6

La intriga

Madrid, despacho de Francisco Cabarrús

(9 de marzo de 1790)

La calumnia es un asesinato moral.

BENJAMÍN CONSTANT DE REBECQUE

—No me siento bien, Leandro —dijo Cabarrús en un susurro—. Temo por lo que me pueda pasar, temo incluso por mi vida...

El gobernador del Banco de San Carlos se encontraba mirando hacía el balcón principal de su despacho y hablaba ensimismado, como si nadie lo oyera. De pie detrás de él, Leandro Fernández de Moratín lo escuchaba en silencio.

—No tienes por qué, Francisco —dijo su invitado al cabo de un rato en que sólo se oía el tictac del reloj de sobremesa y el latido desacompasado del corazón del financiero—. Sabes que tus amigos estamos contigo y que tu causa es la de todos nosotros.

—Lo sé, pero...

—Nada de peros, Francisco —insistió Moratín interrumpiéndolo—. Nosotros te protegeremos igual que tú haces por nosotros; nuestra hermandad es cosa firme y siempre hemos sabido salir airosos, a las claras o a las oscuras, de cuanto se nos ha venido encima. Y esta vez también lo conseguiremos.

—No estés tan seguro —replicó Cabarrús, que seguía de frente al ventanal y no se movía un ápice, que parecía estatua parlante—. Lo que está pasando en Francia corre contra nosotros y nuestra seguridad, no te quepa duda. Tanto es así que esta misma mañana el embajador francés, La Vauguyon, me ha comunicado en su despacho que no espere ninguna ayuda de los suyos, que pasaban antes por ser de los nuestros. La situación en Francia está muy revuelta desde que el irresponsable de Luis XVI permitió que se le fueran las cosas de las manos y que la gente de París, indignada, terminara asaltando la Bastilla.

Y así habían sido las cosas. El problema francés fundamentaba su violencia en las injusticias profundísimas que privilegiaban a la aristocracia y al alto clero sobre los intereses liberalizadores de una incipiente burguesía partidaria de una cierta reforma económica de carácter liberal. Fueron precisamente los primeros años del reinado de Luis XVI donde se emprendieron esas reformas mediante las políticas liberales de los sucesivos ministros Turgot, Malesherbes y Necker, todas ellas tendentes a reducir el déficit público. Pero en ello tropezaron con la posición de la nobleza estamentaria y fracasaron, como les estaba pasando en España en esos momentos a Cabarrús, Jovellanos y sus demás amigos liberales. El que los franceses, siguiendo las indicaciones del ministro Vergennes, ayudaran a los rebeldes norteamericanos contra Inglaterra echó más leña al fuego de lo que muchos querían para su país, y Lafayette se convirtió en un héroe para muchos franceses que veían en lo que pasaba en las colonias inglesas una referencia indudable a lo que querrían para Francia. El caso fue que la persistente resistencia de los privilegiados contra la liberalización de la economía, unido a la extensión del pensamiento racionalista y enciclopédico entre la burguesía, desencadenó una crisis política interna que obligó al rey a convocar los Estados Generales, convertidos de inmediato en Asamblea Constituyente en mayo de 1789A partir de ahí las cosas corrieron cada vez más deprisa y, pese a que el Borbón decretó el voto doble del Tercer Estado, sucedió que el descontento civil a causa del hambre y de los escándalos de la corte —como el malhadado asunto del collar del cardenal de Rohan para la «intrusa» reina María Antonieta de Austria— y el malestar del bajo clero y de los soldados contra los privilegios de casta de obispos y oficiales dieron en desbocar la situación, y todos vieron cómo las masas se echaban a la calle con proclamas revolucionarias. Una vez iniciada la revolución de 1789, el rey no pudo frenar al Tercer Estado y los incidentes se precipitaron hasta el punto de que el 14 de julio de 1789 tuvo lugar la toma de la prisión Bastilla —el símbolo del vieux régime y de las injusticias de antiguo— ante la pasividad de los soldados. Luis XVI todavía intentó maniobrar y nombró a Lafayette jefe de la Guardia Nacional y reclamó otra vez a Necker para el control del ministerio de Hacienda; incluso él mismo se instaló en París tras el levantamiento de octubre y prometió aceptar la Constitución, cuyos trabajos estaban a punto de concluir en esos momentos.

—Pero aún nos quedan amigos en París... —dijo Moratín.

—No, Leandro —le contestó Cabarrús dándose la vuelta y encarándose con él a poco más de tres pasos—. No te equivoques: ya no tengo amigos en Francia y, si me quedan, están todos escondidos o lejos de París. A unas leguas de aquí ha empezado una revolución, ¿no te das cuenta?

—Con este desánimo no vas a ningún sitio, Francisco —insistió el escritor y secretario acercándose—. Necesitas fuerza para defenderte de las imputaciones que te están lloviendo encima y sabes, como masón —y lo tomó del brazo cuando recurrió a la común condición— y como político, que la fuerza está en el propio ánimo, en tu corazón, y no en otra parte.

—¡Qué más quisiera yo que creer en lo que predico y que las circunstancias fueran otras! —le contestó Cabarrús desconsolado.

En ese instante, que el reloj marcó avisando las doce del mediodía, la puerta del despacho en donde estaban reunidos Francisco Cabarrús y Leandro Fernández Moratín se abrió de repente y ambos levantaron la vista desconcertados. El gobernador había ordenado que no los interrumpiera nadie y esta intromisión no podía presagiar nada bueno. Era Ceán quien entraba muy sofocado y con el cabello revuelto.

—Perdón, ya sé que no debía molestaros—dijo con voz entrecortada y sin apenas respirar del sofoco que llevaba—, pero el asunto que me trae aquí es de la máxima gravedad, Francisco —le dijo al gobernador mientras cerraba la puerta y miraba hacia Moratín como pidiéndole a Cabarrús cierta reserva.

—¿Quieres que me retire, Francisco? —preguntó Moratín al darse cuenta de que Ceán no lo quería allí y seguro de la respuesta de su amigo. En el fondo estaba desafiando al recién llegado con la pregunta.

—No, Leandro, quédate —le ordenó Cabarrús dirigiendo la respuesta a Ceán, que encajó el desplante sin darle más importancia—. ¿Qué te trae aquí tan descompuesto?

—Acaban de mostrarme —dijo Ceán a poco que tomó un respiro— la orden de la inspección fiscal que ha mandado ejecutar de inmediato el ministro de Hacienda contra nuestro banco. Los dos oficiales funcionarios que sirven el mandato están abajo y han pedido ya que los recibas.

Moratín cruzó la mirada con Ceán y ambos las destrabaron al instante. Pese a la poca simpatía que se dispensaban, los dos sabían que ahora les venían malos tiempos a todos ellos y que la inquina de Pedro de Lerena hacia Francisco Cabarrús iba a traer consecuencias contra todos los amigos del banquero. Moratín, de inmediato, se acercó al escritorio de Cabarrús y se puso a escribir deprisa como si la vida le fuera en ello. Ceán lo miró con sorpresa y se acercó a Cabarrús.

—¿Lo esperabas?

—No tan deprisa, aunque estaba cantado que Lerena acabaría interviniendo el banco.

—¿Te tiene pillado en algo?

—No creo que sepa nada —dijo Cabarrús, que iba recobrando el ánimo por momentos—. Lerena es bastante torpe y actúa por impulsos.

Moratín había acabado por sentarse en el sillón de Cabarrús y seguía escribiendo sin levantar los ojos de la hoja de papel. Ceán y Cabarrús tomaron asiento frente a él, en unos sillones de confidente que estaban aparejados al otro lado del escritorio. Cabarrús apoyó el brazo derecho sobre el tablero y, como tenía por costumbre cuando estaba nervioso, empezó a tamborilear con los dedos al ritmo de la sonería constante del reloj de sobremesa.

Leandro concluyó su extraña tarea y, en un desplante, arrojó la pluma sobre la mesa dando la tarea por cumplida, con tal mala fortuna que unas gotas de tinta mancharon los encajes del puño de la camisa que sobresalían de la manga derecha de la casaca azul del gobernador.

Cabarrús, que era muy atildado para las cosas del vestir, retiró el brazo instintivamente y con ello lo único que consiguió fue derramar el tintero y que un manchón negro se le fuera también al sobrepuño de la casaca. Esto lo contrarió sobremanera y reaccionó como si fuera ésta y no otra la mala noticia de la mañana, así que poniendo los ojos en blanco, como le pasaba siempre que se airaba, le espetó al esforzado escribiente:

—¡Leandro —le gritó a la cara levantándose de un respingo—, eres un estúpido! No sé lo que has escrito en ese papelucho, pero sea lo que sea, y tú lo comprenderás bien dado lo aficionado que eres a buscarle tres pies al gato con esas paparruchadas tuyas sobre los símbolos, acabas de firmar algo que a mí me parece el presagio de la sentencia que se me viene a la cara cuando actúen los inspectores.

Un desconcertado Leandro Moratín no sabía qué decir. Había escrito una lista de personas que él creía que los podrían ayudar por ser masones también o por tener pactos con ellos o favores de la Orden.

—Me has manchado, Leandro —casi declamó muy teatral el gobernador— y eso quiere decir que estoy sucio, que no podré justificarme ante los inspectores. —Cabarrús tenía sobre la conciencia las ayudas que había prestado a sus amigos franceses.

—He de confesar que he sido inoportuno —se reprochó Leandro en voz alta—, Francisco, y te ruego que me disculpes. Sólo quería ayudarte.

—La ayuda a nuestros vecinos —continuó sin darse por concernido ante las disculpas del escritor— era una operación encubierta. Tú lo sabes, ¿verdad, Ceán? —preguntó al aire ignorando a Leandro Moratín, que no sabía dónde esconderse.

—La verdad es que algo sé, aunque no estoy muy al corriente —contestó, piadoso, su amigo, que la verdad no sabía nada de todo ello pero se veía en la obligación de implicarse aunque ciertamente el asunto, cual fuera, lo había llevado Cabarrús en secreto—. Siempre he confiado en ti y sólo he hecho lo que me has pedido.

Ceán no sabía por dónde iban los tiros y daba palos de ciego, y como quiera que la conversación le iba incomodando decidió cambiar en seco el derrotero de la conversación.

—Espera un momento, Francisco, que te traigo otra casaca para que te cambies. No puedes recibir a los inspectores con esa pinta.

Y sin esperar más se dio media vuelta y se dispuso a salir por una puerta disimulada en el entelado de las paredes y situada a la izquierda del escritorio afrancesado que usaba el gobernador. Ceán conocía sobradamente los hábitos de Francisco Cabarrús y de su tremenda pulcritud en el vestir, costumbre que rozaba en muchas ocasiones la obsesión, así que se metió en el guardarropa, que no era otra cosa lo que disimulaba la puerta, para buscar una prenda y, sobre todo, desaparecer de la conversación. Cabarrús guardaba en su despacho bastante vestuario para paliar cualquier situación imprevista, ya que gustaba de cambiarse cuando lo llamaban de improviso para ir a la corte, y colonias y muchos jabones con los que solía asearse las manos a cada instante.

Antes de que Francisco y Leandro, que habían aprovechado el escaqueo de Ceán para discutir la respuesta que ofrecer a los oficiales de Hacienda, se dieran cuenta de ello, Ceán estaba de vuelta en la sala con otra casaca también de color azul, aunque más holgada que la que se había manchado.

—Siempre tan atento, Ceán —le agradeció Francisco, y se levantó dispuesto a ponérsela—. Haz pasar a los oficiales, amigo —le dijo en cuanto se sintió revestido de su dignidad recompuesta—. No quiero que esperen y que le cuenten al miserable de Lerena que me he escondido.

Ceán Bermúdez salió de inmediato, y Moratín aprovechó para limpiar la tinta de la escribanía y ofrecerle su escrito a Cabarrús.

—Es una lista de amigos —le aclaró— a los que podemos juramentar en tu defensa en cuanto lo ordenes, Francisco.

El gobernador se quedó mirando el papel en silencio. Luego carraspeó e hizo una bola con la hoja estrujándola entre los dedos.

—De los nombres que hay aquí no saco yo ni diez reales en estas circunstancias, Leandro. Ni masones, ni puñetas. En este momento, y cuéntalo así, estamos solos.

—Pero, Francisco... Estamos tus hermanos...

—El último se me murió hace dos años —lo interrumpió—, un mes después de hacerlo nuestra madre, que en gloria esté. Mira, Leandro, no hay más hermanos que los de sangre y aquellos pocos, poquísimos, que uno sinceramente quiere tener por tal y no es éste el caso de mis sentimientos acerca de mis amigos del mandil, tú lo sabes... Sólo me puedo fiar de ti, de Ceán y de pocos más.

No habían pasado cinco minutos, cuando los oficiales de Hacienda entraron en el despacho de Cabarrús acompañados por Ceán Bermúdez. Todos iban circunspectos, si bien los funcionarios de Hacienda añadían a la gravedad de su empleo el visaje adusto de quien está aleccionado contra quien va a reprender. Esos dos hombres, uno joven y otro pasado ya de los cincuenta, se sabían investidos de una autoridad superior y especial, conferida ex profeso por el ministro Lerena, y sabían que no tenían por qué hacer ninguna concesión a Cabarrús. Habían sido muy bien aleccionados por el ministro antes de salir al servicio: «Entregad esta orden a don Francisco Cabarrús —les dijo—, sin intermediarios que medien, y cuidaos de tener cualquier gesto de reverencia hacia su persona, porque es un delincuente. Quiero que le hagáis sentir el peso del ministerio y si es preciso que lo atemoricéis. Hacedlo sin que os tiemble el pulso. Lo quiero incómodo y asustado, así que no le hagáis las cosas fáciles».

Después de las presentaciones, que no fueron ni protocolarias —un simple cambio de nombres y empleos—, los oficiales de inspección se despacharon de inmediato con su encomienda.

—Le hago entrega, en nombre del secretario de Hacienda, de la orden de inspección —dijo Fernando López de Solís, el más mayor de los dos y el que parecía de mayor grado—. Este oficio, como podrá leer en él, es de ejecución inmediata.

Ceán hizo el gesto de recoger la orden para hacérsela llegar a Francisco.

El oficial le negó el oficio con un ademán brusco en extremo.

—La orden sólo la puede recoger la persona infrascrita en ella.

Ceán dio un paso atrás y fue Cabarrús, en silencio y con ademán displicente, quien se adelantó a cogerla. Había recuperado la compostura y se movía ahora tan cómodo como si recibiera la invitación para un baile en palacio.

El gobernador leyó con toda rapidez el documento, pero no le hacía falta atender a sus líneas porque ya suponía de sobra lo que venía dentro. A esa situación, pensó, se había llegado por dos cosas: la inquina manifiesta de Pedro de Lerena, que lo quería caído cuanto antes, y la nueva situación de gobierno de Carlos IV y además, por si faltara poco, el escenario del fondo francés, que tampoco era el mejor telón posible para sus intereses. Lo de Lerena con Cabarrús no era sólo una cuestión personal, que también se cocían esas fobias, sino un asunto de Estado y de diferentes estrategias económicas enfrentadas. Cabarrús representaba, y procuraba además, una nueva política económica liberal, y Lerena estaba en radical desacuerdo con eso: el ministro era defensor a ultranza de la postura tradicionalista de los gremios. Cualquier apertura, consideraba el ministro de Hacienda, pondría en peligro su poder, y Cabarrús, con sus innovaciones y su indudable talento financiero, era un grano que le había salido desde el Banco de San Carlos. Quedaba claro para Lerena que debía eliminar a Cabarrús —«no nos vaya a pasar como a los franceses», razonaba ante los suyos conjurando el riesgo republicano—, pero el ministro sabía de las protecciones con que contaba Cabarrús y había echado cuentas de los que podían estar contra el gobernador cuando llegara el momento de echar el ordago y sacarlo de la corte. Para Lerena había llegado ese momento.

Esta orden de intervención sobre el Banco de San Carlos no era la primera señal de que las cosas habían cambiado desde que había muerto don Carlos III —para peor, pensaba Cabarrús, que no se recataba en decirlo donde lo oyeran—, porque desde hacia casi año y medio otros reyes y otros rumbos marcaban la política de la corona española, y a los amigos liberales del gobernador las cosas les pintaban bastos. Pedro de Lerena sabía con qué poderosas ayudas contaba ahora y no iba a dejar pasar este momento; muy al contrario, haría todo lo posible para cercenar la cabeza de Cabarrús y, con él derrotado, se acabarían sus influencias liberalizadoras. Además, y era lo más importante, Lerena contaba para derribar a Cabarrús con la total aquiescencia, e incluso complicidad e instigación, de la nueva reina de España y su principal protectora: María Luisa de Parma.

—Dígale al ministro que me doy por notificado —dijo Cabarrús al cabo de un rato al jefe de los comisionados— y que, en consecuencia, pongo la entidad que dirijo a disposición del secretario de Hacienda, para que obre en ella su inspección y hagan ustedes lo oportuno para comprobar que el Banco de San Carlos goza de toda la solvencia que lo ha acreditado en estos años.

Ceán y Moratín no decían palabra y tampoco el ayudante de Solís, que se había puesto a su lado, porque los tres asistían circunspectos a la extraña ceremonia entre el enviado y el gobernador. Todos ellos hubieran esperado más bronca si no fuera por la salida distante de Cabarrús, que parecía actuar como si la intervención no le concerniese.

—Bien, don Francisco —replicó López de Solís, sorprendido por la aparente docilidad del gobernador—. Nos retiramos hasta mañana; entonces volveré acompañado con los veedores de cuentas y el personal necesario para que la orden de inspección se cumplimente de inmediato.

—Que así se haga, y por las mismas os digo que comuniquéis a don Pedro mi más total colaboración cerca de su autoridad y mis deseos de que su orden se cumpla de inmediato.

—Así lo haremos, don Francisco.

Y Solís y su ayudante se dispusieron a retirarse mediando una inclinación de cabeza hacia el gobernador.

—¡Un momento, señores! —Era Francisco Cabarrús quien los reclamaba desde el fondo del despacho cuando los inspectores estaban a punto de cruzar el umbral.

—¿Disponéis algo, gobernador? —Fue Solís quien contestó sorprendido. No esperaba nada más del financiero.

—Sí, don Fernando. ¿No sabéis que debo rubricar con mi firma el acuse de recibo de vuestro oficio para que obre con todos los efectos legales? —La mentalidad burocrática y puntillosa de Cabarrús no lo dejaba ni siquiera en esos momentos—. No basta sólo con disponer, es preciso también comunicar, aceptar después la notificación y, sobre todo, prosperar con bien en lo dispuesto.

Fernando López de Solís enrojeció de repente mientras Ceán sonreía divertido. Sin mediar palabra dio media vuelta, se acercó donde estaba el gobernador y tiró el escrito sobre el escritorio.

—Leandro, prepárame la antefirma, por favor.

Moratín, confuso, se acercó a la mesa y dispuso el servicio y cuando levantó la mirada y dejó la pluma en el tintero fue Cabarrús quien, sin descomponer un músculo, estampó su firma al pie de la notificación. Después fue el mismo gobernador quien se la entregó en mano al inspector.

—Mejor son las cosas cuando están bien hechas —concluyó a modo de despedida, y con una sonrisa que quería ser amable y que desconcertó más aún a Solís.

El ruido de la puerta al cerrarse fue seco, violento. Solís no consintió en que el mayordomo que estaba al otro lado lo hiciera por él y quiso con ese gesto dejar bien claro, o al menos eso pretendió, que eran ellos quienes mandaban.

Fue salir del despacho los enviados del ministro y cambiar el gesto de Cabarrús: donde había una sonrisa cortesana se colocó una mueca de preocupación y donde habían paseado maneras galantes se instaló la viva imagen del abatimiento. Sólo los ojos quedaron igual, vacíos, sin expresión, inmutables, como los había pintado Goya. No había cesado el retumbo de la puerta contra su marco cuando Francisco Cabarrús se desplomó, deshinchado, en un sillón y una de sus patas traseras dejo oír un leve crujido como quejándose del peso que el orondo gobernador volcaba sobre ella.

Cabarrús parecía desolado. Uno de los hombres más poderosos de España apenas una semana atrás se hallaba ahora en la mira del Estado, y bien sabía él, mejor que muchos, que esa puntería, si iban tras él, resultaría mortal. Estaba confundido y, mientras se sabía observado por sus amigos, la cabeza se le fue a los consejos que poco atrás le había dado Jovellanos, el principal de sus conmilitones. «Francisco —le decía al concluir una tenida—, tienes buen predicamento en la corte. Entonces, ¿por qué no moderas tus opiniones? El otro día te excediste en tus comentarios cuando te invité a hablarnos en la Sociedad Madrileña de Amigos del País.»

—Ánimo, Francisco —le dijo Ceán sacándolo de sus ensoñaciones mientras lo palmeaba en el hombro—. De otras acusaciones más graves hemos salido airosos.

—No es con buen ánimo con lo que vamos a salir todos de este embrollo —terció Moratín, que parecía asustado.

—¿Entonces? —Cabarrús se quedó mirándolo con cara de pocos amigos.

—Prudencia, Francisco, prudencia. La virtud de la que careces puede ser ahora tu mejor aliada. Sé cauto, aunque te cueste, y no dejes traslucir tus emociones y tus simpatías liberales. Ten cuidado con quién hablas, déjanos obrar a tus amigos, y esta orden será cosa de poco.

La verdad era que Leandro sentía temor en lo más hondo de su ánimo. Sabía y temía que esto podía pasar en cualquier momento, pero lo que más lo arredraba en esos momentos era su pública cercanía con quien estaba cayendo del pináculo del poder. Su condición de secretario y confidente del gobernador lo arrastraría también y Moratín, en su fuero interno, no se resignaba a ello. Así que fingió un ánimo que no sentía, cosa que no se le daba mal, y, simulando resolución, se apresuró a coger su sombrero y el bastón para salir de allí cuanto antes pretextando prisa para poner en marcha sus ayudas imaginarias.

—Salgo ahora mismo a verme con Floridablanca y ponerlo al corriente de lo ocurrido — les dijo a sus amigos—, que el conde es de los nuestros como sabéis. Tú, mientras, no pierdas el ánimo y manténte firme, Francisco, que mañana convocaré tenida y esta afrenta se despachará en logia para que todos los hermanos estén contigo, como en la cadena de unión de nuestro rito. Lerena se arrepentirá de lo que ha hecho.

—Tu lealtad me consuela y tu empeño me admira, Leandro —dijo Cabarrús sin levantarse del sillón, mientras se servia una copa de vino de una jarra que había en la mesita de al lado—. Sé que puedo contar con todos nuestros hermanos, a los que tanto hemos ayudado desde este despacho —añadió, sabiendo que mentía en la conclusión.

—No puede ser de otra manera...

—Sí, pero, hazme saber lo antes posible lo que opina Floridablanca de lo que ha hecho Lerena. El ministro será un canalla, pero no es un estúpido, y si ha dado este paso es porque tiene algo guardado en la manga, y eso se me escapa.

—Así lo haré, hermano. —Y Moratín, sin despedirse de Ceán, se escapó de allí con la misma prisa que los interventores.

Tras la salida del escritor y cuando se había cerrado la puerta, Cabarrús, con un gesto, mandó sentarse a Ceán a su lado.

—Bueno, querido amigo —le dijo en cuanto lo hizo—, no tenemos tiempo que perder, y creo que estarás de acuerdo en ello.

—Lo estoy, Francisco —asintió circunspecto—. El tiempo obra contra nosotros.

—Tráeme de inmediato todos los justificantes de las acciones que han comprado los empresarios franceses. Quiero las cuentas de Lecouteulx, de Le Normand y de Lalane para comprobar que los treinta millones invertidos en los fondos públicos franceses con la garantía de nuestros pagarés y letras del tesoro están debidamente camuflados en nuestros libros.

Ceán Bermúdez escuchaba y tomaba notas en una libretilla que apoyaba en las rodillas. Un sudor le arrebató la frente porque era la primera vez que oía hablar de esa operación.

—Leandro no sabe nada —continuó Cabarrús—, pero, ante mi insistencia, Floridablanca consintió en esta operación secreta y dio las órdenes oportunas a Ocáriz, nuestro cónsul en París, para que la cerrara allí en nuestro nombre. No quiero que ningún descuido por nuestra parte pueda dañarlo a él. Al fin y al cabo le debemos el puesto, y si en este asunto cometemos un error será la excusa para que él mismo nos dé el golpe de gracia.

—Francisco, —recapituló Ceán—, sabes de sobra que desde el año pasado en noviembre, cuando hubo problemas con la negociación y descuento de las letras, aunque yo no supiera de qué iba el asunto, el ministro de Hacienda no deja de buscarte las vueltas. El propio Lerena se fue con el cuento al rey y tú mismo, que entonces me contaste algo, tuviste que ir a palacio a templar gaitas y disculparte con don Carlos IV.

—Así fue —reconoció Cabarrús—, pero entonces creí que el asunto no pasaría a mayores.

—Y pudo ser así, porque sabes que tienes predicamento ante el rey. En aquel momento paraste la estocada del ministro, pero el daño estaba hecho y algo de todo lo que te imputaron Lerena y los suyos se quedó en las cámaras de palacio: el daño, por lo que veo ahora, ya estaba hecho. Para ellos sólo era cuestión de esperar; no les importó que el problema se solucionara ni que las accionistas del banco no se presentasen en ninguna reclamación. Te advertí entonces del riesgo que corrías y te lo sigo diciendo: Pedro de Lerena no descansará hasta verte caído.

—¡Eso no lo conseguirá nunca! —lo cortó Cabarrús, totalmente colérico—. Y tú, déjame en paz con tus monsergas.

Ceán Bermúdez, un hombre de natural apacible y bondadoso, nunca había visto así a su amigo Cabarrús, y eso lo conturbaba profundamente. Así que, sin darse por ofendido, el bueno de Ceán salió del despacho de su amigo y jefe a buscar los papeles requeridos, no sin antes lanzar una mirada de súplica al retrato de Carlos III que estaba colgado de la pared, a la izquierda de la mesa de Cabarrús, como pidiéndole cordura para los actos de su hijo, el nuevo rey. No en balde sabía Ceán de los muchos servicios que su jefe había prestado a la corona en tiempos de don Carlos III.

Cuando Ceán salió de su despacho, Francisco Cabarrús no perdió el tiempo en cavilaciones: sabía lo que tenía que hacer, y más después de escuchar de labios de su amigo tan funesto propósito respecto a su propio futuro. Esta vez no llamaría a Calixto, su amanuense, para redactar la carta que se disponía a escribir, porque los asuntos que iba a tratar en ella sólo le concernían a él y, además de no querer dar cuartos al pregonero, no se podía fiar de nadie. Antes, encendió el pequeño candil del lacre.

Dudó un instante al redactar el encabezamiento de la carta: no quería alarmar a su receptor, pero tampoco deseaba que lo tomaran a la ligera. Sus dedos jugaron un momento con los finos cañones de ánsar de la pluma, pero al instante la mojó en el tintero y empezó escribir con la letra pequeña y muy inclinada a la derecha que le era característica. Comenzaba su escrito interesándose por la salud y la familia del ministro y, de inmediato, le pedía a José Moñino —apelándolo sin el tratamiento de conde de Floridablanca— la concesión urgente de un pasaporte para viajar de inmediato a Bayona, y a tal fin ponía como excusa la mala salud de su padre y las muchas veces que lo había requerido en los últimos meses para tenerlo consigo y despachar asuntos de sus propiedades en Rabouillet, en el Languedoc. Incluía en esta petición, como argumento coadyuvante, el deseo de estar también con su nieto Antoine, el hijo de Teresa, al que no había vuelto a ver desde que lo habían acristianado en mayo del pasado año. A principios del mes de junio, decía Cabarrús, «quisiéramos estar todos juntos cerca de mi anciano padre en la casa de la familia, en Bayona».

El lacre chisporroteaba animado por la vela de su pequeño candil y el humo negro indicaba que ya estaba listo para aplicarse sobre el triángulo que apuntaba el cierre de la carta por fuera. Unas pocas gotas serían suficientes para que el sello del banco, estampado sobre ellas, dejara un perfecto ribete circular que la cerrara.

No estaba frío el lacre de la misiva cuando Cabarrús volvió a coger otro folio de papel para escribir ahora a Marcos Remón, su gran amigo y un prominente negociante de Cervera, cerca de la frontera con Navarra, pidiéndole a las claras ayuda para escapar de España lo antes posible. Aprovechaba, asimismo, para ponerlo en antecedentes de ciertos papeles secretos que sólo le entregaría a él cuando lo viera en persona. Para que hiciera entrega de esta segunda misiva llamó a su mayordomo y le ordenó que mandara a buscar y hacer venir a la sede del banco a Anselmo, el hijo de su amigo Marcos.

Cabarrús quedó a solas en su despacho intentando aclarar sus ideas, y ya llevaba casi una hora calibrando por dónde podría salir Floridablanca, que desde que había desbancado a Aranda como primer ministro había dado una vuelta a la política exterior española poniéndola en alianza con Inglaterra contra Francia, y sobre cómo el primer ministro actual, pese a ser amigo suyo, ponía en cuarentena todo lo que viniera del otro lado de los Pirineos.

Y en eso estaba cuando el criado volvió a entrar para anunciar que ya había vuelto Ceán y que le pedía audiencia. El gobernador hizo un gesto con la mano, y al momento Ceán entraba en su despacho cargado con papeles y libros de cuentas, mientras Cabarrús guardaba la segunda carta en un cajón de su escritorio.

—No te preocupes, Francisco —dijo según se cerró la puerta. Se mostraba contento, y no parecía que hubiese sido con él el desplante de antes—. Nuestros libros están en orden y los oficiales inspectores pueden ojearlos como gusten. Todo está bien documentado.

Cabarrús no estaba ya por la labor de destripar cuentas, y eran las dos cartas que había sobre su escritorio lo que realmente le preocupaba ahora. Él no pensaba estar allí cuando hubiera que explicarlo todo, pero eso no pensaba decírselo a Ceán.

—Basta que tú lo digas para que no sea menester más repaso ahora, amigo. Déjalo todo encima de mi mesa —le indicó con la mano— que yo lo miraré luego, porque no me voy a ir a casa hasta muy tarde. Quiero trabajar en una estrategia sobre toda esta maniobra.

—¿Quieres que me quede?

—No, gracias. Sin embargo, quiero que me hagas un favor —le contestó mientras se levantaba del escritorio.

—Lo que tú digas... —lo invitó Ceán.

—Te encomiendo una misión delicada —le dijo mostrándole la carta lacrada primeramente—. Coge este billete y llévaselo a Floridablanca. —Ceán asintió con la cabeza—. Reclamo que se la entregues personalmente y espero de tu discreción que nadie sepa que lo has hecho y menos aún que lo haces de mi parte. No admitas ningún intermediario en la entrega: ha de ir de tu mano a la suya. Floridablanca nos conoce a los dos y no dudará en recibirte. Además, como podrás comprobar, lleva el sello del banco y eso te ayudará a disimular que los asuntos que contiene son oficiales, aunque su contenido sea estrictamente personal.

—Así lo haré, Francisco.

—¿Quieres saber de que se trata?

—Ni te lo pregunto ni te lo preguntaré, Francisco. Somos hermanos y también somos amigos. Eso es todo cuanto necesito por explicación.

—Gracias, amigo —le dijo mientras le entregaba la carta, que Ceán guardó de inmediato en una faltriquera de su levita—. Sabes que tu confianza en mí es el aval más seguro que puedo tener en estos momentos y por ello te ruego que, en nombre de nuestra vieja amistad, vuelvas a hacer uso de todas tus artes para que Floridablanca lea esta carta cuanto antes.

—Esta tarde la tendrá en sus manos, no te preocupes.

Los dos hombres se abrazaron en silencio, y Ceán salió del despacho. En el pasillo, más allá de la antesala del despacho del gobernador e inmediatamente a continuación de la escalera con los cuatro bustos de mármol, que representaban figuras de senadores y patricios romanos, se cruzó con Anselmo Remón, que iba acompañado por un criado de servicio. Ya lo habían localizado en su casa y acudía a la llamada de Cabarrús. Ambos se saludaron respetuosamente, pero no se pararon para charlar un rato y preguntarse por sus respectivas familias, como hacían de ordinario dado que Marcos, el padre de Anselmo, era muy querido en el banco y uno de los mejores amigos de Ceán. Las actitudes y mirada de ambos denotaban prisa y urgencia, y un leve gesto de las manos les sirvió de saludo en esta ocasión. Los dos tenían prisa.

—¡Ya estás aquí! —exclamó Francisco de Cabarrús al verlo entrar por la puerta—. ¡Cómo te agradezco tu diligencia!

El abrazo que le dio el gobernador le dejó claro a Anselmo lo grave del caso porque, por lo regular, el amigo de su padre era un hombre más bien distante, aunque los Remón supieran que a ellos los quería bien.

—¿Pasa algo, don Francisco?

—Sí, hijo, algo muy grave, pero permíteme que me lo reserve.

—¿Me necesitáis para algo? Vuestra llamada parece indicarlo. He venido a veros en cuanto me lo ha indicado vuestro criado.

—Sí, Anselmo. Tienes que partir inmediatamente para ver a tu padre y llevarle esta carta —y le entregó la que tenía guardada en la gaveta—. Verás que está lacrada con mi sello personal y no lleva el emblema del banco. Es una carta valiosa y, si estimas mi vida en algo, no dejes que nadie te la arrebate y mucho menos que lea su contenido.

El muchacho era un joven fuerte y bien formado que rondaría los veinticinco años, y que con su porte dejaba bien claro que era capaz de cumplir el encargo. Anselmo Remón asintió con la cabeza, endureciendo el gesto de la mandíbula, y Cabarrús supo que podría confiar en él.

—Si es preciso —continuó el banquero poniendo una mano sobre el hombro del joven—, y en caso de extrema necesidad, deshazte de ella por el método que mejor estimes, pero que no caiga en mano alguna que no sea la de tu padre, ¿comprendes, querido Anselmo?

—Perfectamente, don Francisco. —El muchacho no se apeaba del tratamiento de respeto—. Algo grave debéis de traeros con mi padre cuando me recomendáis así; pero no cuidéis del encargo, que antes daré mi vida que defraudaros. No tengáis cuidado, lo que habéis pedido estará cumplido de inmediato: saldré esta misma noche para la casa de mi padre.

Francisco Cabarrús se emocionó al escuchar esas palabras y estrechó a Anselmo con un fuerte abrazo al tiempo que le deseaba suerte en la misión. El joven lo miró a los ojos al separarse, y con un fuerte apretón de manos se despidió de él sin más palabras.

Al quedarse solo, Cabarrús suspiró aliviado. Su plan iba dando los primeros pasos, y por fin podía descansar un momento. Ahora sólo tenía que esperar unas horas para que Ceán le confirmara que Floridablanca había recibido su carta y un par de días más para que Anselmo volviera con la respuesta de su padre. Confiaba en la eficacia del primero y estaba seguro de la respuesta del segundo; no tenía nada que temer, o al menos eso creía en ese momento, ya entrada la tarde. Así que se dejó caer en un sillón cerca de la ventana y dejó que su mente, que raras veces paraba de cavilar, pensara en una estrategia fulminante y agresiva con la que contrarrestar en los próximos días la jugada de Lerena. Un leve crujido volvió a sonar en la silenciosa estancia. Su peso hacía que la silla pronunciase su veredicto de madera.

Lo que Cabarrús no podía imaginar es lo que en esos instantes acontecía a pocas manzanas de su despacho.

—Pasad, Leandro, y os ruego que no tengáis en cuenta la espera —invitó al escritor quien era el primer ministro de la corona de España, José Moñino, conde de Floridablanca—. Asuntos graves de Estado me mantienen enredado toda la tarde.

Mientras unos criados encendían las bujías de los cuatro candelabros que alumbraban el despacho y Floridablanca cerraba una carpeta con papeles que tenía sobre la mesa, Leandro Fernández Moratín se acercó a un sillón que le indicó el conde.

—Haced el favor de tomar asiento.

—Gracias, señor conde —repuso un Moratín obsequioso y servil.

—Y contadme de vuestra urgencia en verme. ¿Qué os pasa?

—Nada y todo, señor ministro. Esta misma tarde, como sabréis —prorrumpió Leandro sin tiempo que perder, una vez que hubo tomado asiento a la izquierda del ministro—, Pedro de Lerena ha dado la orden de que se someta al Banco de San Carlos a una inspección, y podréis presumir, señor conde, que no es el banco lo que quiere, sino la cabeza de Cabarrús. Me imagino que estaréis enterado y vengo a pediros consejo sobre cómo debemos actuar.

Floridablanca se reclinó en el sillón sin soltar la pluma de su mano derecha. Con ella jugaba sobre la frente, acariciándola, mientras se mostraba con la mirada perdida, como abstraído. No reaccionaba, y Leandro lo observaba y lo que veía era como si Floridablanca se hubiera tomado un tiempo para digerir el golpe, pues la sangre había abandonado momentáneamente el rostro del político, ya de por sí pálido de ordinario. Sólo un músculo que temblaba levemente en el lado derecho del ojo de su interlocutor denotaba algo de la tensión que sentía, pero que no dejaba salir afuera. Ese silencio, pensó Leandro, no anunciaba nada bueno y procuró mantener la compostura en la espera.

—Entonces ya ha ocurrido lo peor —sentenció Floridablanca, que no estaba al corriente del detalle, marcando un gesto de desagrado profundo en el rostro—. Me lo temía desde hacía varios días: mis informadores me advirtieron de las intenciones de Lerena, pero yo estaba tranquilo y no quería actuar, al menos todavía; creí que podría detenerlo antes de que se decidiera a dar el paso.

Antonio Porlier, el secretario de Lerena, era hombre de la confianza de Floridablanca y lo mantenía informado en todo momento. El desconcertado ministro no entendía cómo no había sabido antes lo que acababa de pasar.

—No comprendo este descuido ante un hecho de tal gravedad —concluyó.

—Pues me temo que ya no es posible detenerlo, señor conde, aunque si actuamos con rapidez todavía podremos atajar las consecuencias de la intervención.

—Mañana mismo solicitaré ver a su majestad el rey —Floridablanca estaba alarmado, o lo parecía— y le haré ver lo inoportuno de esta orden de inspección así como la afrenta que esto significa para un hombre tan señalado como Cabarrús, que ha hecho tanto por sanear las finanzas de la corona, que no en vano fue ministro de Hacienda con don Carlos III.

—Muy bien, señor conde —jaleó Moratín, bailándole el agua al principal.

—El rey siempre me ha escuchado y ante este asunto tomará medidas —se jactó Floridablanca—. Te lo aseguro, Leandro.

Moratín, astuto y buen conocedor de los manejos y andanzas de los personajes de la corte, tomaba las palabras de José Moñino como gotas de lluvia que nadie escucha. Sabía sobradamente que a quien el rey escuchaba en verdad no era a su ministro, sino a su mujer, María Luisa de Parma, que hacía la pantomima de dormir con él todos los días después de haber quedado satisfecha con los lances de alcoba que se procuraba con Godoy, su nuevo favorito. Si ésta era la defensa que iba a poner en práctica el de Floridablanca, pensaba Moratín en ese momento, Francisco Cabarrús estaba perdido. Si Floridablanca no había estado en el guiso de la intervención al banco, las cartas ya estaban echadas, supuso el escritor, y él debía comenzar a jugar las suyas inmediatamente porque, pese a lo mucho que el gobernador le había dado, su amistad con él era en esos momentos un obstáculo del que tenía que librarse cuanto antes, pero que no se le notase demasiado. Habría de obrar con disimulo. Sabía que la casi segura caída de Cabarrús podría arrastrarlo, y él no pensaba dejarse hundir por el cataclismo; «eso, que le pase a Ceán y a los demás», se decía para sus adentros mientras fingía una actitud compungida y solidaria con el gobernador. Pese a que fuera esto lo que le pasaba por detrás de la frente, él asentía con la cabeza corroborando las palabras del conde de Floridablanca.

—Hay que aprovechar la seguridad de Lerena —continuó diciendo el primer ministro mientras parecía que recuperaba el aplomo—; se siente fuerte desde que se ha casado con María Josefa Piscatori, la camarera de la reina, y piensa que ya es impune y que nada se le resiste desde que se sabe protegido por María Luisa de Parma y el fantoche de Godoy.

—No es poco respaldo... —dijo Moratín, tan untoso como siempre —En esa confianza, que fundamenta su eficacia en el arte de la cama, es donde se encuentra su debilidad, y debemos aprovecharla porque eso nos da tiempo para poder actuar. Los placeres de la cama lo tienen, últimamente, un tanto distraído y no sabe bien que lo que ata el sexo sólo lo desata el dinero, y estamos hablando de eso: de dinero y de política. Por lo tanto...

—No hay que subestimar la fuerza de Lerena —replicó Moratín, empeñado en seguir con su papel de amigo fiel—. Creo que en estos momentos don Pedro no ha perdido un solo peón en la jugada, tiene sus ambiciones y puede ganar la partida.

Si de algo sabía Moratín, por escritor y fiel observador de las cosas de los hombres, era de los vericuetos del alma de los humanos y de las pasiones que se esconden en las oscuras estancias del deseo consciente; por eso confiaba poco en los argumentos del ministro y más en la fuerza que da la complicidad de las sábanas, pues no en balde la Piscatori oficiaba de correveidile de los amoríos de la reina cerca de Godoy y de otros más que pasaban por su cama. Prueba de la eficacia de estas artes era que Manuel Godoy y Álvarez de Faria, hijo de un modesto coronel que servía en Badajoz, y que llegó a Madrid en 1784 para buscar fortuna como miembro de la Guardia de Corps, ya era coronel de caballería y a punto estaba de ser nombrado —que así lo decían los rumores de palacio— comendador de la Orden de Santiago. Esa fulgurante carrera, que comenzó por casualidad en septiembre de 1788, gracias a los favores de María Luisa de Parma cuando lo tomó como amante a partir del incidente del caballo, tuvo su pistoletazo de salida cuando murió don Carlos III y sucedió que María Luisa de Parma fue reina de España, pues si esa condición la tomó ella el 14 de diciembre de 1788, fue el día 30 del mismo mes cuando Godoy ascendió a cadete supernumerario de la Guardia con servicio en palacio. Desde entonces la carrera de Godoy era imparable, ya que el verdadero rey de España era María Luisa de Parma, y no el hijo de Carlos III.

—Podéis tener razón, señor conde, pero sigo pensando que ahora es el momento oportuno para desacreditarlo de una vez por todas ante los ojos de su majestad don Carlos IV. ¿No creéis?

Floridablanca no contestó y se quedó mirándolo con cara de pocos amigos. Dejaba claro en su silencio cómo quería marcar distancias con su visitante y hacerle ver que ¿quién era un modesto escritor para aconsejar al poderoso ministro español de Gracia y Justicia? Así que Leandro, que conocía los cambios de humor del de Floridablanca y temía que en cualquier momento la irascibilidad del ministro diera con sus huesos fuera del despacho, se propuso rebajar la tensión de la conversación o que la condujese su anfitrión limitándose él a escuchar.

—Dile a Francisco, de mi parte, que no oponga resistencia a los oficiales de Hacienda y que deje que revisen sus libros —resolvió Floridablanca con tono imperativo.

—Así lo haré, excelencia.

—Dile también que estos días tiene que portarse como si nada pasase, sin miedo y con la transparencia que exige el caso, y yo, mientras tanto, intentaré distraer a Lerena creándole falsas expectativas respecto a su ascenso y previniéndolo de la enemistad que siente hacia él el petimetre de Godoy.

Eso de que Godoy no soportaba a Lerena era cierto, pero de ahí a inferir que esa inquina sirviera de algo a Cabarrús había un abismo. Lo que no calibraba el irascible conde de Floridablanca es que Godoy tenía más cualidades de las pocas que quería ver en él. El nuevo confidente de la reina, y también del rey, se configuraba como una opción posible ante los dos partidos tradicionales de la corte de don Carlos III. Entre el rigor radical y burocrático de los hombres de Floridablanca y su contradictoria política antifrancesa, por una parte, y las intenciones federalistas y, curiosamente, más conservadoras de los amigos de Aranda, por otra, Godoy iba deviniendo, poco a poco, una tercera vía política capaz de conjurar el radicalismo antinobiliario de los «golillas» y de volver a a tender puentes con Francia sin tener que claudicar ante los amigos de Aranda y sus exigencias respecto a la forma de gobierno de la corona. Godoy, que demostraba ser el más listo de todos, estaba consiguiendo que Aranda parara la guerra con Francia —lo que también quería él, aunque no lo dijera— y, a la vez, lo estaba horquillando ante una aristocracia reaccionaria y centralista a la que él, en el fondo, despreciaba más aún que el aragonés, pero que eran los mimbres con los que tejía el cesto que le permitiría hacerse con el gobierno. Godoy demostraba esos días tener más cabeza que todos los demás juntos; de ahí que arreciaran cada vez más las críticas contra su persona, fundadas, casi siempre, en su origen modesto.

—Es lo mejor que puede hacer Cabarrús —mintió Moratín, que pensaba sinceramente que todo eso era una estupidez que no conducía a nada.

—Te digo una cosa más —y Floridablanca se iba infatuando por momentos—. Recomienda encarecidamente a Francisco que, sobre todo, mantenga la boca cerrada y que sea de lo más prudente mientras dura la inspección, porque ya sabemos todos de las impertinencias que es capaz de decir por su boca abusando de la confianza que se trae en sí mismo.

—Así le diré, señor conde.

—Dile también —continuó el ministro, que se había puesto a pasear por su despacho como si estuviera declamando— que esas libertades que tanto pregona se ven muy mal en la corte y que somos muchos los que pensamos que de esos polvos panfletarios vienen los lodos que hoy ahogan a Luis XVI y que, de seguir así las cosas, pueden ahogar también a don Carlos IV. Una palabra impropia suya o un discurso pronunciado por él en cualquier Sociedad de las que acostumbra visitar para proclamar de manera irresponsable sus ansias liberales conseguirán que sean inútiles mis gestiones ante el rey.

—Así lo haré, don José.

—Avísale también —insistía Moñino— que se cuide muy mucho de cualquier comentario sobre la Iglesia y sus autoridades delante de los oficiales inspectores de Hacienda, porque la Inquisición, y eso no lo sabe él, anda tras sus pasos.

—Me he adelantado, si me lo permitís, a estas instrucciones vuestras —mintió descaradamente Moratín— y ya he conminado a don Francisco para que escriba una carta al gran inquisidor en que justifique su fe católica y sus buenas maneras cristianas, haciendo mucho hincapié en su buena formación religiosa.

Su supuesta buena formación religiosa no era cierta, pese a que Cabarrús se hubiera educado de niño con los padres oratorianos. Cabarrús, verdaderamente, era un anticlerical convencido, pero Moratín adornaba las cosas como mejor creía en cada momento.

—Has hecho bien —replicó Floridablanca—, y me agrada ver una vez más tu buena disposición en los momentos difíciles.

—Es lo que he aprendido de mis hermanos...

—Eso está bien, porque sólo la prudencia y un poco de astucia podrán salvar a Francisco de las garras de Lerena, que es un hombre que no se asusta con facilidad. Ha llegado hasta donde está por no tener escrúpulos y cuidar sólo de una cosa: velar por su propio medro.

—¿Disponéis algo más, señor conde?

Moratín no veía más cera que la poca que ardía en las buenas intenciones del ministro, y se dio cuenta de que Floridablanca no podría con Lerena y que él tendría que buscarse un agarradero en otro sitio. Si el de Hacienda llevaba detrás el plácet de la reina, poco podría hacer Moñino por salvar los muebles del incendio que se apuntaba. El sería el siguiente, pensó el escritor.

—No, Leandro. Vete ya y dile a Cabarrús, que seguro que te está esperando, lo que hemos hablado aquí.

—Así lo haré de inmediato —replicó Moratín aliviado y aprestándose a salir—. ¿Dais vuestro permiso?

—Sea, no os demoréis más.

Y Moratín salió como alma que lleva el diablo.

Cuando se quedó solo, Floridablanca no pudo disimular una sonrisa: todo cuadraba en lo que él tenía previsto, y la urdimbre había comenzado a sujetar a la mosca. El conocía de antemano la orden de Lerena por el secretario de éste, Antonio Porlier, al que él había colocado en el cargo y que lo tenía informado de cuanto tramaba Lerena. De sobra sabía Moñino lo que iba a pasar cuando consintió que Porlier facilitase la decisión de Lerena, en el fondo un advenedizo, para acosar a Cabarrús. Desde que el rey don Carlos IV había aceptado la alianza con Inglaterra y había aprobado su política de cerrar la frontera francesa e impedir como fuera que las ideas revolucionarias entraran en España, Floridablanca comprendió que debía soltar lastre de sus viejas amistades profrancesas, y Cabarrús era la más pesada de esas ataduras. A tal extremo era así que las cosas del gobernador le hacían daño en sus relaciones con el monarca, por cuanto aquél aparecía como protegido suyo.

Si todo eso lo tenía claro, pensaba, no menos cierto era que él no se debía significar en esta estrategia; otros tenían que ser los ejecutores de sus planes, porque el tiempo corría a su favor y no tenía ninguna prisa en moverse. Mejor que lo hiciese Lerena. Además había un asunto personal en todo ello: Cabarrús no le había dado tajada en el generoso reparto de dinero que había concedido, y encima con su firma y consentimiento, a sus amigos franceses, y ahora era el momento de ajustar una cierta venganza. El vizconde de Rabouillet, título conseguido por Cabarrús después de la cesión de unas tierras compradas a Aranda a principios del año anterior, tenía sus días contados en el poder y, con él, «sus amigos liberales, que infestaban la corte de ideas y posturas que no debieran salir de Francia», decía José Moñino a sus íntimos y se refería a gente como Aranda, Jovellanos y Campomanes. Si sabía actuar y tenía pulso para dirigir todos los hilos, pensaba a solas en su despacho, «seré yo quien barra en la corte, y de un solo escobazo, a todos estos indeseables».

En esas cosas andaba Floridablanca cuando en la puerta del ministerio se cruzaron Moratín y Ceán Bermúdez, que uno entraba cuando el otro salía. Ninguno esperaba encontrar al otro allí, y fue Moratín quien se rindió primero a la curiosidad.

—¿Cómo tú por aquí, Ceán?

Moratín jugaba con ventaja porque sabía que Ceán Bermúdez, ante una pregunta directa, no se escaparía con ninguna evasiva.

—Vengo a entregar una carta en propia mano al ministro por expreso encargo de Francisco Cabarrús —le contestó a las claras.

Estas palabras desconcertaron a Moratín. ¿Qué podría querer Cabarrús de Floridablanca que no hubiese querido transmitirle por su conducto? ¿Esa misiva contenía alguna instrucción contraria a sus intereses? ¿Qué misterio encerraba la presencia urgente de Ceán en la antecámara de Floridablanca?

—¿Y no te anunció de qué se trata? Debe ser importante para que te mande a ti, y a toda prisa, a ver al ministro.

—No me dijo nada. Sólo que debía entregarla personalmente al amigo que tú acabas de visitar, y yo tampoco pregunté más. La urgencia del asunto era lo más importante y no quise ni me pareció oportuno indagar en ello —respondió Ceán sinceramente, aunque molesto por la curiosidad del dramaturgo.

—Bien, pues te dejo que cumplas tu encargo —le dijo, contrariado por no haberle podido sonsacar nada—. Yo vuelvo al despacho de Francisco, que le llevo buenas noticias, y te espero allí, si vuelves al banco.

—Allí nos veremos, Leandro. Ve con Dios. —Y Ceán entró en el vestíbulo del ministerio mientras Moratín reclamaba servicio a un coche de punto.

A Moratín las cosas no le cuadraban y tenía miedo de estar en medio de un juego en que él no atara los cabos y pudiera resultar perjudicado. No encontraba ninguna explicación a la postura de Cabarrús, que por un lado lo mandaba a él con una encomienda reservada y, por otra, confiaba en Ceán un asunto del que no daba traslado ni siquiera al enviado y mucho menos, y eso es lo que le preocupaba, a él, que se tenía por su amigo más seguro. «Las noticias importantes —pensaba el escritor mientras subía al carricoche— se dicen en persona o por la mediación de alguien de la total confianza del mandante, y ése no ha sido el caso conmigo; si no, ¿qué pinta Ceán en el ministerio?» Desde luego nunca hubiera pensado encontrarse con Ceán como mandado del gobernador haciendo doblete a su propia encomienda cerca de Floridablanca, y eso encendía una señal de alarma en su cerebro. Debería extremar sus precauciones, pensó más por instinto que por raciocinio, y por ello le dijo al cochero que cambiara el destino del viaje. Antes de volver al despacho de Cabarrús visitaría a Escoiquiz para informarle de la situación, al menos aparentemente y para que le sirviera de pretexto a lo que realmente pretendía: sonsacarle al canónigo alguna información de lo que estaba pasando. Quería saber el juego de Cabarrús y, de paso, asegurarse un pie en otro barco por si tuviera que abandonar deprisa el del banquero.

Cuando el cochero enfilaba el nuevo destino, Ceán entraba en el despacho de Floridablanca.

Floridablanca recibió a Ceán de inmediato y lo saludó con cariño. El ministro apreciaba sinceramente al asturiano por su antigua amistad común con Jovellanos y, sobre todo, por la nobleza de espíritu del colaborador más directo de Cabarrús en el Banco de San Carlos. «Todos vienen hoy por aquí. Eso quiere decir que Cabarrús está asustado y que no se fía de su gente», pensó Floridablanca invitando a sentarse a Ceán Bermúdez.

El colaborador del gobernador explicó en un momento su cometido, el de simple mensajero de confianza, y pasó enseguida a cumplimentar su encargo. La carta cambió de mano, como quería Cabarrús, y José Moñino la abrió inmediatamente. La leyó con rapidez y sin inmutar el gesto se levantó de su silla, y Ceán hizo lo mismo. Era evidente que la visita había terminado.

—Dile a tu jefe que me doy por enterado de lo que me pide y que en pocos días tendrá noticias mías al respecto. —La voz del ministro no dejaba traslucir ninguna intención, ni a favor ni en contra—. Dile también que haré todo lo que esté en mi mano por complacerlo, que no se preocupe, y que seré yo mismo quien lo visite para resolver lo que me ha pedido.

Ceán, cumplida su misión, saludó al ministro y se despidió con una inclinación de cabeza. Floridablanca no pudo evitar una sincera efusividad cordial con aquel por quien sentía verdadero aprecio y a quien no pensaba dejar en la estacada, pasara lo que pasara con Cabarrús. De sobra sabía que ese hombre que lo visitaba ahora no tenía nada que ver con los líos del financiero y que, si obraba en su nombre, era por estricta fidelidad y no por interés, como sabía que sucedía en el caso de Moratín. Cuando Ceán Bermúdez salió del ministerio ya era de noche, y se dispuso a volver andando a la calle de la Luna. Quería despejarse y aprovechar la caminata para pensar en sus cosas. Lo desconcertaba la sorpresa manifiesta de Moratín al verlo aparecer por la sede de Floridablanca, y eso le daba mala espina. Nunca se había sentido cómodo con el dramaturgo y ahora comenzaba a sospechar de él y, por lo que presumía, con cierto fundamento. Se lo decía su instinto.

La noche había ocupado Madrid y la escasa iluminación, fuera del ministerio de Gracia y Justicia, hacía que las calles estuvieran poco transitadas. Sólo unos borrachos que andaban dando tumbos cerca de la red de San Luis y a punto de embroncarse le llamaron la atención en su camino a la sede del Banco de San Carlos, adonde llegó cerca de las diez de la noche.

Cuando llegó al palacio vio encendidas las luces en el despacho del gobernador y subió inmediatamente a las dependencias de su amigo Cabarrús. El mayordomo estaba todavía de servicio en la antesala.

—¿Está el gobernador? —le preguntó mientras apoyaba la mano en el picaporte de la puerta.

—No, don Agustín —le contestó el criado—. El señor conde salió hacia su casa hará ya más de media hora. Lo vino a recoger su primo, el señor Frangois Batbedat.

Sin preguntarle nada más, Ceán entró en el despacho y lo que se encontró allí era lo que menos esperaba: a Moratín hurgando en los papeles de su amigo y el despacho vacío de cualquier otra presencia.

—No se debe curiosear los papeles de otro cuando éste está ausente —espetó Ceán a Leandro, sorprendiéndole in fraganti.

Los dos hombres se miraron; Moratín, sorprendido y asustado, y Ceán con ira en los ojos. El fiel Ceán había pillado a Moratín con las manos metidas donde no debía y no pensaba dejar pasar la ocasión de recriminárselo.

—No pienses lo que no es, Agustín —se justificó Moratín, recurriendo al nombre de pila de Ceán como para allegarse a una cercanía que no tenía con quien había descubierto sus vergüenzas—. Estaba buscando alguna orden del gobernador para mí, porque me sorprendió no encontrarlo aquí y buscaba si había dispuesto algo que deseara que hiciese.

—Si hubieras preguntado, como yo lo he hecho —replicó Ceán mientras Leandro se alejaba del escritorio—, si Francisco había salido o seguía en el Banco, hubieras sabido antes lo que ahora te preguntas. Cabarrús ha ido a su casa de la calle Hortaleza en compañía de su primo, Frangois Batbedat.

El desconcierto de Leandro iba en aumento. Hacía unas horas había dejado al gobernador postrado en su despacho por una preocupación que le atenazaba y ahora resultaba que se había marchado con alguien que en nada podría ayudarle en su pelea con Lerena. O Cabarrús era un irresponsable, pensó Moratín, o él no sabía por dónde iban los tiros y la situación se le estaba escapando de las manos. El caso es que el dramaturgo, corrido de vergüenza, procuró disimular su turbación y con cierta parsimonia —no quería manifestarse ante Ceán como un ladrón— se levantó de la silla de Francisco Cabarrús, que esta vez no crujió, como avisando que su ocupante no era su dueño, y corrió a coger su sombrero y el bastón para encaminarse a la puerta y escaparse de lo que para él era una ratonera.

—Dijiste que había salido hacia su casa, ¿no? —le dijo a Ceán al pasar por delante de él. Los instantes se le estaban haciendo largos como días—. Pues iré a buscarlo a la calle Hortaleza y yo mismo le daré explicaciones de este malentendido, Agustín.

—Como quieras... —le dijo Ceán Bermúdez por toda despedida.

Cuando salió Moratín, el oficial mayor de la teneduría general de libros del banco se acercó a la mesa del gobernador. Allí estaban los apuntes de asientos de cuentas del mayor y las cartas de los financieros franceses que él había llevado horas antes. También estaban los recibos de Lecouteulx, Le Normand y Lalane, y Ceán, que no era hombre mal intencionado y mucho menos desconfiado, se dio por satisfecho con una breve inspección de los papeles de la mesa de su jefe y se dispuso a cerrar la puerta, pensando en dar instrucciones al mayordomo para que nadie entrara en ese despacho sin la presencia del propio gobernador o la suya propia, fuera quien fuere quien reclamara el acceso.

Pese a todo dio otro vistazo a la mesa y no apreció nada significativo, pero en lo que no reparó fue en un detalle que a alguien más perspicaz le hubiera indicado algo: la pluma de la escribanía del gobernador no estaba seca y debería haberlo estado; además había trazas de que alguien la había usado recientemente porque unas minúsculas gotas sobre el tablero de caoba lo decían bien a las claras, y Cabarrús era demasiado escrupuloso escribiendo para que se le escaparan goterones. Agustín Ceán no se había dado cuenta de que alguien, seguramente Moratín, había copiado algún documento de los que obraban sobre la mesa y que, según quién dispusiera de la copia, podría incriminar a Cabarrús. Una vez más la imprudencia de Cabarrús, abandonando el despacho en esos momentos difíciles para él y sin dar órdenes de custodia, podía acarrearle serios contratiempos.

Mientras Ceán salía del banco, camino de su casa, a más de media legua Leandro Fernández de Moratín se encaminaba a la de Francisco Cabarrús para darle explicaciones antes de que le llegaran por boca de Ceán Bermúdez. El dramaturgo subía por la costanilla de San Vicente cuando una voz lo entretuvo de sus prisas:

—Señorito... Oiga, señorito...

Quien le decía así era una mujer joven, y ciertamente atractiva, que se levantaba un pico de su sobrefalda parda y le mostraba una pierna desnuda y calzada con un borceguí sin media y muy gastado de piel de cabrito, que en mejores tiempos debía de haber sido elegante y muy caro. Era una mujer morena y, aunque presentaba un pelo descuidado y la cara ajada por lo que debía ser un rosario de calamidades en su vida, ofrecía una mirada profunda y húmeda que daba fe de su esplendor como hembra en tiempos sin duda cercanos.

—... por unos reales me puede tener toda la noche y, además, dormir caliente. ¿Le gusto, caballero? —Y, como viera que Moratín detenía su marcha y miraba la insinuada pantorrilla, siguió con su ofrecimiento—. ¡No lo dude y disfrute!

Pero Moratín no se acercó a ella. Sólo se quedó mirándola y se le fue la sorpresa de la cara para dejar paso, sólo por un instante, al deseo; de inmediato se le quebró la sonrisa concupiscente que afloró en sus labios, para transformarse en una mueca severa que denotaba desprecio en un repunte de falsa dignidad recompuesta. Lo que hizo fue desconcertante: con un golpe de muñeca desenvainó parcialmente un estoque, que iba escondido en su bastón, y el brillo de la hoja al iluminarla la luz de un farol cercano avisó a la mujer que era más peligroso para ella insistir en ofrecer su mercancía que esconderse deprisa en el zaguán próximo de una casa de malicia. Pese a todo se había asustado más Moratín de los ojos de la mujer, que la prostituta del arma del caballero.

Y es que Moratín no era hombre de mujeres ni de juergas, al menos a las claras. El sexo era para el literato una necesidad escondida, una servidumbre que no controlaba, algo que no hacía a su carácter —salvo en el miedo que en el fondo le tenía— y que lo llevaba a despreciar abiertamente, más por apariencia que por convicción, cuanta muestra de concupiscencia viese a su alrededor. Tan impropio le parecía el lance sicario con meretrices —aunque acudiera a ellas con frecuencia y luego lo torturase la culpa— como la galantería cortesana y, en aras de una hipócrita moralidad laica, abominaba —como cualquier curilla— de cuanto hiciera a los placeres de la carne. Moratín, en el fondo, era un reprimido y como todos ellos disfrazaba en ideas lo que le faltaba en el corazón, que para el escritor eran las mujeres esa parte misteriosa y terrible de un mundo desconocido, e ignorado a posta, por cuanto sabía de sobra que sólo desde el silencio secreto de una mentalidad torturada y con dobleces, como la suya, se cocía su conducta ante los otros. El amor, la pasión, la concupiscencia eran puertas que él necesitaba mantener cerradas para circular seguro por los oscuros vericuetos del secreto, la mentira y la ambición, que eran las habitaciones donde se había metido toda su vida. Un roce con esa mujer ahora —aunque él frecuentaba burdeles de tapadillo, más por mirar que por fornicar— suponía abrir, aunque fuera un poco, esas puertas tan olvidadas y el pobre escritor no podía permitirse el lujo de que ese aire levantara el polvo acumulado por años en las estancias de su alma. Y menos en esos momentos.

Enfundó otra vez el estoque y se dijo a sí mismo, para justificarse, que tenía prisa, que un asunto urgente lo reclamaba. Con esa mentira reemprendió el camino sabiendo que el tiempo, en las nuevas circunstancias, jugaba en su contra.