26
La cobardía
Madrid, palacio de El Escorial
(30 de octubre de 1807)
La traición disuelve todos los vínculos.
Friedrich Schiller
—Nunca tendrías que haberte alejado de mi lado, Juan —decía un apesadumbrado y cabizbajo príncipe de Asturias.
Desde que había empezado la instrucción del procedimiento, don Fernando de Borbón no podía salir de sus habitaciones en El Escorial y tenía prohibidas las visitas si no era con permiso expreso del monarca. Pero, como el asunto era ya de dominio público, sucedió que Juan de Escoiquiz, asustado por la que se le podía venir encima, acudió a verlo, disfrazado de sastre y entrando en palacio por puerta de obreros. El canónigo había conseguido burlar la vigilancia, que amigos no le faltaban en la corte, y a los pocos días del prendimiento de su alumno ya había dejado Toledo y desaparecido, para mudarse en clandestino a El Escorial.
—Lo primero que habéis de hacer, alteza —lo instaba el canónigo, tan sinuoso como siempre—, es pedir perdón a vuestros augustos padres, sus majestades los reyes.
—¡Nunca pediré perdón a mi madre! —dijo el príncipe, recuperando un ímpetu que parecía perdido. El odio a su madre era tal que sólo de pensar en ella se le tensaban los ánimos—. Y, además, mi padre no está dispuesto a pasar por alto el asunto. Godoy lo tiene muy apretado —mentía el príncipe, que sabía perfectamente que el valido no estaba por que la sangre llegara al río.
—Fernando —declaró el canónigo, que sabía de sobra cómo controlar las emociones de quien se había anticipado para ocupar la corona—, te sabrán perdonar porque te quieren y, sobre todo, porque eres su heredero.
Y razón tenía el cura al pensar que una crisis en la sucesión a la corona, y con las tropas francesas desplegadas —como estaban— en España, podía dar al traste con aquella inusual familia de incompetentes que gobernaban el país. Y a Escoiquiz le daba pánico oír hablar de Francia y sus revoluciones porque, si para él Godoy era su demonio particular, Napoleón era el Diablo.
—Haz culpables a los otros —le proponía, en un claro alarde de impudor ante lo que habría debido representar por los hábitos que llevaba, cuando no iba disfrazado de sastre—. Échale la culpa al duque de San Carlos, al del Infantado, al que quieras... pero no nombres a Leandro Fernández de Moratín, ni al marqués de Beauharnais.
—¿Por qué?
—Porque siguen trabajando para nosotros en cosas de provecho. Están negociando en secreto tu próxima boda...
—¿Con quién, ahora?
—Con la sobrina de Josefina, la mujer de Napoleón. Entre Leandro y el embajador se está tratando el asunto. ¿Te imaginas emparentado con el emperador? —El príncipe de Asturias puso cara de estar pensándolo... y le gustaba. Escoiquiz le debía la carta a Napoleón, pero no pensaba que el canónigo pudiera llegar tan lejos—. Nadie te podría discutir tu derecho inmediato al trono de España —concluyó, apoteósico, el disimulado canónigo.
—Ah... —Y Fernando puso cara de no estar muy conforme—. ¡Pues no estoy de acuerdo!
—¿Y eso? —Escoiquiz se desconcertó, pues el príncipe nunca le respondía y menos con tanta acritud.
—Porque la culpa de todo esto la tenéis Moratín y tú —aclaró Fernando en el tono más ácido que encontró en su registro—. Vosotros y vuestras putas cartas.
—Y eso ¿qué tiene que ver?
—¡Mucho! —El de Asturias estaba crecido—. Si tuviera en mi poder las cartas que robaron a mi madre, que, según repetís machaconamente comprometen mi subida al trono, no habríamos llegado a esta situación. ¿Es verdad o no?
—Hombre... —iba a justificarse el canónigo.
—Juan —lo cortó el fracasado, por nonato, Fernando VII, que estaba ya más templado—, han pasado seis años desde la muerte de la duquesa de Alba y siguen sin aparecer. ¿Dónde están?
—Si no fuera porque vuestra madre sigue preguntando a Godoy por ellas, pensaría que no existen. Pero las averiguaciones del valido, que también las busca, no han dado ningún resultado.
—Pues las nuestras tienen que darlo. —Súbitamente el retenido príncipe parecía otro; iba recobrando el ánimo y, como si fuera una serpiente, se iba desprendiendo por instantes de la piel de alumno obediente que había llevado hasta entonces cerca del preceptor—. ¿Es de fiar Leandro?
—Por él me dejaría prender, alteza. Nunca me ha fallado.
—Mi padre no vivirá mucho tiempo, y necesito tener la seguridad de que nada, ni nadie, me impedirá gobernar. ¿Entiendes, Juan? —El príncipe de Asturias llevaba tres semanas confinado y su desesperación le había hecho perder el miedo, pero no la desconfianza—. Hay que vigilar a Leandro y amenazarlo si fuera necesario —apostilló muy seguro.
—Es un hombre dedicado sólo a escribir y a servirme. No considero necesario amenazarlo, no hace falta. Es muy sutil y demasiado astuto, y puede volverse contra nosotros si se sintiera perseguido sin motivo.
—Si eso ocurriera responderías con tu vida, Juan.
—¿Para qué necesitáis a Moratín, alteza? —Era la primera vez que el discípulo tomaba la iniciativa y el canónigo, que no contaba con tal cosa, iba reculando. Esperaba encontrarse un hombre hundido y asustado, y lo que tenía delante era lo que menos se imaginaba: el príncipe quería conducir los hilos de su rentrée ya no era el alumno modoso de hacía un par de años.
—Para algo muy importante. Los liberales se están reagrupando, y no quiero que tengan posibilidad de maniobrar en su provecho cerca de Manuel Godoy. Que esa alianza ya me la sé y sé también cómo termina... Tengo que recuperar como sea esas malditas cartas, si existen, y presumo que esa gentuza está detrás de ellas.
—Entonces no lo dudéis, alteza. Leandro es el hombre indicado. Sabe entrar en cualquier sitio y sus contactos con los liberales y los masones son nuestra mejor baza para estar al corriente de lo que los Hijos de la Viuda saquen en claro de sus pesquisas. Moratín cree, así me lo ha dicho varias veces, que esas cartas las tiene Goya, y Moratín pasa por ser su amigo.
—¿El pintor?
—Sí, el pintor de vuestros augustos padres.
—Masonazo y liberal seguro que es —dijo, como recordando la cara del personaje—, y que se acostaba con Cayetana, también; pero de ahí a tenerlo por dueño de las cartas hay muchos pasos. Por lo que sé de él sólo le interesa su pintura, el dinero y las mujeres. No lo veo enredando en política.
La verdad era que Fernando de Borbón iba sorprendiendo cada vez más a Escoiquiz. Desde que el canónigo se había ido a Toledo, y más desde que el príncipe se había casado, su viejo pupilo había aprendido a volar solo. Con su tropa de «la camarilla» y una extensa red de confidentes, que empezaba en las habitaciones de palacio, el príncipe iba tomando opinión e información por su cuenta y se volvía más y más desconfiado.
—No lo creímos así en su momento.
—¿A que te refieres?
—Sí, alteza. Cuando el pintor se lió con la duquesa, que fue más o menos cuando vuestra madre dice que desaparecieron las cartas, creímos —y Escoiquiz insistió en un plural que no le convenía aclarar, ya que Godoy y él andaban entonces a lo mismo— que se las había entregado al pintor...
—¿Y...?
—Por los informes policiales sabemos que se vio con la duquesa días antes de que ella muriera y nuestros soplones, que entonces teníamos gente en el palacio de Buenavista, nos informaron que hablaron de unas cartas.
—¿Y se lo dejó escapar sin comprobar nada de eso?
—No, alteza, desde luego que no —se justificó Escoiquiz—. Unos matones que contrató nuestra gente lo asaltaron cuando salió de casa de la duquesa, pero no encontraron nada.
—Entonces, registrad su casa y confiscadle los cuadros.
El príncipe no se daba cuenta de su propia situación y seguía disponiendo como si pudiese hacerlo. No acababa de comprender que las cosas pintaban muy negras para él pese a la campaña a su favor que, fuera de palacio, habían empezado a hacer —y sus buenos reales les costaba— el del Infantado y demás conmilitones.
—Lo primero ya se ha hecho varias veces, y de abajo arriba, pero lo segundo no se puede hacer. Los cuadros pertenecen a sus propietarios y lo que encontramos en su hogar no tiene ningún interés. Sólo conserva sus dibujos, sus planchas y pequeños cuadros que no tienen otro valor para él más que el sentimental. He llegado a pensar en detenerlo por el Santo Oficio acusándolo por sus grabados, que son todos obscenidades, locuras y disparan contra nuestras creencias, alteza.
—Eso son bobadas de beatas, Juan. —Eso sorprendió más aún a Escoiquiz; que un cristiano tan devoto, como él había instruido a su pupilo, pensara ahora que las cosas de las buenas costumbres eran cosas de beatas le decía bien claro que el príncipe había madurado y ya no era el mismo—. ¿Se ha investigado a su hijo?
Se refería a Francisco Javier de Goya, el único que le quedaba vivo al pintor y que se había casado dos años atrás con Gumersinda de Goicoechea. Desde entonces, el joven vivía desocupado y gastando de la dote.
—Se ha hecho, excelencia. También se registró su casa en secreto y nunca apareció nada.
—Pues no entiendo nada. Entonces..., ¿dónde están las cartas?
—Nunca hemos encontrado ninguna pista. Creímos que las tenía Cayetana, y cuando murió se miró escrupulosamente cuanto había en su palacio. Recordad que Godoy se quedó con la casa y con muchos de sus muebles, pero antes nos dio tiempo a revisar todo de cabo a rabo, y no encontramos nada. Allí no había ni rastro de las cartas, y eso que sabíamos todo de ella, que no en balde nos tenía al corriente de cuanto pasaba en esa casa Tomás Verganza, que era su mayordomo, y Antonio García Vargas, que era su caballerizo —recordó Escoiquiz, que tenía una memoria excelente.
Cuando murió Cayetana de Alba su situación financiera era delicadísima, por no decir ruinosa. Estaba endeudada hasta las cejas con un importante cortesano que mantenía oculta su identidad mediante una maraña de testaferros, y sucedió que a su muerte pocos bienes quedaban libres para testar. La sorpresa fue que el beneficiario de lo poco disponible fue Juan de Pignatelli, su verdadero primer amor, que era primo del fallecido duque de Alba e hijo del segundo marido de su madre. El de Pignatelli, que era un donjuán, aprendió de su padre, el marqués de Mora, las artes de un bon vivant despreocupado dedicado sólo a su atuendo y a cultivar su ocio. Como era buen mozo y no tenía nada que hacer, se hizo con el corazón de María Luisa de Parma antes de que Godoy ocupara la plaza. Y, como quiera que Cayetana ya estaba por los huesos de su primo, de ahí comienza la rivalidad que tendría unida toda la vida a la duquesa y a quien luego sería reina. La historia de esa chusca relación de odios y desencuentros comenzó cuando María Luisa regaló a su amado una cajita de oro «enriquecida de diamantes» que Pignatelli regaló a su vez a su segunda amada, Cayetana de Alba. Ésta, tan agradecida como ignorante del origen de la caja, le correspondió el detalle regalándole a él una sortija adornada con un brillante muy valioso, joya que el amante regaló, a su vez, a María Luisa. María Luisa lució el anillo en un besamanos, sabiendo perfectamente lo que se ponía en el dedo, y a Cayetana le dio un ataque cuando hubo de poner sus labios en lo que había pasado de su bolsillo y ahora estaba en el dedo de su competidora.
La duquesa tardó poco en maquinar su venganza, y la llevó a cabo regalando la cajita con diamantes al peluquero que compartía con María Luisa y demás damas del escenario; ahora le tocaba mover ficha a María Luisa. La princesa recibió por esos días un regalo de su amiga María Antonieta, la reina de Francia; se trataba de una fastuosa cadena de reloj, que la de Parma paseó por los salones recalcando que era «un regalo exclusivo de familia, algo de nosotros, los Borbones». La de Alba atacó de nuevo y mandó traer de París un centenar de cadenas idénticas, que Cayetana repartió entre su servidumbre y la de María Luisa. La princesa estuvo a punto de morirse del pasmo y pagó los platos rotos el apuesto Pignatelli, que, como consecuencia, se vio destinado a la embajada en París. Desde entonces, hasta la muerte de la duquesa, las cosas fueron a peor entre las dos hembras. Tal para cual.
Muerta la duquesa, su casa pasó a manos de Godoy, que también compró sus cuadros gracias a una real orden de Carlos IV, y así consiguió el valido La Venus del espejo, de Velázquez, La Escuela de Amor, de Correggio y La Virgen, de Rafael; sus pocos dineros se los quedó su primo; y los títulos y tierras que se salvaron de la ruina pasaron al duque de Berwick, que también era primo suyo. La casa de Alba pasó a la de Liria y la de Oropesa a la de Uceda, y sus joyas pasaron al guardajoyas de la reina, mediante orden del 1 de agosto. En ese trasiego nadie encontró las cartas.
—¿Quién las tiene ahora? —insistía, machacón, el de Asturias.
—Yo creo que nadie —mintió Escoiquiz—. Mi opinión es que todo puede ser una especie que levantó vuestra madre para implicar a la duquesa y, también, que esas cartas, si existieron, desaparecieron en el barullo de almoneda que hubo en su casa después que la enterraron. Pueden estar en cualquier sitio...
—Por tu bien te conmino a que aparezcan, Juan. —Era la primera vez que quien se había empeñado en ceñir la corona de España antes de su hora natural amenazaba al canónigo. Un escalofrío sacudió a Escoiquiz—. Esta incertidumbre es intolerable y más cuando se trata de unas cartas que, según me dijiste siempre, podrían afectar a la corona si cayeran en manos hostiles a mí.
—Es mi mayor preocupación, alteza.
—Pues ya sabes... —lo amenazó—. Por cierto, ¿qué hace Godoy? —Y cambió de tercio dejando al clérigo con el alma en vilo.
—Sigue enfermo en Madrid, pero no suelta un hilo de vuestro asunto, don Fernando.
—¿Cuál crees que debe ser, ahora, mi actitud con él, Juan?
—Hay que dejarlo que siga creyendo que casaréis con la menor de las hermanas de la condesa de Chinchón, su mujer. Eso le dará confianza y lo animará a redoblar sus esfuerzos para ponerse a vuestro servicio y ayudaros en este momento. Contra todo pronóstico, Godoy os puede ayudar ahora.
El gesto del de Asturias anunciaba que no le gustaba lo que acababa de oír.
—Tal vez tengáis que mandarle un mensaje de acercamiento —prosiguió Escoiquiz midiendo cada palabra—, decirle que habéis obrado sin atender a vuestras obligaciones y que rogáis su intercesión ante vuestra augusta madre. ¿Comprende su alteza lo que quiero decir?
Femando le lanzó una mirada llena de orgullo y desprecio, sólo comparable con la de las serpientes que hipnotizan a sus víctimas antes de paralizarlas con veneno.
—¡¿Creéis que pedir perdón y rogarle que interceda por mí será suficiente?! —Las voces debían de oírse en el pasillo—. Temo a mi madre. Ella no se conformará con eso y querrá humillarme más. Se negará a acceder a los ruegos de perdón de su amante.
El príncipe, como siempre que pensaba solo —y llevaba días sin que «la camarilla» le regalara el oído, volvía a equivocarse. Encerrado en su habitación no podía barruntar que sólo su madre y, curiosamente, Godoy estaban por salvarle el cuello. Y eso pese a que el del Infantado y sus amigos no cesaban de propalar por Madrid que todo lo que le había pasado al príncipe era una encerrona de Godoy y que, detrás, había que buscar la larga mano de Napoleón, que usaba al valido como testaferro de los intereses franceses sobre España. Para el grupo de seguidores del de Asturias, el todavía pequeño partido fernandino, era fundamental convertir a su jefe en un héroe, y si fuera preciso en un mártir, a fin de salvar los trastos de una institución como la real, que les convenía y que, vistas como estaban las cosas, podía disolverse en cualquier momento como un azucarillo en agua.
—Estáis equivocado, alteza. —La verdad es que el heredero no era un fino analista, y Escoiquiz tuvo que hacérselo ver—. Si fuera así, y Godoy no estuviera por vos, no os debéis preocupar y debéis dejarlo en mis manos. Tenemos informaciones poderosas que me permiten asegurar que Godoy no cejará en su empeño de conseguiros el perdón y que, además, lo conseguirá, diga vuestra madre lo que diga.
—Tienen que ser muy poderosas esas razones, Juan.
—Lo son, alteza. Lo que está en juego es la corona de España.
—Así es, está en juego «mi» corona. —Y enfatizó el posesivo.
«Creo que al final va a ser verdad que es un estúpido», pensó Escoiquiz mientras se secaba el sudor de la frente. El interrogatorio al que lo había sometido el príncipe de Asturias lo había dejado con un pésimo sabor de boca. «Está más exigente que nunca —se decía el canónigo— y ha cogido los mismos malos modos que su difunta mujer.» Y algo de razón tenía el cura, porque los manejos altaneros de María Antonia de Nápoles habían hecho mella en él. Con ella había aprendido que lo que llevaba en la entrepierna servía para algo más que para orinar y, de paso, para justificar casi todas sus decisiones. Ella lo había animado a no depender de nadie, a saber mandar y a no asustarse tanto. Algo había aprendido porque, acorralado como estaba y en una situación vergonzante, dejaba traslucir sin recato toda su ambición.
—No olvidéis, alteza —prosiguió Escoiquiz, que quiso demostrarle que, todavía, era él quien controlaba la situación—, que el marqués de Beauharnais nos ha facilitado una copia reservada de las cláusulas secretas que Godoy ha exigido a Napoleón respecto al acuerdo que firmará con Francia, en Fontainebleau. El valido, no se os olvide nunca —en el arte de emponzoñar el canónigo era un artista—, quiere ser rey como vos, y sueña con reinar en el sur de Portugal si no os quita la corona antes. Esa será nuestra mejor baza para chantajearlo en caso de que no quisiera ayudaros: tenemos una copia del tratado con todas sus cláusulas.
Lo que no sabía Escoiquiz es que ese tratado ya se había firmado en Fontainebleau tres días antes, precisamente el mismo en que alguien delató a Carlos IV la conjura de su hijo contra él. Godoy les había ganado por la mano.
—Espero que esté bien guardada, porque después de la historia de las cartas de mi madre...
—Tened por seguro, alteza, que la copia está a buen recaudo.
—Ya... —La verdad es que el de Asturias no se fiaba ya ni de su sombra—. Estas palabras me tranquilizan sólo en parte, Juan. Godoy es mucho Godoy, aunque me cueste admitirlo, y ahora estoy en sus manos.
—Confiad en mí, excelencia, y pedid perdón a vuestro padre. Nadie os arrebatará la corona si obráis con inteligencia —«Cosa que dudo que esté a su alcance, como no se le diga lo que tiene que hacer en cada paso», pensó Escoiquiz—, porque hay que saber ser humilde cuando las pruebas os acusan tan claramente.
—¿Humilde, decís? No es una condición en la que me hayáis educado.
—Lo sé, don Fernando, la humildad no es cosa de reyes. Pero en esta situación hay que tenerla, o al menos simularla como si la tuvierais. Os hará falta para salir de estas cuatro paredes.
Ese consejo era lo más atinado que el preceptor le podía recomendar al alumno, porque si bien era cierto que, de manera incomprensible y gracias a los esfuerzos de intoxicación del partido fernandino, los más de los súbditos veían en Fernando la solución a la creciente influencia francesa en la corte de Madrid, no era menos cierto que el heredero se las tenía crudas ante el gobierno de su padre y los amigos de Godoy. Fernando de Borbón se quedó mirando a su preceptor muy fijamente y se acercó a él hasta el punto de que el aliento del príncipe le empañó ligeramente las lentes que el cura usaba para ver de cerca. Escoiquiz aguantó el tipo como pudo, que su pupilo le sacaba más de una cuarta y abultaba el doble que él.
—Juan —le dijo mirándolo a los ojos desde su palmo de ventaja—, ¿aceptaríais que os imputara la culpa de inducirme a la conjura contra mis padres?
El canónigo se quedó blanco. No esperaba eso de su alumno. «¡Será hijo de puta! —se dijo, notando que le faltaba el aliento—. Quiere encajarme el muerto.» El canónigo no sabía por dónde salir y miró en silencio al príncipe mientras el cuerpo le iba entrando en caja.
—La lealtad que os debo, alteza, está muy por encima de la cárcel que pueda sufrir por vos —mintió, porque sabía que no le quedaba más remedio—. Os lo he probado muchas veces desde que soy vuestro mentor y así lo seguiré haciendo; no temáis por eso. Un castigo, en estos momentos, es el menor de los males que me pueden ocurrir, siempre que me sigáis teniendo por el más devoto y fiel de vuestros servidores.
Pese a toda su desconfianza, Fernando se emocionó con las palabras de Escoiquiz y, como si volviera a la infancia, un gesto instintivo lo llevó a besar la mano de su preceptor con la misma unción con que lo hacía de niño para saludarlo al empezar las clases, cuando ese cura era todo su asidero en una corte desquiciada y mal gobernada por unos padres ausentes.
—Juan... —dijo el príncipe con lágrimas en los ojos—, ¡si hubieras estado a mi lado nada de esto hubiera ocurrido!
—Nunca os he abandonado, alteza —le contestó Escoiquiz, que vio por un instante recompuesta su posición principal, aunque hubiera mediado la amenaza de la denuncia—. Prueba de ello es que antes de acudir aquí ya hemos dispuesto lo que ha de pasar a corto plazo si Caballero no se aviene a razones...
—¿El qué?
—Que Cayetano Soler sustituirá a Caballero en el Ministerio de Justicia.
El príncipe de Asturias miró, sorprendido, a Escoiquiz. Sabía de su capacidad de maniobra pero no esperaba que rompiera por ahí. «En el fondo me puedo fiar de él, es listo», pensó Fernando de Borbón calibrando la capacidad de su preceptor para mediar en sus asuntos.
—Ve con Dios, querido Juan —concluyó de repente el príncipe cuando vio que el canónigo manejaba, o así parecía, los hilos de lo que estaba pasando fuera—. Tu visita me ha aliviado de mis angustias, y que sepas que cuento contigo como cuando, de chico, me enseñabas mis primeros latines.
—Si en mi ausencia necesitarais algo de mí no dudéis en mandarme aviso a través del duque del Infantado. El es quien coordina ahora a vuestros partidarios, que crecen por días.
—Así lo haré, Juan. No lo olvidaré.
Ninguno de los dos sabía que la policía marcaba estrechamente al del Infantado desde el momento que entre los papeles apareció el nombramiento del duque como capitán general de los Ejércitos en sustitución de Manuel de Ciocloy.
Unos precipitados pasos sobre el entarimado del pasillo pusieron en guardia a ambos. Por el ruido debían corresponder a un grupo grande, tal vez el zaguanete, porque se apreciaba la cadencia del paso militar. Juan se disimuló tras la puerta de entrada justo cuando sonaron tres golpes de aviso y aquélla se abrió sin esperar respuesta del retenido.
—Alteza, preparaos —le dijo un alférez de la guardia que apenas pasó del quicio—. En media hora vendré a recogeros.
—¿Para qué?
La puerta se cerró sin oírse ninguna respuesta del guardia.
—Sal cuanto antes, Juan —dijo el príncipe cuando quedaron otra vez a solas.
Escoiquiz, que no era precisamente un valiente, hizo una reverencia y, sin mediar palabra, salió por una puerta disimulada en el entelado de la pared. Detrás lo esperaba un criado que lo sacaría por las caballerizas.