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El genio

Madrid, ermita de San Antonio de la Florida

(31 de octubre de 1798)

...si tiene la fiebre del talento y el entusiasmo del genio, que siga la mano que lo guía: ha adivinado al hombre, lo pintará.

MARQUÉS DE SADE

Por fin había salido el sol en aquel último día de octubre. Después de dos semanas de lluvias y de casi cuatro meses encerrado entre los andamios que cubrían desde la bóveda al ábside las techumbres de la ermita, una brizna de sol devolvía a Goya esa energía de la que apenas le quedaba un resquicio para terminar los frescos.

Terminaba una de las últimas pinceladas de tan compleja alegoría, manejando una vara larga en cuyo extremo había atado un brochón de virola mojado en temple verdacho, cuando Manuel Esquerra, el moledor de colores, comenzó a hacer aspavientos con los brazos para avisarle que en el exterior había escuchado la frenada de un birlocho.

—¡Es la señora! —gritó el droguero soltando las esponjas de lavar el yeso junto a las palanganas de pintura.

En efecto, Cayetana de Alba traspasó como una exhalación el portalón entreabierto de la iglesia de San Antonio de la Florida.

—¡Buenos días! —saludó alegremente la duquesa colocándose justo en el centro de la capilla y alzando la mirada hacia la bóveda, tratando de adivinar al pintor a través del contraluz que arrojaba la linterna—. ¡Ultimo día de octubre, señor pintor! Prometiste tenerlo acabado hoy.

Desde más de una docena de metros sobre la planta en cruz de la parroquia, Goya deslizó la larga vara de avellano hasta asentarla en las baldosas del suelo y, apoyándose rápidamente en uno de los tablones del andamio para disimular el vértigo que le producía la sordera, miró hacia abajo y vio, más deliciosa que nunca, a la mujer cuyo rostro pintaba en ese instante.

—Lo prometido es deuda, Cayetana —dijo estirándose cuan largo era y frotándose las cervicales, probablemente dañadas de mirar tanto al techo—. ¿Te atreves a subir y a terminarlo tú?

—Cada uno a su noria, Francisco; ya quisiera yo haber nacido con un talento como el tuyo.

—El talento lo tuvo tu madre cuando te echó al mundo —se guaseó el pintor.

—¡Déjate de burlas y baja ya! He traído pan de centeno y un morcón de Las Batuecas para calmarte el hambre.

—¡Sube tú, duquesa!

—También he traído vino de los Carabancheles.

—¡Manuel, ayudadla a subir! —insistió Goya con una carcajada infantil—. Quiero tener el honor de que sea la señora quien dé la última pincelada a estos frescos.

—¡Estás loco, Francisco!

—¡Sube, te digo!

Manuel tomó la cesta de mimbre que portaba Cayetana, sin destapar el paño de lino gris con el que cubría los alimentos, y condujo del brazo a la duquesa hasta el primer peldaño de una escalera de tabla interminable y aparentemente enclenque. «Está más contento que un chiquillo», pensó la de Alba, que se arremolinó la falda a la cintura con solemne desparpajo, dejando a la vista los ligueros encarnados y sus blancas enaguas, y a duras penas trepó uno a uno los peldaños hasta que el propio Francisco de Goya la tomó del brazo, casi al término de la escalera, y la elevó en volandas hasta él.

—¡Majo, quién diría que sois un cincuentón! —dijo riendo la de Alba, casi abrazada al pintor para espantar el mal de altura.

—Pintar así me ha puesto brazos de muchacho. —Y la apretó levemente contra sí, clavó la mirada en el centro mismo de sus ojos y paladeó por un instante la fragancia de menta de Cayetana de Alba.

—¿Quieres de verdad que pinte o pretendes otra cosa?

—Mira, Cayetana. —Goya se retiró de ella levemente, mientras abría los brazos como atrapando el amplio círculo que en torno a ellos dibujaba la bóveda, aún sudorosa por el calor del yeso y la transpiración del estuco y los pigmentos coloreados—. He aquí los frescos que mi buen amigo Jovellanos hizo que me encargara el rey.

Cayetana giró cuanto pudo el cuello a un lado y otro, envuelta en gamas de ocres y en albines molidos, ciega por el resplandor de los esmaltes planos, mareada por los pigmentos encolados de sombra veneciana y bermellón de China. En torno a ella, medio centenar de gentes, picaros y viejas, rameras y chavales, porteadores, vagabundos, majos, locos y labriegos, seres patibularios y otros tales parecían observar al bueno de San Antonio de Padua, aplicado al milagro de resucitar a un muerto para que confesara ante el juez quién había sido su verdadero asesino. Todos los personajes estaban tras de una barandilla que parecía casi real —similar a las que rodeaban los camposantos de las afueras de Madrid— que daba la vuelta por completo al perímetro de la bóveda. Abajo, en los capiteles, y más allá, en el ábside del altar, los querubines parecían celebrar el prodigio del santo.

—Asombroso —dijo con voz entrecortada—. Es... asombroso.

—¿De verdad te lo parece?

—Francisco, eres un genio.

—Soy un luchador —matizó el pintor abrazándola de nuevo y estampando un beso esquivo en su garganta.

—Por Dios, Paco —dijo en voz muy baja la duquesa, consciente de que trece metros más abajo no perdían ojo ni el droguero Manuel, ni el supervisor de estucos, el escultor José Ginés, ni el que había sido imprescindible ayudante del pintor, el bueno de Asensio Julia.

Goya volvió a colocar las manos en posición más discreta, siempre sujeto a las escuadras del andamio. Antes de tomar de nuevo la vara de avellano, pidió a Manuel que cambiara la atadura del extremo, para sustituir el brochón de virola por uno de peine fino, y que lo mojara en la palangana de caro carmín inglés, capricho de pigmento que Goya había encargado expresamente para ese último trazo. Cuando alzó hasta su altura el gigantesco pincel, lo puso en manos de Cayetana y dijo, señalando al último de los personajes en el que había estado trabajando:

—¿Ves ese rostro de mujer? Intenta escribir una «G» en la niña de los ojos.

—¿Una «G»?

—Sí, una «G», de Goya.

—Pero voy a estropearlo todo...

—Haz lo que te digo.

Goya sujetó con fuerza el palo, descargando de peso los brazos de mermelada de la de Alba, y el pincel, certero como una pluma, esbozó la inicial del apellido en cada una de las niñas de los ojos del fresco de una preciosa mujer que parecía descuidada del milagro.

—¿Ves? Hemos terminado. ¡Se acabaron los frescos! Y ya sabes uno de los secretos de mis cuadros, por si algún día fuese menester reconocerlos. Están repletos de pequeñas firmas como las que acabas de hacer. Firmas escondidas. Si eres discreta, que me consta que lo eres, te diré que a menudo la letra inicial de mi apellido es una simple muesca que hago con la madera del pincel cuando el óleo aún está fresco.

—La sordera te está volviendo loco.

—Vos sois quien me vuelve loco —dijo rozándola de nuevo.

—¡Y bien, Francisco! —La duquesa se apartó provocativamente—. Prometiste explicármelo todo cuando hubieras terminado.

—¿Qué quieres que te explique?

—¡Todo! Dijiste que me contarías por qué pintaste este milagro y no otro, por qué aceptaste el encargo, por qué...

—¡Manuel, José, Asensio! —gritó Goya interrumpiendo a la duquesa—. Tomad la cesta que trajo la señora y salid a almorzar a la arboleda. No os lo comáis todo, que nos añadiremos enseguida.

El moledor tomó con cuidado los víveres para no verter el vino del jarrón que contenía el canasto y, junto a sus dos compañeros, abandonó el recinto abarrotado de trastos de la ermita. Sólo cuando se cerró el portalón del templo, Goya reanudó la plática.

—Lo sabrás todo, Cayetana, pero te recuerdo que tú también me prometiste algo para hoy...

—Si te refieres al asunto de Godoy, ya te he dicho muchas veces que es asunto que una dama, si presume de serlo, debe guardar con celo.

—No me refiero a los detalles —replicó Goya, que ardía en celos—. Dijiste que me contarías qué pasó exactamente en marzo para que, a la mañana siguiente de haberle visitado tú, la reina le destituyera como secretario de Estado.

Balanceándose ligeramente en el andamio, la de Alba puso los brazos en jarras, se mordió suavemente el labio todavía fresco de carmín y sostuvo unos segundos su picara mirada contra esa mirada profunda y difícil de aguantar que tenía el aragonés, ojos de loco genial.

—De acuerdo, Francisco, te lo contaré todo —dijo al fin—, pero antes empiezas tú.

Goya dejó escapar con disimulo el bufido que llevaba conteniendo y abrió los puños instintivamente. Su rostro desdibujó el rictus de mal humor que le había puesto la presunta evasiva de Cayetana de Alba, y al instante recuperó el semblante alegre de chaval que tenía cuando la había visto llegar.

—¿Ves los ángeles? —preguntó señalando las pechinas y los muros laterales alrededor de las ventanas.

—Magníficos, Francisco.

—Pues son ángelas —aclaró el pintor—. Es el único templo que me conste donde los querubines son mujeres. No son ni andróginos ni niños, son majas. ¿Ves? Mis ángeles son mujeres. Y las más chicas son como tramoyistas de zarzuela. Están descorriendo el telón del escenario para que el público vea el espectáculo que da el santo de Padua.

La de Alba estaba boquiabierta comprobando el hallazgo.

—Fíjate ahora en sus rostros. Si observas, no están pintados con brocha como el resto de los frescos; están maquillados de la misma forma en que tú o cualquier otra dama se atusa cada mañana. Los tonos de las mejillas, el sombreado de los párpados es temple casi al polvo de mortero, aplicado tenuemente con esponjas. ¿Te gusta?

—¿Pero por qué son mujeres? —preguntó Cayetana intrigada.

—¿Has oído hablar alguna vez de Benito Arias Montano?

—Nunca.

Goya se puso trascendente.

—Fue un pensador, pero también mago y alquimista, a quien Felipe II encargó hace dos siglos la redacción de un libro capital, el Humanae Salutis Monumenta. En él se explica, según las creencias musulmanas recogidas en sus viajes por el propio Arias Montano, que el paraíso es una eterna fuente de placeres carnales. Y para que así sea, entiendo yo, debe estar lleno de saludables angélicas...

—¡Siempre estás pensando en lo mismo!

—Fíjate aquí. —Y señaló con las dos manos la bóveda en la que estaban casi inmersos, encaramados como seguían a lo más alto del andamio—. ¿Qué ves?

—Mucha gente —dijo la duquesa—, Y a San Antonio.

—Puedes contar hasta cincuenta personas, además del santo.

La de Alba no se entretuvo en hacer el recuento, pero una nueva y rápida ojeada pareció confirmarle, en efecto, que se trataba de una extravagante multitud.

—No son nobles, ni aristócratas —prosiguió el pintor—. Es vulgo corriente y moliente. Gente de distintas épocas, como puedes observar por sus atuendos, algunos del medioevo, otros bíblicos... Todas las épocas están representadas en esta bóveda.

—No entiendo por qué...

—Si el viejo Mengs viviera tampoco lo entendería —añadió Goya refiriéndose al artista y teórico alemán que había sido su ortodoxo maestro en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara—. Estos vestuarios van en contra de las recomendaciones arqueológicas que Mengs me obligaba a seguir cuando pintaba cartones. ¡Se acabó el barroco! —exclamó.

—¡Por Dios, Francisco, no hay títere con cabeza!

—Es más, ninguno de ellos está atento al milagro del santo, si observas. Cada cual, hasta los niños, están inmersos en sus propios delirios. Nadie atiende a lo que ocurre. Están solos, a pesar del gentío. Están completamente indiferentes, como estamos todos hoy en día en el país, asistiendo impasibles a la tragicomedia bochornosa de este final de siglo.

—Eres un viejo triste —musitó estremecida la duquesa.

—Si te fijas, la única relación que hay entre ellos es a través de gestos y miradas, conversaciones rituales, como se dice en el lenguaje masónico. Y fíjate en el santo. ¿A quién se parece?

—Desde luego, a cualquiera menos al san Antonio que muestran otras estampas.

—Así es. No se ajusta a la canónica pictórica que ordenó fray Juan Interiam de Ayala. Lo he dejado sin barba, sin coronilla y algo más joven... Y además, como bien ves, no es santo: es humano.

—Eres un atrevido. Te volverán a acusar de hereje y francmasón.

—No importa, Cayetana. Volveré a negarlo.

La de Alba bajó discretamente la cabeza. Aún tenía muy presente algunos de los peligrosos esbozos que lo había visto dibujar en Cádiz, aquellos «caprichos», como los llamaba Goya, que podían costarle un gran disgusto si caían en manos del Tribunal del Santo Oficio.

—Mira al santo —prosiguió el pintor, mientras la de Alba alzaba otra vez los ojos a los frescos—. Está bilocado.

—¿Que está qué?

—Bilocado —repitió Goya—. Desdoblado, transpuesto.

—¿Pero qué quiere decir eso?

—Si conoces el dogma de su milagro, sabrás que san Antonio estaba en Padua, pregonando desde un púlpito, cuando supo que un tribunal de Lisboa acusaba a su padre de un homicidio que no había cometido. Entonces se bilocó. Un san Antonio quedó transpuesto unos instantes en ese mismo púlpito de Padua, cosa de la que dieron fe los feligreses que lo oían, mientras otro San Antonio apareció en Lisboa, de lo cual levantó acta el tribunal testamentario, y dedicó tres jornadas a resucitar al muerto, hasta que le hizo confesar ante los jueces que no había sido su padre el asesino.

—Lo sé —asintió la duquesa.

—No lo entiendes, Cayetana. Si lo he pintado como a cualquier otro hombre es porque su milagro no fue resucitar a un muerto —aclaró Goya, quien insistió además en que ese tipo de fenómenos de resurrección de cuerpos lo había realizado a lo largo de la historia cualquiera que fuese santo—. El de Padua hizo un milagro herético —dijo Goya—, un milagro antinatural. Porque no sólo se desdobló él, sino que desdobló también el tiempo, la espina dorsal de la doctrina católica. Uno puede devolver la vida al tiempo presente, pero en vida no puede, y ni siquiera Cristo lo hizo, ocupar más tiempo del que la vida le asigna. ¿Cómo es posible entonces, sin caer en la herejía, que san Antonio estuviera sólo unos instantes transpuesto en el pulpito y que en Lisboa certificaran que ese instante consistió en tres jornadas?

—¡Vámonos, Francisco! —exclamó la de Alba, visiblemente alterada—. ¡Vámonos, por Dios, o acabaremos en la horca!

—Sí, vamos. Quiero enseñarte algo desde abajo.

Goya descendió primero la frágil escalinata, sujetando, eso sí, a la duquesa de Alba, que esta vez, más por prevención ante el pintor que por descuido, no se arremolinó la falda a la cintura. Cuando estuvieron abajo, Goya la condujo hasta colocarla en el centro exacto de la bóveda y señalando de nuevo los frescos recién pintados, que ahora les quedaban muy distantes en la altura, dijo:

—¿A qué te recuerda esa barandilla?

—Es una balconada de córrala —dijo ella.

—Una balconada es siempre mucho más gruesa, y de forja. Esto es una verja fina.

—Como las que rodean las criptas de las tumbas en los cementerios.

—Exacto. Situada aquí, como espectadora, tienes la misma perspectiva que tendría un difunto desde dentro de su fosa. Desde aquí eres un muerto que contempla una herejía desde el ataúd abierto. Quien ve a España como es, como una feria de locos y de enfermos que siguen lo milagrero y lo canalla, y tiene la lucidez suficiente para no consentir con esa común desgracia y no se acomoda a ella es casi un muerto en nuestras tierras. ¿Comprendes ahora lo que hay detrás de estos frescos?

La de Alba, más preocupada que molesta por haberse convertido en cómplice de tan peligrosas confidencias, se ciñó a los hombros el mantón color manteca y se disponía a abandonar la capilla cuando la mano de Goya, fina, discreta pero firme, la asió del antebrazo y la volteó hacia sí.

—Y ahora te toca el turno a ti.

—No hay nada que no puedas imaginarte.

—¿Por qué destituyeron a Godoy?

—No lo recuerdo, hace ya más de siete meses.

—No mientas, sabes por qué lo destituyeron.

—Por payaso.

—Explícate, por favor.

—No, sólo fue un indecente cortejando a una dama —dijo la de Alba—. Además es un soberbio.

—¿Te forzó, acaso? —preguntó Goya con cierto despunte de cólera.

—Ni siquiera, aunque no sé por qué te debería preocupar —respondió con un ligero aire de reproche—. Al fin y al cabo fuiste tú quien, con engaño, me llevaste a sus aposentos, asegurándome que el valido tenía negocios importantes que tratar conmigo. El caso es que delante de mí mandó llamar al padre Escoiquiz, casi al amanecer, después de haberme ofrecido de todo, hasta dinero, por acceder a sus deseos. Como no era intención mía el complacerlo, pensó que podría impresionarme haciendo alarde de mando. Y cuando el clérigo llegó, asustado y todavía en camisón, quizá creyendo que comenzaba otra guerra, ¿sabes lo que le dijo? Que si eran ciertos los rumores que había oído, se iba a enterar de quién era Manuel Godoy. Que no sólo sabía que la que había sido su ama de llaves era en realidad su concubina, sino que tenía pruebas de las injurias que profería contra la reina y de otras hipocresías con las que intentaba ganarse los favores de la familia real, y en especial la voluntad del príncipe Fernando.

—¿Y qué dijo ese cabrón?

—¿Vos también vais a poneros soberbio?

—Disculpa, sabes de sobra que no es santo de mi devoción, y que si de mí dependiera lo mandaría al infierno.

La duquesa cambió de repente su gesto de frescura. Una inusual acidez se apoderó de su rostro. En sus pupilas despuntó un fino alfiler de rabia.

—Escoiquiz me imprecó, Francisco.

—¿A ti? —El pintor dio una patada convulsiva a uno de los tablones que habían servido como andamio y en un tris estuvo de que volcara el barreño del mortero, aún sin cuajar del todo.

—Sí, le dijo a Godoy que si ahora tenía por consejera a una... a una ramera. —La de Alba entornó los ojos, todavía humillada al recordar las injurias del clérigo, y casi sollozando continuó—: Ebrio de soberbia y petulancia, afirmó que ya nada podía hacer contra él, pues los reyes disponían de informes muy completos sobre los errores políticos y las torpezas morales del valido, y también sabían de su encuentro nocturno conmigo, de manera que podía asegurar con certeza que sus días al frente del gobierno estaban contados. Juró que acabaría primero con él y después lo haría conmigo.

—¿Y qué hizo Godoy? —Goya se volvió hacia ella, visiblemente airado.

—¿Qué iba a hacer un calzonazos, sino arrepentirse de inmediato y besarle los anillos? El memo de tu amigo se quedó desconsolado en mis brazos cuando Escoiquiz le dijo que ya no lo necesitaba en su tarea de encauzar el reino en la dirección que él y el príncipe Fernando debían tomar. Que Godoy le había sido de gran utilidad en su estrategia política durante años, hasta que se dejó seducir por Cabarrús para incluir a Jovellanos, Saavedra y todos esos ateos en el gobierno. Dijo que el daño hecho ya no tenía perdón, ni de Dios ni del hombre, y que cada cual en la vida elige la pena que ha de purgar eternamente.

—¿Y tú, qué hiciste?

—Quise irme, pero Godoy me retuvo. Se quiso disculpar conmigo, volvió a pedirme que lo complaciera, pues temía que ésa fuera su última jornada como jefe del gobierno, y como no veía forma de persuadirme me amenazó con imputarme el robo de unas cartas privadas de la reina que habían desaparecido de su tocador.

—Explícate, Cayetana. ¿Qué tienes que ver con ese asunto?

—Francisco, se trata de unas cartas que comprometen muy mucho el futuro de la monarquía, especialmente en la persona del príncipe Fernando. Desaparecieron hace años de la alcoba de la reina, justamente la última vez que me correspondió a mí ser camarera de palacio. Culparon a una sirvienta, a la que desterraron a Ronda con toda su familia, pero después averiguaron que las cartas jamás llegó a tenerlas ella.

—¿Pero qué cartas son ésas?

—En su momento lo sabrás, Francisco. Es mejor que por ahora sigan escondidas.

—¿Escondidas? ¿Dónde?

—Bien escondidas.

—¿Las robaste tú?

—¡Por Dios, Francisco, deja de hacer preguntas indecentes!

—¿Puedes decirme al menos de qué tratan las cartas?

—Ven conmigo —dijo Cayetana tomando suavemente la mano del pintor y recuperando una sonrisa forzada para zanjar cuanto antes la conversación—. O nos damos prisa o vuestros amigos nos dejarán sin vino y sin morcón.

La puerta de la capilla de San Antonio de la Florida quedó ligeramente entreabierta cuando salió la pareja. Un fino rayo de sol traspasaba en ese instante la linterna de la bóveda y, alcanzando la cornisa del ábside, iba a parar cabalmente al triángulo de oro que pretendía representar el misterio de la Trinidad. Iluminado por el sol, el divino trígono parecía cobrar vida en sí mismo. Tal vez porque era la primera vez en la historia de España que una capilla católica estaba presidida por un paráclito sin inscripciones religiosas. Ni ponía el nombre de Yahvé ni el de Jehová, como era obligada norma, con lo que en esa ermita quedaba entronizado el símbolo más puro e imperceptible de la masonería, el triángulo que es base mitad del sello de Salomón.