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El interés

Madrid, estudio de Goya y fonda de San Sebastián

(14 de marzo de 1795)

La naturaleza siempre ha tenido más fuerza que la educación.

VOLTAIRE

—¡Un retrato espléndido el de la marquesa!

—Eres demasiado indulgente conmigo, Agustín —le respondió Goya a Ceán Bermúdez mientras le cedía el sitio para contemplar un cuadro al que le acababa de dar las últimas pinceladas.

—Sabes que admiro toda tu obra, pero este retrato es de lo mejor que ha salido de tus manos.

El pintor se quedó mirando su trabajo. La verdad es que le gustaba el resultado, estaba satisfecho.

—Estoy preocupado porque lo he terminado con retraso —dijo al cabo de un rato de observación orgullosa—. Se lo tendría que haber llevado a la marquesa en el otoño pasado, pero los achaques de siempre no me lo permitieron.

—Una obra así no tiene plazo —lo justificó su amigo, que estaba con la cara pegada al lienzo observándolo con detalle.

—Eso no es excusa, Agustín, y más desde el momento en que la marquesa se ha interesado más por mi salud que yo por su retrato. Por eso me he sentido más obligado todavía.

—Ella sabe lo que es tener mala salud. —Ceán se refería a la enfermedad de María Rita Barrenechea, la marquesa de La Solana—. Y tal vez por eso, de enfermo a enferma, la hayas retratado con tanto cariño. Parece aquí —y señaló con el dedo— que más que un velo de tul hayas pintado para ella una luz que la coronara como un nimbo. Has convertido la enfermedad de la marquesa en dulzura. No hay más que paz en su cara, e incluso tiene en los ojos la fuerza que le niegas a su cuerpo. Se ve que la aprecias.

—He de reconocerte que la admiro profundamente. Es impresionante el coraje que le echa a sus cosas, pese a estar tan delicada.

—Eso es verdad, que la de La Solana es una mujer admirable y en muchas cosas va por delante de las demás señoras de su clase.

Ceán se refería a que la marquesa, que era la esposa del conde de Carpió y muy amiga de la duquesa de Alba, era una de las primeras ocho damas que habían formado la asamblea femenina de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País y desde entonces, y pese a su enfermedad, se había ocupado de los problemas de las mujeres en las cárceles, de los niños abandonados y de los huérfanos. El encargo de ese retrato le había llegado a Goya gracias a que el conde de Carpió era muy amigo de Jovellanos y miembro, también, del Banco de San Carlos.

Allí delante de ellos estaba el dibujo de una mujer que no era bella pero en la que Goya, también enfermo en esa época, había sabido captar un extraño encanto que, en parte, procedía de la distinción de su porte, y también de los ojos de la retratada, que miraban al observador con una tranquilidad y una benevolencia que sólo tienen las personas enfermas que aceptan su condición humana y hacen acopio de sus pocas fuerzas para sobreponerse al mal del cuerpo. En ese retrato estaban pintados todos los matices del alma y del espíritu en la tez mate y pálida de la cara de la modelo. La marquesa, vestida con una basquiña negra bordada en azabaches, como era costumbre entre las aristócratas que vestían de «majas», destacaba sobre un fondo gris transparente, y la única nota de color la ponía el lazo rosa, «la castaña» con que se adornaba los cabellos. La mantilla de gasa transparente, puesta sobre un chal blanco, y los guantes de cabritilla amarilla cerraban la sinfonía de grises, negros y blancos de este impresionante retrato en el que Goya no había escatimado recursos de su arte a fin de explicar la enfermedad como vía de depuración del alma. Goya sabía mejor que muchos que las enfermedades no circulan solas sino que a veces son el camino para el arte o para conformar una voluntad y un juicio que, de otra suerte, se escaparían en banalidades.

—Por cierto —dijo Ceán separándose del cuadro y dándole al pintor una palmada en el hombro—, que yo he venido a buscarte para ir de coplas, y si no te das prisa no llegamos.

—Sea —dijo mientras dejaba los pinceles en el bote y se limpiaba las manos con un trapo mojado en aguarrás—, que hoy no me he despegado del lienzo todavía y me hace falta algo de risas y vino.

Goya desapareció por la puerta de su dormitorio y volvió en un santiamén vestido con una casaca verde y oliendo a agua de colonia. También se había puesto una camisa limpia con lazo negro al cuello y, con todo ese aderezo, parecía diez años más joven.

Y, sin más palabras, Goya y Ceán se enfundaron en sus capas y tomaron los sombreros para salir apresuradamente de la casa del pintor, una vez que Agustín Ceán hubo reparado en la hora que era y en los pocos minutos que faltaban para que la entonces amante del artista, Josefina Tudó, comenzara su actuación en la fonda de San Sebastián, en la esquina de la plaza del Ángel. De hecho, ya comenzaba a anochecer cuando abandonaron el estudio de la calle Desengaño.

—Desde que los franceses le cortaron el cuello al rey de Francia nuestras cosas con Francia van cada vez peor —le comentó Ceán a su amigo mientras andaban hacia la taberna.

Tanto uno como otro, aunque fuera por razones distintas, estaban muy interesados en las cosas de la política y no era raro que ese asunto ocupara gran parte de sus conversaciones. Y motivos tenían, porque después de la prisión de Cabarrús sucedió que Floridablanca fue destituido enseguida y Carlos IV reclamó al conde de Aranda, que estaba en París de embajador, para que se hiciera otra vez cargo del gobierno. Fueron malos días para los amigos de Cabarrús y Jovellanos, porque hasta Agustín Ceán fue represaliado: que recibió la orden de abandonar Madrid cuanto antes y partió para Sevilla para organizar los archivos de Indias. Pese a todo, la vuelta a España del jefe del partido aragonés alivió la política antifrancesa de Floridablanca, pues no en vano Aranda, amigo de Voltaire y tantos otros personajes comprometidos con la revolución, volvió a tender puentes con el gobierno francés. Fue el momento de Godoy, que terció en la crisis refrenando las posiciones de Aranda y convirtiéndose, aunque fuera sólo circunstancialmente, en portavoz de los realistas españoles que veían en el aragonés un anticlerical y desconfiaban, infundadamente, de sus convicciones monárquicas. Esa posición, la de estar en medio de unos y otros, daba especial fuerza a las opiniones de Godoy, que se acabó convirtiendo en el hombre fuerte del gobierno. Godoy aprendió en esos meses, y lo aprovecharía para siempre, lo que era gobernar en equilibrio entre una aristocracia reaccionaria, absolutista, centralista y contraria a las reformas, y los grupos liberales, republicanos en el fondo, y el partido aragonés, más reformista y partidario de una cierta forma de descentralización aunque sin llegar a suscribir las posiciones radicales de los liberales.

—Pues la culpa la tuvo el Borbón —lo cortó Goya—. Si no si hubiera escapado con su zorra y hubiera tragado por donde le decían aún tendría la cabeza sobre el cuello.

Y Goya tenía razón, porque la estúpida huida de Luis XVI con María Antonieta en junio del 91 precipitó las cosas de manera innecesaria, tanto que cuando los detuvieron en Varennes acabaron de firmar su sentencia de muerte. Cuando el pueblo de París asaltó un año después las Tullerías y constituyó la Convención Nacional, los Borbones franceses ya vivían de prestado. La detención del rey francés cambió las cosas en España, y fue entonces cuando Floridablanca salió del gobierno después de que ordenó cerrar fronteras y requisar los bienes de ciudadanos franceses en España. La gota que colmó el vaso de la debilitada posición de Floridablanca, que había hecho responsable a la Convención de lo que pasara con la vida de Luis XVI, fue que acusara públicamente a la reina María Luisa de tener por amante a Godoy, cosa que hizo delante de Carlos IV. Lerena, por fin, había ganado el pulso a José Moñino, aunque le valió de poco porque murió poco después, en enero del 92, y lo sustituyó Diego Gordoqui en el ministerio de Hacienda.

En esa crisis desempeñaron un papel determinante Bourgoing, el embajador francés en Madrid, y el marqués de Branciforte, un tipo estrafalario que conspiró todo lo que pudo contra Floridablanca y que consiguió que con el cambio de gobierno lo nombraran gobernador y comandante militar de Madrid. Este hombre fue uno de los puntales que usó Godoy en su imparable ascenso al poder, dado que el extravagante marqués se había congraciado con el nuevo amante de la reina y para asegurar sus favores se casó con su hermana, Antonia Álvarez de Faria. De ese parentesco le venía el vínculo con el emergente político y de él se valió Godoy, también, en su irrefrenable carrera. Branciforte era el que comandaba, con Manuel Godoy y su hermano Luis, el «comité secreto de la reina». Este comité sirvió para que los tres se cobraran dos millones del duque de Orleáns, por mediación de Fran50ÍS Galliéres, para impedir que España actuara contra la revolución. Y para eso tenía que salir Floridablanca, y lo consiguieron.

En febrero del 92 los reyes llamaron a Aranda, que por entonces tenía sesenta y tres años, para que fuera a Aranjuez y se hiciera cargo del gobierno mientras Floridablanca se retiraba a sus propiedades de Murcia, de las que poco después saldría detenido. Con esa sustitución se alejaba el riesgo de la guerra entre España y Francia, que era la intención de Floridablanca, y Godoy consolidaba su poder, que para esos días y en una carrera de poco más de un año ya había alcanzado la condición de mariscal de campo, gentilhombre de cámara con ejercicio, teniente general, sargento mayor de la Guardia de Corps y beneficiado de la Gran Cruz de Carlos III. Godoy acababa de alcanzar la cima de su carrera.

La especial relación de Godoy con María Luisa de Parma, desde que la había conocido como princesa de Asturias, había sido un factor de estabilidad de la casa Borbón en España, contra lo que decían los viejos aristócratas. No era una exageración afirmar que, gracias a ese extraño ménage a trois de don Carlos, María Luisa y Godoy, los Borbones españoles todavía conservaban la corona... y la vida. Lo que había pasado en Francia podía pasar en España perfectamente, y si la revolución no había cuajado del Pirineo para abajo era, en gran medida, por la política de centro de Godoy.

En ese extraño mundo de casualidades que a veces produce la historia de los pueblos había sucedido que dos países vecinos estuvieran regidos, a la vez, por dos reales matrimonios de características muy similares. Luis XVI, al igual que Carlos IV, era un hombre corpulento, obeso, de aspecto eunucoide, bondadoso, indolente y poco afecto a las tareas de gobierno. Para más casualidad ambos compartían gusto por las manualidades y la caza y los dos eran tibios en las tareas de la cama y fervientes en las obligaciones religiosas. Siete años tardaron Luis y María Antonieta en consumar el matrimonio, y casi tantos Carlos y María Luisa en alumbrar su primer vástago.

Ellas, sus esposas, presentaban ambas un perfil muy similar y bien distinto, en todo caso, del de sus mansos maridos. María Antonieta de Francia, una austríaca, y María Luisa de España, una italiana, eran extranjeras en las tierras de sus maridos. Ambas eran ambiciosas, dominantes, frívolas y gustosas del lujo y de la política de corte. A las dos se las tenía por «intrusas» en las tierras de sus maridos, y ambas buscaban fuera del lecho conyugal dónde abrevar su sed carnal. Y si bien en los maridos las coincidencias eran tales que hasta en su molicie se asemejaban, en el caso de ellas la igualdad estaba en el gusto común por los amantes de lance y poco más. A partir de ahí empezaban las diferencias.

María Antonieta, una frívola e inconsistente damita, tan ajena como Luis XVI a las cosas del gobierno, se refugiaba en sus habitaciones del Trianon versallesco para aislarse de cuanto pasaba en Francia y dedicarse a los placeres de la carne. Lo mismo le daba con el conde Felpen, el único que la quiso, que con su amiga la Polignac, porque a la austríaca ninguna de las dos orillas le era amarga. Y ello dejando que la política francesa avanzara hacia la Revolución de julio sin que a ella le concernieran más que las aventuras versallescas, los enredos de protocolo, y sus peleas domésticas con sus cuñadas y con el cardenal de Rohan.

Para María Luisa de Parma, sin embargo, los hombres que calentaban su alcoba eran parte, casi siempre, de su política de gobierno. Para María Luisa, más austera en el gasto que la austríaca, el sexo era una parte de su vida, pero no su vida toda sino un instrumento más para ejercer su verdadera pasión, el poder. A María Luisa le gustaba gobernar, y su especial relación con los hombres era una parte más de su política, tal vez la más importante. En ese escenario la posición de Godoy era privilegiada, porque María Luisa supo hacer lo que María Antonieta nunca imaginó: incorporar al gobierno a su amante, hacer una especialísima «trinidad» —decían en España— que resolvía en un triángulo habilísimo la corte y la cama, la pasión y el gobierno. Esa habilidad de la de Parma para incorporar al «otro» al gobierno y, de paso, convertirlo en esquina principal del triángulo gobernante se había convertido, tal vez por casualidad, en garantía de la continuidad monárquica española, porque no en vano Godoy era padre de infantes y sería abuelo de un rey consorte.

Godoy, que debía exclusivamente a la corona su puesto en el gobierno, no podía obrar contra la mano que lo sostenía —eso era evidente—; pero, por sus fueros, tenía claro que no podía gobernar conforme a los intereses de aquellos que, como en Francia, habían perdido el cuello barridos por la historia. Ni por talante, ni por condición, ni por inteligencia, Godoy estaba dispuesto a hacer el caldo gordo a la reacción nobiliaria española. Esa fue la habilidad de María Luisa: ceder el gobierno a un hombre inteligente, ambicioso y desclasado que pactó de inmediato con los liberales para hacerlos suyos y conjurar así la explosión revolucionaria republicana. Fue Godoy quien, gracias a esa alianza con María Luisa, por una parte, y Jovellanos y los suyos, por otra, cercenó la capacidad política del partido reaccionario de los aristócratas amigos de la de Alba y, de paso, salvó la corona española. Pruebo de ello era que Godoy había conseguido reconducir las relaciones de España con Francia evitando la guerra con sus amigos de la Convención y, sin embargo, preservando las posiciones realistas. Godoy se había convertido en el centro político, y no sólo eso sino también, y eso era lo más importante, en el equilibrio de un matrimonio desquiciado en que él no sólo era el tercero, por cuanto amante de la reina, sino el amigo de los dos, su protector en cierta medida y, cada vez más, el único punto de referencia sólida en una corte convulsionada que estaba a dos pasos de dar con los muebles en la calle si no fuese por su gestión de gobierno. Que Godoy incluyese a los liberales en su gobierno era una salvaguardia para impedir que esos amigos de circunstancias derivaran hacia posiciones revolucionarias; que procurara la libertad de Luis XVI tranquilizaba a los aristócratas, y que concluyera la guerra con Francia venía bien a España y, cómo no, a sus amigos franceses. Un equilibrio delicadísimo que, pese a todo, no estaba exento de riesgos para él.

En esos días de crisis Moratín, como era propio en él, no paró quieto un minuto. El dramaturgo se presentó en Aranjuez en cuanto Aranda se hizo cargo del gobierno, y allí mismo se entrevistó con Godoy y con el nuevo gobernante, que por entonces se asesoraba también con el cardenal Sentmanat, un aristócrata catalán del partido de Aranda que había recalado en la carrera clerical como una forma más de hacer política y que se desempeñaba en la corte como capellán mayor del palacio. Volvió a entrevistarse con ellos el 9 de abril y al día siguiente regresó a Madrid. El 24 de abril, días después de que Luis XVI declaró la guerra a Austria y de que Aranda cerró otra vez la frontera con Francia, el ubicuo literato visitó al embajador de Inglaterra y el 26 estuvo de nuevo con Godoy, antes de salir el 6 de mayo para París, precisamente la víspera de la llegada de Cabarrús a Madrid, a la cárcel del Prado. Llegó a París el 25 de julio, después de visitar a la familia de Cabarrús en Bayona, y lo primero que hizo fue personarse ante el embajador español en Francia, Iriarte, en la sede de la embajada, que estaba situada en el Hotel Soyecourt, en la calle Université. Nadie, ni el mismo Iriarte, tenía por cierta la misión de Moratín. Cuando el 13 de agosto del 92, seis meses después de volver Aranda al gobierno, el rey Luis XVI de Francia fue confinado en el Temple, Moratín seguía en París. Dos días antes salió, solo y por la noche, de su casa de la calle Saint-Antoine y a la mañana siguiente recibió de Iriarte un pasaporte para viajar a Inglaterra.

Antes de abandonar París se entrevistó con la hija de Montmorin, el antiguo embajador de Francia en Madrid y personaje muy activo en la sustitución de Floridablanca, a la que entregó una fuerte suma por el trabajo de su padre a favor de la salida del antiguo ministro y, cumplido ese encargo, salió para Londres el 23 de agosto y llegó el 27. En este viaje lo acompañaba el abate Pellicer, y los dos querían estar lejos cuando se produjera el prendimiento del rey de Francia.

Mientras, Godoy seguía trazando su carrera política: en abril había conseguido de Aranda el título de duque de Alcudia, con grandeza de España, así como la condición de consejero de Estado y primer secretario del Consejo. Y, por si le faltara algo, fue el mismo viejo jefe del partido aragonés quien lo propuso para el Toisón de Oro, que antes ya le había dado la reina en la cama con el beneplácito de su linfático y consentidor esposo.

Y mientras en España Aranda se hacía con los mandos del gobierno, las cosas en Francia iban por otro camino. Tras las matanzas indiscriminadas de presos realistas que estaban en las cárceles, las cosas se decantaron muy deprisa y el 21 de septiembre, el día del equinoccio de otoño, la Convención Nacional proclamó la República Francesa en su primera asamblea. Aranda estaba dispuesto a aceptar, incluso para España, ciertas medidas revolucionarias, pero nunca la Revolución y menos aún la República. Al viejo aristócrata aragonés, tal vez por orgullo, le costaba entender que a las viejas jerarquías de obispos y nobles las habían barrido de la Historia, en un momento, unos nuevos grupos de poder: los burgueses y las organizaciones populares de los que no tenían nada, y eso lo ofuscó. Tanto que en cosa de semanas, y muy influido por Sentmanat —que, aunque andaba de obispo, no cesaba de enredar en política dentro del partido aragonés—, cambió radicalmente su política hacia Francia distanciándose de lo que quería Godoy, que era más proclive a no entremeterse en los asuntos de la Convención, pese a que hiciera todo lo posible por salvar la vida del rey y de su familia. En el fondo Godoy era el único que calibraba con alcance la situación francesa y no disimulaba, pese a todo, sus simpatías por la causa republicana.

Aranda, que deseaba la guerra de Francia con Austria y esperaba la victoria austríaca, pensaba con eso ganar por la mano a los revolucionarios, pero todo sucedió al revés y cuando cayó la monarquía francesa cayó, en cierta medida, el gobierno del conde de Aranda.

Godoy convenció a los reyes, asustados ante el cataclismo francés, para que cambiaran al primer ministro, y la verdad es que lo tuvo fácil respecto a la reina porque María Luisa de Parma nunca había sentido simpatías por el partido aragonés, ya que Aranda y sus amigos no cejaban en recordarle su oposición al centralismo borbónico y hacían gala de sus continuas reivindicaciones forales. Godoy maniobró asesorado por el nuncio apostólico Vicenti, que era enemigo de Aranda por considerar al político aragonés un masón y un descreído, y vio expedito el camino para ocupar el puesto que ambicionaba. «Que para algo le he dado un hijo a la reina», decía a sus íntimos refiriéndose al nacimiento del undécimo hijo de María Luisa, la infanta María Isabel.

El jueves 15 de noviembre, a las ocho y media de la noche, los reyes mandaron llamar al conde de Aranda a palacio. Allí lo esperaba María Luisa de Parma. «Aranda, estarás muy cansado con la vida que haces —le dijo cuando el ministro se levantó de la reverencia—, y es que te queremos conservar para cosas mayores.» Aranda comprendió que lo destituían y se puso a disposición de los reyes, que dieron por aceptada su salida del gobierno y aun le pidieron excusas, en el colmo del cinismo, por haberlo llamado tan tarde. Pedro de Bolea, conde de Aranda, sólo había gobernado ocho meses, en el fondo el tiempo necesario para que Godoy urdiera su acceso al gabinete.

La verdadera sorpresa se la llevó Aranda en casa de Valdés, que era ministro de Marina, cuando horas más tarde se enteró de que lo iba a sustituir Godoy. Curiosamente, su flamante sucesor también había asistido a la entrevista del conde con los reyes, ya que Godoy iba acompañando a María Luisa, y nadie le había mencionado en palacio quién habría de sucederle. Aranda se sintió traicionado y decidió retirarse inmediatamente a sus tierras aragonesas de Epila.

Godoy, sin embargo, llegaba al poder marcado por la estrella de la suerte y, además, por el apoyo de una aristocracia que apostó por él frente a Aranda a pesar del secreto desprecio que sentían por el valido. Para la vieja nobleza fue una buena noticia porque, con el nuevo duque de Alcudia de su parte, esperaban manejar fácilmente a la reina, mientras que Aranda y sus aragoneses eran tan difíciles de influir como Floridablanca y sus «golillas».

En París, donde la noticia se conoció en diciembre, gustó el nombramiento del nuevo ministro por ser Godoy, en el fondo, favorable a los intereses de la Convención y defensor de Cabarrús, que era persona muy respetada en los círculos revolucionarios. Godoy dictó inmediatamente la libertad de Cabarrús y sus amigos, y Ceán Bermúdez pudo volver a Madrid desde la ciudad de Sevilla, adonde lo habían enviado para servir en el Archivo de Indias como castigo por su colaboración con el financiero. Una vez en libertad Cabarrús, amistado con Godoy, volvió a prestar servicios a la corona española, esta vez para liberar a Luis XVI, cuya vida corría ya serio peligro. En otoño los reyes encargaron a Cabarrús y a la marquesa de Santa Cruz, que era de origen austríaco y con fácil acceso a la reina de Francia, que marcharan a París para entregar dos millones de libras a Danton, cantidad que, unida a lo que había entregado a Tallien el cónsul español en París, sumaba el precio por la libertad de Luis XVI. Cabarrús y la marquesa de Santa Cruz partieron para atender la encomienda e incluso pensaron en Goya para que los acompañara, pero el pintor estaba muy desmejorado de salud. «Siento mucho ruido en la cabeza y la sordera es casi total», le decía a su amigo Zapater por esos días, y además de perder el equilibrio tenía tan poca fuerza que no podía sostener en la mano ni tan siquiera un pincel, por lo que se quedó en Cádiz reponiéndose. Los comisionados iniciaron las negociaciones, pero Dantón exigió el doble y la operación fracasó. Poco después, el 21 de enero de 1793, moría guillotinado Luis XVI.

La noticia de esa muerte afectó sinceramente a Godoy, que había procurado evitarla por todos los medios, y como las viejas familias nobles españolas reclamaran venganza el nuevo ministro se vio en la necesidad de declarar la guerra a Francia muy a pesar suyo, por cuanto la muerte del rey francés se entendía como una agresión contra todos los Borbones, y buscar una nueva alianza con Inglaterra. En marzo de 1793 las tropas españolas invadían el Rosellón, pero al año siguiente los franceses invadieron Cataluña y Guipúzcoa.

—¿Quién nos mandará estar en guerra ahora con Francia cuando allí gobiernan, por fin, nuestros amigos?

—Los de siempre, Agustín, los de siempre. Que las guerras no las quieren los pueblos pero las traen sus jefes —le contestó Goya cuando estaban a punto de llegar a la taberna.

—De las guerras nunca sale nada bueno... —remachó Ceán como si con ese argumento bastara para quitarlas de en medio.

—De esta guerra con los franceses sólo habrá un beneficiario —afirmó Goya mientras entraba en el zaguán y se iba quitando la capa—, y será Manuel de Godoy. Recuerda lo que te digo, Agustín.

—Lo tengo por seguro, Francisco. Algún nuevo título añadirá con ella a su larga lista de méritos. No hay guerra ni asunto de los que este hombre no saque partido.

Llegaron a la fonda justo cuando la Tudó asomaba por entre los telones de raso granate que se descorrían en la tarima y el público, que abarrotaba el local, prorrumpía en aplausos y bravos para esa andaluza que no llegaba a los veinte años y que gozaba de la fama de ser la más bella de cuantas cantantes se conocían en la corte.

La historia de la muchacha era ciertamente singular. Desde que había abandonado el convento de Guadalajara en que se había educado desde niña por capricho de su padre, un terco oficial de artillería que la obligó a bordar y a aprender de memoria el Viejo Testamento, Pepita se había arremangado los hábitos y se había dado al canto y al baile, un arte que la hizo famosa entre el vecindario tanto por la belleza que escondían sus faldas como por la destreza con que su voz aliviaba las penas de una ciudad que no sabía cómo sortear el hambre. Era una mujer guapa y graciosa que tenía el carácter muy alegre y que embaucaba a cuantos se acercaban a contemplar su espectáculo, fueran aristócratas o tunantes, o las dos cosas.

Goya y Ceán se abrieron paso entre el gentío, a veces a codazos y empujones, hasta la mesa que estaba más cercana del escenario, donde Pepita había comenzado ya a cantar la primera de sus coplas. «Al fin y al cabo —pensó Goya ocupando la mesa que les preparó el encargado en cuanto lo vio entrar por la puerta y que le supuso al tabernero sacar de allí a empellones a tres ganaderos de Salamanca que habían acudido a Madrid a vender ganado—, algún beneficio había de sacarle a los favores que le presto a la novicia.»

Durante algunos minutos el pintor y su amigo estuvieron callados, con los codos apoyados en el mármol, sin probar el vino y viendo cómo las carnes apretadas de la Tudó, que la luz de los candiles coloreaba de melocotón, llenaban el escenario de quiebros graciosos, y escuchando cómo la voz de la muchacha aleteaba por entre los centenares de orejas complacidas que escuchaban sus canciones. Pero poco les duró el deleite pues, amén de un conato de pelea en uno de los rincones de la fonda, fruto del enojo de un hombre pequeño al que un rufián corpulento impedía ver el espectáculo, la atención del pintor se vio de repente truncada cuando hizo acto de presencia en ese andurrial alguien que por su traza poco pintaba en aquel paisaje.

Un hombre maduro con casaca de color gris pardo y con el ademán encorsetado de quien viste de civil cuando su gusto y oficio es el del uniforme, hizo que los ojos del pintor lo retrataran en un instante: era Gumersindo de Torrellas, el secretario de don Manuel de Godoy. Tampoco le pasó inadvertida al funcionario la curiosidad de Goya, y los dos hombres cruzaron la mirada sin siquiera saludarse. El ilustre se acercó a ellos con poco esfuerzo, que su porte decía bien a las claras que era hombre principal y seguramente peligroso y todos le cedían paso en silencio, y cuando llegó al pie del escenario tomó asiento, sin más, entre Goya y Ceán, como si lo hubieran invitado a la mesa y sin decirles nada. Los dos amigos se quedaron mirándolo y el secretario de Godoy, a modo de saludo, palmeó la espalda de ambos sin mediar palabra y por las mismas se sirvió un largo chato de tinto en el vaso del pintor y se lo bebió de un trago.

—¡Cómo canta la condenada! —dijo Goya, como si no hubiera reparado en el tercero de la mesa.

Fue Ceán, siempre más prudente que el pintor, quien primero hizo los honores al inesperado vecino.

—Loado sea el cielo, Gumersindo —le dijo Agustín Ceán devolviéndole la palmada con otra en el antebrazo—. Desde que sois mano derecha del valido no hay quien os vea por ningún sitio que no sea palacio y las grandes casas.

—Los asuntos del ministro me tienen muy ocupado. —Torrellas se dirigía sólo a Ceán ignorando a Goya de manera clamorosa—Desde que don Manuel acordó en julio la paz con Francia no paramos de despachar recados en la secretaría y casi no salgo de allí.

—Siempre tan escrupuloso... —otorgó Ceán, que no se imaginaba por dónde iban los aires de tan inesperado encuentro.

—Sí, Agustín. Hay que preparar muchos documentos para la firma y no se me puede ir una coma, que en estas cosas una tilde mal puesta da la vuelta a todo lo acordado.

Goya lo miraba como si el asunto no fuera con él y dudando si liarse a mamporros con el intruso por haberle quitado el vaso de vino o tomarse la cosa a chanza y curiosear qué podía querer de ellos semejante personaje. La presencia de Gumersindo en la taberna desentonaba tanto como la de una corista en misa mayor.

—¡Otro vaso, Julián! —ordenó a voces al mozo de mesa dando por resuelta la duda y optando por la segunda posibilidad. Más tranquilo, se encaró con Gumersindo—. He oído —le dijo con mucha ironía y como si ya hubieran cruzado palabra antes— que a vuestro señor lo van a premiar por la devolución de los territorios conquistados por los franceses a España.

—Sois un verdadero diablo, Goya —le contestó Torrellas sin molestarse—. No hay nada que se os escape y algo se prepara, sí, pero no puedo deciros más de momento.

—¿Qué te dije yo, Agustín? —exclamó más que preguntó Goya mientras se reclinaba burlón en la silla.

Goya se sirvió vino en el vaso que le había llevado el posadero y volvió a encararse con el recién llegado.

—Gumersindo, ¿desde cuándo os interesáis por Pepita? Se dice que vos no gustáis de coplas ni de vinos...

—Eso no quita, señor de Goya —le dijo muy circunspecto el funcionario— para que una hembra así, que está en boca de todo Madrid, me interese. A mí me atañe todo lo que se cuece en Madrid y esta muchacha, por lo que había oído y por lo que ahora aprecio, es una caldera hermosa que hace hervir a quien se le acerca.

—Hola, el caballero —celebró Goya—. Y parecía un fraile censor.

—Os equivocáis, señor pintor —le dijo imperturbable—. Gusto de las cosas con la misma afición que vos aunque, obligado sea decirlo, con menos suerte.

—¿Os gusta la muchacha? —lo provocó Goya, señalándola descaradamente.

—Cómo no, maestro —dijo Torrellas sin inmutarse—. ¿O creéis que no tengo ojos en la cara?

—Pues apuradla —lo invitó Goya riéndose a carcajadas—, que es toda vuestra.

—Me admira en lo poco que valoráis, por lo que se me alcanza, el beneficio que os hace esa muchacha —le dijo el funcionario sirviéndose otro vaso de vino.

—¿Y eso?

—Porque nadie habla en Madrid de otra mujer que no sea ella y dicen que el propio rey manda aquí a sus confidentes, en las noches que ella canta, para que le cuenten luego lo que vieron.

—¿Y eso os sorprende? —dijo Goya.

—Lo del rey, no. Lo que me sorprende es lo vuestro.

—¿A que os referís?

—Pues a que no entiendo cómo vos, un hombre tan desgarbado y soez, y perdonad si abuso de la confianza que nos tendremos, sois tan celebrado en las alcobas por jovencitas como ella.

Goya se quedó desconcertado por la osadía del secretario de Godoy, con el que nunca había cruzado palabra hasta esa noche, para dirigirse a él en esos términos, pero el descaro del personaje le caía simpático y el pintor no pudo evitar una sonrisa sincera de complicidad. Después, fingiendo una mueca, le contestó:

—Hay que saber complacer —le dijo, tentándose la taleguilla con descaro—. Lo que no da la fama lo da la cama.

Los tres rieron en medio de los aplausos que había arrancado Pepita al terminar la copla.

—Pero decidme, Gumersindo —lo abordó Goya—, ¿qué es en verdad lo que os ha traído por aquí?

—Un negocio que quiero proponeros —le respondió al instante el secretario de Godoy.

—Sabéis que de dinero poco tenéis que hablar con él —terció irónicamente Ceán, acostumbrado como estaba a pagar alguno que otro exceso tabernario del pintor.

—Conozco la fama de agarrado que os habéis forjado —apostilló Gumersindo de Torrellas dirigiéndose al pintor—. Pero no es de dinero de lo que vengo a hablaros, sino de política, que ya sé que no es lo que más os gusta, salvo que vuestros intereses se hallen en juego.

—Vos diréis —le dijo Goya súbitamente interesado. El gesto de la cara le había cambiado en un instante, y donde había chanza había ahora sorpresa, porque una campana le decía en su interior que tenía que seguir con cuidado.

—Se trata de nuestros hermanos José Cabarrús y Gaspar de Jovellanos.

Si hasta entonces la cosa era sorprendente, desde ese momento pasaba a ser inquietante. Que el secretario de Godoy apareciese por una fonda de reputación dudosa era una cosa, pero que ese mismo personaje, que tenía fama de discreto hasta el extremo, se confesara masón sin mas preámbulos era otra. O Gumersindo Torrellas se había vuelto loco o algo muy grave se traía entre manos.

—¿Qué sabéis del bueno de Gaspar? —preguntó Ceán como si le hubieran citado a un hermano.

—Ahí sigue, con su cargo de inspector de minas en Asturias, desterrado realmente, indignado por cómo ve el rumbo que está tomando España e impotente para tomar cartas en el asunto.

—Hay que traerle al gobierno —propuso Ceán con la franqueza que le era propia y como si pudiera conseguirlo por su simple palabra—. Pero antes hay que liberar a Cabarrús, que está en prisión injusta desde hace más de cinco años.

—Me consta que Godoy quiere contar con él —aclaró Gumersindo—, pero tiene sus dudas. Al fin y al cabo don Manuel tiene que nadar entre dos aguas por obligación de su cargo: sabe que necesita a los liberales y a los reformistas para hacer la política que permita dar un lustre nuevo al país, de lo que él está convencido sinceramente, pero también está muy presionado por los aristócratas, que se sienten desplazados y no se fían de mi jefe. He pensado que vos...

—¿Yo? —anticipó Goya con cierto ademán de desprecio.

—Sí, vos, Francisco. Si hablarais con Godoy...

—Gumersindo, esa tarea os corresponde a vos —lo interrumpió el pintor, que cada vez estaba más desconcertado—. Fuisteis secretario de Jovellanos antes de serlo de Godoy y si hay alguien próximo al valido que sea capaz de explicarle el bien que Jovellanos puede hacer por el país sois vos, no yo.

—Pero yo no tengo nada que ofrecerle a cambio a don Manuel Godoy. Sólo soy un servidor del Estado, un burócrata experto en diligencias y papeles que ha aprendido su oficio en muchos años de servicio público. Poco más puedo darle que consejos, en cambio vos...

—¿Y yo? ¿Qué queréis, que le regale un cuadro, que le busque una novia?

—No andáis descaminado, señor de Goya. De eso precisamente se trata. Si vos tuvierais a bien pintarle un retrato tendríais la oportunidad de que estuviera con vos tantos días como dure la ejecución del lienzo y eso, según creemos algunos —y entonó ese pronombre plural con tono misterioso—, es tiempo suficiente para hacerle comprender que Cabarrús primero y Jovellanos después nos son imprescindibles.

—¿Y por qué os son imprescindibles, si se puede saber?

—Cabarrús por sus ideas económicas, que España necesita para hacer frente a una crisis económica de la que no salimos. Y Jovellanos por su habilidad y criterio en las artes de la política, que es persona que templa los ánimos y destaca la capacidad de negociación para que las partes se avengan a paces.

—No termino de ver clara mi participación en esta ayuda que me decís que debo prestar a esos desconocidos hermanos míos, Gumersindo —le contestó Goya en un tono que se acercaba al desaire.

—Os lo explicaré de otra manera, don Francisco. Godoy es muy ambicioso, bien lo notáis, y sabe que, si no cuenta con nosotros, antes o después pagará factura por ello. Pero si pacta en secreto su propio futuro con los liberales, gozando como ya goza de la simpatía de la corona, podrá mantenerse cuanto tiempo desee en el gabinete. Si no es con el apoyo de unos será con el de los otros.

—¿Cuál es el trato entonces? —preguntó Goya, más pendiente en realidad de los claveles que lanzaba el público a la Tudó en ese momento que de las palabras de Gumersindo de Torrellas, que evidentemente era masón aunque el pintor no supiese que estaba en sueños —expresión masónica con que se indicaba que alguien había dejado temporalmente de pertenecer a la logia—, y del que había oído hablar bien a muchos de sus hermanos. Se decía del secretario de Godoy que era un hombre sin dobleces ni malas intenciones.

—El trato en realidad no es tal —le contestó—. Vos mismo tenéis que ponerle condiciones cuando lo tengáis sentado en vuestro estudio y aprovechar esas horas de posado para intimar con él y cerrar el acuerdo.

—¿Pero creéis de verdad que el valido está por la labor de devolvernos a Gaspar y liberar a Cabarrús?

—Goya, no os quepan dudas. Falta que alguien como vos, con la reputación de la que gozáis, se acerque a él y lo convenza. En el fondo cree que con los liberales se puede gobernar. Está mas cerca de ellos que de vuestras marquesas —le dijo con evidente segunda intención.

—Además, Francisco, piensa en la clientela que te vendrá por su parte —apostilló Ceán—. No tengo que recordarte lo caprichosos que son los ricos, y con Godoy de cliente habrá muchos que quieran tener también lo que te compró primero su jefe: un retrato. Yo aceptaría la proposición de Gumersindo: me parece útil para todos.

—Esta bien, está bien ¿y yo qué saco en claro? —preguntó el aragonés, siempre presto a la mejor tajada. Un clavel cayó encima de la mesa. Era la Tudó, que le había lanzado a Goya uno de los que ella recibía en el escenario.

—¿No os parece suficiente recuperar para el gobierno de España a dos de los mejores miembros de la hermandad? —insistía el secretario del valido.

—Sí, pero... —Goya se había dado la vuelta y sólo tenía ojos para la cantante.

—¿Os valdría, tal vez —lo interrumpió Torrellas de nuevo—, un buen puesto en la Real Academia de las Artes de San Fernando?

En cuanto oyó esas palabras, Goya se volvió inmediatamente hacia el secretario desentendiéndose de los besos al aire que andaba regalándole Pepita desde la tarima y lo miró fijamente, escrutando las posibilidades que podría tener ese hombre de cumplir la oferta que acababa de hacerle. Para un pintor como él esa posibilidad era la garantía de subir otra vez los peldaños hacia la corte.

—¿He oído bien?

—Perfectamente, señor de Goya. Imaginaos que yo mismo os propusiera ante Godoy para que os nombrara director de la Academia.

—Hola..., me gusta.

—Os advierto que en su día —continuó Torrellas— ya lo hablé con el propio Jovellanos y él mismo os consideraba la persona más adecuada para ocupar ese puesto, y aún sois el más indicado ahora después de la muerte de vuestro cuñado, ¿no? ¿Os parece suficiente recompensa?

Mentar a su cuñado fue la gota que colmó el vaso de su decisión. En efecto, Bayeu había muerto en el agosto pasado y quedaba disponible su plaza. Sustituir a su cuñado sería una forma de hacerse justicia que, si no perfecta, lo compensaría al menos de los desprecios recibidos de él en vida. Ya no sería más el cuñado de Bayeu, sería Francisco de Goya, con mérito por sí mismo. Acababa de aceptar el pacto internamente, pero nada dijo y lo que hizo fue levantarse de la silla en silencio y apurar el vino que le quedaba a medias. Después se aproximó al escenario repleto de claveles y sembrado de aplausos y piropos y, ante sus dos amigos y un centenar más de entusiasmados mirones, tomó a Pepita de la mano, la bajó de la tarima, la besó con descaro en los labios y en los pechos y la arrimó con él a la mesa en la que Ceán y Gumersindo miraban desconcertados.

—¡Trato hecho, Gumersindo! Avisad a vuestro señor que para Francisco de Goya y Lucientes sería un honor sin precio tener la oportunidad de retratarlo.