16

A mediados de febrero —tras seis semanas temblando dentro de casa, después de aceptar que no estaba mejorando—, contacté con mi psiquiatra, a cuya conferencia («Antipsicóticos y trastorno de estrés postraumático atípico») había asistido en un congreso en Baltimore cinco años atrás. Por aquel entonces, él no me conocía. Ahora sí.

Las personas no familiarizadas con la terapia a menudo creen que el terapeuta, por definición, habla con suavidad y es solícito; te derrites en su sofá como mantequilla sobre la tostada y te fundes. Pero no es necesariamente así en realidad. Prueba A: el doctor Julian Fielding.

Para empezar, no hay sofá que valga. Nos reunimos todos los martes en la biblioteca de Ed; el doctor Fielding en la butaca de cuero junto a la chimenea, y yo en el sillón orejero al lado de la ventana. Y aunque habla con tono suave y su voz está cascada como una puerta vieja, es preciso y concreto, como debe ser un buen psiquiatra. «Es el típico tío que sale de la ducha para mear», ha comentado Ed en más de una ocasión.

—Bueno —dice el doctor Fielding con su voz ronca. Un haz de luz vespertina se le ha clavado en la cara y convierte sus gafas en soles diminutos—. Has comentado que Ed y tú discutisteis sobre Olivia ayer. ¿Esas conversaciones te sirven de ayuda?

Vuelvo la cabeza y me quedo mirando la casa de los Russell. Me pregunto qué estará tramando Jane Russell. Me apetece una copa.

Describo una línea sobre mi cuello con los dedos. Vuelvo a mirar al doctor Fielding.

Él se queda mirándome, se le marcan mucho las arrugas de la frente. Quizá esté cansado. Yo sin duda lo estoy. Ha sido una sesión intensa: le he puesto al día de mi ataque de pánico (parecía preocupado), de mis tonteos con David (no se ha mostrado interesado), de mis charlas con Ed y Olivia (preocupado otra vez).

Ahora desvío de nuevo la mirada, sin pestañear, sin pensar, hacia las estanterías de libros de Ed. Una historia de los detectives de la Pinkerton. Dos volúmenes sobre Napoleón. Arquitectura de la bahía de San Francisco. Es un lector ecléctico, mi marido. Mi marido separado.

—Me da la impresión de que esas conversaciones te provocan una serie de sentimientos encontrados —dice el doctor Fielding.

Es jerga típica de terapeuta: «Me da la impresión», «Lo que me llega», «Creo que estás diciendo». Somos intérpretes. Somos traductores.

—No paro de… —empiezo a decir y las palabras se forman en mis labios sin pretenderlo. ¿Puedo volver a retomar este tema? Sí puedo; lo hago—. No paro de pensar, en realidad no pienso en otra cosa, en el viaje. No soporto que fuera idea mía.

No percibo nada del otro lado de la habitación, aunque —o tal vez sea esa la razón— ya conoce el tema, me ha escuchado hablar de él una y otra vez, y otra. Y otra.

—Sigo pensando que ojalá no hubiera sido idea mía. Que no hubiese sido. Ojalá se le hubiera ocurrido a Ed. O a ninguno de los dos. Ojalá nunca hubiéramos ido. —Entrelazo los dedos—. Evidentemente.

—Pero sí fuisteis —comenta con amabilidad.

Me siento señalada.

—Preparaste unas vacaciones familiares. Nadie debería avergonzarse por ello.

—A Nueva Inglaterra, en invierno.

—Mucha gente va a Nueva Inglaterra en invierno.

—Fue algo estúpido.

—Fue algo considerado.

—Fue una tremenda estupidez —insisto.

El doctor Fielding no reacciona. La calefacción central resopla y exhala.

—Si no lo hubiera hecho, todavía seguiríamos juntos.

Se encoge de hombros.

—Quizá.

—Sin duda.

Siento el peso de su mirada sobre mí como una losa.

—Ayer ayudé a alguien —digo—. A una mujer de Montana. Una abuela. Lleva un mes sin salir.

Está acostumbrado a estos giros bruscos: «saltos sinápticos», los llama, aunque ambos sabemos que estoy cambiando de tema a propósito. Pero sigo adelante sin freno, y le hablo de AbuLizzie, y le cuento que le he dicho mi nombre.

—¿Qué te ha impulsado a hacerlo?

—Tenía la sensación de que ella intentaba conectar, tender un puente. —¿No es eso lo que…? ¿No es eso lo que Forster nos pedía que hiciéramos? ¿«Construir un puente»? Howards End, la selección del club de lectura—. Quería ayudarla. Quería mostrarme accesible.

—Ese fue un acto de enorme generosidad —comenta.

—Supongo que sí.

Se remueve en el asiento.

—A mí me parece que estás llegando a un momento en que puedes relacionarte con otros según sus condiciones, no solo las tuyas.

—Es posible.

—Es un avance.

Punch se ha colado en la habitación y está rondándome entre los pies, con los ojos puestos en mi regazo. Coloco una pierna por debajo del muslo de la otra.

—¿Qué tal va la fisioterapia? —pregunta el doctor Fielding.

Me recorro con una mano desde las piernas al torso, como si estuviera enseñando el premio de un concurso. «¡También puede ganar este viejo cuerpo en desuso de treinta y ocho años!».

—He tenido mejores momentos. —Y luego, antes de que pueda corregirme, añado—: Sé que no se trata de un programa de fitness.

Me corrige de todas formas.

—No es solo un programa de fitness.

—No, ya lo sé.

—Entonces ¿está yendo bien?

—Estoy curada. Todo va mejor.

Me mira sin alterarse.

—De verdad. La columna está bien, las costillas no están rotas. He dejado de cojear.

—Sí, me he dado cuenta.

—Pero necesito hacer un poco de ejercicio. Y me gusta Bina.

—Se ha convertido en una amiga.

—En cierto sentido —reconozco—. Una amiga a la que pago.

—Ahora viene los miércoles, ¿verdad?

—Normalmente sí.

—Bien —dice, como si el miércoles fuera un día especialmente conveniente para la actividad aeróbica.

No conoce a Bina. No logro imaginarlos juntos; no parecen ocupar la misma dimensión.

Es hora de terminar. Lo sé sin tener que mirar el reloj apostado sobre la repisa de la chimenea, por lo mismo que lo sabe el doctor Fielding. Gracias a años de consulta, ambos somos capaces de calcular cincuenta minutos con una precisión prácticamente al segundo.

—Quiero que sigas con el beta bloqueador, con la misma dosis —dice—. Estás tomando un Tofranil de ciento cincuenta. Lo subiremos a doscientos cincuenta. —Frunce el ceño—. Lo decido basándome en lo que hemos hablado hoy. Puede ayudarte con los cambios de humor.

—Ya me siento bastante nublada con lo que tomo ahora —le recuerdo.

—¿Nublada?

—O confusa, supongo. O ambas cosas.

—¿Te refieres a la visión?

—No, no es por la visión. Es más bien… —Ya hemos hablado de esto, ¿es que no lo recuerda? ¿O no lo hemos hecho? Nublada. Confusa. Una copa me vendría de maravilla—. Algunas veces pienso en demasiadas cosas a la vez. Es como si tuviera un cruce de cuatro caminos en el cerebro, en el que todo el mundo intenta pasar al mismo tiempo. —Suelto una risa, un tanto incómoda.

El doctor Fielding se pellizca la frente y luego suspira.

—Bueno, no es una ciencia exacta. Como ya sabes.

—Sí, lo sé.

—Estás tomando muchas medicaciones distintas. Las ajustaremos una a una hasta encontrar la dosis ideal.

Asiento en silencio. Sé qué significa eso. Cree que estoy empeorando. Siento una presión en el pecho.

—Prueba el de doscientos cincuenta y veamos cómo te sientes. Si se vuelve problemático, podemos buscar algo que te ayude a concentrarte.

—¿Un nootrópico?

Adderall. Cuántas veces me habrán preguntado los padres si el Adderall beneficiaría a sus hijos, cuántas veces se lo habré negado con frialdad. Y ahora yo apunto maneras para tomarlo. Plus ça change.

—Hablemos de ello cuando llegue el momento —dice.

Escribe a toda prisa con su pluma sobre un taco de recetas, arranca la primera hoja y me la tiende. Se agita en su mano. ¿Un simple temblor o bajo nivel de azúcar en sangre? Espero que no sean los primeros síntomas de párkinson. No me corresponde preguntar. Cojo el papel.

—Gracias —digo al tiempo que se levanta alisándose la corbata—. Le daré un buen uso.

Él asiente.

—Hasta la semana que viene, pues.

Se vuelve hacia la puerta.

—¿Anna?

Da media vuelta.

—¿Sí?

Vuelve a asentir con la cabeza.

—Por favor, pide la receta.

Cuando el doctor Fielding se marcha, me conecto a la web para pedir medicación por internet. Hacen el reparto a eso de las cinco de la tarde. Tengo tiempo de sobra para una copa. O incluso para deux.

Pero no ahora. Primero arrastro el ratón hacia un rincón olvidado del escritorio y hago doble clic, titubeante, sobre una hoja de cálculo de Excel: «meds.xlsx».

En ella llevo al detalle los medicamentos que tomo, todas las dosis, las posologías… todos los ingredientes de mi cóctel de fármacos. Veo que dejé de actualizarla en agosto.

El doctor Fielding tenía razón, como siempre: estoy tomando unos cuantos medicamentos. Necesito ambas manos para contarlos todos. Y sé —arrugo el gesto al pensarlo— que no estoy tomándolos ni cuándo ni cómo debería, no siempre. Las dosis dobles, la que me salto, las que tomo cuando estoy borracha… El doctor Fielding se pondría furioso. Tengo que hacerlo mejor. No quiero perder el norte.

Comando Q, y salgo de Excel. Es hora de tomar esa copa.

La mujer en la ventana
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