32
El pacto
No vivimos más que dos días; no vale, pues, la pena pasarlos arrastrándose ante despreciables bribones.
Voltaire
Escondido en la segunda planta de la casa, tras haber visto desde los ventanales de la Quinta la polvareda del coche que se aproximaba, Goya esperó a que llamara la inesperada visita. Pasaron varios minutos hasta que Moratín descendió del vehículo y golpeó inútilmente la aldaba de la puerta. Goya, enajenado, sordo, helado por el frío y también asustado después de tres meses encerrado a cal y canto en su nueva vivienda, ni siquiera comprobó quién era ni volvió a asomarse a la ventana para ver si el carruaje permanecía junto a su casa. Por el contrario, semidesnudo como estaba, se agazapó aún más tras uno de los armarios de una alcoba que había apañado dentro del estudio, en la planta superior de la vivienda, y aguardó sin hacer ruido. «Leocadia lo subirá», se dijo al esconderse.
Viendo que la puerta de entrada de la calle se encontraba abierta, Moratín la empujó suavemente y escuchó el estrépito de los goznes oxidados. Luego se adentró en el salón rectangular de la planta baja por uno de los seis accesos. Nunca antes había estado en la Quinta. Dos humildes candiles trataban de iluminar la estancia. Miró a uno y otro lado, buscando a Goya, y comprobó el abandono insólito en el que se hallaba todo.
—Está arriba, Leandro. —Era la voz de Leocadia Weiss la que recibía al dramaturgo—. Sube tú solo; allí no quiere que subamos nosotras, ni que lo atendamos. Cuando se encierra allí es mejor no acercarse a él.
Leandro Fernández de Moratín saludó a la compañera de su amigo. Los dos se conocían desde antes que el escritor saliese para Barcelona.
—¿Cómo se encuentra el maestro?
—Mal, Leandro —le dijo ella mientras el dramaturgo le besaba la mano—. Pero no es mal del cuerpo, que tú ya sabes lo que tiene. Lo que lo está matando es su alma. Se tortura él mismo y dice que no quiere pintar, ni vivir... Está cada vez peor.
—Eso me ha dicho un hermano esta mañana, Leocadia. Por eso he venido a verlo sin avisaros antes.
—Has hecho bien, Leandro. Aquí eres siempre bienvenido. Tal vez contigo esté a gusto. Al fin y al cabo eres su amigo desde hace muchos años.
—Sin duda, Leocadia, y de los más fieles —mintió Moratín—. ¿Cómo está ahora?
—Lo dejé dormido hace un par de horas. Luego lo he oído levantarse y se ha encerrado en su estudio. Allí no deja que lo veamos. ¿Quieres subir?
—Sí, claro. —Un cierto apuro se había apoderado de Moratín. Tal y tomo lo había pintado Leocadia, su amigo debía de estar muy trastornado—. ¿Es por ahí?
—Sí, Leandro. Sube tú solo. Yo me quedo aquí con mi hija y si necesitas algo me llamas.
Moratín subió la escalera y, cuando llegó arriba, un olor fétido obró como una bofetada contra los sentidos. Sobreponiéndose, cruzó el descansillo y abrió la puerta del estudio. Lo que vio le puso el alma en los pies. Unos bidones grandes de aceite de linaza yacían volcados sobre el solado de cerámica y varias ratas del tamaño de conejos se disputaban algunos mendrugos de pan y otros restos de alimentos esparcidos igualmente por el suelo o volcados desde una escudilla de madera. En uno de los rincones, un promontorio maloliente mostraba algunas heces secas y otras más recientes. Tampoco estaban en orden los pinceles, algunos de ellos sucios y resecos, y la masa del mortero parecía haber cumplido varios días desde que había cuajado.
Sobre una de las paredes laterales de la sala, el dramaturgo vio una impresionante pintura horizontal de tonalidades marcadamente negras. Tal vez un aquelarre de brujas, inmenso, tan grande como el panel que quedaba entre las dos entradas a la estancia que lo flanqueaban. En él, un macho cabrío, un Satanás, presidía un coro de horrorizadas mujeres. Unas parecían absortas en el Maligno, hipnotizadas; otras, en cambio, estaban aterradas, en el centro de la pintura, que parecía inacabada, una neófita vestida de blanco por completo esperaba el momento de la iniciación ante el Maligno, dispuesta para el tránsito hacia el mal. En el extremo derecho del mural, Moratín reconoció a una mujer con los rasgos de Leocadia. De todas las figuras, ésa era la única con talante sereno. Tenía las manos recogidas y un gesto de ensimismamiento en la mirada que contrastaba abiertamente con el catálogo de vicios y maldades que representaban las demás congregadas en el absurdo aquelarre. La ira, la estupidez, el cretinismo, la miseria, la cobardía, el miedo, la vileza, la traición. Moratín reconoció de pronto la España que veía su amigo, dirigida por un gran cabrón transfigurado en monarca.
Otra pintura más, justo a la derecha del aquelarre, sobre el panel vertical que formaba la pared, mostraba a un viejo con ojos desorbitados devorando a un niño. Los tonos de oscuridad y misterio eran los mismos que en la pintura anterior. El rostro del caníbal, sin embargo, guardaba una cierta semejanza con el del propio Goya.
—Es Saturno —se oyó.
La voz, vacía y solemne, sobrecogió al escritor. Justo a su espalda, la silueta demacrada de su amigo Francisco de Goya se dibujaba contra el tímido resplandor de los candiles. Completamente desgreñado, sucio, descalzo, con el cuerpo desnudo cubierto solamente por la bata negra y manchada de colores, Goya señalaba con el brazo completamente horizontal hacia la negra pintura que contemplaba Moratín. En la otra mano parecía sujetar algunos sobres de correspondencia.
—Soy yo —dijo también—. Soy yo comiéndome a mis hijos. Soy yo devorando a mi familia abandonada. Y vos, ¿quién sois?
—Francisco, soy Leandro. ¿Acaso no me reconoces?
La terrible oscuridad, acentuada por la negrura de las imágenes pintadas, le impedía leer los labios. Goya consideró por tanto que nadie le había hablado. Decidió que nadie que no fuera él estaba en ese instante en su casa.
—También es el señor del sábado —prosiguió como si hablara para sí, con muy escaso volumen, casi sin mover los labios—. El mentor del aquelarre. El dueño de la vida efímera. El señor del tiempo.
—¡Por Dios, Francisco! ¿Qué te ocurre? —Moratín se aproximó tímidamente al pintor, el cual retrocedió al ver la sombra de su amigo cada vez más cercana.
—Debajo de esa pintura he pintado otra pintura. —Goya parecía fuera de sí. Ahora apretaba contra el pecho las cartas que sujetaba con una mano y con la otra trataba de alisar su cabellera enredada y se rascaba nerviosamente la cabeza, como si los piojos lo estuvieran devorando—. Debajo está bailando un hombre. Y sobre el hombre que baila estoy pintado yo. Ése soy yo. Un traidor devorándoos a vosotros, a los mejores amigos.
Moratín trató de nuevo de acercarse a Goya, que esta vez no manifestó repulsión ante su silueta. El pintor había quedado como transpuesto después de sus últimas palabras, con la mirada oblicua dirigida a las baldosas. El dramaturgo se acercó finalmente a su amigo, lo abrazó y lo besó en la mejilla. Después lo acompañó hacia lo que hacía de alcoba. Todo, absolutamente todo, estaba igualmente revuelto. Era como si Dios hubiera renunciado a ese lugar del mundo. Sin mediar más palabras, Moratín ayudó a Goya a tumbarse en un asqueroso catre repleto de restos de comida y lo arropó con una vieja manta negra que había tirada en el suelo. Toda la noche permaneció a su lado, viendo cómo la fiebre le salía por la saliva y cómo los retortijones desbarataban su rostro de por sí angustiado.
* * *
Al amanecer del día siguiente, tan pronto como las pálidas luces de invierno entraron por la ventana, Moratín —que había pasado la noche en un cuarto contiguo al taller que le preparó Leocadia— bajó de nuevo a la planta baja y se encontró a la compañera de su amigo prendiendo la lumbre. Ella buscó café entre muchas bolsas de lino desparramadas en los baúles, y en una cazuela preparó un puchero que dejó hervir largamente por prevención contra las infecciones. Los dos desayunaron en silencio.
Acababan de beberse un café, que Moratín tomó sin leche y Leocadia con el la, cuando oyeron un estrépito que venía de arriba.
—¡Se ha vuelto a caer!
Leocadia se levantó como disparada por un resorte y subió la escalera sin esperar al dramaturgo. Moratín la siguió de inmediato, aún impresionado por la locura de su amigo. Cuando entraron en el taller se encontraron a Goya tendido en el suelo, delirando. No dejaba de pronunciar sonidos, la mayoría de ellos ininteligibles, y con la mano parecía que dibujaba en el aire, como si quisiera expresar con sus gestos lo que era incoherente con su voz.
—¡Francisco, ¿qué te pasa?! —gritó Leocadia—. ¡Ayúdame, Leandro, te lo suplico!
Ambos pusieron a Goya sentado en una silla que acercó Moratín. Lentamente, Goya fue recobrando la compostura. Los miraba sin verlos y por los gestos de su cara se dieron cuenta de que el pintor iba ordenando, poco a poco, sus pensamientos. Pese a todo, continuaba con la mirada perdida, como si sus ojos vieran algo más allá de la realidad que los demás ocupaban.
—Ve a buscar agua, Leocadia. Yo me quedo cuidándolo —dispuso Leandro, que había recobrado la entereza pasados los primeros instantes. Goya jadeaba pesadamente, como si peleara en su interior con algo muy fuerte.
Leocadia salió de la estancia en dirección al zaguán, donde se hallaba la cántara de agua. Allí escanció una jarra y se aprestó a subirla de inmediato.
Mientras, Moratín se acercó a su amigo y le sujetó la cabeza, que colgaba sobre el hombro izquierdo. Una magulladura en la frente marcaba la huella de su golpe contra el suelo.
—¿Cómo te sientes, Francisco? ¿Me puedes oír? ¿Te has hecho daño?
Francisco de Goya miraba sin conocer: veía una mano que le sujetaba la cabeza, y detrás de esa mano unos labios que se movían haciendo unos gestos que no comprendía. Quería entender, pero nada reconocía; incluso la habitación le resultaba extraña. Moratín, ante el silencio de su amigo, se fue con los ojos hacia donde el pintor había perdido su mirada. Allí, tirado en el suelo, había un cuadro que enseñaba su dorso gris y vacío; a su lado el caballete también yacía descompuesto. Goya debía de haberlo empujado en su caída.
Moratín se acercó al cuadro, lo levantó y lo calzó otra vez en el caballete.
—Mira, Francisco, tu obra. Es soberbia. —El dramaturgo creyó que lo más oportuno sería distraerlo y parecer que no le daba importancia a su debilitada salud.
Goya pareció concentrarse en el cuadro que le señalaba su amigo; lo miraba como si no lo conociera. Allí, delante de sus ojos, un Cristo coronado en espinas extendía los brazos en una cruz de dolor y se inclinaba, de rodillas, ante la luz de un ángel que rasgaba la tiniebla y le ofrecía un cáliz para confortarse. El fondo negro de la pintura traslucía una túnica manchada en sangre y desgarrada, la cual escondía un cuerpo que el pintor había dibujado doliente y acobardado ante la esperanza que cruzaba el cuadro en forma de luz que rasgara la tela de arriba abajo. Esas palabras de su amigo obraron en Goya como una llave que abriera su conciencia y, al punto de oírlas, dos gruesos lagrimones, primero, y un llanto incontenible, después, hicieron que Francisco de Goya se arrugara sobre sí mismo, como si se recogiera para entrar otra vez en el seno de su madre. Lloraba como un niño, hipando desconsolado, en un llanto monocorde que no encontraba final.
—¿Qué te pasa, Francisco? —Moratín no sabía hacerse con la situación. El llanto de su amigo lo desconcertaba tanto que no sabía qué decir. Para Moratín era muy difícil entender la enfermedad del alma, y menos aún el dolor inevitable por el inmisericorde ajuste de cuentas que, a veces, exige la memoria—. ¿Qué puedo hacer?
Goya seguía llorando y no le contestaba, atento sólo a su dolorosa contemplación de aquel cuadro que exhibía un análisis de la piedad y el sufrimiento como nadie antes había sabido meter en un lienzo.
—¿Mando a Leocadia a buscar al médico, Francisco? —Moratín no advertía que nada en el cuerpo de su amigo lo llevaba al llanto—, Dime, te lo ruego por Dios, ¿qué quieres?
Goya extendió la mano hacia el cuadro como si quisiera expresar lo que sentía con un gesto confuso e indefinido, que no conducía más que a incrementar la turbación de su amigo.
—¡Así me siento, Leandro! —logró balbucear entrecortadamente—. ¡Como El!
Moratín miró el cuadro otra vez y él también se percató de la profunda humildad y la contrición que resudaba esa figura. Goya estaba expiando sus culpas, pero ¿qué clase de culpas?, se preguntaba sorprendido el dramaturgo. ¿De qué se arrepentía con ese cuadro, qué era lo que expiaba?
—Nadie me ha querido nunca, Leandro —acertó Goya a decir muy bajo, embargado por la emoción—, y a quien me ha querido yo no le he correspondido.
—No es cierto lo que dices, Francisco. Tus amigos te queremos, los hermanos te adoran y eres un ejemplo para muchos de ellos, y la mayoría de la gente te admira por la genialidad de tus obras.
—No es eso, Leandro. No es eso.
—Entonces ¿qué es? Dímelo de una vez. —Moratín estaba empezando a perder los nervios, incapaz de comprender el estado de ánimo del pintor—. Me estás angustiando por momentos y no sé cómo te puedo ayudar.
Leocadia entró en el taller sin apenas hacer ruido. Llevaba en las manos una bandeja con la jarra de agua y un vaso para beber. A su lado, y también silenciosa, iba su hija agarrada a la falda. La muchacha parecía tan asustada como el dramaturgo.
Goya bebió con avidez el vaso que le ofreció Leocadia mientras su compañera le acariciaba la cabeza acunándola sobre su pecho. Cuando el pintor terminó de beber, Leocadia le sirvió otro vaso y Goya se lo volvió a beber de un tirón. Estaba ardiendo por la fiebre.
—¿Quieres que te ayudemos a acostarte? —preguntó ella intentando levantarlo de un brazo. Moratín se dispuso a hacer lo mismo.
—No, prefiero estar aquí sentado —respondió Goya—, mirando este cuadro.
—Estarías mejor en la cama...
—¡Cállate, mujer! —gritó Goya sin mirarla—.Vete de aquí, y déjame a solas con Leandro.
Leocadia, impertérrita ante el desprecio, no movió un músculo de la cara al escuchar el exabrupto y se retiró, obediente, no sin antes volverse para contemplar a quien ya tenía por suyo, porque el pintor, poco a poco y pese a las apariencias, había ido dejando que Leocadia, aparentemente su ama de llaves, fuera el único cordón que lo unía con una realidad a la que no quería enfrentarse, y ella había sabido sacar partido de esa ventaja. Goya era ahora un hombre confundido. Con Cayetana había aprendido a sufrir, tal vez gozando en ello, pero en la actualidad era un esclavo de la angustia; y Leocadia, que era todo menos tonta, había sabido dominarlo silenciosamente, porque el trabajo principal ya se lo había hecho Cayetana. Leocadia, que sabía de su propia fuerza respecto a Goya, no tensaba la cuerda más que en lo que hacía a su provecho y el de la hija que había tenido con él, y por lo demás le dejaba un cabo largo para que el pintor siguiera en sus amores imposibles a un fantasma que no se le iba de la cabeza. Leocadia Zorrilla de Weis consentía sus desplantes y, mientras, llevaba el agua a su molino, en una forma de dominación bien distinta de la que había gozado Goya sometiéndose a la duquesa. Moratín observó que en la última mirada de Leocadia no había amor ni, mucho menos, pasión; sólo encontró paciencia.
Sentado en su silla, Goya se resistía a la fatiga y luchaba para recobrar su atadura a las palabras y las luces de su alrededor. Tesonero como siempre, que ni en las crisis perdía su carácter empecinado, hacía esfuerzos por mantenerse erguido, y por los visajes de la cara se apreciaba que, poco a poco, iba saliendo de las tinieblas de su alma para acercarse a lo que tenía por cerca. Francisco, que se resistía tozudamente a estar más cómodo, luchaba con todas sus fuerzas para salir de la crisis.
—¡No quiero pintar más! —gritó de pronto con desesperación, porque ya no salían lágrimas de sus ojos, después de un minuto que había pasado en silencio cuando salió de allí quien ante los demás se tenía por su empleada.
Moratín, también en silencio desde entonces, se sobresaltó al escuchar lo que parecía el mugido de un animal herido en lo más hondo.
—¡No digas tonterías, Francisco! —reaccionó el dramaturgo—. No estás en tu sano juicio. Si lo estuvieras, no diríais semejantes majaderías.
—No, Leandro, no son ideas de una mente trastornada. —Goya parecía ya el hombre cuerdo que recordaba Moratín—. Sé lo que estoy diciendo. Yo comencé a pintar por necesidad, por instinto, y desde que cogí un pincel no he sabido hacer otra cosa. Para mí el pintar era la vida, y las demás cosas..., el amor, los hijos, el dinero, la fama..., meras circunstancias para poder seguir pintando. Como hombre tuve amores, y como marido fui padre, incluso tuve ideas y ambiciones nobles, pero todo eso decaía y se quedaba atrás cuando mis ojos se clavaban encima de un lienzo. Entonces, ante el desafío del color y de las formas, ante la magia de convertir en algo noble lo que casi siempre era indigno o sin sustancia, no era padre, ni amante, ni esposo, ni masón, ni rico ni pobre; sólo era un pintor orgulloso de un don que Dios me había dado y que yo creí, tal era mi estupidez, que me correspondía por derecho.
—¿Y te parece poco?
—Desde luego que sí. ¿Tú sabes lo que es amar?
Moratín se calló, no queriendo seguir por ahí. El dramaturgo sólo había usado esa palabra en sus obras y nunca en su vida. Moratín, que era rijoso, había conocido mujeres, tantas incluso como Goya, pero no había amado nunca. Si acaso cuando más cerca estuvo de sentir esa transformación del sentido y del alma fue cuando conoció a Paquita Muñoz, una actriz que interpretó en Madrid su obra El sí de las niñas, y de la que se enamoró perdidamente, o eso creyó él, y que luego se casó con otro hombre.
—Amar, Leandro, es olvidar la vida —se contestó Goya a sí mismo, porque no necesitaba respuesta—. ¿Tú has sentido eso alguna vez?
—Creo que... —balbució el dramaturgo, que no se sentía con los pies seguros en ese diálogo.
—Amar es algo que no cede al tiempo. Es como un crimen que nunca se perdona y que es posible gracias a un cómplice secreto.
—Comprendo... —mintió el literato, que había escrito cientos de páginas sobre un sentimiento que apenas conocía.
—Yo, de repente, amé, cuando no lo esperaba —continuó Goya— y cuando menos falta me hacía, y por ese amor me atreví a pintar de otra manera. Ya no era un pintor: era un hombre enamorado. Desde entonces, y eso es lo curioso, Leandro, cambié como pintor y como hombre.
—Eres un gran pintor... —El escritor quiso regalarle la oreja y concluir un asunto en que no se sentía cómodo.
—¡Pero no soy feliz! —lo interrumpió Goya nuevamente—. No he podido vivir con la persona que más he querido.
—Pero eres un gran pintor —insistió Moratín, que veía que Goya no corría como uno de los personajes de sus comedias.
—No, sólo soy un pintor de retratos al que todo el mundo utiliza para satisfacer un orgullo ridículo. A mí eso ya no me interesa. Estoy harto de retratar la vanidad humana.
—Incluso en eso eres genial, Francisco. —Moratín creía sinceramente lo que decía al respecto—. Tus obras han cambiado el concepto del retrato, y si tanto te buscan es por tu manera especial de ver la realidad. Tú pintas lo que otros no encuentran y, a pesar de ello, tus clientes se van tan contentos.
—¿Y qué? —contestó despectivo el pintor. Era indudable que iba recobrando el control de sus emociones puesto que le afloraba ese desplante altivo y cazurro de su tierra madre, que él llevaba metido hasta el saín.
—Que has triunfado, te guste o no. Has comprado esta casa gracias a la fortuna que has ganado con tu trabajo, con tus manos y los pinceles. ¿No te es suficiente eso, Francisco?
—¡No! —Y Goya se incorporó tirando la silla al suelo. Por la expresión de sus ojos se veía que por donde le entraban las fuerzas se le estaba yendo el juicio, y que un nuevo episodio de euforia agresiva se le venía a la cara.
—¡No pintaré nunca más un cuadro! —dijo mientras avanzaba a trompicones hacia el cuadro. Moratín se separó para que no se lo llevara por delante, que el aragonés bien sacaba veinte libras al literato—. La pintura me esclaviza y me devora. ¡No quiero sufrir más ese tormento! —Goya se paró y señaló con el dedo el lienzo terminado del Cristo en la oración del huerto—. Este cuadro es lo último que haré, y se lo regalaré a la congregación de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, porque sólo un santo puede comprender mis sufrimientos.
El pintor se refería a san José de Calasanz, fundador de la orden escolapia de cuyo colegio de Zaragoza había sido alumno en su infancia. Con esa peculiar fe religiosa que hace más queridos a los santos de la tierra que a cualquier concepto trascendente, Goya conservó siempre su piedad infantil al santo, de forma y manera que el pintor estaba dispuesto a partirse el pecho con quien le mentara a la Virgen del Pilar y a san José de Calasanz, los dos únicos puntales de sus pocas creencias religiosas. Tan dentro tenía ese recuerdo de la infancia que, en 1788, le escribía a Zapater, sin duda su mejor amigo, recordándole «lo bien que lo pasábamos en el colegio con el padre Joaquín», refiriéndose a Joaquín Ibáñez, su profesor de humanidades. El interés de Goya por la religión nunca había sido muy marcado, más bien al contrario; era un descreído. Su vinculación a las ideas liberales, a las logias y todo lo que venía de Francia, habían dado forma de librepensador a lo que por naturaleza habría que describir, más precisamente, como rebelde por condición y por carácter. Así pues, pese a haber trabajado mucho para curas y canónigos, era difícil ver a Goya en una iglesia si no era pintándola de santos. Y, aun con todo eso, nunca se quitaba del cuello la medalla de oro de la Virgen del Pilar que le había regalado su madre ni el escapulario con el nombre de José de Calazanz que colgaba de la misma cadenilla.
Goya no era un hombre de iglesia, pero sí lo era de creencia y, curiosamente, la enfermedad lo había acercado a lo trascendente; desde luego, no a las prácticas pías y sacristanas, pero sí a una dimensión más profunda de lo no manifestado que hubo de replantearse, precisamente, cuando pintó los frescos de la ermita de San Antonio. Enamorarse de Cayetana y dársele la vuelta el alma como un calcetín fue todo uno, y ese trabajo madrileño era toda una teología de lo que pasaba por su alma y de su peculiar visión religiosa de la vida. Desde entonces, y a pesar de ser cada vez más anticlerical, lo trascendente y una cierta angustia metafísica le habían prendido en el alma, y más en cada ocasión en que la enfermedad daba un paso contra él.
Justamente por todo ello, y por esa fe de carbonero que lo ataba con reverencia a la figura del santo pedagogo, fue por lo que en 1819 aceptó el encargo que le transmitió el padre Pío Peña, rector del colegio de San Antón de la calle Hortaleza de Madrid, para que hiciera un retrato de san José de Calasanz, el cual dejó a su criterio la forma y manera del cuadro. En seis meses lo hizo, y el mismo día de la festividad del santo se colgaba el cuadro en la iglesia de los escolapios de San Antón. Entre los personajes que figuraban como niños rodeando a san José en su última comunión había retratado a alguno de sus hijos muertos y a otro niño más que conoció sobre 1810, Víctor Hugo, el hijo del general francés que había mandado a su hijo a ese colegio mientras sirvió a las órdenes de José I Bonaparte. De los 16.000 reales apalabrados como precio sólo quiso cobrar 8.000, que destinó a pagar la Quinta, y el resto se lo donó a la orden en agradecimiento por las clases de su infancia.
Ahora volvía a la carga su peculiar visión de lo religioso con ese Cristo en el huerto que tanto lo estaba conturbando. Las dos obras eran muy similares: unos hombres que sufren dolor, o por los golpes, uno, o por el paso de una vida torturada por los trabajos y las penas, otro, y que se aprestan a entregar su alma al Altísimo. En los dos casos, la vía para confortar ese tránsito es la comunión, representada en la forma simbólica de un cáliz, símbolo eterno del receptáculo donde se guarda la sangre. El pintor, en cierta medida, se traslucía en sus personajes y anunciaba sus postrimerías. En esos dos cuadros, uno grande como una pared y el otro apenas mayor que un libro, Goya había llevado la pintura religiosa a una altura emocional como nadie había sabido trazar hasta entonces. Ahora, en esa habitación maloliente y caótica, el pequeño cuadro era la única guía de lo que quería Goya que fuera su última obra como pintor.
—Pero, antes de dejarlo para siempre —dijo en otro arrebato de energía que desconcertó aún más a Moratín—, dame un pincel, Leandro. Voy a pintar un cuadro, el último, para que te lo lleves en prueba de mi agradecimiento por tu visita y por la amistad que hemos tenido de tantos años. Pero cuando lo acabe te marcharás de aquí con él. ¡No quiero volver a verte!
Toda la desconfianza y el recelo de años se mezclaban ahora con la amistad sincera de los primeros tiempos. Goya apreciaba sinceramente a Moratín, pero sabía que no se podía fiar de él. En ese desdoblamiento de personalidad en que se había instalado su vida cotidiana, Goya estaba alcanzando un nivel alterado de conciencia donde las dos caras que todo hombre esconde se mostraban a la vez, en intervalos cada vez más cortos, de forma que, en él, sueño y realidad, amor y odio, lucidez y locura, secreto y confesión, se mezclaban de manera permanente, permitiéndole decir verdades como un niño, al mismo tiempo que obraba como un loco o alcanzaba puntas de lucidez difícilmente imaginables en una persona cuerda. Leandro Fernández de Moratín se había quedado con la boca abierta, sin saber si dar crédito a lo que estaba oyendo o pensar que Goya se había vuelto loco definitivamente. Comoquiera que no se atreviera a llevarle la contraria, optó por quedarse en silencio mirándolo.
—¡¿No me has oído?! —Goya se encaró con él. En la cara del pintor había de todo menos cordialidad—. ¡Dame un pincel, quiero pintar!
Leandro, totalmente asustado, se acercó a los tarros de pinceles y buscó uno, sin saber cuál debiera coger de entre los muchos que había. Tomó uno cualquiera y se lo acercó a Goya, temblando como quien se acerca a un toro.
—¡Voy a demostrarte de lo que soy capaz! ¡Vas a comprobar el genio que tanto celebráis tú y tantos como tú!
Al oír los gritos del maestro, Leocadia se asomó a la estancia. Su cara de preocupación decía bien a las claras que Goya había entrado en otro de sus episodios de violencia.
—¿Qué haces en la puerta espiando, mujer? Vete ahora mismo a la cocina. Empiezo a tener hambre y quiero que me prepares algo de comer.
Leocadia no dio lugar a que Francisco repitiera la orden; con paso apretado se encaminó hacia la cocina dispuesta a prepararle algo. Sabía que, cuando Goya se ponía así, de nada valían las palabras y que lo mejor era obedecer y esperar a que se le pasara el pronto. Ya estaba acostumbrada a sus repentinos cambios de humor, que lo mismo la besaba y la abrazaba como un enamorado, que le gritaba los peores insultos que se le ocurrieran. Conocía sus hábitos desde que había caído enfermo, «pero esta vez —pensó mientras iba a la cocina— está yendo más allá que las demás veces». Y así era, porque Goya llevaba ya varios días delirando y el doctor Arrieta no podía hacer más por él. Los meses finales de 1819 fueran tal vez sus últimos días de vida, porque Goya nunca había estado tan enfermo.
El pintor cogió el pincel que le ofrecía Moratín y se puso a buscar un lienzo que no estuviera usado. Rebuscaba por las esquinas entre montones de papeles y a cada paso desordenaba aún más lo que ya de por sí era caótico. Dibujos, apuntes, papeles arrugados y lienzos a medio tratar se esparcían por el suelo como si todo el mundo de forma y color del maestro fuera ahora un estercolero a sus pies.
—¡Las mujeres, Leandro! Ellas son las culpables de mis trastornos —le dijo Goya mientras seguía buscando una tela—. He tenido a muchas, incluso algunas de ellas me han amado sinceramente, pero yo sólo he querido a una, he tenido esa desgracia. Y ésa me devolvió con creces lo que yo había hecho con tantas; ella, la única que he querido, el verdadero amor de mi vida, jugó conmigo todo lo que quiso y al final se fue para siempre sin devolverme ni un poco del amor que puse en ella.
—Estás equivocado, Francisco. —Pese al desplante de antes, Moratín se creyó en la obligación de seguir la conversación de su amigo—. Josefa siempre te quiso de verdad, fue una santa contigo.
—¡Pero qué necio eres! —le espetó Goya sin siquiera mirarlo. El pintor seguía afanado en buscar su lienzo—. Josefa fue mi esposa, y a ella ni siquiera la respeté, aunque fuera la madre de mis hijos. Mi verdadera pasión sólo fue una, y tú la conociste de sobra: Cayetana.
Viendo cómo se estaba poniendo Goya, Moratín consideró lo más oportuno callarse.
—Mírala allí, cómo se ríe de mí —siguió el pintor, y se volvió hacia el dramaturgo a la vez que señalaba con la mano derecha el pequeño cuadrito con el retrato de la duquesa que ésta le había regalado la noche antes de morir. El retrato, como siempre que Goya estaba en el estudio, descansaba sobre un pequeño facistol de viaje a fin de que el pintor pudiera enfrascarse en conversaciones imaginarias con ella mientras trabajaba—. ¡Todavía me desafía! Maldita mujer. Nunca conseguiré quitármela de la cabeza.
En esto Goya encontró, debajo de otras telas empezadas y abandonadas a medio trabajo y apiladas contra la pared, un lienzo montado en bastidor que ya estaba preparado. Lo tomó con la mano izquierda, mientras con la derecha hacía molinetes con el pincel que le había dado Moratín, y como si bailara una danza que sólo él oía se acercó al caballete, retiró el cuadro del Cristo en la oración del huerto y puso encima el trozo de tela blanca que había hallado.
—Ahora, fíjate cómo trabaja el genio ése que todos celebráis. —De pie frente al lienzo, Goya dejó el pincel en la bandeja mientras acercaba una paleta con colores preparados—. Hasta ahora me habías visto sólo pintar, la parte menor de mi arte. Ahora vas a ver algo muy distinto: verás cómo busco la luz y la saco de la nada, el proceso más grandioso de la creación. Hacer la luz es como hacer la palabra, es como crear la vida, y conseguirlo eleva al pintor que es capaz de hacerlo a la categoría, casi divina, de demiurgo. Eso, Leandro, sólo lo hemos conseguido muy pocos hombres. Aquí, en España, sólo Diego Velázquez y yo hemos dado luz a un país tan turbio, pese a que el sol siempre lo alumbra.
Goya se quedó callado, ensimismado, y comenzó a trabajar frenéticamente sobre la tela. El blanco desaparecía por momentos ante la pasta de sus pinceles, y él sólo sacaba la vista del lienzo para mirar, a cada rato, el cuadrito de Cayetana. Así pasaron los primeros minutos del trabajo. La respiración de Goya, igual que la de un toro viejo, era el único ruido que paseaba por la habitación.
—Esa zorra no aparta los ojos de mí. ¡Ni pintando me deja en paz!
—Nadie te está molestando, Francisco. Estamos solos —le replicó Leandro, al que el silencio se le hacía angustioso.
—Cómo se nota que no conoces los juegos de las mujeres, a pesar de tu ingenio para las letras. ¿No sabes que ellas, una vez que te atrapan, no te sueltan nunca? ¿No sabes que somos como una presa con la que juegan siempre, sin llegar a matarla del todo? ¿No la ves cómo se ríe de mí desde ese cuadrito?
Moratín, desconcertado, miraba al retrato de Cayetana como si quisiera encontrarse con lo que le decía Goya.
—¿No la oyes? —Y Goya se detuvo y se señaló el oído como si la estuviera escuchando—. Se mofa de mis pinturas y me dice, la muy pécora, que nunca volveré a pintar a nadie como lo hice con ella. Dice, escúchalo, que su belleza está por encima de cualquier otro borrón que yo pueda hacer. Ella es la única y lo sabe, pero para que no se me olvide me lo recuerda todos los días.
Moratín estaba cada vez más alarmado por la locura de su amigo. Veía cómo los ojos de Goya se habían vuelto a perder en las profundidades de su desorden y que la mirada se le había clavado en el cuadrito de Cayetana, al que miraba sin ver.
—¿Cómo dejas que un muerto te trastorne de esta manera? —se atrevió a objetarle—. Los muertos no hacen daño a nadie, Francisco, y mejor dejarlos descansar en paz.
—¡Ella no está muerta! Sigue viva conmigo todos los días y nunca morirá. ¡Por fin es sólo mía!
Leandro ya no dudaba de que Goya estuviera rematadamente loco.
—Estás enfermo, Francisco —le dijo, temiendo que el pintor explotara otra vez.
—Sí, Leandro. Pero no tengo el mal de Saturno, como dice Arrieta. Lo que yo tengo es el mal del amor no correspondido. Lo padezco desde hace diecisiete años, y lo padeceré por toda la eternidad. Saturno sólo lleva a la melancolía y al desánimo y yo, pese a mis achaques, amo la vida, aunque sólo sea para poder amarla a ella. Necesito vivir para quererla y vivo, ésa es la tragedia, por gracia de que la amo, y ella lo sabe. Teniéndome aquí ella está todavía viva. Yo soy sus ojos, sus brazos, y mi espíritu es lo que la mantiene viva. Si no fuera así ya estaría Cayetana en el infierno.
—Todo eso que dices es una locura. Ella está muerta y tú estás vivo, y punto. Tú tienes su recuerdo y tu arte. ¿Qué más quieres?
—¡A ella, la quiero a ella! ¿Para qué me sirve el arte si no estoy con ella?
De repente, Francisco de Goya tiró al suelo los pinceles y la paleta y, corriendo, se abalanzó sobre el retrato de la duquesa. Moratín no hizo nada por detenerlo. Goya, como un animal herido, iba dando traspiés hacia el cuadrito. Cuando llegó a la mesa donde estaba expuesto lo cogió con la mano derecha, tirando al suelo todo lo que había a su lado, y se dio la vuelta enseñándoselo al escritor, como si se tratase de un trofeo. En la mano del pintor Cayetana sonreía, como si le dirigiera la mirada a Moratín.
—¡Mírala bien, porque nadie la volverá a ver más! —gritó enloquecido. La voz no parecía la suya y una ráfaga de luz sobre su cara, despeinado, sin afeitar, hizo que Moratín, por un instante, viera en su loco amigo la figura del Saturno que había encontrado en su cuadro.
Antes de que Moratín pudiera sujetarlo, el cuadro del rostro de la duquesa estaba destrozado contra el suelo. El golpe fue seco y el marco se desvencijó de inmediato mientras la tela rodaba sobre las baldosas del estudio. Goya se puso a patear el lienzo, como si bailara en uno de sus Aquelarres, mientras Moratín, alucinado, se daba cuenta de que del marco había salido un envoltorio de tela negra que parecía guardar algo en su interior.
Mientras Goya seguía con su danza grotesca, en esa especie de crimen histérico en que se había embarcado contra la memoria de su amada muerta, Moratín se agachó a recoger el envoltorio. Los pies descalzos del pintor obraban como pisones contra las manos del escritor en su afanoso rescate del pequeño paquete. Cuando Moratín consiguió escapar indemne de las zancadas de su amigo, se echó a un lado con la pieza rescatada entre las manos.
Envueltas en una tela negra, el misterioso envoltorio escondía tres cartas dobladas. Se veían antiguas, por lo amarillento y ajado del papel, que, sin embargo, era de muy buena calidad.
—Para ya, Francisco —le dijo Moratín, sorprendido por el hallazgo—. El cuadro escondía esto. —Y le enseñaba su hallazgo—. Son tres cartas.
Goya seguía en su danza, enajenado, como un personaje de sus aquelarres mal soñados.
—¿No tienes curiosidad por saber lo que contienen? —Y Moratín le tendía las cartas con la mano mientras se alejaba de la barahúnda que estaba organizando su amigo en medio de la sala.
—¡Déjame en paz! —le dijo un Goya enajenado que no cesaba de dar vueltas y trompicones contra el suelo.
—Puede ser una confesión de amor de Cayetana —mintió Moratín, cuyo instinto le avisaba que no era eso lo que tenía entre las manos.
Goya, sin cesar en su destrozo, paró un momento, se quedó mirando al escritor y se echó a reír, cada vez más alterado.
—¡Gran zorra! —gritó entre risas histéricas—, hasta después de muerta me dejas notas para reírte de mí. ¡Rómpelas, Leandro! No las quiero ver, ni quiero saber su contenido.
Moratín no estaba dispuesto a hacerle caso, pues sospechaba que esas notas contenían algo importante que no hacía a los amores del pintor y la duquesa. Su intuición le decía que esas cartas podían ser aquellas que con tanto desvelo había buscado durante años. Siempre había sospechado que las tenía su amigo; pero, si fueran las dichosas cartas, pensó el escritor, lo sorprendente era que Goya nunca hubiera sabido que las tenía consigo.
—Permíteme, querido amigo, que antes de destruirlas te las enseñe para que las leas —dijo Moratín, sacando a relucir su cara más amable; tenía que convencer a Goya, que estaba en un grado de alteración que volvía su conducta del todo imprevisible, de no destruir las cartas—. No te vayas a arrepentir después de algo que ya no puedas remediar. ¡Hazme caso, te lo ruego!
—Te he dicho que las destruyas. No quiero mancharme las manos con unas cartas que no me pertenecen y que aquella Jezabel sólo habrá dejado para burlase de mí.
Leandro hizo ademán de abrir una de ellas.
—No las abras siquiera, Leandro... —le dijo Goya amenazándolo. El pintor había dejado de pisotear el cuadro, completamente destrozado ya, y se acercaba a Moratín crispando el gesto y cerrando los puños en un claro aviso de lo que pensaba hacer si no le obedecía—. Sólo me pertenecen a mí.
Y, arrebatándoselas de las manos, se las guardó en la bata.
Los nervios se habían apoderado de Moratín. Estaba seguro de que esas cartas eran las que habían desaparecido del gabinete de la reina, de las que Escoiquiz lo había puesto en antecedentes. El destino lo había hecho estar en el sitio oportuno en el momento adecuado y ahora, a un par de pasos de él, Moratín imaginaba tener el secreto mejor guardado del reino durante tantos años. Tenía que conseguirlas.
—¿Has oído? —le dijo Goya a Moratín en cuanto se sentó otra vez. Había olvidado seguir con el cuadro prometido y, sobre la tela, sólo unos brochazos informes hablaban de la mano del artista—. Ya no se la oye, se ha callado para siempre. —Y Goya señalaba con el índice el destrozado retrato de la duquesa.
—Así es —concedió Moratín, que ahora sólo buscaba una oportunidad para hacerse con las cartas y sabía que para eso tenía que seguirle la corriente.
—Cayetana ha muerto hoy del todo, ahora puedo hacerlo yo también, Leandro. Se me acabó por fin la tortura... y la vida. ¡Vamos a celebrarlo!
Leandro no cesaba de pensar en su oportunidad. Tenía claro que si se iba de esa casa sin las cartas no las volvería a ver. Decidió seguir la locura de su amigo.
—Diré a Leocadia que te suba vino, ¿te parece?
—Claro que sí, Leandro —le contestó Goya, envuelto en una euforia que cantaba su desorden mental—. Beberemos por todos nuestros amigos muertos, que en la gloria estén. Honraremos a Jovellanos, a Cabarrús, a Iriarte, y también brindaremos por nosotros mismos, que estamos vivos de momento. ¡Leocadia, tráenos vino!
Al punto estaba la mujer en la puerta del estudio, ya que había oído los gritos. Cuando Goya le pidió que subiera una jarra grande y dos vasos no ocultó su disgusto.
—No deberías beber en tu estado, Francisco —le aconsejó.
—No te preocupes por mí, mujer, que unos vasos de vino no agravarán mi enfermedad. En todo caso la animarán a calmarse. Hoy, que lo sepas —le dijo a Leocadia—, es un gran día y tengo que celebrarlo. ¡Ya puedo morir en paz!
Poco después la jarra se hallaba sobre la mesa, y Leocadia les sirvió el vino en silencio. Moratín estaba muy nervioso, tanto como Goya eufórico en ese estado singular que da la locura cuando el enfermo está a punto de otra crisis.
—Por nosotros y por ellos, Leandro —brindó Goya alzando la copa—. Por los hermanos que se han ido y por los que pronto estaremos con ellos en el Oriente Eterno.
—Por ellos —correspondió Moratín.
—¿No brindas por ti y por mí? —La voz de Goya no conseguía esconder su agresividad—. Nosotros no nos vamos a quedar en este valle para siempre. Yo pienso empezar el viaje cuanto antes. ¿No ves que ya no tengo nada que hacer aquí? ¿Y tú?
—Yo, yo... —balbució Moratín, que no sabía por dónde salir.
—Anda, calla y bebe.
Y Goya trasegó de un trago el primer vaso. Moratín hizo lo mismo.
Durante más de una hora Goya se metió entre pecho y espalda más de dos jarras, que Leocadia tuvo que reponer dos veces lo que apenas duraba un momento. Leandro casi no probaba el vino y todo su esfuerzo era darle conversación a su amigo para ver si lo convencía de poder recuperar las cartas, cosa que, cada vez que abordaba, no obtenía más respuesta del otro que un exabrupto. Goya seguía bebiendo y no cesaba de hablar de que su vida ya no tenía sentido, que ya no era un pintor, que había matado a Cayetana, que quería ir a verla al otro valle y demás soliloquios característicos de quien trenza tal amistad con el vino que la jarra se le va apoderando del juicio. Moratín, inasequible al desaliento, volvió a plantearle el asunto al ver que Goya estaba ahora tan alegre como le permitía la mucha uva tinta que llevaba dentro.
—Entonces..., ¿qué piensas hacer con las cartas?
Por toda respuesta recibió un ronquido. Francisco de Goya se había quedado dormido y Moratín no lo podía creer. «Es un irresponsable —pensó—.
Tiene en sus manos lo que tantos hemos buscado durante años, y se queda dormido.»
El escritor, desconcertado, se levantó e hizo el ademán de llevar una mano al hombro de su amigo para despertarlo, pero se contuvo de inmediato. Moratín vio entonces su oportunidad. Tenía que pensar rápido. Goya, se dijo para sus adentros, no le entregaría las cartas, de modo que decidió robárselas antes de que se despertara. «¿No dices que no me quieres ver más? —se argumentó a sí mismo—. Así te daré motivos.»
Desde la posición en la que se encontraba se concentró en hurgar el bolsillo de la bata, donde Goya había guardado las cartas y donde, ahora, tenía metida la mano izquierda. Con el mayor sigilo posible empezó a tirar de ellas procurando que el pintor no lo notase. Y todo iba bien, que las cartas cedían sin necesidad de tirar con fuerza.
—Estas cartas son mías —dijo Goya sin abrir los ojos.
La voz sobresaltó a Leandro y lo hizo retroceder instintivamente.
—¿Qué pretendes? ¿Robármelas? —insistió el pintor sin mover un músculo.
—No, de ninguna manera, Francisco. Sólo quería confirmar mis sospechas.
—¿Qué sospechas? —Goya seguía sin abrir los ojos.
—Que fueran de Cayetana...
—¡¡¡Leocadia!!! —gritó Goya con todas sus fuerzas, como si le pasara algo. Ahora sí que lo miraba y no con cara de buenos amigos, precisamente.
Al instante entró Leocadia Zorrilla de Weiss, que estaba detrás de la puerta esperando a que Goya la llamara de un momento a otro.
—Leocadia —le dijo en cuanto cruzó el umbral de la puerta y señalando a Moratín con el dedo—, llévate a este golfo de aquí y no pares hasta que salga de la Quinta.
—Pero... —A Moratín no le salían las palabras de la boca.
—Ni peros, ni peras... ¡Fuera!
Así lo hicieron y Goya, tan contento, se sirvió la última jarra en cuanto se quedó a solas. Cuando acabó con el vino se sacó las cartas del bolsillo y las dejó sobre la mesa. Una de ellas, la más voluminosa, tenía el sello del obispado de Ávila, cosa que sorprendió a Goya, que no había reparado en ello hasta ese momento, y detrás, de puño y letra, se podía leer el nombre —desdibujado por el paso del tiempo— de monseñor Antonio de Sentmanat. Eso le llamó la atención al pintor y, contra lo que era su anterior intención, se dispuso a abrirla. Le picaba la curiosidad. «¿También se ha follado a un obispo esta golfa?», se dijo, pensando en Cayetana. Nervioso, cogió un estilete que había sobre la mesa y rasgó el sobre. De dentro extrajo varias cuartillas igualmente ajadas por el tiempo. Acercó uno de los candiles de aceite y comenzó a leer en voz alta, como si lo hiciera para Cayetana de Alba. Tal era su costumbre cuando estaba a solas:
—«En 28 de octubre de 1784. Mi querida María Luisa: A Dios gracias que nuestro hijo Fernando ha nacido con todas las virtudes que la vida otorga a quien nace de los amores puros. He celebrado misa por el niño tan pronto como me ha llegado la noticia de su nacimiento. He oído a Dios decirme en mitad de la liturgia que lo que hicimos no es pecado, pues a juicio del Redentor haber estado con vos es haber estado en las puertas de su reino...»
El pintor nunca había imaginado que leería unas palabras como aquéllas. Ese día, ya casi al atardecer, pudo conocer Goya por qué tantas personas habían buscado esas cartas. Entonces se dio cuenta de que esos papeles habían sido, tal vez, la causa de la muerte de Cayetana y, tal vez, de algún otro.
Y, como quiera que el vino le hacía daño para su enfermedad, lo que unido a su debilidad lo hacía exponerse demasiado a sus ataques, conocer el contenido de las cartas fue la gota que colmó el vaso de su aparente recuperación y, al poco rato de quedarse a solas y leer lo que había estado escondido tantos años a su lado, le sobrevino un acceso de fiebre y unos mareos fortísimos que dieron otra vez con sus huesos en el suelo. Nunca había imaginado que Fernando VII fuera hijo de un obispo. Que fuera bastardo era común en esa familia, que quien no era de Godoy venía de algún primo de la reina; pero que un obispo hubiera preñado a María Luisa de Parma era mucho más grave que cualquier otra cosa. Leocadia, al oír el golpe, volvió a subir al taller y, al verlo otra vez como el día anterior, lo arrastró a la cama y bajó corriendo para llamar a Arrieta.
Como Moratín aún andaba en la casa, que no se había ido de ella porque Leocadia le pidió que se quedara puesto que temía que a Goya pudiera darle un nuevo ataque, fue el literato quien se hizo cargo de la situación y se quedó con el pintor velándolo toda la tarde y la noche mientras Leocadia le ponía paños empapados de agua fría en la frente para bajarle la temperatura. Goya, desasosegado, dormía en una calentura morbosa y, de vez en cuando, algún sonido sin sentido salía de su garganta. Pese a todo no soltaba las cartas, que las tuvo agarradas toda la noche con la mano derecha.
A eso del alba, Goya abrió los ojos y se encontró a Moratín delante de él. Como si nada hubiera pasado, que debía de acordarse de poco o nada, se quedó mirándolo y, después de unos instantes, le preguntó:
—¿En qué vida estamos ahora, Leandro?
—En la misma de siempre —contestó Moratín, asustado por si Goya recordaba el incidente del frustrado hurto de las cartas. Todo indicaba que no tenía memoria del hurto fallido y Moratín, más tranquilo, se aprestó a seguirle la conversación.
—El rey es hijo de un obispo —dijo Goya mirando al techo. Seguía ardiendo en calentura—. Tenías razón, amigo, las cartas no eran de Cayetana.
—Estás enfermo, Francisco. No le des vueltas a eso. —Moratín quería ganarse otra vez a Goya. El corazón se le salía del pecho, pues ciertamente las cartas eran lo que él presumía. O Goya desvariaba o estaba delante de la mayor palanca de poder que pudiera imaginarse—. Y déjame que traiga un médico.
—De monseñor de Sentmanat —insistía Goya, que volvía a tener la mirada perdida.
—No te fatigues, Francisco. —Moratín sabía muy bien quién era ese obispo. Había muerto en Aranjuez, en 1806, después de alcanzar las mayores dignidades eclesiásticas, pues, después de ser obispo de Ávila, fue nombrado capellán mayor de palacio, luego confesor de la reina, después patriarca de las Indias y, por último, cardenal de la Iglesia en 1789— Cuando estés mejor hablaremos de todo lo que quieras.
—Lee estas cartas.
—Por Dios, Francisco. Deja eso ahora...
—Lee las cartas, desgraciado —repitió el pintor en un arranque de genio—. Aprende cómo un ser sacrílego gobierna la voluntad del país. Mira cuán frágil puede ser su maldito poder.
Moratín tomó las cartas de las manos de Goya, que había dormido toda la noche apretándolas como un tesoro sin relajar ni un instante la fuerza de sus dedos. Una a una fue leyendo las tres misivas y tornando por completo el gesto. Cuando las hubo terminado, Goya estaba otra vez inconsciente. El rey, en efecto, era hijo de un obispo, de monseñor Manuel Antoni de Sentmanat i Casteller. Era hijo sacrílego, la única razón por la que las leyes españolas impedían el acceso al trono de un príncipe heredero. Moratín empujó violentamente a Goya hasta que logró que volviera en sí. Aún sumido en el agotamiento, el pintor miró a su amigo con ojos de moribundo y dijo:
—El rey es el pecado.
Moratín repasó velozmente la información de las cartas y planteó una audaz estrategia que le participó al pintor.
—Voy a llevarme estas cartas —le dijo—. Desde este instante formarán parte del tesoro de la logia. Ahí estarán a salvo, y además pueden resultarnos muy útiles en los trágicos momentos que vive la nación.
Moratín se refería a que Rafael del Riego, masón y comandante de las fuerzas expedicionarias destinadas a reprimir la sublevación de los liberales del Perú y Nueva Granada, se había pronunciado en favor de la Constitución en el pueblo sevillano de Las Cabezas de San Juan y llevaba ya varias semanas recorriendo Andalucía con sus hombres a la espera de que prendiera la revolución en todo el país. Las fuerzas del gobierno lo seguían, pero no se decidían a atacar.
—El rey es un impostor —le dijo Goya por toda respuesta.
—Hay muchos liberales todavía en el ejército, aunque no hayamos podido coordinar una acción conjunta en todo el país que secunde el levantamiento de Riego y obligue al rey a acatar la Constitución. Estas cartas nos brindan una oportunidad de oro, Francisco.
—Es un impostor, un bastardo... —El pintor continuaba con su cantinela.
—Hablaré con el embajador Tatischev para que le diga al rey que su trono es ilegítimo y que tendrá que aceptar nuestras condiciones si pretende conservarlo.
Moratín sabía que Tatischev era la manera de acceder al rey en secreto. C roya parecía incapaz de leer las frases en los labios de su amigo.
—El rey no es rey —dijo el pintor por toda respuesta.
—Francisco, hablaré con Tatischev. Sabes que el embajador del zar es amigo de juergas del rey y goza de su mezquina confianza. Le diré que entregaremos las cartas a la Santa Alianza si el rey persiste en el acoso contra los liberales. Y será el fin del terror, amigo.
—¡Dame las cartas! —Y Goya, que parecía haber recuperado la lucidez, se las quitó a Moratín de las manos.
—Pero ¿por qué? ¿No te fías de mí? —Un sudor frío empapó la frente del dramaturgo.
Pese a la postración, Goya conservaba cierta perspicacia y mucho instinto, así que se incorporó en la cama, guardó una de las cartas en su bata y le ofreció la otra a Moratín.
—No, Leandro, claro que no. Te conozco lo suficiente para saber que serías capaz de todo con estas cartas, porque te pierde la ambición. Llegaremos a un acuerdo. Te daré una y, si consigues lo que dices que pretendes, que Fernando VII abdique, te daré las otras dos, pues igual daño le hace una que las otras.
—¿Y si no lo consigo?
—Nunca tendrás las demás.
—De acuerdo.
Y una carta cambió de mano. Goya guardó las otras dos en el bolsillo de su bata.