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Los celos

Sanlúcar de Barrameda, palacio de los duques de Alba

(30 de junio de 1796)

Si el amor es el mayor interés, sucede que los celos son la mayor pasión.

BARÓN DE MONTESQUIEU

Goya se encontraba instalado ya en las profundidades peninsulares de Sanlúcar, alejado de Sevilla, y no pensaba volver a la corte en todo el verano, porque consideraba que era correr un riesgo innecesario. Si bien era cierto que no tenía permiso para alejarse de Madrid por tanto tiempo, no lo era menos que ese permiso le importaba bien poco desde el momento en que la hospitalidad de Cayetana de Alba era bastante pasaporte. El había ido a gozar de Cayetana y, aunque en ello le fuera su prestigio, pensaba conseguirla.

Desde que Goya había llegado a las propiedades de los Alba y se había instalado en su casa no había día que no la cortejara y, ciertamente, tenía motivos para ello. «La viudedad —se decía Goya— es como la gripe. Si no te mata, se te pasa en cuatro días.» A Cayetana, incluso, le había sentado muy bien. Había estilizado sus rasgos y acentuado el brillo de su piel hasta hacerla casi transparente. «¡Qué atractivo tiene la condenada!», barruntaba el pintor para sus adentros mientras la contemplaba balanceándose en una mecedora con un canastillo de mimbre lleno de plumas, hilos multicolores y trozos de seda sobre sus rodillas.

Ahora era una mujer sola y libre que podía ejercer de anfitriona de sus casas y disponer de su tiempo. La duquesa había decidido, le decía una tarde a Goya mientras los dos merendaban en una terraza sobre los jardines de su casa, que en adelante nadie le haría sombra, ni la misma reina de España.

Cayetana de Alba era dueña de unos ojos profundos y morenos, como aljófares de chocolate, que seguían desafiando con la mirada a todo lo que se cruzaba con ella. Pero, pese a la viveza de sus ojos, sus rasgos mostraban más delgadez esos días, tal vez por su manía de no comer más que lo que le apetecía y sin horario previsto y eso estaba haciendo mella en ella. Pero Goya pensaba que era otra la causa de su incipiente delgadez. El pintor la imputaba a un estado nervioso que, sin duda, se había apoderado de ella desde que había muerto su marido. Algunos rumores hablaban de que el inesperado fallecimiento del duque se podía deber a veneno, y eran muchas y distintas las manos que los chismes ponían tras la pócima. Algunos, incluso, señalaban a Cayetana.

—Qué pensativo estás, Paco —le dijo Cayetana una mañana mientras los dos paseaban por las orillas del Guadalquivir.

—Pensaba en ti. Te he visto esta mañana temprano al lado de tu ama, cuando estabais rezando las dos, y te parecías a Rafaela. Últimamente te veo siempre rezando, no te alimentas bien y no haces ejercicio. Estás languideciendo por semanas.

Cayetana hizo un mohín por toda respuesta.

—Desde que llegamos a tu casa de Sanlúcar te muestras huidiza, como si temieras algo que te guardas y que no me cuentas —insistió Goya.

—No te morderás nunca la lengua, Paco —le contestó la duquesa fingiéndose airada—. Hay cosas que no se pueden decir a una mujer de la forma en que lo has hecho conmigo, si no quieres que ésta no te mire más a la cara.

—Es por tu bien, Cayetana —quiso justificarse el pintor—. No me mueve otro interés que tu felicidad, pero nadie se atreve a decirte lo que te conviene, y yo, que me atrevo a hacerlo...

—Podías empezar tú, practicando con el ejemplo —lo interrumpió Cayetana.

—¿A qué te refieres?

—A Escoiquiz, Paco.

Goya soltó la mano de la duquesa. Había nombrado a la única persona que podía descomponerlo: el solo nombre del canónigo obraba en él como un purgante. Pero lo que más lo sorprendió fue escuchar el nombre en boca de Cayetana, pues era lo último que esperaba oír de sus labios.

—¿Qué sabes?

—Todo, querido amigo. Sé todo lo que pasó entre vosotros, que yo también me entero de las cosas, y creo que ese encontronazo con el preceptor del príncipe no te conviene, ¿verdad?

Una sonrisa de triunfo y picardía alumbró la cara de Cayetana.

—No, ciertamente. —A Goya se le habían bajado los humos en un momento.

Tonché?

—Toziché —reconoció el pintor—. Pero eres injusta conmigo, Cayetana. Sólo me mueve el amor que te profeso y tú me respondes con un golpe en el hígado....

—Es un riesgo que corréis los hombres dominantes. Nunca esperáis que os traten como lo hacéis vosotros, y menos una mujer. Admíteme un consejo, Paco: guárdate tus recomendaciones. ¿Acaso yo cambio algún trazo de tus cuadros o mezclo los colores por ti para que tú pintes a mi dictado?

—No, ciertamente.

—Pues procura hacer lo propio conmigo y aprende que el que me tiene se debe conformar con lo que recibe, si de verdad me quiere. Pedir más de mí o desear amoldarme a sus gustos es tarea perdida para cualquiera. He nacido sin que nadie me mande y grande de España, y así pienso morir, y pido a Dios que me conceda la gracia de que sea tarde, para poder disfrutar de todo lo que esta vida me ofrece.

Goya la miraba arrobado. Cuando se enfadaba, su nariz —con la que tanto le gustaba jugar cuando la besaba— se estiraba, como queriendo dar mayor énfasis a lo que decía y su rostro, pálido de natural, se enrojecía y adquiría un arrebol que no podía pintarse de rojo, ni de blanco, sino de carne sonrosada que, por un momento, recibía la sangre que necesitaba para lucir con la lozanía. Goya estaba enamorado de ella como un colegial y no tenía ojos para otra cosa, ni criterio para discernir nada de lo que ella le dijera. Goya, un hombre duro y dominante con las mujeres, era nada al lado de esa hembra que había sabido dominarlo sólo con su voz y algunos gestos. Ante Cayetana de Alba había mudado de piel y ya no era un mujeriego castigador y displicente, sino todo lo contrario: un hombre enamorado y sometido a cualquier capricho de su dueña. ¡Si ella supiera que estaba pintando ese mismo rostro sin ella saberlo!

—Paco, ¿cómo va el cuadro de Pedro? —le preguntó la duquesa cuando volvieron al palacio.

Durante todo el paseo habían permanecido en silencio después del incidente y Goya estaba muy malhumorado, porque lo que más lo humillaba era que su amada le retirara la palabra y Cayetana, que lo sabía mejor que él, lo había hecho con toda la intención.

—Lo acabaré pronto y espero que te guste, porque al final eres tú la que lo pagas. —Goya estaba mohíno y por algún lado tenía que desfogarse.

—Ya salió el baturro que llevas dentro. Es a Pedro al que tiene que gustarle. Yo no opino sobre una obra que no está hecha para mí y, además —lo conminó—, no tienes que nombrar el dinero. Parece que te sientes comprado, o celoso, y no quieres reconocer ni una cosa ni otra.

Goya se dio la vuelta y sin responderle se retiró hacia el estudio que Cayetana le había preparado en la planta baja de la casa, en la esquina sur, para que se empapase de la luz de Andalucía, pero Cayetana le cortó la retirada.

—¿Se retira el pintor? —Y se le plantó en jarras—. ¿Ya está cansado?

Sus ojos resplandecían con el brillo que sólo la luna de Cádiz tiene cuando alumbra las marismas. Goya sabía lo que querían esas luces y, cuando Cayetana se pasó la lengua por los labios, el pintor no pudo refrenarse. Toda su ira se acababa de desvanecer en un instante y, sin mediar más palabras, la atrajo hacia sí por la cintura y ambos desaparecieron juntos por la escalera que subía al dormitorio de la duquesa.

* * *

—Señora, ha llegado un jinete —anunció María Luz, una criada de Martinica que servía de mucama de Cayetana cuando la duquesa estaba en su casa de Sanlúcar. La muchacha, una espléndida negra joven, de charlar criollo y que vestía toda de blanco, había entrado en el cuarto sin avisar, para abrir las ventanas, descorrer las persianas y que entrara el aire. Estaba a punto de anochecer y el sol de poniente tiñó en un dorado rojizo toda la habitación.

Cayetana se levantó enseguida, arropando su desnudez con una sábana de hilo, y pidió agua para lavarse, y una esponja. La mucama se paseaba por la habitación como si no viera a Goya, que seguía inmóvil en la cama de la duquesa, adormilado todavía. Cayetana de Alba se desperezó, estirando los brazos sobre su cabeza, y al hacerlo dejó caer la sábana para que la criadita le pusiera una bata ligera de algodón sobre los hombros; tenía un desnudo espléndido y Goya se quedó mirándola en silencio, sin moverse, pues no quería profanar el ritual de su aseo. El agua sobre la cara terminó de despejar a Cayetana y se sentó delante del tocador para peinarse; tomó el peine con la mano derecha y, cuando se iba a repasar los cabellos, se quedó mirando fijamente al espejo y con un gesto decidido dejó el peine sobre la bandeja. No iba a peinarse. Se veía guapa como estaba, arrebolada y con el desorden feliz de una tarde de sexo marcado en la cara; decidió que no se peinaría, que se pondría un lazo atando su cabello y que bajaría así a recibir al recién llegado. Sería una bienvenida trufada de coquetería y de deseo. Desde el espejo su mirada se cruzó con la de su amante y se despidieron en silencio, sin un gesto, sólo con la mirada.

Cuando los pasos descalzos de Cayetana se perdieron por el pasillo, Goya se dio la vuelta en la cama. No deseaba levantarse; la quería a ella, no necesitaba nada más que su cuerpo. Cayetana lo rejuvenecía, le hacía gozar lo que nunca había sentido con su mujer, ni con ninguna de las otras muchas mujeres a las que había amado, fuera por precio o por pasión: una extraña mezcla de virilidad satisfecha y hombría dominada. Un juego especial y desconocido para él hasta el momento en que conoció a Cayetana y que lo obligaba a trenzar sus deseos con los de una hembra de tronío que era capaz de subir y bajar como nadie por la escalera de la dignidad y del vicio, a la misma vez. Toda una experiencia para el pintor, que encontraba en Cayetana a una puta y una princesa, una esclava de sus deseos y una dueña inflexible de su escasa voluntad, sobre todo cuando ella decidía anulársela con una simple mirada de deseo.

Goya amaba a Cayetana como no había querido a nadie y, pese a ello, sabía que nunca sería suya, al menos como las demás mujeres se dan a sus maridos. Goya habría de compartir a Cayetana con su orgullo de mujer fuerte, con sus ganas de vivir, con su poder y su fama y, cómo no, con sus otros amantes. Y, si bien no lo tenía por cierto, podía presentir lo que estaba pasando en el piso de abajo y eso le dolía, pero estaba dispuesto a sufrirlo aunque sólo fuera a cambio de una caricia de su amada.

Mientras Goya se quemaba en unos celos que nunca había sentido antes, Cayetana, alborozada como una niña, salía al encuentro de Pedro Romero, el torero, que acababa de descabalgar en el patio de la casa. La marquesa se abrazó al torero y lo apretó contra su seno.

—¿Cómo no me has avisado...? Hubiera mandado la carroza para traerte.

—Quería darte una sorpresa. —Y el torero la besaba muy despacio, en la frente y en los párpados, mientras le hablaba—. Contigo no me hacen falta empastes, ni engaños, ni pases por alto. Tú eres lo mejor que me ha ocurrido, y lo sabes.

Cayetana se sentía como un pavo real; sólo tenía que mostrar alguna de sus plumas para tener a los machos rendidos a sus pies. La duquesa no se esforzaba en seducir: era seductora. Ella lo sabía y lo usaba conforme a su instinto de mujer fuerte. Bastaba que adoptara una postura que invitaba a continuar y que sonriera al hombre con quien conversara, como si apuntara un beso, para que lo demás transcurriera sin que ella tuviera que hacer ningún esfuerzo más. Su atractivo cerraba la caza y luego ella decidía si quería cobrarse la pieza o no.

—¿Qué tal te ha ido la corrida?

—Casi se me lleva por delante el tercero de la tarde, un morlaco marrón almizclado. No he medido bien un pase, la verónica me ha salido baja y un pitón me ha enganchado la chaquetilla.

—Qué pena que no te hayan herido un poco —bromeó Cayetana haciendo arrumacos a su amigo—. Me privas de poder cuidarte, y ese cuerpo necesita de unas manos femeninas que lo arreglen.

Mientras decía eso, la duquesa metía los dedos de su mano derecha por la desgarradura del chaleco del torero. Cuando Pedro Romero acercó su cabeza a la suya y sus labios empezaban un beso tan húmedo como sus ojos, una silueta inesperada en la puerta frenó el impulso del torero.

—Bienvenido, Pedro —saludó Goya desde la puerta.

Pedro Romero sabía que Francisco de Goya estaba en la casa, pero no esperaba verlo salir por la puerta por la que lo había hecho. Esa puerta venía de la escalera principal, y por allí sólo se subía a las habitaciones de Cayetana. La indumentaria de la duquesa y que el pintor sólo llevara puesta una bata y unas zapatillas le decían bien a las claras lo que había pasado en aquellas habitaciones.

—Saludos, maestro —le respondió el torero mientras recomponía la figura. Cayetana no se movió un ápice—. No esperaba encontrarte aún en la casa —mintió el torero—. Creí que vendrías más entrado el verano.

Goya percibió por los gestos del rostro de Pedro Romero que le había sorprendido su presencia bajando por las escaleras, y aprovechó esa ventaja para ser más hiriente.

—Yo tampoco esperaba que llegaras sin avisar. Que así, y a estas horas, llegan los salteadores y no los maestros del toro, como tú.

Cayetana sonreía divertida con las miradas de desafío y las palabras que se cruzaban los dos hombres. Estaba orgullosa: que dos maestros, cada uno en su arte, y reconocidos en toda España, se la disputaran encelados la excitaba tanto o más que tenerlos. Pero algo, de repente, le pasó por la cabeza y, en un instante, su cara se mudó de sonrisa en pena. Tanto que unas lágrimas le cayeron de los ojos mientras se iba, corriendo, hacia una ventana del salón.

Los dos hombres, al darse cuenta, cesaron en sus pullas. Pedro, al contemplar las lágrimas que se escapaban de los ojos de Cayetana, pensó que lloraba por su venida. Goya, en cambio, que cada día oía menos pero que observaba cada vez con más detalle, pensó que su amada lloraba porque su tarde de amor no podría volver a repetirse mientras Pedro Romero no se ausentara. Los dos estaban equivocados; otra cosa, y bien distinta, era lo que había atenazado súbitamente el corazón de la dueña de la casa.

—Señores, vamos a cenar —dijo Cayetana apenas unos momentos después, que se les hicieron muy largos a los dos hombres, y cuando se dio la vuelta ya se le había recompuesto el gesto y no quedaba ni rastro de esa pena súbita que le había apuñalado el ánimo—, que la tarde —y miró al pintor— me ha levantado el apetito, y mañana —y entonces miró al torero— se me promete un día muy cansado.

Cayetana tomó a Romero y Goya de la mano, y se los llevó hacia el comedor. Los dos maestros se miraron con sorpresa y la mente se les fue al mismo sitio: los dos pensaron en lo volubles que son las mujeres. Mientras iban al comedor, Goya reflexionaba que Cayetana no paraba de llorar cuando él había ido a verla a Sanlúcar después de quedar viuda, y que ahora, sin embargo, se la veía deseosa de enterrar sus recuerdos cuanto antes y volver a ser la mujer que siempre había sido. Pedro, al otro lado de la dama, sólo pensaba en que todavía no comprendía qué era lo que lo había atraído de ella; se preguntaba cómo él, que era un hombre que tenía cuantas mujeres quisiera, aguantaba los desplantes de su amada hasta extremos que, de no ser por ella, hubiera considerado humillantes e impropios de un hombre digno.

—¿Y qué? —dijo Cayetana una vez que estuvieron solos los tres en el comedor—. ¿Qué te parece, Pedro, la boda de Napoleón?

En Cádiz no se hablaba de otra cosa que de la boda de Napoleón Bonaparte con Josefina, la viuda de Beauharnais, que desde marzo pasado había dejado de ser su amante para ser su esposa. Nadie se explicaba por qué el general había aceptado como esposa a una mujer siete años mayor que él.

—Pues la verdad, Cayetana —confesó el torero—, es que el asunto me trae al pairo. Si se quieren...

—Yo os puedo dar una explicación, amigos —anunció Cayetana, pese a que nadie se la hubiera pedido—. Napoleón se servirá de esta boda para escalar en su carrera militar. Ningún hombre escoge a una mujer mayor para casarse con ella si no es por su dinero o por su poder.

—El amor existe en todas las edades —dijo Goya, que estaba muy incómodo en esa extraña cena a tres...

—Demuestra lo contrario y nadie te saludará, pero afirmarlo en público —dijo sentenciosa la aristócrata— y todos te aplaudirán, Paco.

—Yo también pienso como él —afirmó Pedro, que cada vez se miraba mejor con Goya, por esa extraña simpatía entre sometidos.

—Desde luego, señores, me sorprendéis los dos. Habláis del amor como colegiales y sois un par de tunantes. Si no es así, ¿qué hacéis aquí los dos con esta desconsolada viuda?

El descaro de la respuesta y la carcajada que salió de su garganta dejó desarmados y sin respuesta a los dos hombres. Fue de nuevo la duquesa quien llevó la suerte a sus tercios y, lanzando un reto a Paco, le preguntó directamente y sin preámbulos:

—¿Cuándo podremos ver la obra de nuestro querido matador de toros?

—Ahora mismo si quieres —respondió Goya, poco dispuesto a dejarse ganar por las chanzas de la duquesa.

Los tres pasaron al estudio, entrando en primer lugar Cayetana. La duquesa quería ver la obra. Un criado encendió velones para iluminar la estancia, donde se veían dos caballetes preparados. Uno estaba tapado con un paño y sobre el otro descansaba un lienzo de mediana hechura.

Goya se acercó al caballete donde reposaba el retrato de Pedro Romero y puso una lámpara a su izquierda, para que la luz amarillenta iluminase el cuadro sin que le diera de frente. Todavía quedaba algún detalle por rematar y el pintor no quería que Pedro se fijara en ellos, sino en el conjunto del cuadro.

Cayetana se acercó también a la pintura y la mirada se le enganchó al pañuelo blanco que rodeaba el cuello del torero. En realidad no era un pañuelo sino el forro de un capote extendido que luego se recogía sobre sí mismo, protegiendo el cuerpo del matador, pero llevado con el garbo que sólo un artista como Goya podía presentir en un matador tan altanero como Pedro. La mancha del pelo que terminaba o empezaba en las patillas dejaba al descubierto un rostro duro, inexpresivo, propio del que sabe que se juega la vida todos los días y que la puede perder en cualquier momento. En esa cara no había sitio para las pasiones, no había lugar para otra cosa que no fuera constricción y silencio; la tensión era evidente y el retrato no hacía otra cosa que ponerlo en limpio. Goya sabía que ese hombre debía tenerlo todo medido y controlado porque un error, un descuido, suponía la muerte; por eso le había pintado unos ojos de persona fuerte, pero inexpresivos, porque eran los de quien no espera nada, que mira hacia más allá de la vida y desafía a la muerte sin temerla, incluso deseándola, que por eso la llama, pensaba el pintor.

Lo que Goya había trazado debajo de ese rostro era, precisamente, lo que atraía a Cayetana del torero; su entrega fácil y llena de pasión para dejar paso, de inmediato, a un alejamiento súbito, a una cierta forma de muerte. Parecía que el torero huyera de su amante una vez cumplida y corriera a presentarse deprisa y silencioso a su verdadera casa, la de la muerte.

—Me gusta mucho, Paco— dijo Cayetana emocionada—. Es uno de los mejores retratos que han salido de tus manos.

Goya no dijo nada. Esperaba el veredicto de su retratado, que se miraba circunspecto y asombrado, como si no se reconociera. Pedro Romero era un torero que lidiaba más de doscientos animales por temporada y al que su fama le venía de un valor temerario, cuando mataba recibiendo al toro. Nadie lo igualaba en esa suerte, ni Pepe Illo, ni siquiera el Costillares, que eran la terna que se disputaba la afición de las plazas, después de todos los años de prohibición taurina que Carlos III había impuesto en el reino.

—No me reconozco —dijo Romero con contundencia, y ante esa impertinencia ni Goya ni la duquesa dijeron nada—. Quiero decir —continuó el torero, que no era hombre de muchas palabras y comprendió que debía explicarse ante lo que parecía una grosería por su parte—, que me has retratado tan bien que me cuesta reconocerme en el aspecto que me has dado, que sin duda es el mío, pero ennoblecido, como si no perteneciera a la raza de los mortales.

—Es que en algunas cosas eres un dios —bromeó Cayetana, satisfecha por la explicación de su amigo.

Goya sonreía ufano. Lo que no sabían sus amigos era lo que lo animaba. Cuando vio alegrarse a su anfitriona recordó el cuadro escondido en el otro caballete: Cayetana con mantilla negra. Ahora lo recreaba en su mente, aunque ella estuviera delante, y volvió a contrastarla con el cuadro del torero. Al contrario que en el retrato de Pedro, la duquesa estaba llena de vida y lo expresaban sus ojos negros. Su rizosa melena servía de sujeción a la mantilla que le rodeaba la cabeza, aupada por una peineta apenas apuntada y que resaltaba, como nunca anteriormente lo había hecho, las facciones de Cayetana dándole un porte soberbio de grandeza y belleza tranquila. Su pañuelo, a diferencia del de Pedro, no era una capa al viento; en Cayetana tan sólo insinuaba su pecho, avisaba que poseerla era una delicia reservada a muy pocos, y la línea sugerida por el pañuelo terminaba en el codo, que, en jarras, agrandaba su figura y añadía donaire a su estampa. Ella sí iba vestida de luces, era la luz; y no Pedro, que aunque se vestía de luces lo hacía como un castigo, como una maldición. El colorido de las mangas del vestido de Cayetana era abigarrado, como el de las tierras donde estaba, y el fajín que le ceñía la cintura servía para rematar un conjunto que, por su armonía, era una música que sólo se podía tocar en el cuerpo de Cayetana, porque ¿qué otro instrumento ofrecería —pensaba Goya— semejantes acordes de voluptuosidad encerrados en la curva roja que se perdía por el vestido y se recogía por las olas del mar, como si se tratase del encuentro de marido y mujer? Ella era la verdadera reina de la fiesta, la que sabía torear los toros más bravos, que son sus amantes, y aun no siendo reina sí era la más grande de España.

—¿Me enseñas el otro lienzo? —le pidió la duquesa refiriéndose a ese retrato que desconocía.

Goya, muy despacio, acercó la mano al paño que lo cubría y comenzó a levantarlo, pero lo dejó caer enseguida.

—Todavía no está terminado —dijo en tono severo.

El ruido de los cascos de un caballo sobre el empedrado del patio de entrada alertó a la duquesa y al torero. Goya no oyó nada, ensimismado como estaba en sus pensamientos, pero sí vio que Cayetana se acercaba aprisa a la ventana.

Cuando los tres salían del estudio a ver de qué se trataba, se cruzaron con María Luz, que venía acompañando al jinete, un hombre de uniforme y armado que llevaba un oficio en la mano. La criada anunció que el mensajero portaba un recado para don Francisco de Goya.

—Aquí estoy —dijo Goya con voz firme.

El jinete le entregó el mensaje y permaneció inmóvil.

—Me han ordenado que no vuelva sin respuesta —dijo el mensajero.

Goya desplegó la carta y leyó en silencio.

—Contestad que estaré allí de inmediato —le dijo en cuanto vio lo que contenía el billete—. Partiré mañana mismo y tenéis mi palabra de honor como prenda.

La respuesta alarmó a Cayetana, que hizo un gesto a Pedro Romero para que la esperara en otra estancia, cosa que hizo el torero al punto.

—Es una carta de palacio —le dijo el pintor a la duquesa en cuanto el correo salió de la estancia—, Godoy me conmina a volver lo más pronto posible; dice que el rey me reclama y que mi licencia no aparece por ningún lado, que nadie recuerda habérmela dado para este viaje.

—¿Y la tienes?

—No, pero ha ocurrido lo que me temía, Cayetana, y tengo que regresar a Madrid.

—¿Por qué, por una miserable licencia de viaje? —Un mohín de desprecio se instaló en la cara la duquesa. Para una aristócrata como ella era inconcebible pensar en dar cuenta a nadie de dónde aposentaba sus reales.

—No, querida, eso es una excusa. Godoy me avisa que quieren retirarme el sueldo de la Academia y desposeerme de mi título de pintor real porque llevo más de cuatro meses en Andalucía y sin permiso de alejamiento de la corte.

—Pero ¿quién te amenaza?

—¡El hijo de puta de Escoiquiz! —bramó Goya como un toro.

Cayetana se asustó al oír el exabrupto de su amigo y ver cómo le crecían las venas de la frente marcándosele como hilos gruesos de sangre enfurecida.

—¡Debo ir y lo tengo que hacer enseguida! —insistió dando zancadas por la habitación como si estuviera enjaulado—. El canónigo está empezando a hacer de las suyas y yo hice mal al enfrentarme con él tan a las claras. Me he creado un enemigo peligroso y sus espías deben de tenerme vigilado desde que salí de Madrid.

Cayetana estaba enamorada realmente de Goya y no quería verlo así, ansiaba protegerlo. Se quedó mirándolo en silencio y pensó despacio lo que debía hacer. Al cabo de un momento, y plenamente consciente de lo que iba a decir, se encaró con el pintor.

—No habrá nadie que te persiga si, a partir de ahora, me haces caso, Paco —dijo ella con una severidad que le era impropia—. Tengo en mi poder determinadas informaciones secretas que, si yo quisiera, borrarían de un plumazo al canónigo, al chulo de Godoy y al príncipe.

Goya se quedó atónito.

—No sé por qué te sorprende el ataque de Escoiquiz —le dijo Cayetana después de encender un cigarro habano que sacó de una cajita de plata que había sobre una mesa—, y menos aún si es Manuel Godoy el que manda ahora.

—Pero Godoy es mi amigo... —protestó Goya.

—¡Por supuesto! —dijo ella con desprecio mientras expulsaba el humo por la boca construyendo un círculo de humo—. ¿Como lo son Cabarrús, Jovellanos, Ceán y los demás secuaces de tus logias? Mira, Paco, si te vinieran mal dadas, ¿crees que ellos te iban a sacar del apuro? ¿Hacen algo para quitarte a Escoiquiz de delante? ¿Pueden siquiera con Godoy?

—No, pero...

—Godoy es el peor de todos, Paco —dijo ella cada vez más indignada—. Juega con vosotros con una mano al mismo tiempo que con la otra acuerda con Escoiquiz y, mientras, con lo que le cuelga entre las piernas, contenta a la reina y entretiene a tu golfa.

—Godoy es un liberal —quiso justificarlo Goya—. Ha firmado una alianza con el Directorio que nos será muy útil a los españoles.

—¡Ah, sí! Me olvidaba: Voltaire, Rousseau, la Enciclopedia, el hombre nuevo, el hombre libre... Eso lo justifica todo, incluso que España se entregue a los gabachos —escupió.

—Algo podríamos aprender de ellos. Francia es un gran país —se defendió Goya.

—Y vosotros unos grandes calzonazos. ¿No hay hombres en España? ¿Para qué queremos a los franceses si no es para meternos en problemas? Lo que pasa es que Godoy es un cobarde, pero sois peores los que os llamáis liberales, que no cesáis de mariposear para ver si os devuelven el poder que os arrebató Floridablanca.

—¡Te equivocas, Cayetana! El verdadero problema es Escoiquiz. —replicó Goya con ánimo de acusar al clérigo de los males que asolaban a la España ilustrada.

—Lo mismo da.

—No, Cayetana. No es lo mismo.

—¡No te fíes, Francisco! —La duquesa cortó en seco lo que se apuntaba como una disculpa—. Cuando llegue el momento importante todos te abandonarán. Eres un hombre fuerte, pero demasiado simple en el fondo para comprender que en estos líos de corte sólo debemos estar nosotros, a los que nos corresponde por cuna. Los demás son lacayos y los problemas comienzan cuando quieren volar solos. Su vida sólo tiene sentido si nos sirven.

Goya pensó en ese momento en lo que había pasado en Francia pero no se atrevió a recordárselo a la duquesa. Los dos se miraron en silencio. Las palabras los habían llevado a ponerse donde por condición les correspondía.

—Te juro, Paco, que yo haré que no te pase nada —le dijo abrazándose a él y recomponiendo la situación, que amenazaba con írsele de las manos—. Puedo exigir eso por lo que soy y tengo, y mucho más por lo que escondo.

El pintor y la duquesa se miraron otra vez, en silencio, y se besaron apasionadamente.

—Elimina a Escoiquiz —dijo Goya cuando recuperó el aliento—, y mis amigos y yo te lo agradeceremos eternamente.

—¡Y dale con tus amigos! —respondió ella burlona y separándose del abrazo—. Pero si son gentuza, ya te lo he dicho: una banda de ateos republicanos que no respetan el orden natural de las cosas. El problema es Godoy... y la reina.

—¿La reina?

—¡Dios, cómo la odio! —dijo Cayetana en un arrebato de furia mientras se mordía los nudillos—. Daría lo que fuera por hundirla, por que desapareciera de la faz de la tierra. Lo que fuera.

—¿Hasta la vida?

—Hasta la vida.

—No hablas en serio. Te portas como una chiquilla.

Cayetana de Alba no contestó. Se invistió de toda su dignidad, entornó los párpados y dejó brillar un relámpago en sus pupilas antes de darse la vuelta. Era evidente que había perdido los nervios y no quería que su amigo le viera la cara descompuesta.

—¿Entonces? —Goya no sabía por dónde iba a salir su amante.

—Ya veré... —dijo ella al cabo de un rato cuando se volvió. En la cara se le había pintado una resolución, pero Cayetana no pensaba darle pistas.

—Utiliza los documentos que tienes —la apremió Goya otra vez—, y exige a Godoy que destierre a Escoiquiz.

—Ni quiero eso, ni es tan sencillo como te imaginas —le contestó Cayetana en un tono lleno de rabia—. No hay que matar las moscas a cañonazos.

—Si no eres capaz, dámelos a mí —la retó el pintor—. Yo los entregaré a las manos apropiadas.

—Si cometiera esa imprudencia —y ella lo volvió a abrazar—, tu vida correría un gran peligro y te quiero lo bastante para desear que tu vida y tu arte duren mucho. No me perdonaría que acabaran los dos, por mi culpa, en cualquier esquina.

—Dámelos a mí, Cayetana —insistió Goya.

—Daría mi vida por eliminar a la reina, Paco, pero las informaciones que poseo son muy peligrosas y tienen que manejarse con mucho tino. En tus manos o en las mías, y de forma imprudente, sólo pueden traer la muerte.

Cayetana se despegó del pintor, lo miró con cariño y lo besó en la frente. Sin mediar palabra se dio la vuelta y salió de la estancia cerrando la puerta tras ella. Goya se quedó desconcertado. No esperaba esa despedida tan extraña, como si fuese su hermana.

Al cabo de un rato Goya, cabizbajo, abandonó el estudio. Cayetana y su casa quedarían pronto atrás y sabía que cuando saliera de Sanlúcar algo se iba a romper entre ellos y que las cosas no volverían a ser iguales. Desde que había llegado el mensajero de Madrid se le había instalado en el alma un extraño presentimiento que hacía a la desgracia y a la muerte y cuando rasgó el lacre de la carta sintió que algo se iba a romper entre Cayetana y él, y ahora ese casto beso de despedida se le antojaba el final de todos sus días felices con ella.

Pese a todo, Francisco de Goya se disponía a subir a las habitaciones de arriba y gozar de la que sin duda sería su última noche de amor con su amiga. Quería otra oportunidad; pero, cuando se agarraba al pasamanos de latón de la escalera, una voz de mujer llena de acentos del Caribe le habló, muy suave, a su espalda:

—Esta noche no, don Francisco. Esta noche no debéis subir al cuarto de mi señora.