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La soledad

Zaragoza

(1 de noviembre de 1808)

Hay momentos en la vida cuyo recuerdo es suficiente para borrar años de sufrimiento.

Voltaire

—¡Alodia, tráeme otro lámpara!

La voz de Goya resonó por encima del ruido de las campanas de El Pilar Ilamando a muerto en la víspera del día de difuntos. Eran las siete de la tarde y apenas quedaba luz en la habitación, porque se estaba acabando el aceite del candil con el que Francisco de Goya alumbraba la mesa de un cuarto que usaba como taller desde que había llegado a Zaragoza, una ciudad abierta de 55.000 almas a la que se entraba por ocho puertas y en la que, antes de que los franceses volaran en agosto la mitad, había levantados dieciséis convenios de monjas, veinticuatro de frailes, casi cincuenta iglesias parroquiales y las dos grandes iglesias catedrales de La Seo y El Pilar. El pintor se cubría con una manta del frío que hacía entre esas paredes porque, fuera, el cierzo batía las calles llevando el fresco de la nieve del Pirineo a los pulmones de los zaragozanos y, dentro, no había leña con que encender el fuego de una chimenea vacía que obraba en la esquina de al lado de la ventana.

El pintor estaba en Zaragoza desde últimos de octubre, cuando lo había llamado Palafox para que acudiera a su tierra después que el militar hubo levantado, a finales de agosto, el cerco contra la ciudad que habían trazado las tropas del mariscal Verdier. Goya acudió a Zaragoza no tanto por lo que le había dicho el militar sino, sobre todo, porque quería estar en su tierra, con su gente, aunque los dos grandes amarres con su tierra, su madre y Martín Zapater, hubieran fallecido ya. Quería meter Zaragoza en sus ojos otra vez, en una hora en que su espíritu, ya de por sí alterado por la enfermedad y la muerte de Cayetana —que Goya desde entonces no había levantado cabeza—, necesitaba oler su tierra y sentir el Ebro, como forma inconsciente de saberse seguro en el refugio de la tierra madre.

Aterrado por los incidentes de mayo en Madrid y destrozado por dentro al ver la muerte en la calle, había resuelto irse a Zaragoza aunque allí, también, la muerte hubiera sembrado de sangre los paisajes de su infancia. Además, para que todo le fuera más difícil, tenía el corazón dividido. Su conciencia le dictaba apoyar a los liberales y, por ello, contemporizar con el gobierno del rey francés, que él sabía bueno para los españoles y en el que, asimismo, estaban sus amigos; pero, como aragonés, rechazaba hasta lo mas íntimo que una potencia extranjera, aunque fuera la de la modernidad y las luces, vertiera la sangre de sus paisanos y arrasara los campos de sus gentes. En esa contradicción, enfermo de amores y del cuerpo, sordo y débil, había llegado Goya a su tierra de la mano de Palafox.

Cuando vio cómo estaba Zaragoza se le cayó el alma a los pies. Si bien era una gran victoria aragonesa el que los franceses no hubieran dominado la ciudad, no era menos cierto que el precio pagado por la defensa había destrozado sus calles y sus casas. Todo empezó cuando Palafox, por entonces un simple brigadier recién llegado a Zaragoza, encabezó la sublevación contra Godoy que habían urdido, como en Aranjuez, las familias más adineradas de la plaza. La diferencia con la mascarada arancetana es que aquí el pueblo de Zaragoza se alzó también contra el gobierno, desde el momento en que Fernando VII salió de España y cedió la corona del reino para que terminara en manos de la familia Bonaparte. Poco podía contar Palafox con la guarnición de la plaza porque sólo disponía de un estado mayor de 113 jefes y oficiales, la mayoría fuera de Zaragoza, de una tropa formada por una compañía de fusileros de 178 hombres, una partida de 383 soldados y 157 reclutas, que estaban repartidos en pueblos y sitios de la provincia, y del arsenal del castillo de la Aljafería, la sede reciente de la Inquisición, donde se guardaban 25.000 fusiles y 80 piezas de artillería.

Cuando comenzaron los incidentes de Zaragoza salió de la plaza el intendente de la ciudad, un tal Garciny —que era de los hombres de Godoy— y no volvió nunca más por su despacho, con lo cual Zaragoza se quedó sin gobernador, y ni falta que les hizo, porque los zaragozanos se organizaron perfectamente sin él y sin nadie que lo sustituyera. Al frente de todo Aragón, y con una ciudad de Zaragoza felizmente libertaria, estaba el capitán general Guillelmi, un sevillano de 74 años, que publicó un bando firmado por él debajo de la firma del infante don Antonio notificando lo ocurrido en Madrid el día 2 y pidiendo calma a los zaragozanos respecto a la presencia francesa por sus pueblos. Mientras, Palafox, que había pasado a ser uno más de «la camarilla» del depuesto Fernando VII gracias a los oficios del marqués de Cautelar cuando Godoy cayó en Aranjuez, cruzó a Francia con otros guardias a pedir instrucciones al nonato Fernando VII. Como al rey depuesto le era barato pedir cosas, sucedió que se desembuchó un encargo singular para Palafox y sus amigos: que sublevaran Aragón pidiendo su libertad. Palafox salió de Bayona convencido y, de acuerdo con el aguerrido conde de Montijo, planearon rescatar a Fernando de Borbón, que insistía en esos días en calzarse el séptimo ordinal detrás del nombre, y llevarlo a Zaragoza, desde donde encabezar la resistencia contra los franceses. Para desgracia de los conjurados se supo del asunto enseguida y la policía de Napoleón, que estaba al corriente del enredo, puso en caza y captura a Palafox y al Montijo, que salieron por pies hasta esconderse en Zaragoza el 12 de mayo.

Y como Guillelmi no quiso saber nada de ese alzamiento, Palafox tuvo que tirar de la ayuda que recabó de su pariente el conde de Sástago, que se brindó a formar una junta fernandina en la ciudad del Ebro con él, algunos militares dispuestos, un par de aristócratas y bastantes latifundistas. En la junta no hubo representación del vecindario porque, decía el de Sástago, «si los armamos y los dejamos estar aquí pueden ser igual o peor que las tropas francesas». Lo que pretendía la junta era dar un golpe de Estado en Aragón, destituir a los partidarios de Godoy y alzarse contra los franceses. Entre tanto, Palafox decidió refugiarse en la finca de unos parientes a la espera de acontecimientos.

Pero las cosas no fueron por donde pensaba la junta, porque el 24 de mayo se levantó el pueblo de Zaragoza y los vecinos acudieron a la capitanía para pedirle a Guillelmi que les librara las armas de la Aljafería. El anciano general, que no estaba por la labor, dio permiso para distribuir sólo 5.000 fusiles y tres cañones y, pese a todo, acabó detenido por la junta, que, comandada ahora por el general Morisin, no sabía tirar para adelante con la situación que se había creado y que la desbordaba. Fue la oportunidad para Palafox, el cual, apoyado por los vecinos —capitaneados por el «tío Jorge», un campesino del Arrabal que se llamaba Jorge Ibor y al que sus conocidos decían «cuellicorto»—, se hizo con el control de la situación. Y como quiera que Palafox estaba cerca de Fernando y que el «tío Jorge» le dio el apoyo de los vecinos, se proclamó capitán general, cosa que aceptó la junta a regañadientes para disgusto de Morisin, que cedió el puesto sin protestar.

Lo que estaba sucediendo en Aragón era un proceso muy peculiar, y Palafox se dio cuenta enseguida de ello: había dos operaciones políticas que se solapaban, la suya y la de la junta, por una parte, y la popular de los vecinos por otra, y aunque ambas convergían en el mismo objetivo —derrocar al rey José— las motivaciones eran bien distintas, incluso contradictorias. Los junteras y las grandes familias, delegación local de «la camarilla», no querían echar a José Bonaparte por ser francés sino por ser liberal, ya que éste había recurrido a los liberales para formar su gobierno y había anunciado reformas en profundidad, muy en la línea republicana de su hermano, que reducirían inexorablemente el peso de la aristocracia española y de la Iglesia en la corona, institución que formalmente no se ponía en cuestión. Los vecinos, en cambio, no se alzaban contra los liberales sino contra los franceses, desde el momento en que consideraban su independencia patria, tan principal para los aragoneses, sojuzgada manu militari por las tropas del hermano del nuevo rey, contra el que nada tenían en términos políticos, pues Aragón era tierra donde la aristocracia pesaba poco y el amor por la libertad era mucho, y desde siempre —desde Carlos I, el primer Austria, hasta Carlos III, el penúltimo Borbón— el partido aragonés había tenido sus rifirrafes con la corona centralista para defender su idiosincrasia política y nacional.

Palafox, en una jugada muy hábil que le permitiera superar esa contradicción y mantener unidas las dos corrientes, convocó las cortes del reino de Aragón, que llevaban 200 años sin reunirse, y sometió a votación su cargo; convalidado por el apoyo popular, se consideró legitimado para encabezar el levantamiento contra el gobierno del rey José Bonaparte. Esa estrategia sobre todo el territorio del viejo reino hizo que esa parte de España fuera la única políticamente establecida para una resistencia con visos de legalidad, cosa que no pasó en ninguna otra parte pues el centralismo borbónico permitía que, ocupada la cabeza de la administración —es decir, destronando a los reyes—, toda la gobernación del Estado se cayera como un castillo de naipes. Sólo Aragón había reconstruido, desde su régimen foral histórico, una alternativa política a los franceses. Desde ese momento Palafox era el jefe político de Aragón y, legitimado por el respaldo de las cortes, obró con habilidad.

Creó urgentemente el ejército de Aragón, para lo cual decretó la movilización general y el alistamiento universal de los aragoneses de entre 18 y 40 años, y la formación de los tercios de voluntarios, de los que sólo en Zaragoza se instituyeron cinco, que movilizaban a más de 5.000 hombres. El 7 de junio, conocido en el estado mayor del ejército francés lo que había pasado en Aragón, salía para Zaragoza un cuerpo de ejército al mando del general Lefebvre, con 4.200 infantes, más caballería y artillería, para que acabara con el levantamiento. Las tropas aragonesas se enfrentaron a las francesas en Tudela y el envite salió mal para Palafox, que se retiró hacia Zaragoza mientras los franceses reforzaban sus tropas con la llegada del primer regimiento polaco de la legión del Vístula, y los aragoneses se reforzaban con el batallón de voluntarios de Tarragona, las compañías de los Pardos de Aragón y los tercios de Navarra. Tras otro encontronazo en Alagón, que también salió mal para las tropas aragonesas, Palafox ordenó, definitivamente, defenderse en Zaragoza y él salió para Belchite a buscar refuerzos.

La ciudad, en ese momento, estaba rodeada por la artillería francesa, los dragones y la caballería polaca y 15.000 soldados de infantería. Dentro de una plaza mal abrigada, como era Zaragoza, sólo había 2.000 soldados regulares y 11.000 voluntarios mal armados, tropa totalmente insuficiente para defenderse de la infantería polaca y la caballería francesa. Desde el 15 de junio la ciudad estuvo asediada por los franceses, que reforzaron a Lefebvre con las tropas del mariscal Verdier, y el 1 de julio comenzó el bombardeo contra la ciudad, cosa que hicieron los atacantes instalando en Torrero y Bernadona los 30 cañones de sitio, 4 morteros y 12 obuses de la terrible artillería francesa. Durante veintisiete horas, los más de 1.200 proyectiles que dispararon los artilleros de Verdier cayeron sobre la Aljafería, deshaciendo casi las defensas y diezmando una compañía de infantes y otra de cazadores de la legión portuguesa, y su infantería llegó hasta las puertas de Sancho y del Carmen.

Al amanecer del día 2, Palafox regresó a la ciudad con refuerzos, mientras que seis columnas francesas de 500 hombres cada una reforzaban a los atacantes: dos iban dirigidas contra las puertas del Carmen y Santa Engracia, una contra el convento de San José, y las tres restantes atacaron la puerta Sancho, la Aljafería y lo poco que quedaba en pie del cuartel de caballería, en el ataque contra la puerta del Portillo se encontraron con Agustina Zaragoza, una catalana de Reus afincada en la plaza de su apellido, que al frente de un cañón que se había quedado sin servidores rechazó a los franceses delante del mismísimo Palafox, que asistió a la valentía de la joven. Como los franceses salieron trasquilados de esa intentona, Verdier replegó tropas y decidió cambiar la táctica: cercaría Zaragoza como si fuera ciudad amurallada y esperaría. El mismo Napoleón dio orden de cavar trincheras alrededor de la ciudad, pero no pudo cerrarlas por la parte del Arrabal, sitio por donde Zaragoza se seguía aprovisionando de recursos.

Como quiera que los junteros veían muy negra la situación de la plaza, creyeron lo mejor iniciar una maniobra secreta para negociar con los franceses, cosa que los vecinos —a poco que se descubrió el asunto— tumbaron de plano y Palafox, que ya sólo iba sentado en la marea popular antifrancesa y había roto sus antiguos lazos con los junteros, detuvo a los derrotistas el 20 de julio y los mandó encarcelar de inmediato. Mientras Verdier seguía machacando Zaragoza con fuego artillero, llegó al sitio la brigada del general Bozancourt, con lo que los franceses rebasaban ya los 15.000 soldados. Con esos refuerzos y gracias al machaque artillero cerraron el cerco el 2 de agosto, y el día 4 entraban en Zaragoza por las puertas del Carmen, Santa Engracia, Portillo y por el barrio de la Magdalena, con la intención de dividir la plaza en dos mitades. Palafox salió nuevamente del cerco, en esta ocasión para dirigirse a Osera en busca de tropas de refuerzo, mientras los franceses ya estaban en las calles de la ciudad; incluso asaltaron el palacio de Sástago y se llevaron el tesoro real, que eran más de dos millones de reales.

Pero el día 7 volvió Palafox con tropas nuevas y las que le había aparejado su hermano el marqués de Lazán, coincidiendo con la derrota de las tropas francesas en Bailén y la huida del rey José I a Vitoria, lo que hizo que los franceses recularan y los aragoneses rompieran el cerco y llevaran la lucha a cada casa durante una semana, hasta que los asaltantes, el día 14, volaron el monasterio de Santa Engracia y organizaron su salida de lo que se había convertido para ellos en una ratonera. Palafox había ganado la partida, y los franceses retrocedieron hasta Tudela dando por perdida la capital aragonesa para el rey José.

Pocos días después llegaba Goya a Zaragoza y lo que encontró fue una ciudad prácticamente devastada, en donde faltaba de todo.

—Aquí tenéis dos candiles más, don Francisco —le dijo la muchacha, que llevaba por nombre el de aquella niña santa que en Barbastro, a los catorce años, proclamó su fe cristiana y murió decapitada por ello al final del siglo noveno—, y cuidad con ellos, que no queda más aceite hasta mañana.

Lo que Goya tenía sobre la mesa eran unos bocetos a carbón de lo que había visto desde su llegada: destrucción y desastre. Había bocetos de las ruinas en que la artillería francesa había convertido muchos de los edificios principales y también, como docenas de apuntes sueltos, unos esbozos de unos niños que arrastraban los cadáveres de los franceses por la calle del Coso. También se traspapelaban en la mesa unos apuntes de Agustina Zaragoza disparando su cañón y escenas de guerra dibujadas en papeles poco mayores que una cuartilla.

Cuando la muchacha dejó los dos candiles sobre la mesa y salió de la estancia, Goya se levantó de su silla. A su alrededor sólo un camastro, dos sillas y una mesa cerca de un armario viejo con luna de espejo amueblaban la habitación donde llevaba casi dos días encerrado. Le habían vuelto a aparecer sus dolores de cabeza, y lo que pretendía que fuera un bálsamo para su espíritu, que por tal tenía volver a su tierra, se había convertido para el pintor en una especie de vía crucis interior al encontrarse la muerte, otra vez, en cada esquina de los paisajes que había guardado en su cabeza como lo mejor de su infancia.

Se acercó al armario y se vio reflejado en el espejo. Ya no era, ni parecido, el joven que había salido de estas tierras hacía más de treinta años, pero tampoco era el hombre que, hacía sólo seis, conversaba con Cayetana de Alba por última vez. No sólo era más viejo ahora sino que, y eso es lo que vio en el espejo, estaba más muerto: la vida se le había ido de los ojos para dejar el hueco a la muerte, la que veía en las calles y la que le salía del alma.

Que Cayetana muriera era lo peor que le había pasado; él, que había perdido hijos, pasado calamidades, sufrido la enfermedad más cruel, la del espíritu, nunca se había sentido tan lacerado como aquella mañana en que le dijeron que la duquesa había muerto. La pérdida de esos ojos queridos en la distancia fue para él la pérdida de algo absoluto, de algo que nunca antes había sentido como cuando se acercó a ella: el amor sin esperanzas, el amor que sólo se entrega y nada espera por ese abandono. Desde que Cayetana dormía liara siempre en la iglesia de los padres misioneros del Salvador de Madrid, en la calle Ancha de San Bernardo, donde la enterraron de noche y en secreto, algo de él se había roto definitivamente en su interior: la ilusión de vivir. Ya no lo ataba nada a su tarea, ya no quería pintar para otros; sólo quería dibujar para él y su desgracia. En esos seis años el pintor se había convertido en una llaga viva donde prendían todas las calamidades de su tierra. Ya sólo veía muerte, locura, desamor, desesperanza y, sobre todo, odio y violencia. Su locura personal se había convertido en un remanso de paz interior donde serenar los efluvios de la locura circundante, la que veía en las calles y en las miradas de los que se cruzaban con él. Goya, ahora, era una esponja llena de vinagre y heces que exprimía por su mano armada de pinceles encima de unas telas donde el instinto y la expresión habían sustituido a los trazos de academia. De su pintura se estaba yendo el color para ganar plaza el vacío; los personajes se abandonaban a favor de una obra coral de mitos, gigantes y monstruos.

Tal vez Goya no reconoció al principio lo que vio al encontrarse en el espejo: allí se erguía un hombre sin rostro, envuelto en una manta, y que desde una gran boca, el único trazo de la cara inexistente, gritaba en silencio algo terrible que hacía vibrar toda la habitación. El pintor sintió miedo y un frío muy grande en las espaldas y se apresuró a abrir la puerta del armario, como si quisiera encerrar la imagen que se proyectaba en el espejo. Cuando lo hizo hurgó en los estantes, desbaratando el poco orden que había en ellos, hasta que encontró lo que buscaba: un envuelto de trapo, cuadrado y de poco más de un palmo, que inmediatamente se colocó en el pecho, como protegiéndolo del monstruo que vigilaba la puerta del armario. Trastabillando se volvió a la mesa, se sentó, y se dispuso a retirar, con todo cuidado, esa arpillera sucia que parecía envolver un tesoro, tal era la delicadeza con que Goya lo trataba. Acercó un candil y lo que sacó del hatillo era un pequeño lienzo, de los de formato para viaje: el retrato que le había pintado a Cayetana y que la duquesa le había regalado la noche antes de morir. Desde entonces no se había separado de él ni un instante: era cuanto le quedaba de ella, era ella misma.

Puso el cuadro contra una pila de libros que había sobre la mesa, teniéndolos por improvisado facistol, y le acercó el candil, como si de una estampa bendita se tratase, que pareciera que iba a rezarle. Eso lo hacía Goya todos los días, como una especie de ritual. Tenía el cuadro escondido a todos y luego, por la noche, cuando estaba a solas en su estudio, lo sacaba de su envoltura y lo ponía a su vera, para mirarlo, como si hablara con la luminosa figura de la que todavía era su amada. No pocas noches le había dado el alba en conversación silenciosa con ella, mientras dibujaba lo que se le venía a la mente; le pedía opinión, le comentaba sus bocetos, incluso se los enseñaba. Durante esos ratos Goya volvía a ser feliz, y hasta sufría de celos pensando dónde estaría y a quién le estaría regalando sus risas; con esos celos recobraba el alma y volvía a gozar en ese sufrimiento dulce de quien sabe tener, aunque esté lejos, el objeto de su amor. Entre trazo y trazo, Goya la requebraba o la reñía, le hablaba o la castigaba con el silencio, la amaba o la desesperaba, pero en todo caso volvía a tenerla y, así, volvía a vivirla y él, con ello, también renacía de sus miserias.

Como cada noche desde que había llegado a Zaragoza repitió el ritual y besó el retrato antes de coger sus carbones y acercarse al papel en blanco de todo gesto. Con ella comenzaba la danza de su mano y de su mente, y ante ella se atrevía Goya a soltar lo que le venía a la cabeza. Ya no pintaba para ella: pintaba gracias a ella. Ahora era Cayetana el filtro de sus ojos y el motor de su mano, el élan vital de su pintura.

Con un gesto decidido acercó el otro candil para que le iluminara por la izquierda y comenzó a trazar líneas, al principio aparentemente desordenadas sobre el cartón y que, poco a poco, iban tomando forma.

Esa tarde había tenido fiebre y durante un rato, en el duermevela de la calentura, una visión extraña se le había metido entre ceja y ceja y no lo abandonaba ni siquiera por la noche.

—He visto un coloso, Cayetana —le dijo al retrato mientras la mano dibujaba unas espaldas en escorzo—, y me miraba de reojo.

«No, no me decía nada», pareció que le contestaba al retrato. Goya ya estaba inmerso en su conversación imaginaria de todos los días con su amada.

El cuerpo del gigante iba surgiendo de la mano del pintor, y al poco rato emborronó sus hombros con los trazos de unas nubes que parecían esconderle la cabeza. Contento con ese trazo, el pintor retrajo la mirada y con un trapo separó el carboncillo para poner otra vez la cabeza sobre las nubes. Lo que le dictaba su visión era inmenso y le había visto la cara; era un rostro que le sonaba, pero el sueño le había borrado en parte el parecido que pudiera recordar.

—Creo que sé quién es, amor mío.

Y su mano volvía a trabajar sobre la figura, esta vez para esconder su mitad inferior entre unos montes grandes y oscuros, como si fueran una peana de su medio cuerpo. En el dibujo no se apreciaba si el gigante caminaba o estaba quieto o, incluso, enterrado en las montañas hasta la cintura.

—Es que no le veo la cara... —parecía justificarse el pintor ante la duquesa—, me da la espalda otra vez. Parece que está peleando con algo que no veo.

Y su mano se movía entre las nubes como para despejarlas y encontrar el enemigo oculto del gigante. Abajo, a las faldas del monte, Goya estaba dibujando ahora una multitud que huía despavorida entre reatas de ganado que escapaban aterrorizadas, también, de la estampa del siniestro gigante.

—Pero todos le tienen miedo —aclaraba el pintor a su silenciosa invitada—, menos éstos. —Y le señalaba un asno blanco y unos toros que permanecían quietos y ajenos a la huida de todos los demás, seguramente por ignorancia.

La composición iba tomando cuerpo. El pueblo llano huía por el valle, y el burro estúpido y los toros obstaculizaban su salida. En la iconografía del pintor eso significaba cómo los absolutistas impedían el libre progresar de los vecinos, de los «ciudadanos», como decía Goya desde que la palabra se había implantado en la boca de los liberales desde la Revolución en Francia. Quedaba claro que el coloso anclado en las montañas, símbolo de los poderosos, era el que aterrorizaba a los ciudadanos. Goya ya iba perfilando lo que tenía guardado en su mente. Las cosas salían de su mano automáticamente, sin cavilación, atentas sólo al dictado de su instinto.

—Es lo de siempre, Cayetana —le explicaba el pintor—. Los mismos de siempre... aunque vistan de otra manera.

Goya continuó dibujando el esbozo de los personajes. El coloso seguía sin dar la cara.

—No, Cayetana, no sé quien es... —La imaginaria voz de la duquesa insistía en saber quién era el personaje.

El pintor no contestó y las montañas tomaron más cuerpo por su mano mientras hacía bajar a los que huían entre carreras.

«¿Napoleón?» Parecía que Cayetana le apuntaba la figura del corso.

—Tal vez, pero no estoy seguro.

De repente el personaje hizo un gesto de espalda, que pareció levantarlo del papel. Un espasmo hizo que Goya, sorprendido, retirara la mano del dibujo. Poco a poco, muy despacio, el coloso giró la cabeza y se quedó mirando al pintor claramente. Una sonrisa retadora se dibujaba en unos labios colgantes y abúlicos; las bolsas bajo los ojos eran características, y Goya reconoció inmediatamente al personaje que lo miraba con desprecio desde el papel: era Fernando VII. Un pánico insuperable lo agarró por el estómago paralizándolo. No podía creer lo que estaba viendo. Sólo pudo gritar una palabra pidiendo ayuda:

—¡¡¡Cayetanaaa...!!!