entre las manos y no cesaba de hipar como un adolescente cogido en falta mientras los guardias, imperturbables, pasaban por su lado registrando gavetas y rincones, que hasta deshicieron las cortinas, arrancando el muletón, por si escondiera allí algún recado.

El registro de sus habitaciones dio resultado: disimulados entre otros papeles aparecieron tres documentos, un oficio y una carta, todos comprometedores para el príncipe de Asturias.

El primero de ellos era una exposición al rey, que le había dictado Escoiquiz al príncipe, donde se relataban cargos e imputaciones contra Godoy, siendo el principal de ellos el que el valido pretendía proclamarse rey de España después de que procurase la muerte de don Carlos IV y las demás personas reales. Al hilo de ese desafuero, el siniestro canónigo ponía en la pluma del príncipe que lo que debía hacerse para evitarlo era meter en prisión cuanto antes a Godoy, darle suplicio y obligarlo a confesar el plan. Decía, también, que ese prendimiento y proceso se hiciera en secreto, sin que lo supiera la reina, y que mientras tanto se le allegara a él al gobierno dándole el mando de todas las tropas después de exaltarlo como heredero de la corona española.

En el segundo era el mismo Escoiquiz, por su puño, quien le daba instrucciones al príncipe. Le proponía tentar a su madre para que fuera ella quien destituyese a Godoy y le encarecía que lo hiciera «de rodillas y utilizando todos los resortes del amor materno». Después de eso, y disfrazando su letra, Escoiquiz volvía a la carga con las bodas imperiales y prevenía a su pupilo para que no aceptara como candidata a ser su segunda esposa a María Luisa, la cuñada de Godoy, cosa que, por otra parte, no era la intención del valido y sí una insidia más del canónigo.

Y en el tercero se detallaban la cifra, y la clave de ella, con que se entendían el príncipe de Asturias y el canónigo, y también la clave que usaba la difunta princesa de Asturias, doña María Antonia, para entenderse con su madre, la reina Carolina de las Dos Sicilias.

Pero si graves eran esos papeles, más delicadas fueron dos piezas más: los nombramientos sin fecha, y por su deseada condición de rey, que el príncipe de Asturias había redactado ya a favor de sus cómplices, a quienes se conocía como «la camarilla» —el duque de San Carlos, el del Infantado, el marqués de Eyerbe y el conde de Montijo— y una carta de su puño y letra que su madre hizo desaparecer enseguida. En esos nombramientos se quedaba colocada toda «la camarilla» y sólo faltaba ponerle fecha. Si esto era comprometido, más lo era la carta que se encontró al final del registro.

En una carta cerrada y sin sobrescrito, fechada el mismo día en que fue encontrada, y con la caligrafía no disimulada del hijo de los reyes, se decía que «no es posible hacer camino con mi madre», refiriéndose Fernando a la encomienda de Escoiquiz para que suplicara a la reina la destitución del valido, y que prefería «ir al otro camino» y recurrir a la denuncia ante su padre de las falsas imputaciones que sus amigos y él mismo formulaban contra Godoy. Fernando de Borbón se comparaba en el papel con san Hermenegildo, diciéndose dispuesto a combatir heroicamente por conseguir la justicia, pero «como no tengo vocación de mártir», apostillaba, le pedía a Escoiquiz, que ése era el destinatario, que cuidase de que los amigos estuviesen prestos a cubrirlo. Y como no descartaba el uso de la fuerza contra Godoy y los reyes, si fallara la vía de la denuncia, recordaba a su mentor que «la tormenta amenace sólo a Sisberto y a Gosvinda, nunca a Leovigildo, que a ése hay que ganárselo con vítores».

Se veía así hasta qué extremo había logrado Escoiquiz seducir al incauto Fernando y ofuscarlo. Le había hecho tomar por modelo de su conducta a un príncipe venerado en los altares, cuyo mérito era haber hecho la guerra a su padre dos veces, al frente del partido católico. Eligió aquel modelo y lo arregló de tal modo, que hasta en buscar la protección del emperador de los franceses pudiese hallar el príncipe de Asturias el mismo rasgo de conducta de san Hermenegildo cuando este príncipe invocó contra su padre la protección de Justianiano. Era evidente que Carlos IV estaba designado en el escrito de Fernando con el nombre del rey godo Leovigildo, uno de los mejores y más grandes al sentir de Escoiquiz, por más que los autores eclesiásticos, decía, hayan querido presentarlo como un monstruo. Gosvinda era la viuda de Atanagildo, casada en segundas nupcias con Leovigildo y, por tanto, madrastra de sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo, que el rey godo había tenido de su primera mujer Teodosia. Con aquel nombre de madrastra era significada María Luisa llamándola Gosvinda. Sisberto era Godoy, porque Sisberto fue quien presidió la ejecución de muerte de san Hermenegildo. En fin, todo un discurso confuso y estrafalario para encharcar más la de por sí pantanosa mente del heredero.

Cuando el jefe de la guardia entregó los papeles a los reyes, que estaban ya con el ministro Caballero —a quien habían llamado para instruir el procedimiento contra el príncipe—, la reina puso el grito en el cielo.

—Tú me dirás —conminó a su marido— lo que merece un hijo que hace esto... —Y agitaba, temblorosa, el papel como si lo ofreciera a su marido y al ministro, que asistía imperturbable a la escena—. ¡Llamarme a mí Gosvinda!

—Señor —dijo el ministro dirigiéndose a Carlos IV—, sin vuestra real clemencia y sin que sirva de descargo para el príncipe la instigación de quienes lo han llevado por tan mal camino, la espada de la ley podría caer sobre su cuello. Por menos que estas cosas..., en otro caso semejante...

Caballero, por lo que se veía, estaba dispuesto a llevar el asunto hasta el final, al menos aparentemente.

—¡No más! ¡No más! —gritó María Luisa de Parma, asustada. Acababa de darse cuenta de que el asunto, de seguir Caballero para adelante, se le iba a escapar de las manos—. ¡Por mal que haya obrado, por ingrato que me sea, no olvides que es mi hijo! Si me da algún derecho mi título de madre, seré yo quien quite de la vista de los hombres este papel que lo condena... ¡Lo han engañado! ¡Lo han perdido!... —Y, llorando, estrujó el papel y lo guardó dentro de su escote, donde mejor estaba para que Godoy lo tuviera después.

Visto el cariz que tomaban las cosas, Caballero propuso salir del atolladero con la mayor dignidad. Instó, lo primero, a llamar de inmediato a Godoy, que se encontraba enfermo en Madrid desde hacía diez días, y ponerlo al corriente de todo porque, en el fondo, él no estaba dispuesto a pilotar la crisis y quería que se mojase el valido. A renglón seguido declaró que se debería obrar a descubierto, tomar medidas de resguardo respecto al príncipe de Asturias, hablar a la nación y nombrar jueces imparciales que instruyeran la causa justamente. Caballero quería con esto hacerse imprescindible y que todos los hilos pasaran por su mano de forma y manera que, salieran las cosas por donde salieran, él fuera parte de la solución. El ministro quería hacerse valer y no pensaba dar puntada sin hilo; por una parte jugaría a favor del cumplimiento de las leyes, por si las cosas iban a mayores, pero por otra estaba dispuesto a ceder los trastos a Godoy a la primera de cambio.

—Otra cosa es —aclaró para empezar a cubrirse las espaldas— que, después de vista la causa, su majestad —y aquí se dirigió sólo al rey— ejerza su prerrogativa de gracia si el príncipe fuera hallado culpable y prometiese firmemente propósito de enmienda.

Y con estas conclusiones, y el papel guardado entre los pechos de la augusta, el rey dispuso que comenzara a funcionar la maquinaria de la justicia, aunque no estuviera muy convencido de que fuese lo mejor.

Carlos IV, que tenía cierto instinto, sabía en el fondo que ésa era la única solución posible, al menos de momento, pero estaba inseguro. Necesitaba que Godoy, el único de quien podía fiarse, se presentara en palacio cuanto antes para tomar las riendas de una situación que a él le venía grande. De ahí que, aparte de que Caballero lo requiriera poniéndolo al corriente de la situación, él le enviara un billete privado pidiéndole que se presentara cuanto antes. Pero Godoy, que se hallaba aquejado de una fiebre inflamatoria, siguió el arranque del proceso mediante notas que se cruzaba con los reyes y con Caballero, del que no se fiaba lo más mínimo, porque sabía que lo tenía enfrente.

Lo que Caballero no sabía, ni los reyes tampoco, era de una carta que Fernando había escrito a Napoleón el 11 de octubre y de la que el emperador puso al corriente a Godoy inmediatamente, tan en secreto como él mismo la había recibido, donde el heredero, perdida toda la vergüenza, se dirigía a Napoleón en términos tales como «lleno de esperanza de hallar en la magnanimidad de Vuestra Majestad Imperial y Real la protección más poderosa» y, después de ofrecerse al emperador como «el hijo más reconocido y más devoto», le pedía «con la mayor confianza, la protección personal de Vuestra Majestad, a fin de que no solamente se digne concederme el honor de aliarme a su familia, sino también de allanar todas las dificultades y hacer desaparecer todos los obstáculos que puedan oponerse a este único objeto de mis deseos». Lo que ofrecía el desvergonzado era «rehusar, como lo haré con una constancia invencible, el casarme con ninguna otra persona, sea la que fuere, sin el consentimiento y aprobación positiva de Vuestra Majestad Imperial y Real, de quien yo espero, únicamente, la elección de esposa para mí». Quedaba claro que Fernando de Borbón no podía guardar más traiciones en las entretelas de su alma y que la jugada de El Escorial no era la peor de las que escondía en el magín. El siniestro heredero estaba dispuesto a todo con tal de sacar a Godoy y a sus padres del gobierno, y para ello no dudaba en pretender la mezcla del agua y del aceite, que no era otra cosa poner una vela a Napoleón y otra a la reacción española más miserable, como eran sus amigos de «la camarilla».