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Me siento en el borde de la cama, mirando al frente. Las sombras juegan en la pared delante de mí.
He encendido una vela, una Diptyque pequeña con su soporte, recién salida de la caja, un regalo de Navidad de Livvy de hace dos años. Figuier. Le encantan los higos.
Le encantaban.
El fantasma de una corriente de aire ronda la habitación. La llama oscila, se aferra a la mecha.
Pasa una hora. Luego otra.
La vela se consume rápidamente, la mecha medio ahogada en un suave charco de cera. Estoy desplomada sobre mi asiento. Los dedos acunados entre los muslos.
El teléfono se enciende, tiembla. Julian Fielding. Se supone que va a verme mañana. No lo hará.
La noche cae como un telón.
«Fue entonces cuando comenzaron sus problemas —dijo Little—. Sus problemas para salir al exterior».
En el hospital, me dijeron que estaba en estado de shock. Luego el shock se convirtió en miedo. El miedo mutó, se convirtió en pánico. Y para cuando el doctor Fielding entró en escena, estaba… bueno, él lo dijo de la manera más simple y mejor: «Un caso grave de agorafobia».
Necesito los confines familiares de mi casa… porque pasé dos noches en ese terreno inhóspito y salvaje, bajo esos inmensos cielos.
Necesito un entorno que pueda controlar… porque vi cómo mi familia moría lentamente ante mis ojos.
«Te habrás dado cuenta de que no te he preguntado qué te ha causado lo que tienes», me dijo. O, mejor dicho, me lo dije a mí misma.
Lo tengo porque la vida me ha hecho así.
—¿Quién soy?
Niego con la cabeza. No quiero hablar con Ed ahora mismo.
—¿Cómo te encuentras, fiera?
Pero niego con la cabeza otra vez. No puedo hablar, no hablaré.
—¿Mamá?
—No.
—¿Mami?
Me estremezco.
No.
En algún momento me tumbo de lado, me quedo dormida. Cuando me despierto, con el cuello dolorido, la llama de la vela ha quedado reducida a una manchita azul, titilando en el aire frío. La habitación está sumida en la oscuridad.
Me incorporo, me levanto, me cruje todo el cuerpo, una escalera oxidada. Voy al baño.
Cuando regreso, veo la casa de los Russell iluminada como una casa de muñecas. En el piso de arriba, Ethan está sentado frente a su ordenador; en la cocina, Alistair mueve un cuchillo sobre una tabla de cortar. Zanahorias, brillantes como el neón bajo el resplandor de la cocina. En la encimera hay una copa de vino. Tengo la boca seca.
Y en el salón, en el sofá de rayas, está esa mujer. Supongo que debería llamarla Jane.
Jane tiene un teléfono en la mano y, con la otra, lo ataca y lo apuñala. Estará desplazándose por las fotos de familia, tal vez. O jugando al solitario, o algo así… hoy en día, por lo visto, todos los juegos tienen algo que ver con frutas.
O a lo mejor está poniendo al día a sus amigos: «¿Te acuerdas de aquella vecina tan rara…?».
Se me tensa la garganta. Me dirijo a las ventanas y cierro las cortinas.
Y me quedo ahí de pie en la oscuridad: sintiendo frío, completamente sola, dominada por el miedo y por algo que se parece a la nostalgia.