23

Una forma de morir

Madrid, palacio de Buenavista

(22 de julio de 1802)

...y es tu mano la que me entrega, la que me arroja a los brazos de los verdugos que van a ir haciéndome morir poco a poco, día tras día..., y morir sin que tú me justifiques.

Marqués de Sade

—Tomás, quiero que esté todo dispuesto para primera hora de la tarde.

—Así será, señora duquesa.

—Y antes quiero que me avises —dijo ella entre autoritaria y nerviosa—. Quiero revisarlo todo personalmente.

La duquesa de Alba no quería que en la cena de esa noche fallase ningún detalle, pues se jugaba su prestigio como anfitriona.

—Así lo haré, señora duquesa —contestó Tomás, el mayordomo principal de la casa, que ya estaba más que acostumbrado a esos súbitos arrebatos de su dueña. Desde que habían padecido el primer incendio era fácil ver a la de Alba irascible, desencajada, como quien no tiene control de lo que hace.

Cayetana despidió al mayordomo con un gesto y se quedó mirando a Caramba, su perrilla maltesa, que se le había enredado en los tobillos y no paraba de restregarse contra las canillas de su ama. El animal llevaba varios días mal de salud porque apenas comía y lo poco que tragaba le suponía tales dolores que retorcía el morro de sufrimiento. Cayetana creía que lo que le había sentado mal al animal era el cambio de aguas de Andalucía con Madrid y que, tal vez por eso, respiraba también con dificultad pero, pese a todo y como el animalito no mejorara con los días, pensó que debía llamar a Francisco Durán, su médico de confianza, para que le recetara algún remedio. Que su perra estuviese mala le conturbaba el ánimo más que la enfermedad propia; verla así, postrada y lastimera, era peor para la duquesa que para el animal, porque la perrilla, que gustaba mucho de los juegos que se traía con su ama, no podía ahora ni levantar la cabeza de la alfombra. Caramba nunca se separaba de la duquesa; apenas despertaba su dueña, el animal se ponía a los pies de la cama esperando la primera caricia porque la maltesa sólo se dormía si lo hacía en un cojín al lado de su cama. Tal era su compenetración que Goya, que alguna que otra mañana que alboreó en el dormitorio de Cayetana siempre se la encontró al despertar gruñéndole en los morros, las entendía incapaces de estar una sin la otra, y así lo cantó al retratarlas juntas.

Una llamada a la puerta la sacó de las carantoñas al animalito.

—Señora, ha llegado un billete para su excelencia. —El mayordomo, vestido ya con su librea de gala, le acercaba una nota sobre la bandejita de plata.

—¿Quién lo envía?

—Viene de la casa del excelentísimo señor don Antonio Cornel —dijo Tomás, como si se refiriera exclusivamente al ministro de Marina y no al amante de su señora.

—Dámelo, y sigue con tus cosas —le respondió la duquesa, que no estaba esa tarde por la labor de ser simpática con el servicio.

Ese nuevo galán, que Francisco Goya no pudo ver, era lo único que la distraía en esos meses primaverales. Su extraño estado de desasosiego sólo se calmaba en compañía de ese galán que en común con Goya sólo tenía dos cosas: que era aragonés y muy bravo como amante. A partir de ahí todo eran diferencias: uno pintor, el otro militar; el nuevo era joven, y el de siempre, viejo; Antonio no paraba de hablarle y Francisco sólo la miraba; Goya la quería y Cornel sólo la usaba. Pero eso no le importaba a Cayetana, que tenía en Cornel lo que quería: un amante de ocasión, que la sirviera y no le diera problemas; que se fuera de su cama sin protestar y que, mientras, no se metiera en su alma, que eso —y pese a ella misma— sólo se lo permitía al pintor. Antonio Cornel, un protegido del conde de Aranda —de quien había sido su ayudante de campo— la atraía también porque, aparte de sus galanterías y virtudes amatorias, era militar, y eso a la duquesa le gustaba porque estaba acostumbrado a la disciplina y, sobre todo, porque odiaba a Godoy tanto como ella. Algunas veces, después de los sudores que vienen tras el amor, Cornel le decía al oído a Cayetana, como si sólo quisiera que se enterase la almohada, que estaba dispuesto a derribar al valido y echarlo de España, si fuera preciso. Entonces Cayetana, trastornada en el sentir por escuchar lo que le placía más que un abrazo, volvía siempre a regalarle un poco más de su amor, como si el caballerete hubiese culminado algo heroico con esa simple declaración de intenciones en campo tan poco peligroso como un dormitorio. La cena de aquella noche era en su honor porque Godoy, harto de él, pensaba destituirlo de un momento a otro y Cayetana quería convocar a los suyos a fin de preparar una maniobra que diera la vuelta a lo que pretendía Godoy. «Será él quien salga de palacio, y no mi Antonio», se decía cuando se animó a preparar esa convocatoria contra el valido, con la excusa de celebrar no sabía qué de su amante.

El billete, aparte de cargarse de unas cuantas galanterías, era sólo para recordarle que llegaría al palacio de la duquesa antes de lo convenido y pedirle que estuviese preparada para él, que la quería tener un rato a solas antes de que llegaran los demás invitados. El tono meloso del escritito no era lo que más le hubiera podido gustar de ordinario a Cayetana, pero en esos momentos —tal y como tenía el ánimo— cualquier cosa que le dijeran con cariño la ponía cerca de un estado de gloria. Lo que antes hubiera tirado al suelo, por cursi y ceremonioso, ese día le valía como esperanza de un rato de atenciones que la sacaran de los miedos de su cabeza. Y eso lo sabía hacer muy bien Antonio Cornel.

Cayetana de Alba se levantó del sillón con la intención de subir a sus habitaciones para vestirse para la cena, pues ya se le iba haciendo la hora, que eran casi las seis de la tarde. Caramba gruñó en cuanto vio que su ama se ponía de pie e intentó seguirla, renqueante. Cuando la duquesa vio el dolor del animal, se agachó y, tomando a la perrilla en sus brazos, la acunó con cariño. En el fondo, pensó, sólo se podía fiar de ella... y de Goya. Y de los dos por la misma razón: porque la querían sin pedirle nada a cambio. Una simple caricia era bastante para ellos; la perseguían en silencio, como ella misma había amado una vez a un hombre, al único que no le había correspondido, y cuyo recuerdo y nombre se irían con ella a la tumba. Goya no se le iba de la cabeza, sabía que podía confiar en él y que lo tendría siempre; bastaba un gesto suyo para que Goya volviera, cuando y donde ella le dijera. Sin preguntas, en silencio, dispuesto a lo que hiciera falta para sacar una sonrisa de su cara.

Con esos pensares en su cabeza llegó a sus habitaciones y le dijo a la camarera que la esperara fuera, que ya le avisaría. A Cayetana no le gustaba que hubiera nadie delante mientras se pintaba y arreglaba; era quizás su único pudor, el cuidado de sus secretos como mujer coqueta.

Cuando Cayetana se quedó sola en su gabinete, dejó a Caramba en el suelo, sobre un cojín de terciopelo verde que la perrita gastaba para dormir a los pies de su ama, y se dirigió a su tocador. Allí, sentada y mirándose al espejo, volvió a encontrarse con la imagen del pintor: se recordaba esa expresión que veía delante como una obra de Goya y no de su propio rostro. Goya, por pintarla, la había poseído más que nadie, porque gracias a sus pinceles Cayetana de Alba había dejado de ser duquesa para ser maja, manóla, amante, figura, bailarina o pastora, porque bien sabía ella que el pintor ponía un poco de «su Cayetana» en cualquier parte. Goya la había sacado de su título para hacerla vivir donde nunca hubiera soñado, aunque fuera en un lienzo, en todas partes donde Goya estaba y en todos los sitios que el pintor hacía nacer con sus pinceles.

La de Alba se soltó el pelo delante del espejo, ese pelo que ella gustaba de decir «que la podía tapar entera»; por eso Goya la había pintado en un cuadrito, sin cara, con el pelo suelto y riñendo a su dueña, la «beata»; o cepillándoselo, en un grabado. Allí, delante de ella, estaba suelto ese cabello en que «cada pelo me inspira deseo», le decía el pintor cuando se lo acariciaba, despeinado, en la almohada de su dormitorio. El peine aireaba los rizos de su cabellera y los iba trenzando a su gusto, otra vez, sobre la frente. Hacía unos días que había mandado que se lo volvieran a teñir de aquel negro azabache que tanto gustaba a los hombres, y no se le veía ni una sola cana.

Ella sabía de sobra que su cabellera era de las cosas más celebradas de su cuerpo y que eso, la admiración, era lo que la hacía deseada. Pero sabía también que sólo un hombre la había admirado por su sola condición de mujer, que sólo uno la había querido a pesar de no saber hacerlo hasta que la conoció, y que sólo ése, Goya, la había sabido tener como ella quería que la tuvieran: libre y a cambio de nada. Sabía de sobra que muchos hombres que decían amarla sólo la necesitaban por lo que era ella, fuera para medrar, para vanagloriarse o, como casi siempre, para retenerla cerca de ellos, como un trofeo. Por eso, Cayetana, en el fondo y a pesar suyo, sólo se había enamorado del pintor.

Cayetana se hallaba en esas ensoñaciones y se le había ido de la memoria el recuerdo de Cornel, en el fondo un pasatiempo en esos meses de zozobra. Cuando terminó de recogerse el pelo e iba a comenzar a empolvarse la cara abrió el cajón de su tocador, y allí estaba la caja de palisandro que le había regalado Goya una vez en El Rocío, después de pintarle la cara él mismo con los colores de su paleta. Admirado el aragonés por la tez tan blanca de la duquesa —«que parece uno de mis lienzos antes de pintarlo», había comentado acariciándosela—, le había propuesto usar sus pinceles para adornársela. «Te pintaré como hago con uno de mis cuadros. Así serás como en tus retratos, Cayetana», le había dicho mientras ella se reía como una niña excitada con un nuevo juego de muñecas. Ese día ella haría lo mismo: «Me pintaré como si fuera de Francisco», se dijo abriendo la caja de brochas y pinceles. Sería una forma de tenerlo con ella en la cena; sus ojos serían los del pintor, porque se los debería a sus colores, y usaría para su boca el mismo carmín que una vez había adornado sus labios antes de que Goya la besara cerca de la playa.

Cuando vio que su cara estaba ya limpia de todo afeite y blanca como la leche, mojó el pincel en azul veneciano y se lo acercó a los párpados para empezar ese extraño ritual. Así, a solas, emocionada, fue pasando por su cara los colores de la caja de su amigo hasta terminar un trabajo que la hacía parecer más ella misma. Estuvo en eso casi una hora, retocándose, jugando con los colores, recordando cuál había usado el pintor. Lamentó no tener con ella el pequeño retrato de viaje que le había regalado días atrás, pues lo hubiera usado como modelo, pero se apañó con su instinto.

Giró la cabeza a uno y otro lado del espejo: había algunas arrugas, pero quedaban disimuladas con las tierras, y los ojos parecían mucho más brillantes gracias al azul de los párpados. Todo estaba perfecto, se dijo; allí delante tenía unos labios muy bien dibujados en rojo carmín que formaban un ángulo perfecto con el resto del rostro. Su cara era menuda y la nariz, pequeña y algo respingona, no la afeaba sino que, por el contrario, le daba ese aspecto juvenil que tanto gustaba a los hombres y que a ella le encantaba resaltar.

Cuando estuvo contenta con su trabajo se levantó y se acercó al espejo de cuerpo entero que había cerca de la puerta del gabinete. Allí se quedó mirando, alzada de puntillas, y se palpó con ambas manos por debajo de los pechos: aún guardaban su firmeza, perfectos, para exhibir al gusto de la moda que se llevaba en París. Se sintió satisfecha de poder lucirlos sin necesidad de sujetarlos todavía. Cayetana sabía que eran uno de sus mejores atractivos y estaba dispuesto a sacar todo el partido de ellos.

Después se acercó al vestidor. Entre sedas y lazos sería difícil escoger un vestido bonito: tenía más de una docena y todos a la última moda. Así que, tras dudarlo un instante, alargó el brazo y cogió un vestido blanco, uno muy parecido al que había causado tanta admiración cuando Goya la había pintado en Sanlúcar. Pero esta vez, pensó, no se pondría el lazo rojo, lo llevaría azul. «Más propio para esta noche», se dijo, ya segura de su elección.

Con eso resuelto y preocupada por cómo irían los preparativos de la cena, salió fuera para llamar a su camarera.

—Señora duquesa —le dijo Catalina en cuanto entró en su gabinete—, os creía en la siesta, descansando.

A la muchacha le sorprendió verla pintada ya, cuando eso era trabajo que solía hacer delante de ella mientras le preparaba la ropa.

—Pues ya ves que no, Catalina. Quiero que todo esté perfecto —y la duquesa volvía al tono distante y agrio que solía usar con el servicio de su casa—, empezando por mí.

—Claro, señora duquesa. —La camarera no quería líos, que por menos alguna compañera suya había acabado en la calle.

—¿No ves que no puedo dormir? —Y seguía airada—. ¿Quién va a cuidar de que todo esté dispuesto? Tengo yo que pensar en todo.

—Se preocupa demasiado, señora duquesa. Todos sabemos lo que tenemos que hacer y cuáles son sus gustos para que todo esté como le complace.

—Desde el incendio de la biblioteca, estoy más alerta que nunca, Catalina. Me fío de vosotros, pero dos ojos más son necesarios para que no haya sorpresas.

La duquesa señaló a la mucama lo que quería para vestirse, y la criada comenzó el ritual de engalanar a su señora. Mientras Catalina sacaba del armario el traje blanco, Cayetana comenzó a desnudarse detrás de un biombo chinesco, como todos los detalles de su vestidor.

—Déjeme que la ayude con el fajín, señora —propuso la criada cuando Cayetana de Alba ya se había vestido con ese traje blanco de hilo y seda que le acababa de mandar de París su costurera francesa—. Las arrugas del vestido en la parte delantera se las quito de inmediato terminando la lazada de otra forma en su espalda.

—Que no quede demasiado grande el nudo —indicó la de Alba—. Déjalo como si cayera de forma natural. Como si no me hubiera dado tiempo a ajustarlo.

Ambas se rieron de repente. Innumerables veces habían vivido escenas como aquélla, y en cada nueva gala se repetía el ritual: las mismas miradas, casi las mismas palabras, como en ese momento. Espejos que devolvían la silueta, contornos ajustados, sedas que ceñían y telas que cubrían. Una leve imperfección, y la de Alba desdeñaba el vestido. La sombra de una arruga inexistente, y el lazo se cambiaba por otro distinto. Una pulsera que desentonaba con el color de la manga, y la pulsera volvía al joyero hasta encontrar la que le gustara a la señora. Un brillo inoportuno, el pelo descolocado, y había que comenzar de nuevo la tarea de conseguir que luciera perfecta su belleza.

Cuando terminó esa misa pagana, Cayetana de Alba se miró delante del espejo: se gustaba, había conseguido lo que quería. Parecía, mismamente, la figura del cuadro de Goya, que hubiera salido de su lienzo y cambiara la playa de Sanlúcar por el fondo de sus habitaciones en Buenavista. Los mismos colores, el mismo porte orgulloso, la perfecta caricatura de sí misma. Sólo ella era capaz de disfrazarse así, como Cayetana de Alba.

—Catalina —dijo de repente presa de una excitación inusual—. ¿Sabes escribir?

—Sí, señora duquesa, y bastante bien por cierto —apostilló orgullosa la criada—. Dice mi novio que tengo muy buena letra.

—Coge ese pincel de ahí —le señaló sobre el tocador— y mójalo en ese tarro de pintura roja, ¿lo ves?

—Sí, claro. —La muchacha estaba desconcertada. En un instante había hecho lo que le había mandado la duquesa y esperaba el siguiente paso de las ocurrencias de su dueña.

—Ven y píntame una G, muy pequeña, aquí. —Y le señaló detrás del hombro derecho, donde comienza la paletilla.

La muchacha, cada vez más aturdida, hizo lo que le mandaba y sin rechistar, que cuando su ama se ponía así sabía que lo mejor era no llevarle la contraria.

—Ya está —dijo Cayetana satisfecha cuando la muchacha concluyó el encargo y ella vio el resultado girándose delante del espejo—. Así viene él también a la cena.

Un gesto de sorpresa se instaló en la cara de la muchacha mientras dejaba el pincel en su sitio.

* * *

La casa estaba perfectamente iluminada, el salón lucía espléndido, el servicio de mesa era perfecto y todos los criados, vestidos con librea de gala, se hallaban en su puesto. Todo pintaba como había querido la duquesa de Alba.

Eran las nueve y cuarto de la noche cuando llegó Antonio Cornel. Era el primero de los invitados y se había adelantado sólo quince minutos a la hora de la convocatoria. A Cayetana, a quien ya se le había olvidado la nota de su novio, no se le ocurrió otra cosa que mandarlo a esperar a un saloncito contiguo al del comedor. «Dile que ahora bajaré», le encomendó al mayordomo. La verdad era que no le apetecía verlo en esos momentos, pero como la cortesía obliga bajó al cabo de un rato.

—Todo está a punto, Antonio —le dijo la duquesa por todo saludo cuando llegó al saloncito—. Eres el primero en llegar y espero que seas el último en marcharte —le dijo, más por compromiso que por otra cosa.

—Así lo haré, Cayetana, y con mucho gusto, amor mío —dijo el flamante ministro mientras le besaba la mano, que es lo que le ofreció ella por todo sitio donde dejar el ósculo. Cornel no esperaba un recibimiento tan desconcertante—. Por cierto, estás guapísima...

—Favor que me haces, Antonio —lo interrumpió ella—. Cosas de mi maquillador.

Resultaba evidente que Cornel no había alcanzado el doble sentido.

—¿Ha confirmado su presencia el príncipe Fernando? —preguntó Cayetana en cuanto se colgó del brazo de su amante.

—Sí, lo ha hecho esta mañana con el duque de Medinaceli, que se ha acercado a mi despacho para hablar conmigo e interesarse por el estado de las obras de reconstrucción de tu biblioteca. Me dijo que lo hacía por encargo expreso del príncipe.

—Entonces la noche se promete larga. —Había un cierto tono de fastidio en sus palabras. La cabeza de la duquesa había cambiado el guión de lo que iba a pasar, y lo que se prometía una conspiración instada por ella misma se estaba convirtiendo, por momentos, en un engorro que ella veía, ahora, por los ojos del pintor. Había dejado de interesarle.

—Sí, Cayetana —dijo él muy circunspecto—. Tenemos que acordar con él la fecha de la destitución de Godoy y cómo hacerlo. La arbitrariedad de ese advenedizo tiene que terminar, no le podemos consentir más tropelías. ¡Hay que plantarle cara de una puñetera vez!

—Muy bien dicho, Antonio —lo aplaudió la duquesa—. Pocos hombres de ahora tienen los redaños que tienes tú. Te apoyaré hasta el final y cuenta que mi fortuna y la de otros grandes del reino están a tu disposición para derrocar al advenedizo de Manuel.

—No hará falta, Cayetana. Lo resolveremos antes de llegar a eso.

Lo que tampoco sabía Cornel era que Godoy, que tenía espías entre sus escribientes y entre los criados de la casa de Alba, se hallaba al corriente de cuanto se cocía en los preparativos de esa cena y de lo que pretendían los conjurados. En cuanto supo que Cayetana convocaba a su casa, a instancias de Cornel, y que iba a asistir el príncipe don Fernando, se le encendieron las alarmas, y mandó llamar a Moratín para que lo pusiera al corriente de lo que pudiera saber Escoiquiz al respecto. «Reunión de pastores...», se dijo el extremeño en cuanto supo de esa extraña convocatoria.

A esas horas, mientras los invitados estaban a punto de llegar al palacio de Buenavista, Moratín daba los últimos repasos a su trabajo cuidando de la caja que transportaba el reloj. El orfebre dramaturgo acompañaba al príncipe de Asturias en su carroza camino de la casa de Cayetana de Alba.

Habían salido a eso de las seis de la tarde del palacio de Aranjuez, después de que Leandro Moratín hubo hecho los últimos arreglos y comprobaciones de muelles y pistones del bello pero complicado mecanismo que había diseñado el relojero francés. Tanta insistencia con el reloj se debía al empeño del príncipe de Asturias de regalárselo a Cayetana de Alba como prueba de su amistad hacia ella y a los de su partido, y la cena le pareció el momento de oportunidad. Los necesitaba entre sus partidarios y Escoiquiz, el verdadero promotor de la idea, creía que era una manera original de ganarse para la causa del príncipe las simpatías de la duquesa. «Los demás —pensaba el clérigo— vendrán detrás de ella.»

La carroza ya transitaba por la vereda de Vallecas, camino de la ermita de la Virgen de Atocha, y Madrid estaba a poco más de media legua.

—Que te quede claro —le dijo el príncipe de Asturias a Moratín— que tú te has de quedar abajo custodiando el reloj. Quiero que sea una sorpresa.

El príncipe, que para muchas cosas —y pese a estar a punto de casarse— era como un niño chico, quería que Moratín pasara al comedor, llevando el reloj, cuando faltaran unos pocos minutos para que dieran las doce de la noche, que era el momento en que la complicada maquinaria lucía mejor sus habilidades. Quería que todos admiraran su regalo y por eso necesitaba que Moratín estuviera presente, por si fallaba algo a última hora.

—Tú esperas una señal, que te la mandaré con un criado, y entonces entras —insistió el que, si Dios no lo remediaba, sería Fernando VII.

Leandro sólo asintió con la cabeza. La presencia del príncipe Fernando lo intimidaba a la vez que le resultaba incómoda. Estaba acostumbrado a las maneras del clérigo, pero no a la mojigatería de ese adolescente infantiloide.

El príncipe Fernando tampoco iba cómodo. No le gustaban los viajes en verano, y menos a Madrid. Prefería vivir en Aranjuez, porque no soportaba el bochorno de la capital. Además, como le imponía le presencia de la gente, no le gustaba Madrid y cuando tenía que estar allí apenas salía de sus habitaciones y, desde luego, nunca del palacio. A esas costumbres lo habían llevado Escoiquiz y sus disciplinas que, para él, era como su verdadero padre. Se había criado al cuidado del canónigo en una relación que, para muchos, era incomprensible e inadecuada. El clérigo le había enseñado, cosa impropia en quien se decía de la fe de Cristo, a odiar a su madre —a quien el hijo tenía por puta— y a despreciar a su padre, don Carlos, por consentidor. Escoiquiz ejercía sobre él un dominio que era difícil de explicar y de entender para los demás. Y si esa animadversión del príncipe por sus señores padres era manifiesta, la que sentía contra el valido era clamorosa, por hacerlo responsable del desastre de familia que lo había parido. Era cierto que Fernando quería ver muerto a su padre. Pero antes quería liquidar al valido, y todo lo que se urdiera al respecto era para él como un premio; de ahí que, pese a su timidez, acudiera contento a la cena. El motivo lo merecía.

—Ya llegamos, alteza —le dijo Moratín para despertarlo. El traqueteo lo había dormido porque a esas horas, de ordinario, el príncipe estaba ya por recogerse, que se levantaba a las cinco y media para empezar con sus rezos.

Don Fernando ya conocía de otras veces el palacio de la de Alba y siempre le había gustado, pero más aún desde que supo que también le gustaba a Godoy y le había escuchado al novio de su madre que querría vivir allí algún día. El carruaje atravesó la verja de hierro y el magnifico oratorio exterior para cruzar los jardines delanteros, destrozados en la actualidad por los incendios y los albañiles, y dejar atrás las fuentes de pórfido que adornaban la glorieta que se extendía ante la fachada principal del palacio. La carroza volteó a la izquierda y paró delante de la escalinata para que el príncipe y su acompañante bajaran del carricoche, una vez que los guardias de escolta le prepararon la llegada e hicieron descender la escalerilla. Al otro lado de la rotonda estaban parados los coches de los restantes invitados; mientras, los cocheros cepillaban las caballerías a la luz de unos faroles. Moratín se fue con un guardia y un criado por otra puerta, disimulada en el zócalo debajo de la escalinata, y que daba a las cocinas de la casa. El criado cargaba con la caja del reloj, que iba envuelta en un saco de loneta.

El solar del palacio era el sitio donde antes había vivido la reina Isabel de Famesio, la madre de Carlos III. Al morir la reina madre compró el viejo palacio el duodécimo duque de Alba, que lo tomó por subasta y mandó demolerlo. Fue el padre de Cayetana quien encargó los planos del nuevo edificio a Ventura Rodríguez, pero fue otro arquitecto, Pedro Bernal, quien levantó sus trazas. Desde que había muerto su padre y su marido, Cayetana de Alba, que no tenía hijos, era la dueña.

La duquesa y el ministro recibieron al príncipe en la terraza, antes de entrar en el vestíbulo de la planta noble, donde esperaban los demás invitados. Allí, bajo el cuidado de Tomás Yerganza, el mayordomo principal de la casa, formaban: Ramón Cabrera, un sacerdote amigo de la duquesa; los condes duques de Benavente-Osuna; Francisco Durán, el médico de cabecera de la reina; Bernal, el arquitecto; el conde de Haro; el barón de Pignatelli, primo de su marido muerto; la condesa de Chinchón, con su hermano el cardenal don Luis, y Manuela de Silva y Wakdestein, pariente de Cayetana de Alba. También asistían a la cena los cómicos Isidoro Máiquez y Rita Luna y el torero Joaquín Rodríguez. Una extraña mezcolanza de aristócratas resentidos y bastante inofensivos, cómicos, cortesanos, un torero y un cura tramontano. Razón de la convocatoria: el odio común a Manuel de Godoy, cada uno por su motivo. Las posibilidades de destituirlo: bastante escasas, al menos por la fuerza de los asistentes.

Hecho el besamanos, la duquesa y su amante condujeron al príncipe al comedor y todos los invitados los siguieron. Abajo, Moratín desembalaba el reloj y ajustaba el mecanismo.

La mesa era espléndida y el protocolo se cumplió a rajatabla, pese a que la duquesa quisiera darle un aire familiar al evento. Presidía el príncipe Fernando y a su derecha e izquierda iban colocándose los distintos personajes y personajillos invitados a la cena. Los duques de Osuna estaban a la derecha del príncipe y el hermano del rey, don Luis, y su sobrina la condesa de Chinchón, a su izquierda, seguidos por el duque de Frías. A Juan de Pignatelli, que hacía pareja en la mesa con Manuela de Silva, le seguía a continuación el cura Cabrera —que hizo de par del conde de Haro—, mientras que al torero le tocó con Francisco Durán, cerrando la mesa por la derecha. La duquesa de Alba, precedida por Isidoro Máiquez y Rita Luna, la cerraba por la izquierda. Frente al príncipe, Antonio Cornel, el homenajeado.

Cayetana parecía trastornada, como distante. Y ciertamente era así porque esa noche la duquesa de Alba no era ella misma; era una representación de sí misma, una apariencia que todos veían como real, pero que sólo ella sabía comprender en su verdadera naturaleza. Allí no estaba Cayetana de Alba; allí quien estaba era aquella mujer que Goya había creado en sus cuadros. Un presentimiento le atenazaba el alma desde hacía días y esa noche, por si fuera la ultima, Cayetana había decidido entregarse del todo al amante ausente. Y lo hacía de la forma y manera más profunda, más sumisa, que alcanzó a concebir: siendo como él quiso que fuera, copiando a la mano que antes la había copiado a ella. Apareciendo ante todos como la había pintado Goya, estaba siendo del pintor; simulando su apariencia dibujada, entregaba el alma a quien, al pintarla, se la había robado antes. Muchas veces le había entregado el cuerpo, como a tantos, pero esa noche Cayetana de Alba, la más poderosa de las duquesas, estaba decidida a entregar su alma al único que se la había robado. Por fin sería de Goya. Ante todos sus amigos, incluso ante su amante de guardia, Cayetana callaba, sólo decía una cosa en silencio, se mostraba. «Soy de Goya», gritaban los óleos de su cara y los pliegues de un vestido que salían, en verdad, de un retrato.

Más de treinta candelabros alumbraban el comedor, como si fuera un teatro, que Cayetana lo había querido así para que se la viera. El reflejo de las bujías en los espejos y el verde de las libreas de los criados convertían las paredes de la estancia en verdures animadas donde los uniformes de los invitados se paseaban entre joyas de las damas en un baile de colores y apariencia en la que sólo una imagen, la de Cayetana de Alba, parecía quieta en esa danza de vanidades. Al fondo de esa alegoría visual, el murmullo de las conversaciones cruzadas y los acordes de una pieza de Boccherini, precisamente los Seis quintetos op. 62 para dos violas, se mezclaban en un empaste tan abigarrado como las imágenes de los invitados en los espejos. No dejaba de ser una paradoja que fueran esos quintetos la pieza elegida, que algo de fatal había en ellos, desde el momento en que Boccherini, otro protegido de Godoy, los había compuesto para Luciano Bonaparte, el embajador de su hermano en España y padrino principal del valido ante Napoleón, con motivo de su despedida como embajador francés en Madrid. La larga mano del generalísimo Godoy ponía uno de sus dedos en el cónclave conspirador, aunque sólo fuera en los oídos de los conjurados.

La cena transcurría con normalidad, salvo por la extraña actitud silente de la duquesa, mientras los comensales iban cruzando conversaciones que pasaban de los toros a la política. El duque de Osuna, siempre tan cortés, celebró el vestido de Cayetana aplaudiendo su novedad sin darse cuenta de que era el mismo, o casi igual, con que se vestía en el cuadro que había en el recibidor de palacio. Cayetana ni le contestó; sólo hizo una media sonrisa y siguió con la mirada perdida. El príncipe de Asturias, que no se expresaba bien por su timidez, comentaba con Juan de Pignatelli su próxima boda con María Teresa de Borbón Dos Sicilias, que la esperaba para el próximo 6 de octubre en Barcelona, mientras Francisco Durán despotricaba cerca del conde de Haro contra Godoy, porque consideraba impropio que la reina lo hubiera nombrado generalísimo. El conde de Haro, siempre tan circunspecto, se reservaba la opinión sobre ello y, por ocupar el tiempo, peroraba sobre el poco éxito de venta que habían tenido Los caprichos de Goya, pese al anuncio publicado por Ceán Bermúdez en el Diario de Madrid. Como quiera que la duquesa escuchara el comentario, interrumpió el discurso del aristócrata, que además no le caía bien.

—Señor conde —le dijo sin mover un músculo de la cara y sin mirarlo apenas—, ni vos sabéis de pintura ni yo estoy por consentir que habléis mal de quien no está aquí. Ese privilegio sólo se reserva para vilipendiar a Godoy, que es a lo que habéis venido, señor.

Ante tal desplante se hizo un silencio incómodo que resolvió de inmediato el torero Rodríguez, que de tonto tenía poco, explicando a quien quisiera oírlo cómo era la estocada a volapié, una suerte de su propio caletre, y el lance de capa a la verónica con dos manos, un invento de su colega El Costillares. La duquesa miró sonriente al torero aplaudiéndole la lindeza, el conde de Haro se enfrascó en una lucha con sus ostras y todos volvieron a las confidencias instantes antes de que empezara el siguiente quinteto.

Cornel quiso terciar también en el incidente y, golpeando su copa con un tenedor, pidió silencio a los músicos y a los comensales.

—Señoras y señores —dijo el ministro poniéndose en pie—, aprovechando la presencia de su alteza don Fernando con nosotros propongo un brindis en su honor.

Todos los hombres se levantaron inmediatamente tomando sus copas. Las damas permanecieron sentadas.

—¡Por su alteza don Fernando y por la salud de su familia! —declaró Cornel alzando la suya. Todos lo siguieron en el gesto.

El príncipe, con el rostro colorado, devolvió el brindis elevando su copa como pudo. Le temblaba el pulso de lo azorado que estaba.

A esas alturas de la noche, que eran casi las once, Moratín había dado cuenta de un pollo asado que le habían servido en la cocina y se afanaba en dar los últimos toques y ajustes al complicado mecanismo del reloj. Un criado lo había subido a la planta noble y esperaba con su artificio en la habitación de al lado del comedor. Había puesto el reloj en una mesita con ruedas y aguardaba la hora convenida para presentarse.

Cuando ya habían acabado con las ostras, el plato preferido de la duquesa y del príncipe, y las conversaciones ya se iban repitiendo, volvió a ser Cornel quien recondujo la cena, que empezaba a desbarrar en chistes y cotilleos.

—¿Hasta cuándo vamos a seguir soportando las arbitrariedades de Godoy, alteza? —espetó Cornel de repente, que como buen aragonés iba directo al grano y no gustaba de más preámbulos que los necesarios.

Cayetana de Alba se quedó mirándolo y sonrió. Cornel se hinchó ufano ante el mudo piropo de su amada, pero no sabía que Cayetana se había sonreído de recordar a Goya, porque esa brusquedad del ministro le sonaba a los desplantes que se le iban al pintor por la boca cuando perdía los nervios.

—¿Qué se va a esperar de alguien que ha prohibido las corridas de toros? —apostilló, sin venir a cuento, Joaquín Rodríguez, quien, como era torero, encontraba en la prohibición que había dictado Godoy el motivo para un odio irracional, como también lo era su atrevimiento profesional ante las reses. Desde hacía meses no había corridas en Madrid, y eso tenía soliviantado al personal más que el resto de las medidas liberales del valido.

—¡Cállate, Joaquín! —le recriminó Cayetana de Alba. No quería que el toro se le fuera de delante al príncipe Fernando, y la interrupción del torero le permitía escaparse con una media verónica y dejar la faena sin empezar.

A partir de esas palabras sólo se escucharon en la sala los compases de Boccherini. Los comensales se callaron como muertos y el príncipe casi se atraganta con un bocado de perdiz que acababa de meterse en la boca. No esperaba la pregunta de Cornel, menos aún el desplante de Cayetana, y sabía que todos lo estaban mirando y esperando que contestara.

—Los preparativos están en marcha —dijo y se quedó callado mirando a los asistentes.

El sudor le corría por la cara y apenas levantó la cabeza del plato para decir eso. Como quiera que nadie dijera nada, se hizo otro silencio y el desgraciado heredero se vio en la obligación de explicarse:

—Escoiquiz y su secretario están enviando, de mi parte, correspondencia secreta a todas las cortes europeas, pero sobre todo a Napoleón, para recabar su apoyo y así cortar de raíz las ambiciones de ese hombre y alejarlo del poder para siempre.

El duque de Osuna sonreía mientras hacia una carantoña con los dedos a su mujer; sabía de sobra que eso y nada eran lo mismo. El sacerdote Cabrera siguió desmembrando perdices y asintiendo con la cabeza, y Juan de Pignatelli, siempre tan atento, se acercó a la condesa de Chinchón para servirle, a la inglesa, un poco de salsa para las codornices. La aclaración del príncipe pasó por los oídos de los asistentes como el rayo de luz a través del cristal: eso lo sabían todos desde hacía semanas.

—Avisar a nuestros amigos extranjeros está bien, alteza. Pero eso no es suficiente. —El pobre Cornel estaba desconcertado, pues no esperaba tanta estupidez en el heredero. «O es un memo o es un cobarde», pensó—. Hay que ser más expeditivos —insistió.

El silencio por respuesta, y un sorbo de vino para tragarse el bocado de perdiz, fue todo cuanto pasó por la boca de don Fernando de Borbón y de Parma.

—Todos los aquí presentes y mis compañeros de gobierno —prosiguió Cornel, que se refería sólo a Urquijo, Oquendo y Espiga— somos enemigos declarados de Godoy y firmes partidarios de vuestra alteza. Vos lo sabéis, y por eso estáis aquí sentado esta noche.

—No lo he entendido. ¿Decís, señor —quiso aclarar el príncipe—, que estoy aquí porque odiáis a Godoy o porque sois amigos míos?

El príncipe no estaba acostumbrado a dar su opinión delante de nadie que no fuera de su servicio. Las más de las veces porque no se atrevía sin consultar antes con Escoiquiz lo que debía decir y, siempre, por vergüenza.

«La verdad es que es absolutamente estúpido o rematadamente listo», se dijo, divertida, Cayetana de Alba. A Cornel se le quedó la cara descompuesta. Pignatelli miró para otro lado y el de Osuna comenzó a tamborilear con los dedos en la mesa.

—Lo que de verdad nos tiene que informar su alteza —terció la duquesa por sacar a todos del lío, y visto que por ahí no iban a ningún lado ante lo embarazoso de la situación que había creado la respuesta de don Fernando— es de la belleza y las cualidades de su futura esposa, doña María Antonia.

—Sí —apostilló deprisa la duquesa de Osuna, que había comprendido el cambio de tercio de su amiga—. Tengo entendido que es muy bella.

Don Fernando, que por esos días le faltaban tres meses para cumplir dieciocho años, sabía de mujeres lo que Escoiquiz de aeróstatos y apelar a su opinión sobre el otro género era aventurarse a otro estropicio. El caso es que el príncipe se limpió los labios con la servilleta y después de un ligero eructo, que le salió por los nervios, se embocó al asunto como mejor pudo.

—Ya lo creo —le dijo a la de Osuna con una sonrisilla forzada—. Me han enseñado retratos de ella y yo creo que es muy bonita. Estoy muy contento.

La verdad es que no era para tanto. Su futura esposa, que estaba apalabrada desde noviembre del 1801 y con la que se iba a casar por poderes en los próximos días de agosto en Nápoles, era su prima hermana y más Borbón que él, que tenía la boca hinchada, los ojos saltones, la nariz grande, como toda la familia, y además de tuberculosa era muy dominante, como su madre. La pobre desgraciada, que no sabía todavía cómo era el príncipe de sus destinos, tuvo que acudir a permiso papal para casarse, porque su parentesco tan íntimo no se lo permitía, y el papa Pío VII hubo de otorgárselo por la mucha lata que dio el marqués de San Teodoro, que fue el que muñó el evento por parte de la casa española. Además la muchacha no era núbil por esas fechas y tampoco estaba muy convencida de casarse con su primo, al que el muñidor presentaba como «buen mozo, muy despierto y muy amable», mintiendo como un bellaco.

Cayetana miró a María de la Soledad, la duquesa de Osuna, y se entendieron perfectamente de mujer a mujer. Las dos sabían de la virginidad beata del neófito y de su poca sangre para el lance de amoríos, no como ellas. El príncipe, que no tenía ni la más remota idea de lo que era estar con una mujer, ni cómo complacerla, se creyó en la obligación de explayarse.

—Cuando venga la conoceré mejor, y, como es princesa como yo —y eso era cierto, que María Antonia era la hija del rey Fernando de Nápoles, el hermano de su padre, y de María Carolina de Austria—, me amará como me corresponde.

—Claro... —otorgó Cayetana—. ¿Verdad, Soledad? —le preguntó a su colega, con la que se traía una relación de competencia cómplice en lo que hacía a amoríos secretos.

—Así es siempre entre príncipes —sentenció divertida la duquesa de Osuna—. Las princesas sólo quieren a los príncipes y los príncipes, sin embargo, nos quieren a todas las mujeres.

—Salvo excepciones... —Cayetana no podía morderse la lengua.

—¿Y eso? —preguntó el torero, que no sabía por dónde le daba el aire.

—Me refiero a la difunta María Antonieta, que en gloria esté —divagó Cayetana de Alba—. Quiso a media Francia. ¿Verdad, Antonio? —le preguntó al titular reciente de sus amores.

Por un instante todos callaron porque era demasiado evidente la referencia a María Luisa de Parma, la gran amiga de la referida y muy similar a ella en sus costumbres.

—Eso se dice... —Cornel intentaba evadirse.

—Tú lo sabrás bien por Aranda —insistió Cayetana, recordándole a quien había sido su mentor en política—, que estuvo en París de embajador ante ella.

—Sí, lo recuerdo, pero el conde era muy discreto para esas cosas.

—Y Cagliostro, ¿también lo era? —Cayetana volvía a la carga—. A ese liante no se le escapaba asunto de cama que pasara por Versalles. Acuérdate del asunto del collar del cardenal de Rohan.

El mago había sido secretario del conde de Aranda mientras estuvo en París y era cierto que, con la excusa de sus magias y su nueva masonería egipcia, celestineaba en los boudoirs entre las damas de la corte francesa. La referencia al turbio asunto del collar, un episodio galante que terminó en estafa y que fue la gota que colmó el vaso de la inquina popular contra María Antonieta, ocupó los siguientes pasos de la cena porque todos tenían algo que decir, que el asunto tenía chispa y daba para las maledicencias.

Casi a los postres, don Luis de Borbón retomó de nuevo el tema de la deseada destitución de Godoy.

—Para echar a Godoy tenemos que andar con pies de plomo —dijo el infante dirigiéndose al príncipe de Asturias—. Tendremos que buscar una excusa, algo que no implique a vuestra madre, y obrar desde esa posición antes de que él pueda reaccionar. Para conseguirlo hay que obrar con sutileza.

Cuando don Fernando de Borbón oyó mencionar a su madre no pudo controlar un gesto de repugnancia. Había sido muy eficaz el trabajo de Escoiquiz indisponiéndolo con sus padres, y el heredero reaccionaba instintivamente ante esa instrucción.

—¿Y cuál es esa excusa, si se puede saber? — preguntó Cornel—. Mi puesto al frente del ministerio de Guerra y Marina está en el aire.

—Hay que provocar un motín en palacio —dijo el infante como si tuviera todo controlado—. Somos muchos los que estamos dispuestos a ayudarte a que des un vuelco a la situación, hartos ya de lo que está pasando, y estamos decididos, Fernando, a dar el paso. No queremos más reformas, ni más guerras con Inglaterra.

—Ni matrimonios con Francia —apostilló el conde de Haro.

—Ésa es la clave, queridos amigos —aclaró el infante, concediendo con un gesto de cabeza—. El valido está empeñado en casar a la infanta María Isabel, vuestra augusta hermana, con Napoleón, y así amarrar más su posición con el emperador. Si lo consigue se convertiría en el verdadero dueño de vuestra corona, alteza.

El príncipe callaba. Su plan, el plan de Escoiquiz, era bien distinto. El clérigo pretendía enlazar a los dos hermanos, Fernando y María Isabel, con dos de los hijos de los reyes de Nápoles, a lo que se oponía Godoy con todas sus fuerzas. Las razones del valido eran de lo más razonable. Sostenía el flamante Príncipe de la Paz que mandar a Nápoles a María Isabel de poco iba a servir a los intereses de España dado que la niña —pues la infanta tenía sólo catorce años— poco iba a influir en la política de casa de sus suegros, mientras que la venida de María Antonia de Nápoles a Madrid era de lo más perjudicial ya que la futura esposa del heredero español era una mujer, decía Godoy, «de fiera condición, viva de ingenio, con un carácter dominante y con la escuela y las inspiraciones de su madre». Godoy había maniobrado todo lo que había podido para evitar esas bodas y ahora, que no lo había conseguido, procuraba desbaratar la segunda y acercarse aún más a Napoleón tratando de que la infanta española acudiera a París a casarse con el francés.

—Sabemos que ha pactado en secreto con Napoleón que, si ese matrimonio se logra, él se quedará con el sur de Portugal —apuntó escandalizado Bernal.

—Me lo temía —replicó Cornel fingiendo que no sabía nada—. No parará hasta proclamarse rey. Es el único título que le falta.

—Eso no lo conseguirá, nunca —dijo el príncipe heredero como si desvelara un secreto—. Sólo Dios nos hace reyes.

Los comensales rompieron a aplaudir celebrando la ocurrencia. Unos por convicción y otros por bailarle el agua, el caso es que durante un rato todo fueron jaleos y vivas a la monarquía fernandina.

—Un poco de silencio, señores. —Era Cornel, el más cabal de todos, quien volvía a la carga. Cayetana lo miraba divertida: veía que su amante se estaba jugando el puesto—. ¿Qué hacemos si Napoleón acepta, por una de esas raras combinaciones de la política?

—Antes de hacerlo —replicó el príncipe, que se vio en la obligación de contentar a su público—, ya tenemos preparado un plante militar en Aranjuez, para antes de mi boda. Está todo preparado y en ningún caso vamos a permitir que Godoy añada más disparates a su maldita carrera en la casa de mis padres. Los liberales y sus secuaces no gobernarán nunca más en España. Hemos aprendido todos del ejemplo francés.

«Y tú no quieres perder el cuello», se dijo la de Alba, que, en el fondo, detestaba al mediocre heredero. Ni como mujer ni como aristócrata aceptaba a un tipo como Fernando de Borbón, el futuro Fernando VII. La duquesa, que no tenía ganas de seguir con ese asunto, porque en su cabeza no había hueco esa noche para más conspiraciones que las que venían de su amor por Goya y escuchar tantas estupideces la estaba indisponiendo, se levantó y quiso dar por zanjado el episodio. En ese momento, un reloj que estaba sobre la chimenea del comedor avisaba que sólo faltaba un cuarto para medianoche.

—Alteza, señoras y señores —y levantó su copa—. Brindo por nuestro futuro rey y porque nunca más tengamos que soportar en España las andanzas de un ser tan abyecto como el valido. Un miserable que se ha ganado el gobierno, y os ruego que me disculpéis, alteza —Cayetana se dirigió al príncipe sabiendo que iba a entrar en territorio conquistado, pese a la aparente petición de excusas—, gracias a la complacencia de un rey débil y a las veleidades de una reina que nunca nos respetó a los grandes de España, el verdadero cimiento en el que se debería apoyar cualquier monarquía.

—¡Bien dicho, Cayetana! —otorgó el príncipe poniéndose en pie y levantando su copa. Todos los comensales hicieron lo mismo.

Qué lejos estaban todos de pensar en lo que se cocía en la cabeza del heredero. El sabía de sobra que en esa cena no había nadie con peso bastante para allanarle el camino; sabía que no podría contar con ellos para nada, porque nada eran. Sólo Cayetana le interesaba y por eso había acudido a su casa, para manifestarle ante otros —y quería que eso se supiera cuanto antes— que la tenía por uno de los suyos y que él se complacía en ello. La verdadera razón de su visita era despistar sus intenciones, como le había enseñado a hacer Escoiquiz. Fernando de Borbón, en verdad, temía y odiaba a Cayetana de Alba por dos razones muy simples: por las cartas y, también, porque le daba miedo como hembra, y eso era mucho más profundo e irracional. Pero en esos momentos lo que le preocupaban eran las cartas; lo otro hacía a sus complejos y a la soledad de su alcoba. El príncipe también sabía de las cartas, aunque no conociera su contenido. Sabía que se las habían robado a su madre, creía que la duquesa era la ladrona, tal y como le había explicado Escoiquiz en secreto, y que el contenido, de alguna manera, podría obrar contra él. Lo que nadie sabía es que él también tenía un plan, pero que no iba a cometer la estupidez de desvelarlo nunca ante esa gente a la que, en el fondo, despreciaba. Ninguno de los comensales era de los suyos, porque él no tenía a nadie; él no se fiaba de nadie, pues eso le había enseñado Escoiquiz. Ni siquiera el canónigo llegaba a lo más hondo de sus pensamientos. Él sería rey y sabía cómo tenía que obrar para conseguirlo y con qué mimbres habría de tejer ese cesto. Y, esa noche Moratín, iba a tejer para él el fondo de la banasta, aunque el literato no supiese que él estaba al cabo de la calle de cuanto se había cocido a sus espaldas. «Para eso tengo a Escoiquiz», se dijo mientras los miraba a todos con una sonrisa que los comensales interpretaron de simpatía y que sólo él sabía que era de desprecio.

Con un gesto llamó a un criado y le dijo que invitara a pasar a Moratín, que era ya la hora. Apenas quedaban cinco minutos para las doce.

No había pasado un minuto cuando Tomás Verganza, el mayordomo, entraba en la sala en compañía de Moratín, mientras un criado empujaba detrás de ellos un carrito con algo encima, tapado por un terciopelo rojo. Los comensales miraron extrañados esa visita tan extraña y tan en contra de cualquier norma de protocolo. El escritor era un hombre muy conocido en la corte pero nada tenía que hacer hacía allí, a esas horas, y menos aún cargado con el reservado envoltorio. Fue el príncipe quien aclaró la situación.

—Duquesa —dijo poniéndose en pie—, éste es un regalo para vos, con mi agradecimiento por vuestras atenciones para conmigo.

Ciertamente nadie, y menos la duquesa de Alba, esperaba algo así de don Fernando de Borbón, que era famoso por lo tacaño. Tampoco era costumbre entregar un regalo de manera tan inusual, pero Fernando quería precisamente eso: que se hablara después de sus atenciones con Cayetana. Quería que todo el mundo creyese que él era amigo de la duquesa.

Leandro Fernández Moratín, siguiendo las instrucciones que tenía, apartó lentamente el paño y dejó al descubierto una caja de plata y madera. Abriendo con cuidado la cerradura que la precintaba, apareció a la vista de los invitados el soberbio reloj de bronce.

La duquesa no salía de su asombro, pues no esperaba eso. Algo no le cuadraba de esa extravagancia del príncipe. El caso es que, reponiéndose al primer desconcierto, que se le mezcló con un punto de desconfianza, dio las gracias a su invitado especial, se quedó mirando la pieza y preguntó a Moratín:

—Orfebre, explicadme qué es lo que hace esta maravilla.

—Como podéis ver, señora duquesa —dijo Moratín mostrando orgulloso el reloj a todos los asistentes—, es un reloj de bronce dorado, estilo Luis XV, rematado por una figura autómata de un pastor, en traje de época, que toca el caramillo.

La cara de la duquesa era todo un poema. «¿A qué viene regalarme un reloj a mí?», pensó para sí.

—La maravilla de esta pieza —continuaba explicando el orfebre dramaturgo— radica en que el autómata toca la flauta realmente, como comprobaréis cuando den las doce en punto, taponando con sus dedos los agujeros del instrumento. El secreto de ello está en el aire que pasa por su garganta a la flauta, accionado todo por un fuelle interior.

Todos los presentes se miraron entre sí con admiración y sorpresa. Realmente el reloj lucía espléndidamente en el centro de la mesita.

—A ambos lados del pastor —prosiguió Leandro— podéis contemplar una oveja que bala y un perro que ladra. Lo hacen por un mecanismo semejante al anterior, accionado también por el aire que reciben de un fuelle, movido por un pistón móvil. Además, el perro también mueve la cola en sentido horizontal y vertical, al igual que la oveja.

Ante estas palabras Cayetana se acordó de Caramba, que se había quedado en el dormitorio de su dueña.

—Debajo del pastor comprobaréis que hay dos amorcillos columpiándose en un palo. Llegado un momento preciso, que es cuando el reloj marca las horas, uno de los cupidos vuelve la cabeza al espectador, pareciéndose que se burla de su compañero de juego.

—¿Podríamos comprobar tanta maravilla, señor orfebre? —La de Osuna, siempre tan envidiosa de Cayetana, lamentaba que un reloj como ése no estuviera en su casa. Las dos mujeres siempre competían en ver quién de ellas compraba la última novedad, adquiría la mayor extravagancia, o se amistaba con el último torero de moda.

—Todo a su tiempo, señora duquesa. Todavía queda una sorpresa final —insistió Moratín, que sabía que aún faltaba un poco para el punto de la medianoche—. La esfera es de números romanos con cartuchos y en el centro están, como veis, el sol y la luna. Esto no tiene ninguna belleza particular pero sí es extraordinario, y no se conoce pieza que lo haga, el que las nubes salgan en el cielo representado en el fondo de la esfera, siempre que las hay en el sitio donde está el reloj. La péndola del reloj señala los meses, los signos del zodiaco y los grados del sol, a qué hora sale y cuándo se pone. La luna es un globo que aparece sobre la esfera con sus menguantes y crecientes.

—Es soberbio... —Era el infante quien interrumpió a Moratín—. No conozco nada igual.

—Para terminar —quiso concluir Moratín mientras se estiraba la levita—, pueden observar sus señorías que, debajo de la esfera, hay figurado, en doble balcón con balaustre de plata y con traza rococó, dos figuritas autónomas: una dama con abanico, que se airea gracias a unas pequeñas ruedas dentadas que regulan el movimiento del brazo de la dama al abanicarse, y otra dama, puesta en el siguiente balcón, con un libro de música en la mano izquierda, puesto que con la derecha sigue el compás de la música del carillón, cuando éste suena, mientras vuelve la cabeza de cuando en cuando. El cupido que las separa tiene en la mano un pajarito que canta, mueve las alas y pico, y gira la cabeza, debido a un ingenioso mecanismo de pistón móvil en la válvula que recibe el aire del fuelle.

Los aplausos de los presentes, absortos por las explicaciones de Leandro, no se hicieron esperar.

—Y ahora, señora duquesa —dijo Moratín como si presentara una de sus obras de teatro—, haced a todos el honor de permitid que los invitados vean con sus propios ojos todo lo que yo he explicado. Accionad, os lo ruego, el mecanismo que lo pone en funcionamiento.

De su chaleco sacó un reloj de bolsillo y comprobó la posición de las agujas. Cayetana de Alba accionó el resorte que le había señalado el escritor.

—Van a dar las doce —dijo con aplomo. El sabía que había llegado el momento definitivo de su misión—. Es la hora exacta.

Todos estaban expectantes y miraban al reloj como si pudiera explotar en cualquier momento. Sólo se sentía el tictac de sus entrañas metálicas.

—Señora duquesa, acercaos —la invitó Moratín—, os lo ruego. Así escucharéis perfectamente esta magnífica sonería.

La duquesa, entre risitas y bastante impresionada, se aproximó a admirar aquel espléndido reloj que le habían regalado. Comenzaron a dar las doce, a sonar las campanadas y a moverse las figurillas. Un perfume delicioso salía de los agujeros del caramillo y rodeaba al pastorcillo a la vez que tocaba su flauta. La duquesa se acercó aún más para olerlo, porque sentía pasión por los perfumes. El aroma que salía de entre los dedos del pastorcillo era irreconocible para ella, muy penetrante, pero muy dulce y placentero a la vez.

A una prudente distancia del reloj y de ella, Leandro Moratín y el príncipe cruzaron las miradas. Eran los únicos que no estaban atentos al juego de los autómatas. Pendientes de su asunto, los dos se fijaron en cómo la duquesa olía con delectación el perfume. Los dos gramos de polvos de sucesión, mezcla de arsénico y mercurio, ya habían entrado en sus pulmones. La muerte sería por debilitamiento pulmonar y los médicos, si lo investigaran, dictaminarían tuberculosis y nadie sospecharía nada. Cayetana había firmado su sentencia de muerte aceptando aquel regalo.

—Ésta era la sorpresa final, señora duquesa —señaló Leandro Fernández de Moratín—. Para esta ocasión he preparado un perfume especial que os deleitara al sonar las doce campanadas. Su fórmula es secreta y será muy difícil que podáis conseguirlo igual para otras ocasiones. Me lo regaló en su momento el gran Cagliostro, tras mucho rogarle.

La duquesa se puso en guardia de repente. También ella, hacía años, había utilizado un perfume para embobar y engañar a la reina. Pero ahora no tenía nada que temer. Estaba entre amigos, y volvió a sonreír.

—Queridos, me siento hoy la más feliz de las mujeres.

Cayetana se sentía segura, y la fragancia le dio una sensación de euforia inusual que la hizo arrebolarse. La duquesa, haciendo un mohín de satisfacción, sonrió a sus comensales y Fernando de Borbón también sonrió complacido, aunque sólo él y Moratín supiesen el verdadero motivo de su sonrisa.

Pocas horas le quedaban a la anfitriona para gozar de ese estado transitorio de felicidad. Cuando todos se hubieron ido, que fue al filo de las doce y media, Cayetana subió a sus habitaciones después de quitarse de encima a Cornel. El ministro deseaba quedarse con ella, pero la duquesa, que esa noche se había prometido exclusivamente al recuerdo de Goya, se lo quitó de encima con dos carantoñas y una referencia explícita al ciclo lunar de su condición femenina. Cuando se quedó a solas subió corriendo a sus habitaciones. Allí la esperaba Catalina para ayudarla a desvestirse.

Cuando ya sólo cubría su cuerpo con un camisón de seda, se sentó delante del tocador para quitarse los colores de la cara. Se sentía bien, aún estaba contenta.

—Hoy me he casado contigo, pintor loco —le dijo al espejo como si del otro lado estuviera Francisco de Goya—. Esta noche he sido como tú me has hecho, como tú me has visto... He sido tuya, por fin, como tú querías...

En ese instante una fuerte punzada de dolor en el pecho la hizo reclinarse sobre sí misma.

—Catalina... —llamó a la criada con la voz entrecortada y apoyando su finos dedos sobre el tocador.

No pudo continuar. Los ojos se le velaron, la lengua sentía un dulce sabor metálico que nada tenía que ver con las ostras de la cena, mientras la respiración se le iba entrecortando. La duquesa notó que el corazón le palpitaba cada vez más deprisa y que se le nublaba el conocimiento.

—¡Francisco! —Fue gritar el nombre de su hombre amado y caer, de súbito, en un desvanecimiento preso de convulsiones. Su cuerpo se desmoronó al suelo entre los gritos de la camarera.

Cayetana de Alba moriría sin recobrar el conocimiento cerca del mediodía, cuando el sol de Madrid estaba en lo más alto.