28
La derrota
Madrid, palacio de Aranjuez
(17 de marzo de 1808)
Gobernar a los hombres es el oficio más penoso y menos agradecido de todos.
THOMAS JEFFERSON
—¿Lo habéis encontrado? —preguntó el conde de Teba con la voz alterada.
—¡Quia, señor conde! El muy bribón no aparece por ningún lado, pero de Aranjuez no ha salido. Se lo aseguro yo.
Quien contestaba así iba vestido como un verdadero gañán; decía llamarse Mariano y lo más impresionante de su atuendo era una navaja albaceteña de dimensiones impresionantes que escondía en la faja, y cuya empuñadura marcaba en la cintura un punto de no retorno para el que le hiciera abrirla. A ella echaba continuamente mano para asegurarse de lo que decía y parecía que en su contacto encontraba la fuerza de sus escasos argumentos. Su pelo, fosco y rizado, no había conocido el agua en varias semanas y su camisa, desgarrada en el cuello, tremolaba al viento en cuanto abría los brazos, que la llevaba desabrochada y por fuera de la taleguilla. A su lado, otro cuchillero de lo mismo que respondía al nombre de Eugenio, no dejaba de revolver alacenas, rajar tapices y volcar cualquier mueble que se interpusiera en su paso. Sudaba y resoplaba, pero la bota de vino que lo acompañaba le renovaba los bríos.
—Mariano, aquí no hay nadie vivo, te lo juro por todos mis muertos —dijo el tal Eugenio después de arrancar un tapiz que colgaba de la pared y comprobar que no escondía ninguna puerta disimulada. El mucho vino que llevaba encima y el tapiz, que se le cayó sobre los hombros, dieron con sus huesos en el suelo.
—Te creo, Eugenio —contestó el que parecía capataz de los sicarios que seguían al conde de Teba—. Pero no descanses, que nos queda la parte de arriba.
La escalera que subía a la planta superior presentaba las señales de un asalto que había desconchado las paredes, y casi todos los peldaños de madera aparecían desencajados y arañados por culatazos y golpes de alabarda. La barandilla de forja con pasamanos de latón estaba arrancada en varios sitios, como recuerdo de lo que había sido el brutal asalto a esa casa.
—¿Has mirado tras ese biombo? —gritó Mariano señalando una bellísima pieza china que se alzaba en una esquina del salón.
Eugenio, y otros dos más que se habían acercado a levantarlo, tiraron a patadas el biombo y se liaron a cuchilladas con él por toda respuesta. La fina madera lacada de la mampara saltaba de sus bastidores y las astillas se esparcían por el suelo y se mezclaban con las hembrillas de sus goznes arrancadas de cuajo. Del dibujo central, que era un monte nevado, ya no se apreciaba nada.
—Aquí lo único que hay es madera para una buena hoguera con la que calentar la comida, Mariano. —Y, mientras decía eso, Eugenio pateaba las tablas para seguir quebrando las astillas, como si bailara una danza estúpida propia de un aquelarre.
Mariano, entre tanto, se empeñaba en abrir una puerta de alacena que se le resistía. Con un disparo en su pasador de hierro y sin más contemplaciones resolvió el problema, que no estaba para delicadezas ni para acudir a cerrajeros, y, para su sorpresa, cuando cedió la puerta cayó a sus pies, como si se tratara de una fuente, un chorro de monedas de real de vellón, todas nuevas, como si acabaran de ser troqueladas.
—¡Eh, muchachos, aquí hay dinero para todos! —Y así era, porque en esa alacena debían de guardarse al menos diez mil reales—. ¡Qué juerga nos vamos a correr esta noche en casa de la Tomasa!
El barullo se hizo incontenible. Al oír el nombre y el ruido del dinero que rebotaba contra el mármol, más de una docena de brazos, como si de un gran pulpo se tratase, empezaron a pelearse por apiñar las monedas de ese bárbaro expolio. Brazos, piernas y cabezas salían y entraban en la barahúnda de codicia que los llevaba a resbalarse, caer, incorporarse otra vez y reñir a puñadas entre ellos, mientras las monedas, como si tuvieran vida propia, se esparcían cada vez más lejos. Las trompadas se mezclaban con risas y con tragos de vino cuando alguno, ya satisfecho de su cuota, se salía de la mêlée.
Había monedas para todos y cualquiera podía coger las que pudiera guardar en la faja o en los zurrones, con las navajas y las botas de vino. La ley no escrita del asalto era que al que no tenía se le daba, y que si faltaba para todos se iba a buscar más, que la casa era grande y los bienes aguantaban el reparto. No había tacañería, que todo era gratis.
—¿Qué tal estoy? —Uno de los gañanes apareció vestido de mujer en la parte superior de la escalera y por un momento cesó la pelea en el montón de monedas. Todos se quedaron mirándolo.
—¿Me amáis, don Juan? —Y, atiplando la voz, se ofreció a sus conmilitones en un gesto procaz, que él entendía galante.
Los que iban a subir se detuvieron para mirarlo, y los que bajaban se volvieron hacia él. Una carcajada universal retumbó en el salón e hizo temblar las lágrimas de la araña del techo.
—Muchas zorras como ésa habrán pasado por aquí, que había dinero para pagarles a todas —dijo un mozalbete lampiño lleno de granos que, seguramente, estaba ayuno todavía del uso de las coimas.
—¡Venid aquí! —gritó otra voz desde la habitación del fondo del pasillo, en la planta principal. Como si no fuera bastante el griterío sonó un disparo de pistola para dar mayor apremio a la llamada.
Un tropel de asaltantes subió a la carrera por la maltratada escalera, hacia el pasillo principal. A la cabeza iba el que se había aderezado de cortesana, que mezclaba sus patillones de torero y la barba mal afeitada con un corpiño de mujer, medio desabrochado, por donde le salían los pelos del pecho. El que había reclamado la atención aparecía vestido con el uniforme de gala de general, lleno de medallas, y tapaba su barba y patillas con el entorchado de los solapones de la guerrera. Todo aquello parecía un carnaval donde disfraces, borracheras y disparos convivían con los destrozos y la incuria de unos desharrapados bergantes, malencarados y violentos, que campaban a sus anchas destrozando lo que horas antes era un prodigio de buen gusto.
—Tomad, hay uniformes para todos. —Y el disfrazado señalaba el paso a un vestidor—. De aquí salimos, como poco, generales.
Al poco rato algunos de ellos, vestidos con el desorden de quien no sabe, fingían ser el estado mayor de esa tropa sicaria. Las fajas rojas de general y las charreteras de comandante se mezclaban con taleguillas de gañán y zapatillas de esparto, mientras otros calzaban sobre los hombros las botas de caña que no les entraban en los pies y algunos más se ceñían sobre el pañuelo castizo el bicornio de almirante de la armada. Esa extravagante compaña, ufana de su atuendo, se aposentó en la mesa principal del comedor, como si oficiaran de estrategas, y enjaretaron una sarta interminable de brindis en copas de cristal de Bohemia que, concluido el servicio, estrellaban contra todo aquello que pudiera servir de blanco, fuera un jarrón o una ventana.
El olor a orines, a vómitos y a vino derramado se extendía por todo el palacio, mezclado con el agrio picor del humo de las muchas fogatas que habían ido prendiendo en las habitaciones, de forma y manera que el olor agrio de las miasmas y el humo de los incendios daban al edificio el aspecto profano de un incienso criminal que adornara la tropelía.
—¿No habéis encontrado nada todavía? —volvió a preguntar el conde de Teba, que también iba disfrazado de aparcero, pero que delataba su condición principal llevando a la cintura una excelente pistola inglesa de duelo.
—Nada aún, «tío Pedro» —le contestó uno que vestía de almirante y que se había atado a la espalda dos candelabros de plata y una bolsa con seis camisas de hilo.
—¿Dónde se habrá escondido ese hijo de puta?
A quien buscaba el conde de Teba era a Manuel Godoy y Álvarez de Faria, «el choricero», como le decían en coplas sus socios de «la camarilla».
Y donde lo buscaba era en la propia casa del Príncipe de la Paz, en Aranjuez, que el conde, fingiéndose un lugareño más, había asaltado en compañía de una tropa de matones de Madrid que había pagado de su bolsillo, por encargo de los amigos del príncipe de Asturias, don Fernando de Borbón.
La posición política de Godoy se había desplomado como un castillo de naipes en poco más de tres meses; los sucesos de El Escorial fueron el detonante de la crisis que permitía hoy que su casa fuera asaltada con total impunidad por lo peor de la delincuencia madrileña, bajo el comando de la más rancia aristocracia española, que ahora se decía a sí misma el «partido fernandino».
Pese al intento, desde 1806, de desmarcarse de Napoleón e iniciar un acercamiento secreto a los ingleses para evitar que España fuera otra pieza más del damero en que el francés había convertido a Europa, Godoy estaba marcado ante la opinión pública por su continuada política filofrancesa durante años. Por eso sus enemigos insistían en presentarlo como el trasunto español de Napoleón, aunque de sobra supieran que Beauharnais estaba maniobrando cuanto podía para forzar la destitución del valido y quitar así el único obstáculo de cierta eficacia a la voluntad anexionista de Bonaparte respecto a España y Portugal. «La camarilla», que no carecía de recursos para sostener su propaganda, había conseguido algo realmente sorprendente: sostener una cosa y su contraria y parecer que en ambos casos decían verdad. Si Napoleón era un monstruo cuando apoyaba a Godoy sucedía que, cuando les convino, «Napoleón es el protector del príncipe Fernando contra el infame Godoy». El partido fernandino, que hasta 1806 era profundamente antifrancés por cuanto antiliberal y antirrepublicano, había ido desplazando su posición, y más a partir de los sucesos de El Escorial, hasta entregarse a Napoleón con tal de que Godoy saliera del gobierno y los reyes abdicaran en su hijo cuanto antes. De ahí el interés de gente como Infantado, Eyerbe, Teba o San Carlos en procurar cuanto antes la boda de su jefe viudo con una pariente del jefe de los franceses —como había diseñado Escoiquiz, el verdadero cerebro de la facción—, y Beauharnais había sido, ante los ojos de Godoy, el puente de esa negociación espuria en la que, sin alcanzar a comprenderlo, los ultramontanos fernandinos españoles ponían la corona en manos del corso.
La carta del príncipe de Asturias pidiendo una esposa francesa, que era la principal imputación contra él, pasó de ser prueba de su traición para convertirse en muestra de su inteligencia. Si la delación de El Escorial la había urdido Godoy para implicar a Fernando de Borbón, le había salido el tiro por la culata; si tal delación había salido de las covachas fernandinas, habían trazado una jugada maestra. Pero, en todo caso, era Napoleón quien ganaba la partida; por eso no cabía descartar a Beauharnais como la mano inductora de la peripecia, que llegó a tomar tinte de sainete.
Fernando de Borbón salió bien parado del proceso, después de que el mismo Godoy intervino para reconducirlo y, de paso, sacar al príncipe del atolladero; además, todos los condenados por complicidad fueron indultados a poco de ser sancionados. El asunto se hizo agua de borrajas y Godoy quedó tocado, ya que «la camarilla» dio la vuelta a la opinión pública, mientras que Fernando de Borbón aparecía ahora como el salvador de la corona a ojos de los españoles menos enterados, que eran casi todos. Los fernandinos habían conseguido que Napoleón se convirtiera en el árbitro de la situación española y más desde el momento en que, como consecuencia del tratado que firmó Godoy en Fontainebleau, sus tropas se hallaban en España, unas para dirigirse hacia Portugal y otras, nominalmente, camino de Gibraltar a fin de hostigar la posición inglesa en la Península Ibérica. Todo estaba, por esos días, en un equilibrio inestable que permitía a Napoleón dar alas a los fernandinos, pero a la vez lo obligaba a preservar la posición de Godoy, aunque fuera debilitada, por si necesitara recomponer su vieja alianza con el valido.
Fue la torpeza de «la camarilla», que quiso forzar las cosas —más por orgullo que por utilidad—, quien ocasionó una situación cuyo alcance, que sería funesto, no supieron calibrar.
Esa noche, la del día 17 de marzo, nadie encontró a Godoy cuando asaltaron su casa, pero se había puesta en marcha la caza y captura del valido y sólo era cuestión de tiempo. Sabiéndolo en Aranjuez, los conjurados habían cerrado todas las salidas del Sitio, y el conde de Teba suspendió los tumultos. Aún no había ninguna reacción de los reyes ante la algarada, salvo el miedo que les metían en el cuerpo los partidarios del príncipe Fernando. Era una guerra de nervios en que la debilitada fortaleza de ánimo del monarca se encontraba a punto de saltar en cualquier momento. Los reyes estaban asustados y la desaparición de Godoy venía mal a todas las partes: los conjurados lo necesitaban preso y los reyes lo querían a su lado. Por las razones que fueran, todos buscaban a Godoy en Aranjuez, casa a casa.
—Seguid buscándolo —ordenaba el de Teba a su cuadrilla la mañana del día 18.
La turba iba registrando, paso a paso, cada casa del pueblo a partir de la ya destrozada de Godoy.
—¿Qué hacemos con esto, Mariano? —preguntó Eugenio cuando se encontró apiladas en el desván de la casa colindante a la del valido media docena de alfombras enrolladas.
—Déjalas donde están —contestó dando una patada al montón—. Luego las sacaremos para vender o para regalarlas, según nos plazca.
La tropilla se fue de allí hacia su siguiente registro, y pronto volvió el silencio a la casa, abandonada por sus dueños desde la noche anterior. Cuando ya no se oía a nadie, ni cerca ni lejos, un bulto en las alfombras pareció moverse levemente, como si un gusano grande recorriera sus pliegues.
Godoy, consumido por la sed y entumecido por el enclaustramiento de toda la noche, volvía a recuperar poco a poco el movimiento de sus miembros, como si de un nuevo nacimiento se tratase. Cuando habían comenzado los tumultos había salido a escondidas de su palacio y acudido a esconderse en la casa de al lado, donde creyó que no lo buscarían, al menos en principio. Y así había sido durante la noche de marras, que él pasó en absoluta inmovilidad y oyendo los disparos y las voces de la turbamulta que lo buscaba. Se sabía acorralado y esperaba que todo pasara para salir de allí.
Primero sacó lentamente una mano de los pliegues que lo cubrían; poco después pudo hacerlo con la otra y, con un esfuerzo más, se arrastró desde dentro de las alfombras como si abandonara un nido. Su aspecto no podía ser más lamentable: sucio y maloliente, tenía la camisa pegada al cuerpo por el mucho sudor brotado en esas interminables horas de angustia. La ropa se le pegaba al cuerpo como untada en la brea de los barcos. Estaba sediento y sin zapatos y las medias se le habían desgarrado al entrar en ese escondrijo, acurrucado entre las alfombras. Cuando salió de su escondite y respiró mas aliviado fue desentumeciendo el cuerpo y a poco consiguió erguirse, aunque las piernas, adormecidas, le fallaron un par de veces y se vio obligado a sentarse sobre los bultos que lo habían escondido.
Al cabo de unos minutos ya era casi dueño de sus actos y, con lentitud y sin ruidos, fue bajando la escalera. Ardía de sed y buscaba agua; se dirigió a la cocina, que estaba en la planta baja, a la izquierda del zaguán de entrada. Esperaba encontrar allí algo de beber, calmarse y volver cuanto antes a su escondite, hasta encontrar el momento de escaparse de Aranjuez.
—, Adonde te crees que vas?
La voz lo dejó paralizado. No había escuchado a nadie desde hacía rato, pero esta voz era para él la peor de las amenazas. Se volvió con extrema precaución; todavía no había desentumecido su cuerpo del todo y no estaba en condiciones de pelear, tenía que obrar con prudencia. Detrás de él y a su derecha, un hombre de aspecto distinguido, pero con igual vestidura que los gañanes que habían destrozado su palacio, lo observaba. Su cara le resultaba vagamente conocida.
—Sólo quiero un vaso de agua —contestó como la cosa más natural del mundo—. Si vos lo permitís me acercaré a la cocina a beber.
—¡Alto ahí! —le cortó el paso el desconocido—. Antes tienes que pagarme. El agua cuesta cara en estos días. ¿Qué estás dispuesto a darme?
—La verdad es que no tengo mucho que ofreceros. No tengo faltriquera, ni llevo monedas. Pero, si vos lo permitís, sé dónde hay dinero abundante. Os ofreceré lo que deseéis.
—¿Y cómo sabes tú dónde está el dinero?
—Mi señor, don Manuel de Godoy —disimuló el valido—, tenía confianza conmigo y yo lo ayudaba a guardarlo.
—Entonces, ¿cuánto vale para ti un vaso de agua?
—Diez reales —contestó Godoy, que había recuperado el aplomo.
—Es una importante cantidad. Si me has ofrecido diez es que puedes llegar a doblarlo.
—La cantidad que os he ofrecido es un precio justo. Es más, me atrevería a deciros que es una cantidad generosa.
—Si tú lo crees así...
Y, cuando Manuel de Godoy iba a franquear el quicio de la puerta que lo llevaba a las cocinas, otra pregunta del desconocido le paralizó el movimiento.
—Contéstame a otra pregunta, criado. ¿Cuánto crees tú que vale un reino?
—Señor, esa pregunta escapa a mi criterio. —A Godoy se le encendieron las alarmas en la frente—. Sólo soy un pobre criado. Esas preguntas deberíais hacerlas a personas de mayor importancia que yo.
—Sabes mentir, Manuel —le dijo su interlocutor desde su espalda—. Siempre lo has sabido hacer, pero esta vez no te va a servir de nada.
Un escalofrío recorrió la espalda de Godoy: acababan de prenderlo.
—¡Acudid, acudid todos! —gritó su interlocutor mientras le apuntaba con su pistola de duelo—. ¡Por fin ha aparecido el fugitivo!
A esas voces acudieron los gañanes, que, entretenidos en el jardín de la entrada, daban cuenta de unas viandas que habían sacado de madrugada de la cocina de la casa.
—Señor conde —dijo el que parecía el jefe de la tropa—, ¿cómo ha encontrado su señoría al fugitivo?
Godoy no salía de su asombro. La vestimenta del que llamaban conde era la de un vulgar manchego, y sin embargo algo en el rostro del que parecía jefe le era vagamente conocido. El conde de Teba percibió la desorientación de Manuel y se dispuso a colocarlo en la situación.
—Don Manuel de Godoy —le dijo con tono de sorna—, sois el mayor embaucador y embustero de este reino, pero vuestros días se han terminado. Hasta aquí ha llegado vuestra fortuna, pero no gozaréis ni de un día más de ella; se ha apagado vuestra estrella.
—Bien hablado, señor conde —aplaudió Mariano, que obraba de asistente del aristócrata.
—¿Quién sois?
—¿No me reconocéis? —contestó burlón, quitándose el pañuelo que le cubría la cabeza—Soy un Portocarrero, el conde de Teba. Hace dos meses que murió mi madre, la condesa viuda de Montijo, ¿recordáis? Vuestras imposturas le amargaron la vida hasta el final,y a mí no me permitisteis verla en ese trance.
Godoy lo miraba sin dar crédito a lo que oía, ni a las trazas del muchacho. No podía imaginar que el conde, que no pasaba por esos días de los dieciocho años, era uno de los elementos más activos contra su persona, siguiendo los pasos de su padre, el difunto conde de Montijo. El muchacho había usado de su fortuna y de sus amistades inglesas para forzar esa mascarada de alzamiento que ponía a los «fernandinos» en las puertas de hacerse con el poder con el apoyo de la corona inglesa y acabar así con la influencia que Napoleón tenía en España a través de Godoy. Tampoco era ajeno al complot el infante don Antonio Pascual, que se había gastado más de dos millones de reales en comprar las voluntades de cuanta gentuza se prestó a la algarada.
—Esta ropa que tanto os sorprende —siguió el de Teba, orgulloso ante su presa— y mi barba sin afeitar, por la que no me habéis reconocido, es la que llevo usando varias semanas, camuflado y huido de mi destierro, para levantar al pueblo contra vos y los reyes indignos que nos han gobernado.
—¿Cómo os atrevéis a hablar así de los reyes de España?
—¿De qué reyes habláis, señor?, ¿de vuestra barragana y su cornudo? Veo que no sabéis la noticia.
—¿Qué noticia?
—Vuestros reyes han abdicado, apenas hace dos horas. Hoy sólo hay un rey en España, don Fernando VII, el que vos conocisteis como príncipe de Asturias y despreciasteis cuanto pudisteis.
—¡Viva el rey! —gritaron los rufianes, secundando las palabras del conde de Teba.
Y así había sido. Carlos IV, que se encontraba en Aranjuez con María Luisa desde el día 13, convocó en su gabinete a los ministros de despacho. Estaba desconcertado, asustado, y les dijo que, en vez de retirarse a Sevilla —como tenía previsto, siguiendo las indicaciones de Godoy, para poner distancia entre la real familia y las tropas francesas—, abdicaba de la corona cediéndosela a su hijo el príncipe de Asturias. El miedo a los disturbios, el recuerdo de lo que había pasado en Francia y el no saber qué había sido de Godoy en las últimas horas habían llevado a ese pobre hombre a ceder ante las pretensiones de su hijo, el flamante, por fin, Fernando VII.
—Notad cómo el pueblo quiere al verdadero rey —arreció el de Teba celebrando el júbilo de sus secuaces. No dejaba de ser paradójico que el pueblo francés quitara reyes, años antes, para traer libertades y justicia y que, sin embargo, el pueblo español aplaudiera la llegada al trono del más antiguo y reaccionario de los posibles candidatos—, no a esos que habéis secuestrado con vuestras intrigas.
—¡Viva don Fernando VII! —repitieron los acólitos del conde.
—Ya no mandaréis envenenar a nadie más —prosiguió el joven conde, cada vez más exaltado—, ni haréis sufrir a ninguna mujer honrada que tenga que entregarse a vos obligada, como tantas. No volveréis a robar, ni a prostituir a España, señor. Despedios de vuestros títulos, de vuestro bienes y, seguramente —añadió siniestro—, de vuestra vida.
Al oír eso último, los rufianes se abalanzaron sobre él. Los golpes venían de todas partes; ya en el suelo, y entre patadas, le ataron una cuerda al cuello y lo llevaron a empujones hacia un árbol que había a la puerta de la casa. Querían lincharlo.
—¡Alto, todos! —ordenó una voz en tono que no dejaba lugar a dudas. Un disparo al aire ratificó lo imperativo de la orden. Algunos rufianes tiraron de navaja y el de Teba amartilló su pistola, creyendo que se aprestaban a liberar al Príncipe de la Paz.
—Esperad —gritó también el joven conde.
—Os ordeno que detengáis este linchamiento por orden del rey. —Quien decía eso era un coronel de la guardia que se había presentado, a caballo, al frente de una tropa de más de cuarenta hombres. La noticia del prendimiento de Godoy había llegado en pocos minutos al Consejo, y el nuevo rey dispuso que condujeran de inmediato al decaído ministro a su presencia—. Su majestad don Fernando VII quiere a vuestro detenido en su presencia al instante. Aquí traigo la orden firmada por su propio puño. —Y, sin desmontar del caballo, el oficial extendía un papel al conde.
El de Teba apretó los puños y chasqueó la lengua. «¡Este bribón se me escapa vivo! —maldijo para sus adentros—. ¡Tiene la suerte de los locos!»
—¡Sea! —otorgó a disgusto, sobre todo cuando vio que los guardias descabalgaban y rodeaban a Godoy quitándole la soga del cuello—. Llevad a este perro a presencia del rey. Por el momento se libra de la muerte, pero os juro a todos que deseará el resto de su vida que todo hubiera terminado en ese árbol.
* * *
El nuevo rey, encerrado en su despacho del Real Sitio y aclamado por la multitud que no salía de la plaza de palacio, porque cada día acudía gente de una y otra parte, no sabía exactamente qué hacer. Los edictos se le acumulaban encima de su mesa, mientras sus amigos iban y venían en un tráfago constante de visitas para acreditar su total entrega al nuevo rey. Pese al desconcierto se sentía pletórico: había llegado su momento. Una de las primeras cosas que dispuso fue hacer venir desde Toledo a Escoiquiz para reponerlo a su vera y tomarlo de consejero de Estado, que le iba a hacer falta. 1.a siguiente fue mandar encarcelar a Godoy. El día 23 de marzo dispuso llevarlo de Aranjuez a Pinto y de ahí lo mandó encerrar en el palacio viejo, o casa fuerte de Villaviciosa, donde quedó al cuidado del marqués de Cautelar, un hombre respetuoso con Godoy pese a haberse pasado, de hoz y coz, de la fidelidad al valido a la nueva moda fernandina. La encomienda de la custodia la tenía la Guardia de Corps, de forma y manera que, en cada instante, siempre había tres guardias en sus aposentos; precisamente uno de los oficiales que se turnaron en su custodia era un joven brigadier que se llamaba Palafox, y que era cuñado del conde de Teba. El que los disturbios se le hubieran ido de las manos a Beauharnais le había costado el puesto, porque Napoleón no estaba cómodo con la nueva situación española y lo había sustituido de inmediato por Laforest, confiando en recomponer la situación en España, donde Murat ya se había hecho cargo del mando general de sus tropas. Los destituidos reyes se dirigían constantemente al duque de Berg para que influyera a Napoleón cerca de su hijo Fernando y soltaran a Godoy, y, mientras, Escoiquiz propalaba por donde lo oyeran el inminente casamiento de Fernando VII con la sobrina del emperador. Todo un desafuero desquiciado que dio lugar a anécdotas bien chuscas.
—Majestad —le llamó la atención el duque de Medinaceli—, el pueblo os reclama en el balcón.
—¿Otra vez?
El rey Fernando no era nada amigo de exhibirse ante la multitud; esas cosas lo ponían nervioso. Él era un hombre de rutina y de despacho, y todo lo que oliera a muchedumbre lo sacaba de sí. En algunos momentos añoraba su vida como príncipe, cuando no tenía ninguna obligación y apenas salía de sus habitaciones. «¿Por qué tanto alboroto —pensaba—, si el pueblo ya tiene lo que quería: la destitución de mis padres?»
—Debéis salir a saludar, majestad —volvió a pedirle el duque.
—Tendré que salir a saludar —concedió a su pesar—, que no es bueno disgustar al pueblo en estos primeros días de reinado.
La multitud enardecida gritaba y jaleaba al rey, quien, desde un balcón, cumplía con la mano en un gesto apocado que le era muy característico. Parecía temerles y en el gesto se le apreciaba el poco gusto por verse con quien se tenía por su gente. A la multitud, sin embargo, eso no le importaba: todo eran fiestas, bailes y jolgorio por esos días. Las cosechas crecían en los campos, había rey nuevo y Godoy estaba preso. «¿Por qué preocuparse por nada?», decían los más de los que acudían a la plaza.
Cuando volvió a su despacho y mientras un capitán de guardia cerraba el balcón para acallar los ruidos de sus súbditos, el duque de San Carlos, que oficiaba como su secretario, se le acercó con un recado.
—Ha llegado el detenido, majestad. ¿Quiere que lo subamos?
—Hacedlo de inmediato y dejadnos solos cuando llegue —ordenó el rey.
Así se hizo y, cuando Godoy entraba por la puerta del gabinete real, salía el de San Carlos sin mirarlo siquiera; seis guardias quedaron apostados en el pasillo. Manuel de Godoy, oliendo a sudor, con la camisa rota, las medias ennegrecidas y barba de varios días, se presentaba ante él con la dignidad intacta y dispuesto a negociar con el nuevo rey su interés por el estado de los reyes depuestos; no pensaba pedir clemencia para él. El hombre más poderoso del país hacía poco más de dos semanas era hoy un reo vulgar subido de los sótanos del palacio real de Aranjuez, adonde lo habían llevado esa misma mañana.
—Majestad —empezó Godoy con la mirada baja clavada en los ojos del monarca—, hace cuatro meses me pedisteis clemencia e intercedí por vos antes vuestros padres. Devolvedme ahora el favor y dejad que los vea y pueda consolarlos.
Un gesto torvo nubló la cara del monarca, que ni siquiera se había levantado para recibirlo. Nunca hubiera esperado que Godoy saliera en ese registro, y menos aún que pidiera por los reyes y nada para él. Le sorprendía, y a la vez lo humillaba, la dignidad del valido al mostrarse ante él como si nada pasara en lo que hiciera a su situación personal.
—Manuel, desde que tengo conciencia de mis actos no has dejado de importunarme hasta en mis sueños. —Fernando VII iba escupiendo una palabra tras otra. También le había suprimido el tratamiento y ahora se dirigía a él como lo podía hacer con cualquier criado—. Nunca debiste embaucar a mi madre y dejar que mi padre abandonara sus responsabilidades para entregártelas a ti. No sólo has perjudicado al país con esa conducta, sino que también has manchado el honor de mi familia. ¡No mereces ninguna clemencia, y no te la voy a dar!
—Ni yo os la pido, majestad. —Godoy no movía un músculo de la cara, y eso iba desconcertando por momentos a Fernando VII—. Sólo os ruego que me permitáis ver a vuestros padres.
—¿No has tenido bastante con todos estos años en los que tu voluntad ha sido la única norma de gobierno —insistía el rey como si no lo hubiera oído—, para ahora volver a intentar convencerlos de cualquier tropelía que se cueza en tu cabeza?
—Tengo a vuestros padres por mis amigos, señor, y creo que es mi deber ponerme a su disposición en estos momentos —persistió Godoy.
—No, Manuel, no. —Fernando negaba con la cabeza y ya descompuesto—. No los verás. Tus deseos ya no significan nada en la corte y mucho menos para mí. Siempre te he odiado, y por fin ha llegado tu hora.
—Dejadme al menos ver a mi hija Carlota, majestad.
Ahora no hablaba el político: era el padre quien estaba dispuesto a pedir, sin vergüenza, por su hija.
—¡Tampoco, Manuel! —Y el monarca dio un puñetazo en la mesa—. Has destrozado la vida de tu mujer, con tus desplantes e infidelidades. Nunca la has querido, porque te casaste con ella para estar cerca de mis padres y seguir haciendo de tu capa un sayo. Por eso nunca dejaste a la cupletista y te ufanaste de tenerla siempre en tu mesa, obligando a mi tía a tragar sapos y culebras. Entonces te podías permitir eso y más, pero eso se te ha acabado para siempre. Y, con todo y con eso, ¿me pides ahora ver a tu hija?
—¡Sí! —dijo Godoy por toda respuesta.
—Manuel —dijo Fernando VII levantándose de su escritorio y dando vueltas en torno al detenido; Manuel de Godoy seguía imperturbable, con la mirada fija en el infinito—, sólo saldrás de la cárcel para morir, pero antes te humillaré cuanto pueda. ¡Hasta el último de tus amigos te acompañará en la prisión, y luego los verás morir a todos antes que tú! Escucha lo que grita la multitud y a quién quieren: se acabó tu tiempo.
Unos golpes en la puerta interrumpieron el parlamento del rey. Era el duque de San Carlos que pedía entrada.
—¡He dicho que no me molestan! —gritó el rey en cuanto lo tuvo dentro de la habitación.
El de San Carlos estaba azorado, que ya sabía lo que eran los ataques de ira de su nuevo señor.
—Majestad, perdonad que os interrumpa, pero es un despacho urgente de la embajada francesa —anunció el duque, confiando en que eso lo disculpara. La correspondencia con los franceses era principal entre las obligaciones del rey y éste había dado orden de no retrasar ni un minuto la entrega en sus manos de cualquier correo que hiciera a esa correspondencia. El de San Carlos salió en cuanto entregó la carta, que venía orlada con tres sellos de lacre.
Fernando VII, desentendiéndose de Godoy, deslizó el espadín por debajo del lacre y lo rompió en varios trozos que rebotaron en la mesa antes de que las solapas del pliego que cerraba se abrieran, como movidas por un resorte. La cara le cambió en un instante, en cuanto vio la rúbrica. Era Napoleón, de su propia mano, quien firmaba la carta. El rey se levantó para leer con atención lo que quería el emperador francés.
Godoy se dio cuenta del cambio repentino de humor en el monarca. Tras la sorpresa primera, y conforme iba leyendo la misiva, su gesto se hacía más torvo aún que antes. Las cejas enarcadas y su boca retorcida no auguraban nada bueno. Fernando VII terminó la lectura, dobló el recado, volvió a sentarse y se quedó mirando a Godoy. Después de un rato en silencio, en que Godoy no sabía por dónde iba a salir, le dijo:
—Tienes suerte, Manuel. El propio emperador se interesa por ti y yo no lo puedo disgustar: quiero que sea mi mejor aliado.
Godoy lo miró en silencio. Una sonrisa se le dibujó en las comisuras de los labios. El todavía no sabía que la correspondencia de los reyes con el gran duque de Berg había dado resultado, pero menos podía saber aún que Napoleón lo quería con él cuanto antes.
—¡Te perdono la vida! —mintió Fernando VII, como si pudiera disponer de ella. El águila francesa protegía a Godoy y el nuevo rey no se atrevería nunca a enfrentarse con Napoleón—. Debes salir para Francia de inmediato.
Godoy no dijo nada; sólo se dio la vuelta y salió del gabinete. Su olfato político le decía a gritos lo que significaba verdaderamente esa carta: el juego no había terminado, más bien no había hecho más que comenzar.
* * *
Madrid, palacio de Oriente, 10 de Mayo de 1808.
—Señores —anunció el mariscal Murat—, en esta junta se hará lo que yo diga, por mi calidad de lugarteniente en España de Napoleón, y porque así lo acepta y lo dice, también, el propio rey Fernando VII.
Los miembros de la junta de gobierno, reunida en el palacio de Oriente, no salían de su asombro. Pocos entendían el francés cuartelero del militar y menos estaban dispuestos a tales imposiciones.
—Ahora soy yo el que la dirijo —continuó Murat, que iba ataviado con su estrafalario uniforme de mariscal de Francia—, y como primera medida he puesto a este palacio, que está desguarnecido, bajo la protección de mis tropas.
Los miembros presentes en la junta se precipitaron a las ventanas y lo que vieron confirmó las palabras del delegado de Napoleón: los alrededores de palacio estaban tomados por tropas a caballo, los temibles húsares franceses. Murat los miraba como si tal cosa.
—Señor mariscal —le contestó Eugenio O’Farril, el ministro de Guerra, que había entendido perfectamente el francés rústico del mariscal, y que se negaba a permitir semejante intromisión—, hay unas leyes que tenemos que acatar y unas instituciones que debemos respetar.
—Leed y enteraos de lo ocurrido, señor —dijo el mariscal, y tiró un papel encima de la mesa del Consejo—. Mientras, daré órdenes para que me preparen lugar donde instalar a mis ayudantes.
Y Murat se fue de allí dando un portazo.
Las cosas habían ocurrido muy deprisa, como consecuencia inevitable de la torpeza del bisoño Fernando VII. Si bien era cierto que el día 19 de marzo había conseguido la renuncia de sus padres y el prendimiento de Godoy, no era menos cierto que no había calibrado la situación de las tropas francesas en España al creer que las podía contar por aliadas. En enero, el mariscal Moncey había entrado en España con los suyos, mientras el general Dupont instalaba sus tropas en Valladolid y el general Duhesme encabezaba el quinto ejército desde Cataluña, camino de Gibraltar, y desplegándose por levante. Desde el 20 de febrero, Murat se había personado también, como mariscal, comandante en jefe del ejército y lugarteniente de Napoleón, para dirigirlos a todos, y se había asentado en Madrid. Godoy, viendo el cariz que tomaba el despliegue francés, había previsto retirar de Madrid a la familia real, desplazarla a Sevilla cuanto antes y, desde allí, embarcar para América a fin de garantizar su seguridad y la independencia de la corona, pero esa operación estratégica se frustró cuando el atolondrado alevín forzó los incidentes de Aranjuez. Desde ese momento, y descompuesto el tablero del juego, Napoleón desautorizó a su embajador y, para colmo de «la camarilla», ordenó salvar a Godoy. Como quiera que el neófito rey español estuviera mal asesorado en leyes, no había formalizado conforme a derecho la renuncia de sus padres y como rehusaba arbitrar su medida en una convalidación ante las Cortes, se bastó con una simple carta de renuncia, que era poco más que papel mojado. Creía que con el visto bueno de Napoleón le bastaba, tal era su desprecio por las Cortes. Y como Napoleón no venía a España a reconocerlo, fue él quien se dirigió al francés saliendo de Madrid el 10 de abril, mientras sus padres, que habían salido para Bayona cinco días antes, rumiaban lo que se habían visto obligados a firmar en la añagaza de Aranjuez y le daban vueltas al asunto, máxime desde que supieron que Godoy no había muerto y que, además, Napoleón había mandado liberarlo. Fernando VII se hizo acompañar por todos los suyos y con él marchaban el duque del Infantado, el de San Carlos, el marqués de Eyerbe, el ministro Ceballos y, cómo no, el inefable Escoiquiz.
Así las cosas, el rey viejo decía por carta al general Monthion: «Yo no he renunciado a favor de mi hijo sino por la fuerza de las circunstancias..., yo fui forzado a renunciar». Conociendo eso, Napoleón sabía que, si salvaba a Godoy, se ganaba la voluntad plena de los reyes viejos y así se guardaba dos ases más en la manga: el de los reyes y el del valido. Para quedarse con la carta del hijo no hacía falta mucho esfuerzo: el vástago lo quería por suegro, con eso estaba dicho todo. Por si faltara fuego en el incendio, María Luisa de Parma echaba el suyo poniendo en conocimiento al gran duque de Berg —el extravagante Murat—, incluso en varias cartas cada día, que «mi hijo es enemigo de los franceses, aunque diga lo contrario. No extrañaré que cometa un atentado contra ellos... A la cabeza de todos los enemigos de los franceses está mi hijo aunque aparente ahora lo contrario y quiera ganar al emperador, al gran duque y a los franceses para dar mejor y más seguro su golpe». El irresponsable proceder de esa familia de desquiciados iba cargando de razones a Napoleón para quedarse con el gobierno de España, y más aún desde que Godoy, el único personaje juicioso y capaz en ese teatrillo, ya no tenía poder.
Una junta gubernativa, que presidía el infante don Antonio, hermano del decaído Carlos IV, quedó al cuidado de los asuntos de gobierno cuando el rey Fernando VII salió de España, cosa que pasó el 20 de abril, y apenas pudo controlar la situación del orden público, porque los motines le brotaban como setas tras la lluvia.
Y mientras los conflictos entre tropas francesas y vecinos españoles crecían en número y sangre, las cosas en la frontera con Francia rodaban hacia el desastre para la corona española. El 20 de abril llegaron a Bayona Fernando VII y su «camarilla»; allí estaban ya los reyes viejos y comenzó el último acto del sainete en que se habían convertido las cosas de la estrambótica familia. La tarde del día 1 de mayo, delante de Napoleón y Godoy —que no dijeron ni palabra y sólo miraban espantados—, se montó tal trifulca entre padres e hijo que terminaron todos como el rosario de la aurora: Fernando VII acabó dimitiendo y cediendo la corona a su padre. Y como en Madrid hubo sangre cuando salió el ultimo de los hijos de los reyes, cosa que fue el 2 de mayo, porque los del lugar decían a grito y navaja que los franceses secuestraban al infante don Francisco de Paula, el día 6, cuando se supo en Bayona de los muy graves incidentes de Madrid, Carlos IV dimitió otra vez, ésta a favor de Napoleón. Y la paradoja era que el tratado donde se pactaba esa dimisión lo redactaba Bonaparte, exclusivamente, y lo firmaba... Godoy, como plenipotenciario de Carlos IV.
Los papeles que Murat echó encima de la mesa lo decían bien claro: si el rey Fernando había cedido la corona de nuevo a su padre y éste la había traspasado a Napoleón, sin ninguna violencia y por propia voluntad, y si, encima, el infante don Antonio había abandonado el país con su sobrino, cobardemente, desatendiendo su obligación como presidente de la junta, la cosa estaba cantada: Napoleón nombraba a Murat para que la presidiera. Y Murat, que prefería que lo llamaran «gran duque» de Berg, había acudido a cumplir su oficio; se haría cargo de la junta, y punto.
José de Azanza, ministro de Hacienda, los releyó una y otra vez. Sus ojos no daban crédito a lo que leía.
—Eugenio —dijo Azanza, apenado—, los papeles están sellados por el rey Fernando, por su padre, el rey Carlos, y ratificados por el emperador: son legales y auténticos. No podemos hacer otra cosa que obedecer.
—Yo no estoy dispuesto a hacerlo —contestó Gil de Lemus—. ¡Que venga el ujier de sala!
El criado de puerta salió a buscarlo. Nada más entrar el ujier, Francisco Gil de Lemus le mandó encender el fuego.
—Francisco —protestó Azanza refiriéndose a la chimenea: el día era caluroso, el ambiente cargado y lo que menos falta hacía en ese salón era encender la lumbre—, estamos en el mes de mayo. ¡Te has vuelto loco!
—No comprendes nada, José. Claro que no necesitamos calentarnos. Tenemos que quemar estos papeles y convertirlos en cenizas.
—Pero... —iba a protestar Azanza.
—No hay nada que decir —lo interrumpió Gil de Lemus—. Para nosotros no existen. Estos papeles no nos conciernen, están firmados en Bayona, es decir, fuera del territorio de la corona, y vete a saber bajo qué coacciones se habrán firmado. ¡Yo no los doy por recibidos... y punto!
—No puedes hacer eso, Francisco, aunque convengo contigo en que esa disposición es muestra de cobardía. Ese papel que quieres quemar me avergüenza como español, pero debemos aceptar lo que ha dispuesto don Fernando. Al fin y al cabo es nuestro rey.
—Pero es una barbaridad...
—Lo habrá firmado engañado... vete tú a saber. Pero de nosotros depende preservar el gobierno de la nación. Debemos confiar en él.
—¿Estás seguro? —Era Gil de Lemus quien lo dudaba.
—Sí, porque si no fuese así..., ¡que Dios nos tenga en su cuenta, porque este país no tendría redención!
El silencio reinaba entre los reunidos. Francisco Gil de Lemus, que oficiaba como ministro de Estado en ausencia de Pedro Cevallos —que estaba por esos días con el depuesto Fernando VII— y conservaba su cartera de Marina; José Azanza Alegría, duque de Santa Fe, que lo hacía por Hacienda; Sebastián Piñuela Alonso, al cuidado de Gracia y Justicia, y Gonzalo O’Farrill Herrera, en el de Guerra: todos callaban. Nadie se atrevía a decir una palabra.
—Estamos en manos de los franceses y no se puede hacer nada. —Azanza fue el que rompió el silencio. Poco a poco se iba viendo que estaba por colaborar con la nueva situación—. Piensen, señores, que hoy se pasean por Madrid los húsares de Murat y que mañana lo harán por toda España. Contra eso poco podemos hacer.
Piñuela asentía. Estaba, también, por la posición colaboracionista.
—Tienes razón, José —concedió Gil de Lemus, que tomó la palabra otra vez—. Pero no nos entregaremos sin combatir.
Y así quedaron las cosas, divididas; como lo estaba España entera. Sólo dimitió Francisco Gil de Lemus, al que sustituyó el almirante Mazarredo.
El día 7 de julio de ese año de gracia, José Bonaparte, nuevo rey de España, formaba gobierno. Cuando se supo la lista de sus ministros, una cierta ironía de la historia, no se veía lejos la mano de Godoy: Mariano Luis Urquijo, en Estado; Pedro Cevallos, en Negocios Extranjeros; Sebastián Piñuela, en Justicia; Gaspar de Jovellanos, en Interior, con Cabarrús como interino; José Azanza, en Indias y, también, en Asuntos Eclesiásticos; Gonzalo O’Farrill, en Guerra; Francisco Cabarrús, en Hacienda; Pablo Arribas, en Policía.
Volvían los liberales y muchos amigos de Godoy, todos ellos arropados por el manto militar francés. Enfrente, Fernando VII y los suyos —dirigidos por «la camarilla»— y muchos españoles de buena fe en los que el nacionalismo se sobrepuso a la razón y a la modernidad. La guerra civil acababa de empezar en España.