40
—El señor Russell viene conmigo —anuncia la inspectora Norelli innecesariamente.
Tiene una voz fina, de niña, que no encaja con el jersey de cuello alto y el abrigo de cuero de motera chunga. Inspecciona la habitación de un solo vistazo y luego me dirige una mirada afilada como un puñal. No se presenta. Es la Poli Mala, de eso no cabe duda, y entonces caigo en la cuenta, con cierta decepción, de que ese rollo tan amable de Little es solo humo.
Alistair entra detrás de ella, fresco como una rosa con sus pantalones chinos y su jersey, aunque la piel del cuello le forma un caballete tenso como un arco. Tal vez lo ha tenido siempre. Me mira y sonríe.
—Hola —dice, con una ligera sorpresa.
Esto no me lo esperaba.
Me tambaleo. Me siento agitada. Mi organismo continúa aletargado, como un motor embozado de azúcar, y mi vecino acaba de ponerme a la defensiva con una sonrisa radiante.
—¿Está bien? —pregunta Little mientras cierra la puerta del recibidor detrás de Alistair y regresa a mi lado.
Vuelvo la cabeza. Sí. No.
Coloca un dedo debajo de mi codo.
—¿Y si vuelve…?
—Señora, ¿se encuentra bien? —pregunta Norelli, con el ceño fruncido.
Little levanta una mano.
—No pasa nada… No pasa nada. Está bajo sedación.
Me abrasan las mejillas.
Me acompaña a la cocina, me ayuda a sentarme a la mesa, la misma en la que Jane se sopló una caja entera de cerillas, en la que jugamos al ajedrez sin prestarle demasiada atención y hablamos de nuestros hijos, en la que me dijo que fotografiase la puesta de sol. La misma mesa en la que me habló de su pasado y de Alistair.
Norelli se acerca a la ventana de la cocina con el móvil en la mano.
—Señora Fox —dice.
—Doctora Fox —la interrumpe Little.
Registra el fallo y reinicia.
—Doctora Fox, según me ha comentado el inspector Little, tengo entendido que anoche vio algo.
Lanzó una breve mirada a Alistair, que continúa de florero en la puerta del recibidor.
—Vi cómo apuñalaban a mi vecina.
—¿Qué vecina? —pregunta Norelli.
—Jane Russell.
—¿Y lo vio por la ventana?
—Sí.
—¿Qué ventana?
—Esa —contesto, señalando la que hay a su espalda.
Norelli sigue mi dedo con la mirada. Tiene ojos de luna nueva, apagados y oscuros, con los que repasa la casa de los Russell, de izquierda a derecha, como si leyera las líneas de un texto.
—¿Vio quién apuñaló a su vecina? —pregunta sin volverse.
—No, pero vi que sangraba, y que tenía algo en el pecho.
—¿Qué era?
Me remuevo en la silla, incómoda.
—Algo plateado.
¿Qué más da?
—¿Algo plateado?
Asiento.
Norelli hace lo mismo. Se vuelve, dirige su mirada hacia mí y luego al cuarto de estar, que queda a mi espalda.
—¿Quién estaba con usted anoche?
—Nadie.
—Entonces ¿todo eso de ahí es suyo?
Vuelvo a removerme.
—Sí.
—Muy bien, doctora Fox. —Aunque está mirando a Little—. Voy a…
—Su mujer… —empiezo a decir, levantando una mano, cuando Alistair se acerca a nosotros.
—Un momento. —Norelli se adelanta y deposita su móvil en la mesa, delante de mí—. Voy a ponerle la llamada que realizó a la policía a las diez treinta y tres de anoche.
—Su mujer…
—Creo que responde muchas preguntas. —Desliza rápidamente un largo dedo por la pantalla y una voz metálica retumba en mis oídos a través de los altavoces del móvil: «¿Cuál es…».
Norelli da un respingo y baja el volumen con el pulgar.
«… su emergencia?».
«Mi vecina. —Mi voz suena estridente—. La han… apuñalado. Dios mío, ayúdenla».
Soy yo, lo sé, o como mínimo mis palabras, pero no es mi voz; suena arrastrada, pastosa.
«Señora, cálmese». Ese acento lánguido que incluso ahora resulta exasperante. «Deme su dirección».
Miro a Alistair y luego a Little. Están concentrados en el teléfono de Norelli.
Ella está concentrada en mí.
«¿Y dice que han apuñalado a su vecina?».
«Que sí. Ayuda. Está sangrando». Tuerzo el gesto. Es casi ininteligible.
«¿Qué?».
«He dicho que me ayude». Una tos, húmeda, salivosa. Al borde de las lágrimas.
«La ayuda está en camino, señora. Necesito que se tranquilice. ¿Podría decirme cómo se llama?».
«Anna Fox».
«Está bien, Anna. ¿Cómo se llama su vecina?».
«Jane Russell. Oh, Dios». Un gruñido.
«¿Está con ella en este momento?».
«No. Ella vive enfrente… está en la casa al otro lado del parque, delante de la mía». Noto la mirada de Alistair y se la devuelvo, desafiante.
«Anna, ¿ha apuñalado a su vecina?».
Una pausa.
«¿Qué?».
«¿Ha apuñalado a su vecina?».
«No».
Ahora Little también me mira con atención. Entre los tres logran intimidarme y bajo la vista hacia el móvil de Norelli. La pantalla se apaga mientras las voces continúan.
«Está bien».
«Estaba mirando por la ventana y he visto que la apuñalaban».
«Está bien. ¿Sabe quién lo ha hecho?».
Otra pausa, más larga.
«¿Señora? ¿Sabe quién…?».
Un ruido sordo y áspero. Solté el teléfono. Arriba, en la alfombra del estudio, ahí es donde debe de estar, como un cuerpo abandonado.
«¿Señora?».
Silencio.
Estiro el cuello y me vuelvo hacia Little, que ya no me mira.
Norelli se inclina sobre la mesita y arrastra un dedo por la pantalla.
—El operador se mantuvo en línea seis minutos —dice—, hasta que los de emergencias confirmaron que habían llegado a la escena.
La escena. ¿Y qué encontraron en ella? ¿Qué ha pasado con Jane?
—No lo entiendo. —De pronto me siento cansada, exhausta. Echo un lento vistazo a la cocina, a los cubiertos que despuntan en el lavaplatos, a las botellas desmoronadas en cubo de la basura—. ¿Qué ha pasado con…?
—No ha pasado nada, doctora Fox —contesta Little, con suavidad—. A nadie.
Lo miro.
—¿Qué quiere decir?
Se pinza los pantalones a la altura de los muslos y se agacha a mi lado.
—Creo que, con todo el merlot que estuvo bebiendo, la medicación que tomaba y la película que veía, tal vez se exaltó un poco y vio cosas que no ocurrieron.
Lo miro, atónita.
Parpadea.
—¿Cree que todo ha sido cosa de mi imaginación? —pregunto con voz ahogada.
—No, señora, creo que estaba sobreestimulada y que perdió un poco el sentido de la realidad —contesta, meneando su enorme cabeza.
Me quedo boquiabierta.
—¿La medicación que toma tiene algún efecto secundario? —prosigue.
—Sí —admito—, pero…
—¿Alucinaciones, quizá?
—No lo sé.
Aunque sí lo sé, y sí, es posible.
—La doctora del hospital dijo que las alucinaciones pueden ser un efecto secundario de la medicación que está tomando.
—No eran alucinaciones, yo vi lo que vi.
Me levanto con dificultad. El gato sale disparado de debajo de la silla y se pierde en el cuarto de estar.
—A ver —replica Little, levantando las manos, ajadas y contundentes—, acaba de oír la llamada que realizó. Le costaba bastante vocalizar.
Norelli se adelanta.
—Cuando el hospital le realizó las pruebas, tenía un índice de alcohol en sangre de dos coma dos —apunta—. Eso casi triplica el límite legal.
—¿Y?
Detrás de ella, los ojos de Alistair parecen seguir una partida de ping-pong entre nosotras.
—No fueron alucinaciones —insisto, entre dientes. Mis palabras abandonan mi boca atropelladamente y aterrizan de lado—. No fueron imaginaciones mías. No estoy loca.
—Señora, ¿tengo entendido que su familia no vive aquí? —prosigue Norelli.
—¿Es una pregunta?
—Es una pregunta.
—Mi hijo dice que están divorciados —interviene Alistair.
—Separados —lo corrijo de manera automática.
—Y por lo que nos dice el señor Russell —continúa Norelli—, la gente del barrio apenas la ve. Parece que no sale muy a menudo.
No digo nada. No hago nada.
—Así que esta es mi teoría —insiste—: buscaba un poco de atención.
Retrocedo y choco contra la encimera de la cocina. Se me abre el albornoz.
—Sin amigos, la familia vete tú a saber dónde, se pasa un poco con la bebida y decide armar un pequeño jaleo.
—¡¿Cree que me lo he inventado?! —rujo, lanzándome hacia delante.
—Eso es justo lo que creo —afirma.
Little se aclara la garganta.
—Lo que creo yo es que quizá estaba volviéndose un poco loca aquí dentro y… —sugiere con voz suave—. No estamos diciendo que lo hiciera a propósito…
—Ustedes son los que ven cosas imaginarias. —Los señalo con un dedo tembloroso y lo agito como una varita—. Ustedes son los que se inventan cosas. Yo la vi empapada de sangre por esa ventana.
Norelli cierra los ojos y suspira.
—Señora, el señor Russell dice que su mujer ha estado fuera de la ciudad. Y que no se conocen.
Silencio. La habitación parece electrificada.
—Ella ha estado aquí —digo, lentamente y con claridad—, dos veces.
—Hay…
—La primera me ayudó a entrar en casa. Y luego volvió otro día. Además… —fulmino a Alistair con la mirada— él vino preguntando por ella.
Asiente.
—Vine buscando a mi hijo, no a mi mujer. —Traga saliva—. Y usted dijo que aquí no había estado nadie.
—Mentí. Estuvo sentada en esta misma mesa. Jugamos al ajedrez.
Alistair mira a Norelli con gesto impotente.
—Además, él hizo que Jane tuviera que gritar —añado.
Esta vez Norelli se vuelve hacia Alistair.
—Oyó un grito, según ella —puntualiza él.
—Claro que lo oí. Hace tres días. —¿Es eso exacto? Tal vez no—. Y Ethan me dijo que había sido ella.
No es del todo cierto, pero se acerca.
—Dejemos a Ethan al margen de esto —propone Little.
Sostengo sus miradas; me rodean como aquellos tres niños que lanzaban huevos, aquellos tres mierdecillas.
No pienso darles cuartel.
—Entonces ¿dónde está? —pregunto, cruzando los brazos sobre el pecho con firmeza—. ¿Dónde está Jane? Si está bien, tráiganla aquí.
Intercambian una mirada.
—Vamos. —Me cierro el albornoz, me ciño el cinturón y vuelvo a cruzar los brazos—. Vayan a buscarla.
Norelli se vuelve hacia Alistair.
—¿Le importaría…? —murmura, y él asiente, va al cuarto de estar y saca el teléfono del bolsillo.
—Y luego quiero que todos salgan de mi casa —digo, dirigiéndome a Little—. Usted cree que deliro. —Acusa el golpe—. Y usted cree que miento. —Norelli ni se inmuta—. Y él dice que no conozco a una mujer con la que he estado dos veces. —Alistair murmura algo por teléfono—. Y quiero saber exactamente quién entró y adónde fue quien cuando… —Estoy haciéndome un lío. Paro y rebobino—. Quiero saber quién más ha estado aquí.
Alistair regresa a la cocina.
—Solo será un momento —afirma, devolviendo el teléfono al bolsillo.
—Estoy segura de que será muy largo —repongo, sosteniéndole la mirada.
Nadie dice nada. Paseo la vista por la habitación: Alistair consulta la hora; Norelli contempla al gato la mar de tranquila. El único que continúa mirándome es Little.
Transcurren veinte segundos.
Y otros veinte.
Suspiro y me descruzo de brazos.
Esto es absurdo. La mujer…
El timbre suena vacilante.
Vuelvo la cabeza hacia Norelli con brusquedad, luego hacia Little.
—Ya voy yo —se ofrece Alistair, dirigiéndose a la puerta.
Le observo, inmóvil, mientras pulsa el botón del interfono, gira el picaporte, abre la puerta del recibidor y se hace a un lado. Un segundo después, Ethan entra en la habitación con la vista en el suelo.
—Ya conoce a mi hijo —dice Alistair—. Y esta es mi mujer —añade, cerrando la puerta detrás de ella.
Lo miro a él. Y luego a ella.
Es la primera vez en mi vida que veo a esa mujer.