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El destino

Madrid, palacio de Buenavista

(7 de julio de 1802)

El hombre que más ha vivido no es aquel que más años ha cumplido, sino aquel que más ha experimentado la vida.

Jean-Jacques Rousseau

Goya volvía a su casa desde la ermita de la Florida. La humedad que había entrado en aquella húmeda primavera había descolorado una de las alas de sus ángelas, y la reparación de unas pinturas de las pechinas lo había retrasado todo el día. Llevaba su coche cargado con sus cosas de pintar y le dijo al cochero que rodeara palacio para recrearse en el espectáculo, siempre gustoso para él, de ver a los majos y las majas bajando al río, camino de la ermita del Santo Isidro.

Al pintor le gustaba ese ambiente popular tan cercano a las costumbres de su infancia. Desde que había llegado a Madrid seguía de cerca esa costumbre de sus vecinos: acercarse a la ermita en busca de agua de la fuente. Esa agua, decían, era milagrosa y curaba enfermedades, pero Goya sabía que lo que salía del caño curaba pocos males, salvo uno: la desesperanza. A Goya le admiraba la fe que muchos tenían en ese líquido vulgar, pero que era capaz de mantener la ilusión de mucha gente que en su vida común no encontraba más que sinsabores y miseria. Los madrileños aguantaban sus penurias, que eran muchas en una ciudad castigada desde hacía años por el hambre, gracias a la mezcla extravagante de su devoción por el Cristo de Medinacelli, la pasión por las corridas de toros, el gusto por los sainetes y el agua de la ermita del Santo.

Cuando se cruzó con un aguador que venía de allí, precisamente, mandó parar el coche y le dijo al del pescante que se fuera a casa sin él, que pensaba quedarse por allí, al lado de los lavaderos sobre el río Manzanares, porque le apetecía tomar unos apuntes de las lavanderas y de sus ropas tendidas al aire, como velas quietas.

Goya se bajó del coche y le dio una moneda al aguador para tomarle un vaso grande de agua que le quitase el calor, que el sol apretaba, y aprovechó la sombra de un magnolio grande para sentarse a contemplar un espectáculo que ya había dibujado muchas veces pero que siempre le parecía nuevo. Delante de él se extendía la pradera, que lucía espléndida aquella primavera un poco atrasada; a su izquierda, el camino a los Carabancheles, y por todos lados grupos de paseantes que hacían chanzas con las lavanderas, y soldados de la guarnición de artillería que bromeaban con las criadas mientras éstas recogían los cestos de ropa limpia para casa de sus señores.

En el cuaderno de notas que siempre llevaba en la faltriquera dibujó unas cuantas figuras abocetadas de majos y chulapas bailando al son de un guitarrista, y cuando hubo terminado con ellos se quedó mirando, como desde detrás de los ojos, a esa multitud dispersa y abigarrada que parecían flores sobre el tapiz verde de la pradera, a poco que entornara los ojos y desdibujara sus perfiles.

El aguador se alejaba ya de su lado, tras haberse quedado mirando cómo dibujaba, cuando Goya se dio cuenta de que tres hombres lo observaban, atentos, desde detrás de unos chopos. Antes, cuando había salido en coche de la ermita, también los había visto apostados cerca de la puerta, pero entonces no les dio importancia. «Por aquí vienen muchos curiosos», se había dicho, porque desde que había terminado los frescos era común que muchos madrileños acudieran por allí a echar la tarde con la excusa de ver los frescos, que eran muy celebrados por los devotos de san Antonio. Ahora, cuando los volvió a encontrar, Goya se dio cuenta de algo más que no había percibido antes. Eran tres hombres fuerte y dos de ellos muy malencarados. Uno llevaba la cara cortada, y el otro las clásicas patillas de matahombres que tan del gusto eran de la gente de navaja; el tercero, sin embargo, parecía un fraile, de puro gordo, y se le veían trazas de menestral o funcionario, que lo mismo podía ser un tendero que un covachuelista mal pagado.

Como Goya no quería arriesgarse a un mal susto, que era fácil un birle de sastre o un asalto de bolsa con tanda de palos, agarró con fuerza su bastón y, calándose el sombrero, se levantó para seguir su camino. En ese momento lamentó haber despedido al cochero.

No estaba cómodo con esos hombres tras sus pasos y según subía la cuesta recordó unas palabras bien recientes de Moratín en su casa. El dramaturgo le había avisado la semana anterior que tuviera cuidado con sus amistades. «De seguir con ellas —le había dicho— te pasará algo cualquier día.»

Esos hombres no podían esconder sus pintas de rufianes y de estar pagados por alguien que tenía interés en saber de sus pasos. A Goya no le quedaba más remedio que ser cauto e ir cuanto antes a su casa o, por lo menos, a sitio que fuera más seguro, porque cuando alguien bajaba la cuesta hacia el río, hacia los «barrios bajos», sabía que se podía despedir del silbato de los corchetes. El pintor sabía de sobra que encararlos era lo peor que podría hacer y que lo más acertado era fingir que no se había dado cuenta de ellos. Goya observó enseguida que lo seguían con descaro y que no estaban dispuestos a disimular en su encargo. «Tal vez sólo quieran avisarme», pensó, más para tranquilizarse que por estar seguro. «Encararlos es lo peor que puedo hacer», seguía razonando conforme les sacaba distancia. «Lo mejor que puedo hacer es disimular», se quería convencer a sí mismo. Pero como vio que ellos no cejaban en su encargo, él tampoco iba a achicarse.

Cuando se divisaba la cuesta de los Arenales, Goya se empezó a cruzar con mucha gente que corría en dirección contraria. Hacían aspavientos con las manos y señalaban hacia un sitio del que ascendía una columna de humo muy espesa. Como quiera que el pintor no entendía lo que decían, se fijó en donde señalaban y pensó que lo que ardían eran unas rastrojeras de Alcalá, pues de aquella dirección se elevaba la humareda, que seguro que alguien las había mandado quemar para limpiar una finca donde quisieran construir algo, ya que Madrid crecía muy deprisa por ese lado.

Volvió a mirar hacia atrás y confirmó que, pese al barullo, los facinerosos seguían tras sus pasos. Ahora disimulaban hablando con unas mujeres pero era evidente que no le quitaban ojo al pintor. El que parecía un tendero no paraba de mirar hacia donde salía el humo y de señalar hacia allí con el brazo extendido mientras cuchicheaba algo a los oídos de los otros.

Unos cientos de metros más arriba, cerca de la Puerta del Sol, otros grupos seguían señalando hacia la humareda. Francisco volvió a fijarse con más cuidado: el humo era demasiado espeso para ser de una rastrojera; sin duda era el incendio de algún inmueble. Paró a un chiquillo y le preguntó si sabía de qué era aquel humo.

—El palacio de Buenavista, señor, que está ardiendo —le contestó el rapaz, que no debía de tener más de doce años.

A Goya se le encogió el corazón. «¡Cayetana!», le gritó el cerebro sacándole la palabra por los ojos. El niño salió corriendo al ver la cara que ponía el pintor. Goya, desconcertado, buscó a su alrededor algún coche de punto que pudiera llevarlo cuanto antes hacia la casa de su amada. Algo le decía que ese incendio no era casual, porque ya era el segundo, y quería ver cómo se encontraba la duquesa. Al ver que en toda la Puerta del Sol no había ningún coche disponible apretó el paso y se dispuso a llegar cuanto antes al sitio de la desgracia. El corazón no le cabía en el pecho, sólo de pensar que a Cayetana de Alba pudiera haberle pasado algo. Cuando estaba bajando la carrera de San Jerónimo vio que la fumarada iba disminuyendo y coligió que ya estaban dominando el incendio, que por el tiempo del humo —apenas una hora— pensó que no debía de ser tan importante como había parecido al principio. Pese a ello, Goya no aflojaba el paso y siguió tan presto como se lo permitían las piernas hacia el palacio de Buenavista, al lado de la fuente de La Cibeles.

El palacio colindaba con dos lugares famosos en el Madrid de esos años: la casa de las Siete Chimeneas y la casa de Tócame Roque. El primero había sido residencia del embajador de Venecia y las crónicas del siglo XVII estaban llenas de anécdotas de la atrevida vida sexual de su dueño; en aquella casa y en sus alrededores se daban cita por igual homosexuales y prostitutas, magos y brujas, conspiradores y todo tipo de embozados. La casa de Tócame Roque era un singular homenaje al santo del mismo nombre, del que se decía que curaba la peste permitiendo la caricia de una buba que lucía en la entrepierna; por entonces era la casa de putas más afamada de Madrid. El que la de Alba hubiera construido su nueva casa tan cerca de esas otras dos tan famosas era señal bien clara de por dónde le iban el carácter y el descaro.

Cuando llegó a la fachada principal se cruzó con un mayordomo que lo reconoció al instante y le permitió el paso. Unos criados apostados en la puerta la defendían para que nadie pasara porque, por desgracia, era común que, con el pretexto de prestar ayuda, cierta gentuza se colara en las casas que se incendiaban para rapiñar lo que pudieran, y la casa de los Alba era muy golosa para eso.

Antes de entrar en el vestíbulo de la planta baja, Goya se fijó en si lo seguían todavía, y así era: los tres echadizos se apostaban ahora a una cierta distancia de la entrada sin disimular su tarea. Era evidente que no deseaban soltar a su presa, que estaban bien aleccionados y que quien los había enviado sabía lo que quería de ellos. Goya se quedó mirándolos con el mismo descaro que lo hacían ellos y, despidiéndolos con un corte de mangas, se volvió para seguir al mayordomo de la duquesa y entrar en el palacio.

El palacio, todavía andamiado por las cuadrillas de albañiles que estaban arreglando los daños producidos por el último incendio, parecía deshabitado. Todavía se veían las bocanadas negras del siniestro marcadas en los muros de la fachada, desde los dinteles de las puertas y ventanas hasta casi el tejado. Restos de vidrios, cascotes y algunos muebles chamuscados, cuando no calcinados por completo, se esparcían por lo que meses antes eran unos jardines cuidadísimos.

—Permitid, señor —lo invitó el criado pasándolo a un gabinete—, que avise a la señora duquesa que la esperáis aquí.

Desde la ventana principal de la salita cercana a la entrada adonde el mayordomo había conducido a Francisco de Goya, el pintor veía varios quicios de ventana chamuscados, al otro lado del patio. Eran las ventanas de la biblioteca, que todavía desprendían humo; los cristales estaban rotos y el trajín de criados transportando agua en toda clase de baldes y cubos, desde el pozo del patio a la segunda planta, habría sido un espectáculo digno de dibujarse, si no fuera por la alarma que había cundido en todo el palacio.

No habían pasado cinco minutos, cuando la duquesa entró bastante descompuesta.

—¡Quieren matarme, Francisco!

La de Alba no podía ocultar su nerviosismo ni su aspecto desmejorado. Era la primera vez que Goya la encontraba sin el rostro empolvado, sin carmines, sin sombra veneciana en los párpados, sin el olor a sándalo, sin joyas con las que adornarse e incluso con el pelo algo enredado y sin teñir, dejando entrever las caprichosas muescas que algunos cabellos blancos ya urdían en su larga cabellera negra.

—¿Qué te pasa, Cayetana?

—Te digo que pretenden matarme. —La duquesa agarraba a dos manos el brazo del pintor y lo conducía apresuradamente hacia su alcoba.

—Pero ¿quién quiere matarte?

Ella no contestó. Entraron en el dormitorio, situado en la parte del palacio que no había sido alcanzada por el fuego. La duquesa cerró la puerta con dos vueltas de llave e invitó a Goya a que tomara asiento sobre el borde de su cama, una cama «a la polaca». La de Alba, dándole la espalda, se sentó frente al tocador, sacó un cepillo del pelo y afeites con los que atusarse y, al tiempo que recomponía su aspecto, veía los ojos de asombro de Goya a través del espejo.

—No lo sé, Francisco, no lo sé... Me siguen a todas partes, queman mi casa, mi propia ama de llaves trata de envenenarme... A veces pienso que es una locura mía y otras veces creo que es la propia reina la que está detrás de todo esto.

—¿Por qué la reina?

—O Godoy... o Escoiquiz, qué se yo.

—¿Ese clérigo bastardo? ¿Acaso ha vuelto del destierro?

No iba muy descaminada la duquesa. Ciertamente se había convertido en un problema para la alianza de Godoy y María Luisa de Parma, aunque fuera por razones bien distintas. Ese peculiar matrimonio intermitente del valido con la reina, que lo mismo tenían hijos que se aborrecían, tenía un punto que los unía más que la cama: el odio a Cayetana de Alba. Para Godoy, que en el fondo era un desclasado, ella era la representante más preclara de una aristocracia antigua y casi feudal que le hacía la vida imposible desde que el valido, por su propia opinión —que la tenía, y bien clara— o por la de sus amigos liberales, había intentado meterlos en cintura y modernizar el país. Que la de Alba estuviera a favor del partido fernandino era un problema para él, que se veía como un posible nuevo Napoleón, aunque tuviera que dejar sin empleo a la madre de sus hijos y su consentidor esposo. Si a ese escenario político se le unía el despecho por no haberla poseído como hembra, se configuraba una situación poco segura de la duquesa ante las posibles intenciones de Godoy.

Desde la lógica de la reina la cosa era más sencilla, más pasional: simplemente la odiaba. María Luisa veía en la de Alba la mujer que ella siempre quiso ser: una mujer bella, deseada por los hombres, amada por muchos y aplaudida por todos y que tenía más predicamento y casta que ella. Además de eso, la reina sabía a ciencia cierta que Cayetana era la dueña de las cartas que habían desaparecido de su dormitorio y que, bien utilizadas, la podían poner en el exilio a poco que se les sacara partido. Todas esas razones, unas políticas, otras emocionales y todas muy peligrosas, habían marcado a Cayetana de Alba como una diana a los ojos de María Luisa de Parma y también, aunque fuera por causa bien distinta, de Godoy.

—No —respondió algo más sosegada la duquesa—, pero supongo que sabes que viene a la Corte tanto como se le antoja. Aunque los reyes, hartos de sus intrigas, lo enviaron a Toledo hace ya tres años y no lo dejan volver, el canónigo tiene licencia privada del príncipe Fernando, que no puede vivir sin él. El propio Godoy, desde que recuperó el favor de la reina y el cargo de secretario de Estado y generalísimo de los ejércitos, hace la vista gorda y trata personalmente con él, aunque sea a escondidas. En el fondo ya no se fían el uno del otro, pero prefieren tenerse cerca, aunque sólo sea para vigilarse.

—Pero, ¿estás segura de que pretenden matarte? —Goya no daba crédito a lo que oía de labios de Cayetana.

—Tan segura como que hay Dios, Francisco. Este incendio es el segundo en cuatro meses. —La duquesa seguía de espaldas al pintor, alisándose el pelo frente al espejo—. Y en esta casa, tú lo sabes como pocos, jamás se había vertido ni una sola gota de la cera de los candelabros.

La duquesa seguía acercándose a la raíz del asunto, aunque sólo fuera por intuición. No había pasado un mes todavía desde que María Luisa había requerido a Godoy en su gabinete; con prisas, como siempre. Estaba asustada por el asunto de las cartas, que ya era una obsesión para ella, y quería que Godoy se las localizara cuanto antes. Una sesión de llanto y cama obligó a Godoy a comprometerse definitivamente ante la madre de sus reales hijos, y el valido, que tampoco le hacía ascos a la encomienda, se obligó con la reina a resolverlo. «Te traeré esas cartas, te lo juro», le prometió al despedirse. «¿Y si no las consigues, Manuel?», insistía ella, desnuda desde su cama.

«Te daré una solución definitiva», y el valido recalcó esas palabras mientras se ajustaba el botón de arriba de su taleguilla.

—Puede ser mala fortuna... —quiso tranquilizarla Goya.

—No es cuestión de fortuna. —La de Alba se incorporó del asiento, de nuevo desencajada, y plantó frente a Goya sus dos enormes ojos encharcados—. ¡Es una venganza!

—Pero ¿quién desea vengarse de ti? ¿Por qué?

Cayetana tomó aire, con ánimo de sosegarse, y comenzó a pasear de un lado a otro de la alcoba, recomponiendo mentalmente las piezas de una complicada historia que no sabía cómo contar.

—¿Recuerdas que hace cuatro años me metiste una noche en el despacho del valido?

Goya esbozó un gesto de culpa en el semblante. Aquel episodio había enojado a la duquesa, y, aunque pronto se reconcilió con el pintor, su relación se había ido enfriando poco a poco desde entonces, y sus encuentros eran cada vez menos frecuentes. Por otra parte, la presencia de Cayetana en el gabinete de Godoy había provocado una convulsión política que, aunque favorable para los amigos de Goya, no había conseguido acabar con la influencia de Escoiquiz, quien finalmente se salió con la suya al apartar del poder a Jovellanos y a Saavedra, víctimas de sendos intentos de envenenamiento que casi los llevaron a la tumba.

—Pensé, estúpido de mí, que era la única forma de acabar con Escoiquiz, y además supuse que no te importaría nada ponerle los cuernos a la reina —respondió el pintor.

—No te estoy culpando, Francisco. Te pregunto si lo recuerdas.

—Perfectamente. Fue en marzo de 1798.

—¿Te conté lo que pasó, verdad?

—Lo recuerdo, Cayetana. El valido amenazó al clérigo y el clérigo consiguió que destituyeran al valido.

—¿Recuerdas que cuando terminaste los frescos de San Antonio te hablé de unas cartas que alguien robó de la alcoba de la reina?

—Ya me hablaste de esas cartas antes, en Sanlúcar, pero nunca quisiste darme más detalles de ellas.

—Sí, te dije lo suficiente: «Las cartas comprometen gravemente el futuro del príncipe...». Todo lo demás lo averiguarás tú solo si a mí me pasara algo.

—¡Déjate de monsergas, Cayetana! No te va a pasar nada.

—¿Cómo que no va a pasarme nada? ¡No han dejado de pasarme cosas desde entonces...! Me siguen por las calles, me espían cuando visito palacio, destrozan mi casa, intentan envenenarme con ruibarbo de trementina... Tengo la sospecha de que todo es por culpa de esas cartas.

—Explícate, por Dios.

—Temo que Godoy, con tal de recuperar el cargo de secretario de Estado, convenció a Escoiquiz de que yo tenía esas cartas...

—Pero ¿es que las tienes tú?

—...Desde su destierro, hace dos años, Escoiquiz intercedió a través del príncipe Fernando para que la reina rehabilitara a Godoy, pero pidió a cambio dos cosas: las cartas, sin las cuales el príncipe nunca tendrá asegurado el trono, y el puesto de consejero personal del príncipe cuando éste llegue a rey.

—Eso no es razonable, Cayetana. La política no funciona así...

—Sí, Francisco. Sí funciona así. Todo sospechoso del robo de esas cartas ha padecido lo que ahora estoy sufriendo yo. He hecho mis propias averiguaciones en la corte. ¿Quién crees que intentó envenenar a Saavedra y posteriormente a Jovellanos, precisamente las dos personas que ocuparon los principales cargos políticos mientras Godoy estuvo destituido?

—¿Piensas, de verdad, que esos actos los cometió el valido?

—No, Francisco. El valido es un cobarde. Los cometieron sicarios del clérigo para facilitar el retorno de Godoy. Por entonces Godoy y Escoiquiz todavía se entendían.

—¡Pero si ya estaba desterrado!

—¿Y qué? ¿Para qué crees que tiene secretarios en la corte?

—¿Secretarios? ¿Insinúas que Leandro...?

—Tu amigo Moratín, Francisco.

—¡Qué equivocada estás, Cayetana! —Goya se incorporó de la cama y se dirigió hacia la duquesa, detenida en ese instante frente a una de las ventanas que daban a lo que había sido un jardín. La tomó suavemente por los hombros y vio sus ojos entristecidos a través del reflejo en los cristales. Estaba realmente desmejorada. Los dos incendios y el largo mes que había pasado en cama por el efecto de la venenosa trementina no sólo la habían trastocado físicamente; también parecían haberle alterado levemente la razón—. Leandro es un hombre íntegro y, además, amigo mío. Es un liante, eso es cierto —«y seguramente un traidor» añadió para sus adentros—, pero no es un asesino —aseguró convencido.

—¡Qué ignorante eres! Leandro, como tantos otros en este país, es leal a quien le paga, y a él le paga el clérigo.

—¡Por Dios, deja eso, Cayetana! —Goya trató de sosegarse volviendo a su improvisado asiento en el borde de la cama.

—¡Dios quiera que sean imaginaciones mías...!

—Mira, Cayetana, si no me explicas qué contienen esas cartas, difícilmente podré comprender nada, y tampoco podré ayudarte.

—Si lo supieses estarías muerto en menos de lo que te figuras —le dijo tomándolo de la mano—. Mejor es que permanezcas en la ignorancia. Sólo te digo que tu amigo Leandro no está descaminado cuando pregunta con tanta insistencia por unas cartas que se supone que tengo yo, aunque nadie le contesta.

—¡Dios, has perdido el juicio, Cayetana!

—No, Francisco, nunca he tenido tanta lucidez. Se me persigue, querido amigo, y a ti de paso, porque poseo algo que puede destrozar a la monarquía española, o al menos impedir que los hijos de esa zorra extranjera sean los reyes de España.

—¿Tan poderosa eres, Cayetana?

—Te equivocas otra vez, Francisco. No soy poderosa, soy peligrosa. El chantaje me da más fuerza que mis tierras y mis títulos, porque lo que sé es lo suficientemente comprometido para la reina como para que tiemble ante mi solo nombre. Ese era el verdadero motivo del interés de Godoy por mí, y no el añadirme a su lista de golfas como su mejor trofeo.

—¿Y esas cartas están en tus manos?

La duquesa esquivó deliberadamente la respuesta. Muchas piezas encajaban de pronto en la cabeza del pintor. Si era cierto que esas cartas existían —y que eran tan explosivas como anunciaba Cayetana—, quien las tuviera en su poder podría manejar a su antojo la voluntad del trono. «De modo que el retorno de Godoy es consecuencia de esas cartas», pensó Goya.

La duquesa de Alba interrumpió las cavilaciones del pintor cuando pasó ante sus ojos caminando hasta la cómoda del otro extremo de su alcoba. De uno de los cajones extrajo un pequeño cuadro pulcramente enmarcado. A continuación se dirigió hacia Goya, se sentó junto a él en el mismo borde de la cama y le preguntó:

—¿Lo recuerdas?

Goya miró detenidamente aquel retrato apresurado de Cayetana que él mismo había pintado. ¿Cuántos años habrían pasado desde que había realizado ese dibujo? ¿Diez años? No, no tantos. Siete años. Sí, hacía siete años que la de Alba se había presentado en su taller, descarada como era ella, y le había pedido que le pintara el rostro, mero boceto apresurado que ella enrolló y guardó en el bolso. No lo recordaba tan bonito. Tal vez porque el buen gusto con el que lo había enmarcado Cayetana, en talla de purpurina y forrado por detrás en loneta, lo realzaba asombrosamente.

—No sabía que lo guardabas todavía —dijo Goya tomando el pequeño retrato entre sus manos—. Pensé que lo querías para mandárselo a alguno de tus amantes...

Cayetana se quedó mirándolo. En sus ojos había un cariño como nunca había apreciado Goya en la cara de Cayetana, donde había visto pasear el deseo, el desprecio, la risa, el enfado, la turbación y cualquier otra sensación propia de una pasión tan desbordada como la que era capaz de anidar en un corazón como el de la duquesa. Había visto también la dulzura, el retozo de niña satisfecha después de sus arrebatos gaditanos, incluso, una vez, creyó ver amor. Pero nunca había visto tanto cariño como en esa mirada.

—¿Quién mejor que tú para tenerlo?

—¿Yo? —El corazón estaba a punto de salírsele por la boca.

—Tú lo has dicho, Francisco. A uno de mis amantes. ¿Por qué no habrías de ser tú?

Goya apoyó la pintura sobre los almohadones de la cama y abrazó el cuerpo de Cayetana; el pintor estuvo a punto de romper a llorar. Nunca había esperado volver a tener a Cayetana en sus brazos, pero menos aún tenerla así, rendida, asustada, enamorada.

Se besaron en los labios, en las manos, en el cuello, en los pómulos y en toda la piel que iba quedando al descubierto a medida que caían al suelo los encajes del vestido, se desanudaban los lazos del corpiño y caía también la chupa de fieltro del pintor y la camisa de lino. Tumbados junto al pequeño retrato, hicieron el amor como si fuera la primera vez y sólo tuvieran esa oportunidad.

Casi anochecía cuando la de Alba, ovillada en el blanquísimo hilo de las sábanas de encaje, besó el hombro de Goya, que dormía igualmente desnudo de espaldas a ella. A través de los ventanales de la alcoba entraban los últimos rayos oblicuos del atardecer. Cayetana movió suavemente al pintor, metió los dedos entre sus cabellos y le susurró al oído:

—Debes irte, pintor.

Goya regresó de un sueño extraño. Cuando escuchó a Cayetana soñaba precisamente que ella había muerto asesinada en esa misma alcoba del palacio de Buenavista y que la reina reía estrepitosamente en su trono al conocer la noticia; en el sueño, y arrodillados frente a ella, Escoiquiz y Godoy acompañaban sus desmanes de júbilo y se rifaban el patrimonio expoliado a la duquesa, desde las joyas y el arte hasta la mismísima propiedad del casón de Buenavista. A pocos metros de ellos, el príncipe Fernando y una ramera desnuda y desdentada que se parecía a su propia madre bailaban una pieza escrita por Moratín e interpretada al clavicémbalo por Carlos IV.

—¿Por qué? —susurró aturdido.

—No quiero que hoy duermas aquí.

—Preferiría no dejarte sola, Cayetana.

—Vístete, Francisco. —Cayetana era otra, ya no era la mujer asustada que horas antes había recostado la cabeza en el pecho del pintor. Volvía a ser la altiva de siempre—. Soy mayorcita y espero a una persona.

Los celos volvieron a lacerarle el pecho a Francisco de Goya; creía haberlos superado, pero no era así: estaban allí, presentes, mordiéndole el alma. De nuevo había una persona en la vida de Cayetana, y no se trataba de él. Otra vez era el cornudo, el desdeñado que no se merecía ni un beso de adiós amable. Antes de abrir la puerta para despedirse, Cayetana se dio cuenta de su pesadumbre sumisa y, atrayéndolo hacia ella, le dijo mirándolo a la cara, muy fijamente, para que le entendiera bien.

—Francisco, ha habido otros hombres antes que tú y después de ti, y los habrá todavía. Nunca he reprochado nada de tu matrimonio, ni de tus andanzas con putas y con ciertas modelos de tus cuadros. Portarte como un chiquillo no es propio de ti a estas alturas de la copla, Paco. ¿Qué quieres que te diga?, ¿que has sido mi mejor amante, el único que ha ocupado mis pensamientos...?

Goya la miraba en silencio con los ojos empapados en lágrimas.

—No, Paco, nunca te mentiré, ni te lo diría siquiera, si fuera como tú deseas. Ese es mi derecho. Una mujer como yo toma lo que tiene a mano, y si no lo consigue no lucha por ello. Espera a que se lo entreguen, y para eso, no hace nada. Sólo espera y desdeña.

El pintor, humildemente, asintió con la cabeza. Sabía que ésas eran las reglas del juego, y por un momento las había olvidado. Sentirla entre sus brazos le hizo creer que era suya, y ahora Cayetana le dejaba bien claro que no se tenía por mujer de ningún hombre.

La duquesa acompañó al pintor hasta la puerta misma de la calle tan pronto como lo vio ataviado por completo y después de prometerle que lo volvería a recibir al día siguiente. Antes de marcharse, Cayetana lo besó en los labios, le apretó fuertemente las manos y le pidió que aguardase un instante, pues había algo que se le había olvidado. La de Alba se perdió por los pasillos, en dirección a su alcoba, y a los pocos instantes reapareció ante el pintor llevando el retrato enmarcado.

—Olvidabas esto. —Y Cayetana se acercó con su pequeño retrato entre las manos.

Goya tomó el retrato de Cayetana sin estar seguro de si debía quedarse con él. La miró de nuevo, comprobó que sus ojos tenían todavía el mismo resplandor que había recogido en el dibujo, y entonces sí, lo guardó bajo su capa, la besó otra vez y se marchó. Antes de cruzar la puerta del enrejado oyó una vez más la voz de Cayetana:

—¡Francisco! —gritó—. Si para algunos la realidad sólo está en los libros y cuanto sucede es sólo su reflejo, para ti sólo debe ser cierto lo que está en tu arte. ¡Recuérdalo!

Goya apenas la escuchó, confundido con sus propios celos. ¿Quién sería el misterioso personaje que esperaba la duquesa? Debía de ser ser, suponía, Antonio Cornel, su amante de esos meses. Pero tanto misterio en Cayetana sólo se producía cuando cambiaba de amante, por lo tanto no era ése el visitante. ¿Con quién estaría compartiendo su cama?, pensaba Goya volviendo a andar por la calle Barquillo en dirección a su casa de Valverde.

Todavía no había llegado al callejón de Barquillo, camino como iba del mesón de Chueca, cuando los tres individuos que lo habían estado espiando por la mañana se acercaron por su espalda. Uno de ellos, el que parecía el jefe, le propinó sin mediar palabra un violento puntapié en el talón que le hizo perder inmediatamente el equilibrio y lo precipitó de bruces contra el empedrado, sobre las boñigas que las jacas de tiro habían ido dejando a lo largo de la jornada. Apenas se había estampado contra el suelo cuando los otros dos, que escondían sendas estacas bajo las capas, se abalanzaron sobre él y la emprendieron a golpes de tablón. Según comenzó la somanta, de la que no podía defenderse, notó que unas manos rebuscaban dentro de su casaca, le abrían la camisa y le hacían saltar los botones. Buscaban algo, pero ¿qué? Una mano le sujetaba el cuello contra el suelo. No podía oír lo que decían ni leer sus labios.

De nada parecían servir los gritos de auxilio del pintor, pues en lugar de atraer ayuda más bien alejaban a la poca concurrencia que a esas horas transitaba la zona, tal vez porque buena parte de los madrileños estaban escarmentados —ya fuera en carne propia o de oídas— de hacer de apaciguadores en las frecuentes palizas que, bien fuera por hambre o por asuntos de robos o adulterios, se sucedían cada noche en los callejones de la villa. De repente, y tras una fuerte patada en la espalda que lo dejó quebrado y sin resuello, con la misma velocidad con la que se habían presentado, desparecieron los asaltantes.

Cuando se marcharon los bribones, Goya quedó quejándose un buen rato antes de intentar incorporarse. Tenía la mano izquierda ensangrentada, sangre también en la boca —uno de los puntapiés le había reventado el labio— y un intenso dolor le hacía sospechar que alguna de las costillas podía no estar tan entera como antes de iniciarse el vapuleo. Junto a él, a un metro apenas, el retrato de Cayetana estaba milagrosamente intacto, con uno de los ángulos dañados, eso sí, y rayada la purpurina por los pisotones de los anónimos maleantes.

Goya recogió el retrato de Cayetana, comprobó que la pintura no había sufrido daños excesivos, y haciendo un último esfuerzo se incorporó de entre los adoquines. Casi arrastrando una pierna y sujetándose la mano herida con la que le quedaba sana, el pintor caminó lo más rápido que pudo hacia su domicilio en la calle Valverde, muy asustado. Tenía miedo, como pocas veces había sentido.