33
El paraguas está apoyado en el rincón, arrinconado contra la pared, como si le diera miedo alguna amenaza inminente. Lo agarro por el mango, y lo noto fresco y terso en la palma de la mano.
La ambulancia no está aquí, pero yo sí, a solo unos escalones de distancia de ella. Al otro lado de estas paredes, por detrás de esas dos puertas, Jane me ayudó, acudió en mi ayuda; y ahora tiene un cuchillo en el pecho. Mi juramento de psicoterapeuta: «No debo infligir daño a nadie. Fomentaré la curación y el bienestar y antepondré los intereses ajenos a los propios».
Jane está al otro lado del parque, arrastrando una mano sobre la sangre.
Empujo la puerta del recibidor para abrirla.
Está todo muy oscuro cuando cruzo el umbral. Desato la cinta del paraguas y activo el resorte, parece resoplar en el aire cuando se abre en la oscuridad; las puntas de los rayos chocan contra la pared, se enganchan, como diminutas garras.
Un. Dos.
Pongo la mano sobre el pomo.
Tres.
Lo giro.
Cuatro.
Me quedo ahí plantada, sintiendo el frío bronce en el puño.
No puedo moverme.
Noto cómo el exterior quiere entrar; ¿no es así como lo expresó Lizzie? Empuja contra la puerta, ejerciendo toda la fuerza de sus músculos, aporreando la madera; oigo su respiración, su nariz sacando humo, sus dientes apretados. Me atrapará; me desgarrará; me devorará.
Apoyo la cabeza contra la puerta, espiro. Un. Dos. Tres. Cuatro.
La calle es un desfiladero profundo y vasto. Queda demasiado expuesto. No voy a conseguirlo jamás.
Ella está a solo unos escalones de distancia. Al otro lado del parque.
Al otro lado del parque.
Me retiro del recibidor, voy arrastrando el paraguas por detrás de mí y me traslado hasta la cocina. Ahí está, junto al lavavajillas: la puerta lateral, que lleva directamente al parque. Cerrada con llave desde hace casi un año. He colocado una papelera de reciclaje delante, los cuellos de las botellas asoman por la tapa como dientes partidos.
Aparto el cubo —un coro de cristales tintineantes se oye en su interior— y quito el pestillo.
Pero ¿y si se cierra la puerta cuando salga? ¿Y si no puedo volver a entrar? Miro la llave colgada en el gancho que hay junto al quicio. La descuelgo, me la meto en el bolsillo del albornoz.
Abro el paraguas y me lo pongo por delante —mi arma secreta; mi espada y mi escudo— y me inclino para apoyar la mano sobre el pomo. Lo giro.
Empujo.
El aire me golpea, brusco y frío. Cierro los ojos.
Quietud. Oscuridad.
Un. Dos.
Tres.
Cuatro.
Salgo al exterior.