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Tras la marcha de Ethan, vuelvo a ver Laura. No debería funcionar: Clifton Webb se come la pantalla, Vincent Price imposta un acento sureño, dos papeles principales que son como el aceite y el vinagre, pero funciona, y ¡oh!, la música… «Me enviaron el guion, no la banda sonora», se lamentó una vez Hedy Lamarr.
Dejo la vela encendida, con su llamita bulbosa y palpitante.
Luego, tarareando la música de Laura, deslizo el dedo por la pantalla del móvil y me meto en internet en busca de mis pacientes. Mis antiguos pacientes. Los perdí a todos hace diez meses: perdí a Mary, de nueve años, que lo estaba pasando mal con el divorcio de sus padres; perdí a Justin, de ocho, cuyo hermano gemelo había muerto a causa de un melanoma; perdí a Anne Marie, de doce, que no había superado el miedo a la oscuridad. Perdí a Rasheed (once años, transgénero) y a Emily (nueve, acoso escolar); perdí a una pequeña de diez años prematuramente deprimida que se llamaba, para más inri, Joy, «Felicidad» en inglés. Perdí sus lágrimas, sus problemas, su rabia y su alivio. Perdí diecinueve niños en total. Veinte, contando a mi hija.
Sé dónde está Olivia, claro. A los demás he ido siguiéndoles la pista. No muy a menudo —un psicólogo no debe investigar a sus pacientes, ni siquiera a los antiguos—, puede que una vez al mes o así, recurro a la web superada por la añoranza. Dispongo de varias herramientas de búsqueda: una cuenta fantasma en Facebook y un perfil obsoleto en LinkedIn. Sin embargo, lo único que de verdad funciona con los más pequeños es Google.
Después de leer sobre el certamen de ortografía de Ava y que habían elegido a Theo para el comité de delegados de clase, después de curiosear los álbumes de Instagram de la madre de Grace y seguir la actividad de Ben en Twitter (le convendría activar algunos ajustes de privacidad), después de secarme las lágrimas y despacharme tres copas de vino tinto, me encuentro de vuelta en mi dormitorio, repasando las fotos del móvil. Y hablo de nuevo con Ed.
—¿Quién soy? —saludo, como siempre.
—Estás bastante achispada, fiera —observa.
—Ha sido un día muy largo. —Le echo un vistazo a la copa vacía y siento una punzada de culpabilidad—. ¿Qué hace Livvy?
—Preparándose para mañana.
—Ah. ¿De qué se disfraza?
—De fantasma —me informa Ed.
—Estás de suerte.
—¿Por qué lo dices?
Me echo a reír.
—El año pasado iba de camión de bomberos —le recuerdo.
—Madre mía, mira que tardamos.
—Querrás decir que tardé.
Sé que sonríe.
Al otro lado del parque, en la tercera planta, a través de la ventana y en las profundidades de una habitación a oscuras, se adivina el resplandor de la pantalla de un ordenador. Se hace la luz, un amanecer instantáneo; veo un escritorio, una lamparita de mesa y a Ethan, que se quita el jersey. Confirmado: nuestros dormitorios dan el uno al otro.
Ethan se vuelve sin levantar los ojos del suelo y se despoja de la camiseta. Aparto la mirada.