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La corte
Madrid, palacio de los duques de Alba
(10 de abril de 1795)
El enemigo más poderoso de un soberano es su esposa, si ésta hace cualquier otra cosa que parir herederos.
Denis Diderot
No eran todavía las cinco de la tarde cuando los carruajes de la comitiva real se detuvieron frente a la casa de los Alba, en el palacio de Buenavista, al inicio del salón del Prado y cerca de la estatua de la diosa Cibeles, que Ventura Rodríguez había construido por encargo de Carlos III en forma de alegoría que representara a España.
Veinte soldados de infantería que iban en coches de escolta, delante y detrás del de los reyes, se apearon primero que nadie para tomar posiciones deprisa en una formación perfecta, a modo de pasillo, hasta la puerta de entrada al domicilio de los duques de Alba. Poco después se apeó un hombre enjuto y vestido de negro, con calzas del mismo color y peluca gris muy atusada, que se ocupó de ordenar a los criados para que extendieran una alfombra en mitad del terraplén, para proteger los pies del polvo, y de abrir después la portezuela de la calesa por la que había de descender el rey don Carlos IV. Cuando la oronda majestad puso pie en tierra se dio la vuelta y lúe él mismo quien ayudó a bajar a María Luisa de Parma e incluso hizo también de lacayo con su hijo, el príncipe don Fernando, que hacía pocos días que había cumplido once años.
En cuanto la real familia se acercó a la fachada barroca del palacio, un aviso de pífanos y tambores advirtió a los asistentes de su presencia inminente. Todos los invitados esperaban en el salón de las escalinatas, una estancia solemne y muy adornada donde la duquesa de Alba había previsto celebrar la recepción y después ofrecer el convite y el baile que esperaban todos los que en Madrid tenían que ver con la corte, que eran casi todos. Mientras, decenas de criadas y sirvientes, ataviados impecablemente de lazos y mandiles y apostados delante de las paredes del salón —en una perfecta formación de cuadro—, aguardaban a que el mayordomo mayor de la duquesa les diera la orden que le transmitiría con un gesto Cayetana de Alba para iniciar el servicio a los invitados.
Tras un par de minutos de espera, la real familia apareció por el umbral de la entrada. La reina María Luisa de Parma iba engalanada con un vestido de algodón y seda, muy ligero, que seguía la moda a la francesa y que se le ajustaba al cuerpo por un corpiño de talle puntiagudo, con falda de poco vuelo, sin ahuecar y con miriñaques, y que iba ceñido a la cintura por un pañuelo de seda de color azul pavo que dejaba entrever los encajes de las enaguas de hilo. Iba peinada sin empolvar y llevaba un tocado, de los que llaman escofieta, en el que a modo de cofia se le mezclaban puntillas, cintas, lazos y plumas. Como era mujer amante de los adornos llevaba en el pecho una medalla con la cruz azul de la Orden Imperial de la Cruz Estrellada, condecoración que otorgaban los monarcas del Sacro Imperio Romano Germánico y que ella gustaba ponerse, a la vez que exhibía en las muñecas y en la garganta algunas de las más valiosas joyas de la casa, entre ellas un rubí color sangre que colgaba de una gruesa viviere de brillantes de forma que pareciera que llevaba un candado en el cuello. Como siempre, llevaba los brazos sin cubrir —«la parte más bella de mi cuerpo», solía decir—, y asido a la mano izquierda de la reina desfilaba el niño príncipe, calzado con zapatos de charol y medias blancas, el cual movía pendularmente una ridícula peluca teñida de color tiza a medida que avanzaba, como si en la falta de equilibrio se jugara las virtudes.
El rey, tan parsimonioso y calmo como siempre, daba su brazo izquierdo a la madre del principito y lucía su oronda figura de tripón con la pachorra que acostumbraba gastar en todo supuesto. Miraba con descaro a diestro y siniestro desde ese rostro de familia tan abotargado, que en su caso se aderezaba con un mentón amastinado, oscilando en sus andares destartalados a punto de trastabillar en cualquier momento; lucía la banda real cruzada sobre el pecho, los correspondientes emblemas prendidos en las solapas y, en la cintura, un sable con empuñadura de oro macizo del que se despojó tan pronto como su edecán gritó con voz solemne: «¡Sus majestades, los reyes de España!». La real familia fue recibida por los aplausos de más de un centenar de invitados y allí, por delante de todos ellos, estaba la anfitriona, magnífica como siempre.
María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, XIII duquesa de Alba de Tormes, los esperaba de pie, al lado de su marido, José Álvarez de Toledo y Gonzaga, hijo primogénito de los marqueses de Villafranca, título que no había dejado de ostentar nunca, y que también llevaba el ducado de la Fernandina y la grandeza de España. Los dos se habían casado muy jóvenes, pues ella cumplía los trece cuando él aún no tenía los diecinueve. Precisamente casó con su primo el mismo día que su madre, viuda del XII duque de Alba, casaba también con Joaquín de Pignatelli, conde de Fuentes y tío del marques de Villafranca. A las dos parejas las casó el mismo clérigo: el canónigo Pignatelli, hermano del conde y tío del marqués.
Cayetana era una mujer muy bella, una maja de «rumbo», como se decía entonces por la corte, capaz de paralizar Madrid a su paso. Popular en sus gustos y atrevida en sus costumbres, sus admiradores —que eran todos— decían de ella que era una mujer que olía a fragancia de nardo y menta y por la que más de uno habría perdido la cabeza. El duque, sin embargo, era un hombre poco dado a fiestas y muy viajado que gustaba de los idiomas y al que se le apreciaba la sobriedad propia de quien ha vivido en otras tierras, que no en vano lo había hecho en Inglaterra en 1791Eran muy conocidas sus aficiones hacia las artes y en especial hacia la música de cámara, hasta el extremo de cartearse con Haydn y compartir gustos en ello con el infante don Gabriel de Borbón, otro hijo de Carlos III y que era mucho más juicioso que el mayor.
Los duques de Alba acompañaron en todo momento a la real familia durante el besamanos; vistos de lejos, los que parecían reyes, por el porte, eran los Alba, y los Borbón sólo sus criados, y por delante de ellos pasaron todos los invitados: María Teresa de Palafox y su marido, Francisco de Borja Álvarez de Toledo, a la sazón duque de Medina Sidonia; el barón de Maldá, suerte de secreto don Juan en esa corte decadente; Manuel de Godoy, nombrado Príncipe de la Paz en los días finales del mes anterior —como le había anticipado a Goya—, y con cuyo título le gustaba presentarse ahora; el duque de Osuna y su prima y esposa, la condesa María Josefa Pimentel; el infante don Gabriel, quien habría de ocuparse a continuación de dirigir e interpretar las tres piezas de Haydn con las que se iba a regalar la audiencia; don José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca, al que la reina María Luisa retiró con grosería la mano a pesar de haber sido ella misma quien había revocado su destierro; los arquitectos Juan de Villanueva y Francisco Sabatini, que parecían haberse agrupado para arrodillarse juntos ante los monarcas; la viuda del infante Luis de Borbón, María Teresa de Villabriga; el conde de Altamira, don Vicente Isabel Ossorio de Moscoso, y una interminable retahila de aristócratas, caballeros y damas, almirantes y capellanes, e incluso el siempre presente y escurridizo Leandro Fernández Moratín, que como nuevo secretario privado acompañaba al clérigo don Juan de Escoiquiz, que a esas alturas era ya instructor privado y espiritual del príncipe Fernando.
Entre los últimos, y al final de tanta alcurnia, acudieron a saludar como si fueran una pareja más de las habituales una deslumbrante Pepita Tudó, a la que el rey dirigió con disimulo unas palabras afectuosas al oído, y Francisco de Goya, que iba como si tal cosa.
Cuando terminó el besamanos fue el mismísimo infante don Gabriel quien se puso al frente de la pequeña orquesta que esperaba en una esquina del salón y, tras un cabezazo de reverencia a su señor hermano y ninguno a su cuñada, comenzó a dirigir el paseo de violines, violas y clavicordio por las partituras de Mozart que le había facilitado el duque de Alba, y no habían sonado todavía las primeras notas de la contradanza en sol mayor Les filies malicieuses cuando la tropa de camareros se desplegó entre los invitados, como si se tratase de una maniobra militar cuidadosamente ensayada, para servirles el refrigerio que ya se echaba en falta.
A la hora del baile, cuando ya el rey y la reina estaban apostados en sendos sillones de terciopelo encarnado, fue cuando Manuel de Godoy se arrimó discretamente a Goya y le dijo que podía dar por absuelto a Francisco Cabarrús y que, con suerte, no tardaría más de un año en regresar Jovellanos a la corte.
—Y ahora que yo he cumplido —prosiguió el valido— ¿puedo disponer de la muchacha?
—Es toda tuya —le contestó Goya y, acercando la cara al oído del valido para que la Tudó no lo oyera, añadió—: Por cierto, ¿te comentó algo Gumersindo respecto al relevo de mi cuñado Bayeu, que en paz descanse?
—También está previsto —dijo Godoy—. Da por hecho tu nombramiento como director de pintura de la Academia. Por cierto, te felicito por el retrato que me hiciste y te lo agradezco. Estoy deseando colgarlo en mi gabinete y que lo vea todo el mundo. Te dije que tu retrato sería la rúbrica de mi destino.
—No seas adulador, Manuel. Ya me has pagado de sobra.
Acabadas las confidencias, Goya se volvió hacia la Tudó, la tomó de la mano y se acercó con ella hacia donde estaba esperándolos el Príncipe de la Paz, quien, por cierto, se estaba quitando de encima a más de cuatro moscones que acudían a saludarlo por su nueva condición, pues quería estar a solas para el recibimiento.
—Excelencia —empezó Goya muy circunspecto—, permitidme que os presente a la señorita Josefina Tudó.
Y fue decir esto, y que el ministro y la cantante trenzaran las miradas antes de que Godoy se inclinara para besar la mano de la damita, que Pepita Tudó tuvo un vahído y quedó desvanecida con la manita prendida en la del apuesto galán. Fuera por causa del asombro, fuera por el agobio del momento o porque la muchacha estuviera interpretando una escena ensayada, el caso es que la cantante terminó en brazos del ministro allí mismo, delante de toda la corte, y todo ello sin haberse cruzado palabra y en menos de un minuto de conocerse.
—Te lo dije, Manuel —se burló Goya, complacido por sus premoniciones—. Pepita se desvanece enseguida, y te digo más —y puso un tono muy confidencial—: en la intimidad es peor aún.
Josefina, antes de caer, miró por el rabillo del ojo a Goya, que estaba disimulando como podía y que apenas conseguía contener una sonrisa al ver a la que tantas veces había tenido en sus brazos fingir un desmayo en los del ministro. La presentación había sido un éxito.
Como quiera que todo el mundo estaba pendiente del flamante Príncipe de la Paz, el incidente no pasó inadvertido y, de inmediato, dos criados de la casa fueron al quite a la vez que lo hacían dos guardias de la escolta de Godoy, que no lo dejaban ni a sol ni a sombra. La propia duquesa indicó a su camarera que se acercara por si fueran necesarios los servicios de una mujer.
—Gracias, excelencia —le dijo la Tudó al ministro, cuando fingió recuperarse después de que una doncella le dio a oler un frasco de sales.
A su alrededor un corrillo de mirones no se perdían pizca del lance. La misma reina no quitaba ojo al grupito, mientras Goya desaparecía de escena lo más ligero que pudo.
Con un gesto de disculpa hacia los presentes, Godoy ordenó que el baile continuara y, sin más incidentes, la música de Mozart volvió a deleitar a los invitados y el infante don Gabriel pudo seguir luciendo sus habilidades.
Cayetana buscó a Goya con la mirada. Lo descubrió detrás de una estatua del salón, por la que asomaba una casaca que no podía ser de otra persona que no fuera él, y lo sorprendió sonriendo cuando la cantante se desvanecía en brazos del valido. Cayetana, que sabía de la liaison del pintor con Josefina, no pudo menos que asombrarse al ver cómo el amante nominal de la muchacha consentía en la mascarada del desmayo. La duquesa estaba pasmada del descaro con el que Goya había cedido la cantante al valido delante de toda la corte. «Cada día me sorprende más este hombre —se dijo la de Alba—. Ahora mismo nos tiene a tres mujeres pendientes de él y de sus juegos.» Cayetana se refería a que la reina no quitaba ojo a Godoy y a su nueva amiga; que ella misma no paraba de controlar a Goya, a la reina y a la cantante, y que la Tudó, la tercera, estaba pendiente de su nuevo galán mientras, de reojo, vigilaba a Goya por si el pintor quisiera indicarle algo. «¿Cuánto habrá cobrado por la muchacha?», se volvió a preguntar Cayetana mientras cedía la mano a su esposo para comenzar un baile que ya habían consentido los reyes con un gesto de abanico de María Luisa. A poco de comenzar el baile la duquesa cazó una mirada de la reina al escote de Josefina Tudó; su cara era la viva imagen de la indignación, y más cuando vio que ese escote se perdía en la casaca de su valido en una de las vueltas de la danza.
—¡Será zorra! —exclamó en voz baja María Luisa de Parma.
—¿Decías algo, querida? —preguntó el rey mientras daba cuenta de un polvorón mojado en vino de Málaga.
—¡Vámonos, Carlos! —dijo ella, cada vez más descompuesta—. La fiesta ha terminado para nosotros, nos volvemos al Pardo.
—Pero si se está estupendamente, chérie —protestó el bondadoso marido.
—Te he dicho que nos vamos, ¡y no se hable más!
Carlos IV terminó de comerse el polvorón y luego buscó con la mirada a su ayudante. Un gesto del monarca, y el edecán estaba al lado en un instante.
—Majestad...
—Tráeme el sable y avisa al duque de Frías para que anuncie que nos vamos la reina y yo.
El revuelo en torno a la real pareja no pasó inadvertido a los duques de Alba, que de inmediato se acercaron a ellos mientras el edecán buscaba al duque de Frías.
—Perdonad, Cayetana —le dijo la reina cuando la duquesa llegó a su lado.
En ese momento el infante don Gabriel había parado a la orquesta y todos los invitados observaban a los duques y a los reyes mientras veían que se iba preparando el dispositivo de salida de la real familia.
—El rey y yo nos marchamos de vuestra fiesta —prosiguió María Luisa de Parma—, que por cierto ha sido espléndida. Es que no me siento bien y quiero llegar a palacio cuanto antes.
Fuera cual fuera la explicación, la ofensa quedaba hecha. Cayetana disimuló la rabia que le producía el desplante.
—No sabéis, majestad, cómo lamento vuestra indisposición. —Y, como quiera que la perspicaz anfitriona sí alcanzara a saber el motivo de la escapada, no pudo evitar cierto puyazo—. ¿No os habrá sentado algo mal? No me lo perdonaría.
—No, por favor, Cayetana. Tened por seguro que ni vos ni vuestra casa tenéis culpa alguna en ello.
—No sabéis el peso que me quitáis de encima —mintió la de Alba, que, pasado el desconcierto del primer momento, estaba encantada con el ataque de celos de la soberana.
—No olvidéis la cita que tenéis conmigo mañana: sois mi próxima camarera.
—Es un honor para mí —volvió a mentir Cayetana, cuya relación con la reina estaba absolutamente deteriorada, pese a que las dos conservaran las formas.
—Pasaremos un mes juntas y espero que el tiempo de vuestro servicio sea un recuerdo inolvidable en vuestra vida.
Cayetana, disimulando lo que pudo y tragando saliva para que no se le notara la poca gracia que le hacía el servicio, respondió con una mal dibujada sonrisa:
—Será un gran honor para mí servir a su majestad.
En pocos momentos, la comitiva real, encabezada por los reyes y seguida por el príncipe, se encaminaba hacia la puerta, para volver a entrar en los carruajes, camino del palacio de El Pardo. No hubo despedidas y los reyes se fueron en cuanto don Carlos calzó su espadón y dejó vacía una bandeja de alfajores que le acercaban continuamente a su paso hacia la puerta.
Todo el mundo observó la desconcertante salida de los tres azules y su escolta, y, cuando el último guardia pisó el zaguán de su casa, Cayetana hizo un gesto y los camareros volvieron al servicio, el infante don Gabriel a sus músicas y casi todos a sus cosas y cotilleos, porque despedirse de la de Alba ahora hubiera sido tan peligroso, o más, que la despedida a la francesa de los reyes. Godoy miró con una sonrisa a la duquesa y fue él quien primero abrió el baile sacando al centro a Josefina Tudó. Todos los invitados siguieron al valido, salvo los duques y Goya, que cruzaron una mirada de inteligencia.
Josefina Tudó seguía sin dar crédito a lo que estaba viviendo esa tarde. Su experiencia con los hombres le permitió clasificar en un instante la clase de persona que la llevaba entre los brazos. Ese hombre no era uno más de los que podían amarla. Manuel de Godoy era el protegido de la reina y Pepita, que de tonta tenía poco, ya había calibrado el desplante de Godoy al tomarla allí, delante de todo el mundo. Cierto era, pensaba la muchacha, que ella había sacado las cosas de donde estaban previstas en el momento en que fingió el desmayo, pero cierto era también, se confesaba en silencio mientras bailaba con el ministro, que la pieza merecía la pena y que Godoy, y eso bien lo notaba ella, había acudido al trapo desde el primer momento y por su propia voluntad. En una de las vueltas su mirada se cruzó con la de Goya y los dos se sonrieron: eran cómplices en cierto modo. Ella sabía bien lo que había pasado y, aunque su amante pintor no le hubiera explicado las cosas muy a las claras, supo desde que la había invitado a la fiesta en casa de los Alba que algo singular se le venía encima. Ahora debía actuar con inteligencia, porque un error por su parte y esa maravillosa tarde que estaba viviendo podía ser la última en la corte de Madrid.
—¿Os encontráis bien, don Manuel? —susurró Josefina Tudó al oído de Godoy.
—Estupendamente, Pepita. Estoy en la gloria, porque el cielo debe de ser algo parecido a lo que yo siento esta tarde a su lado.
—No exagere, don Manuel... —Y la joven se deshizo en protestas de ingenuidad.
La verdad es que la damita era avispada, pues supo sortear el lance y darle a entender al valido que todo en ella estaba disponible. «Si su excelencia supiese...» —y vino el catálogo de penas de la infancia—, «y si vos comprendieseis...» —y recurrió a sus trabajosos días como cantante—, «y si un caballero como vos hiciese...» —y vinieron los cuentos de sus deseos—, «y si tú quisieras...», y para eso no le hizo falta continuar, que Manuel de Godoy le tapó la boca con la mano y le dijo:
—Yo quiero, no sigas.
Al escuchar eso, Josefina notó que los botones que coronaban sus pechos se estiraban, como si quisieran alcanzar la piel de Manuel de Godoy. La muchacha sabía que ya estaba todo dicho y que ahora sólo era cuestión de tiempo y protocolo que las cosas fuesen hacia donde ella quería. Sólo tenía que dejarse llevar, porque desde el momento en que comprendió que el poderosísimo Príncipe de la Paz, el ministro principal del gobierno de España, la quería para sí, supo que había encontrado al hombre de su vida y que no permitiría que se le escapara.
Los últimos invitados abandonaban los salones del palacio de Buenavista, y la duquesa de Alba estaba indignada. Apretando los dientes, Cayetana de Alba se prometió que la afrenta de la reina esa tarde no quedaría sin venganza.
—Fernando —le dijo Cayetana a su mayordomo cuando, esa noche, se retiró a sus habitaciones—, la carroza de gala debe estar lista para la primera hora de la mañana. Tengo que ir a palacio y quiero que esté todo bien dispuesto. Prepara tres baúles de viaje y dile a mi camarera que en dos guarde mi ropa, que la elija ella, y que en el otro ponga lo que ella sabe.
Cayetana se refería a sus afeites y cremas, algunos juegos, ciertas botellas de ginebra, que en Madrid escaseaban, y demás asuntos personales, como recado de escribir y libros de entretenimientos para el mes que habría de pasar en palacio con la de Parma.
—Así lo dispondré, señora.
—No quiero ninguna demora —insistió la aristócrata—. Recordad que hay que cargar tres baúles con mi vestuario y cosméticos, y que tenéis que tomar las disposiciones para que viajen conmigo y, a mi llegada a palacio, queden instalados en la antecámara de la reina.
—Así lo haré, señora duquesa.
—Por cierto, Fernando...
—Decidme, señora duquesa.
—Quiero que los baúles lleguen conmigo a palacio y no antes —precisó—, y di que me acompañen también mi camarera y dos doncellas. Que estén todas dispuestas por la mañana.
Cuando se quedó a solas, porque el duque dormía en otro gabinete, su cabeza se fue al recuerdo de Goya. Se le vino a la mente cuando el pintor se reía, escondido tras la estatua, de cómo la Tudó había cazado a Godoy con la escena del vahído. Ella se había dado cuenta de que esa escena que vieron todos era, en realidad, un trueque donde la carne de Pepita se canjeaba por algo que habría pactado antes el admirable pintor.
—Valiente bribón —se decía ella mientras se desmaquillaba ante el espejo de su tocador—. Ahí lo tienes: como aquel que dice, soltero y sin compromiso; y riéndose de la tajada que sin duda ha sacado en el negocio. Ese hombre me ha gustado siempre... y yo a él. —Se sonrió ante el espejo mojándose con la lengua los labios pintados de carmesí.
* * *
Madrid, camino del palacio de El Pardo (11 de abril de 1795)
En la corte española, las grandes damas de la nobleza se turnaban una vez al mes para servir a la reina y, pese a que muchas cortesanas celebraran esa suerte como un honor, Cayetana de Alba no lo veía de igual manera. Cuando, apenas despuntado el día, el traqueteo de la carroza la adormecía camino de palacio para afanarse en ese empleo, su humor no estaba en su mejor momento. Ella era noble desde muchas generaciones atrás, conocía bien las costumbres españolas y se sentía orgullosa de su linaje. Para la XIII duquesa de Alba sucedía que María Luisa de Parma era un extranjera vulgar y sin fortuna, una Borbón de poco fuste, que por haberse metido en las sábanas de su primo se había quedado con la corona de España.
«No sabe ésta con quién ha ido a dar», se dijo a sí misma pensando en cómo vengarse de la afrenta que había supuesto salir de su casa el día anterior, delante de todo el mundo, y sin más explicación que su capricho. Pensaba utilizar su cercanía con María Luisa de Parma para aprovechar la más mínima oportunidad que tuviera y vengarse de esa «estúpida zorra extranjera», como decía de ella a quien la quisiera oír, pues la odiaba más allá de toda lógica.
Ciertamente las dos mujeres coincidían en poco; ni en el cuerpo, ni en las costumbres ni en el carácter. Pero donde mayor era la distancia era en su respectiva manera de atar sus relaciones con los hombres.
Cayetana era una mujer agraciada que llevaba a los hombres detrás, que no tenía que esforzarse en ser deseada; ella tomaba lo que quería y cuando se había cansado lo hacía a un lado. Era una mujer dominante y acostumbrada a hacer su voluntad, tanto en la calle como en la cama. La duquesa se hacía de rogar, se dejaba cortejar, pero sólo daba el paso de concederse cuando ella quería y a quien ella quería; estaba acostumbrada a coger las cosas sin permiso y así era ella, fuerte, caprichosa, egoísta... y muy seductora.
María Luisa, en cambio, era una mujer fea y consumida por sus partos, pero sufría de un apetito insaciable de hombres. Ella, al contrario que la duquesa, no los esperaba: los perseguía. Ella, a diferencia de la otra, sabía humillarse sin límite para llevar a su cama lo que quisiera gozar. Sabía dejarse dominar por los hombres y buscaba en ellos la fuerza de una virilidad dominante que no había encontrado en su marido. Rijosa, lista y pendenciera, lo mismo hacía rico a un mozo de cuadra que le gustase, que convertía en ministro a un guardia que la hubiera hecho temblar en la cama. No distinguía para su lecho: igual le daban ministros que soldados o que cualquier hombre que supiera dominarla. Esa era la única condición. Incansable devoradora, como su circunstancial amiga, estaba en el extremo opuesto en su relación con los hombres y, por ello, en perpetua competencia con Cayetana.
La dominación y la sumisión eran las vías por las que transitaban las vidas de estas dos mujeres, pero de muy distinta manera. María Luisa era, aparentemente, una mujer sumisa en cuanto obraba como hembra insatisfecha. Pero, por su condición de reina de España, podía bajar sin pudor la escalera de la dominación hasta el peldaño último y más abyecto de la sumisión sabiéndose segura porque, cuando quisiese, su condición principal le permitía remontarse en un instante a ser la mujer dominadora capaz de destituir, desterrar, apartar a quien tuviera como amante. Podía aceptar el desprecio para, después, dominar ella al bravo garañón de turno y hacer de su vida un premio o un calvario. Era capaz de aceptar en público una bofetada de su amante, como le dieron Mallo o Godoy, pero no permitía que se le escapase un solo hilo del gobierno. Zalamera, obediente y desinhibida en la alcoba era, minutos después, la mujer dominante y arbitraria que se sabía fuerte y disponía sobre aquel que antes la había tratado como a una cualquiera. En esa dualidad y en su indudable inteligencia natural encontraba María Luisa la fuerza de su carácter.
Cayetana, sin embargo, era un caso absolutamente diferente. Criada para ser la más grande de las grandes, fracasó en su matrimonio porque casó para unir título y apellido sin saber, entonces, que de nada valdría tal empeño, pues era estéril y de su vientre no nació nada. Deseada, orgullosa, atractiva y descarada, tenía a los hombres tras ella por racimos. Dominaba a sus amantes y los cambiaba a su gusto, sin miramientos, sólo atenta a su placer y a su capricho. Pero, al revés que le sucedía a su enemiga, en esa dominación encontraba su debilidad. Su capricho y su placer, su dominación, la hacían, curiosamente, cada vez más débil, más dependiente, más obsesionada por su verdadera condición de soledad pese a estar en boca de todos como la más deseada.
En esa lucha sorda de mujeres, en donde una sumisa era, contra toda lógica, verdadera dueña de sus actos y la otra, la dominante, era una víctima de su vacío interior, Cayetana ganaba siempre por la mano en primera vuelta, pero María Luisa guardaba una carta, que usaba pocas veces pero que era definitiva en esa partida: ella era la reina de España, y la otra debía inclinar la cabeza ante ella.