21

—¿Quién soy? —pregunta Ed.

Me remuevo en la silla.

—Esa es mi frase.

—Suenas fatal, fiera.

—Sueno y me siento fatal.

—¿Estás enferma?

—Lo estaba —respondo.

No debería contarle lo de anoche, lo sé, pero soy demasiado débil.

Y quiero ser sincera con Ed. Se lo merece. Está disgustado.

—No puedes hacer eso, Anna. No cuando estás medicándote.

—Lo sé.

Ya me arrepiento de habérselo dicho.

—Lo digo en serio.

—He dicho que lo siento.

Cuando vuelve a hablar lo hace con un tono más suave.

—Últimamente tienes muchas visitas —dice—. Muchos estímulos. —Hace una pausa—. A lo mejor esa gente que vive al otro lado del parque…

—Los Russell.

—… A lo mejor podrían dejarte tranquila un tiempo.

—Siempre que no salga a desmayarme al exterior, estoy segura de que lo harán.

—No eres asunto suyo. —«Y ellos tampoco son asunto tuyo», apuesto que está pensando—. ¿Qué dice el doctor Fielding? —prosigue.

He empezado a sospechar que Ed me pregunta eso cada vez que se siente perdido.

—Está más interesado en la relación con mi familia.

—¿Conmigo?

—Con vosotros dos.

—Ah.

—Ed, te echo de menos.

No había pensado decir eso; ni siquiera me había dado cuenta de que estaba pensándolo.

Subconsciente sin filtros.

—Lo siento, es mi ello el que habla —explico.

Ed se queda callado un instante.

—Bueno, pues ahora es el Ed el que habla —dice por fin.

Eso también lo echo de menos, sus tontorrones juegos de palabras. Antes decía que yo era la Anna de «psico-anna-lista».

«Qué malo», había replicado yo, muerta de la risa.

«Sabes que te encanta», me respondió, y era verdad.

Ha vuelto a quedarse callado.

—¿Y qué echas de menos de mí? —dice al fin.

Esto no lo esperaba.

—Echo de menos… —empiezo a decir con la esperanza de que la frase se complete sola.

Y entonces me sale como un torrente, como la fuga de agua de un desagüe, como una presa que revienta.

—Echo de menos la forma en que juegas a los bolos —digo porque esa idiotez es lo primero que me sale por la boca—. Echo de menos tu incapacidad para atar bien el as de guía. Echo de menos tu piel irritada después del afeitado. Echo de menos tus cejas.

Mientras hablo me doy cuenta de que he empezado a subir la escalera, paso el descansillo y entro en el dormitorio.

—Echo de menos tus zapatos. Que me preguntes si quiero un café por la mañana. Echo de menos esa vez que te pusiste mi rímel y todo el mundo se dio cuenta. Echo de menos la vez que de verdad me pediste que cosiera algo. Echo de menos tu amabilidad con los camareros.

Ahora estoy en mi cama, en nuestra cama.

—Echo de menos los huevos que preparas. —Revueltos, incluso fritos—. Echo de menos tus cuentos para dormir. —Las heroínas rechazan a los príncipes y optan por seguir estudiando sus doctorados—. Echo de menos tu imitación de Nicolas Cage. —Ponía voz más aguda después de El hombre de mimbre—. Echo de menos todo el tiempo que estuviste creyendo que se pronunciaba fustración en lugar de frustración.

—Menuda palabrita tan frustrante. Cómo me fustra.

Me río llorosa y me doy cuenta de que estoy llorando.

—Echo de menos tus tontos, tontísimos chistes.

»Echo de menos tu forma de ir partiendo trocitos de la tableta de chocolate en lugar de morder directamente la puñetera tableta.

—Esa lengua…

—Perdón.

—Además, el chocolate se saborea mejor así.

—Echo de menos tu corazón —digo. Hago una pausa—. Te echo tanto de menos… —Otra pausa—. Te quiero tanto… —Contengo la respiración entrecortada—. A los dos.

No identifico ningún patrón en este caso, no que yo vea, y estoy preparada para descubrirlos. Lo echo de menos y ya está. Lo echo de menos y lo amo. Los amo.

Se hace un silencio, largo e intenso. Tomo aire.

—Pero, Anna —me dice con amabilidad—. Si…

Se oye algo en la planta baja.

Es un ruido bajito, como algo que rueda. A lo mejor son los crujidos de la estructura de la casa.

—Un momento —digo a Ed.

Luego se oye con toda nitidez una tos seca, un carraspeo.

Hay alguien en la cocina.

—Tengo que colgar —digo a Ed.

—¿Qué…?

Pero ya he salido con sigilo hacia la puerta, apretando el teléfono con la mano; tengo los dedos apuntando a la pantalla —con el número de emergencias— y el pulgar justo encima del botón de marcación rápida. Recuerdo la última vez que llamé. Lo hice más de una vez, de hecho, o al menos lo intenté. Alguien me responderá en esta ocasión.

Bajo con sigilo la escalera, con la mano pegada a la barandilla; los escalones que piso son invisibles en la oscuridad.

Doblo la esquina y la luz baña el hueco de la escalera. Entro con paso cauteloso en la cocina. El teléfono me tiembla en la mano.

Hay un hombre junto al fregadero, dándome sus anchas espaldas.

Se vuelve. Le doy al botón de marcar.

La mujer en la ventana
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