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Tengo que pensar antes de seguir adelante. No hay margen para el error. No cuento con aliados.
Bueno, quizá con uno, aunque por el momento no voy a recurrir a él. No puedo.
Pensar. Tengo que pensar. Aunque primero debería dormir. Tal vez sea el vino —bien puede ser el vino—, pero de pronto estoy muy cansada. Miro el móvil. Ya son casi las diez y media. El tiempo vuela.
Vuelvo al cuarto de estar y apago la lámpara. Subo al estudio, apago el ordenador (mensaje de Alfil&Er: Adónde has ido???). Una planta más y entro en el dormitorio. Punch me sigue, renqueando. Tengo que hacer algo con esa pata. Tal vez Ethan podría llevarlo al veterinario.
Echo un vistazo al cuarto de baño. Estoy demasiado agotada para lavarme la cara o los dientes. Además, ya lo he hecho esta mañana… Ya me pondré al día cuando me levante. Me quito la ropa, cojo al gato y me meto en la cama.
Punch se pasea por las sábanas y se acomoda en una esquina. Oigo cómo respira.
Y una vez más quizá sea el vino —casi seguro que es el vino—, pero no puedo dormir. Estoy acostada boca arriba, mirando el techo, la ondulación de la moldura de los bordes; me vuelvo de costado y contemplo la oscuridad del pasillo. Me tumbo boca abajo, hundo la cara en la almohada.
El temazepam. Sigue en su frasco, sobre la mesita de centro. Debería levantarme y bajar; sin embargo, me doy la vuelta hacia el otro lado.
Desde aquí veo el parque. La casa de los Russell también se ha ido a dormir: la cocina está a oscuras; las cortinas del salón están echadas; en la habitación de Ethan se aprecia una única luz, el resplandor espectral de la pantalla del ordenador.
La continúo mirando hasta que se me cierran los ojos.
—¿Qué vas a hacer, mami?
Me vuelvo, entierro la cara en la almohada, cierro los ojos con fuerza. Ahora no. Ahora no. Piensa en otra cosa, lo que sea.
Piensa en Jane.
Rebobino. Vuelvo a reproducir la conversación con Bina; veo a Ethan en la ventana, recortado contra la luz, con las manos en el cristal. Cambio de rollo, paso Vértigo y la visita de Ethan a toda velocidad. Las solitarias horas de la semana retroceden rápidamente; la cocina se llena de visitas, primero los inspectores, luego David, después Alistair y Ethan. Se aceleran, se desdibujan, paso la cafetería, el hospital, la noche que la vi morir, la cámara de fotos salta del suelo a mis manos, atrás, atrás, atrás hasta el momento en que Jane, frente al fregadero, se gira hacia mí.
Stop. Me vuelvo boca arriba, abro los ojos. El techo se extiende sobre mí como una pantalla de proyección.
Jane ocupa el fotograma, la mujer a la que yo llamo Jane. Se encuentra frente a la ventana de la cocina, con la trenza colgando entre los hombros.
La escena se reproduce a cámara lenta.
Jane se gira hacia mí y enfoco su rostro alegre, los ojos eléctricos, el centelleante medallón de plata. Me alejo, abro plano: un vaso de agua en una mano y uno de coñac en la contraria. «En realidad no tengo ni idea de si el coñac va bien», comenta con voz cantarina en sonido surround.
Congelo la imagen.
¿Qué diría Wesley? «Refinemos las preguntas, Fox».
Pregunta uno: ¿Por qué se presenta como Jane Russell?
Pregunta uno, adenda: ¿Es eso lo que ocurre? ¿No soy yo la primera que habla y la llama por ese nombre?
Rebobino de nuevo hasta el momento en que oí su voz por primera vez. Se vuelve otra vez hacia el fregadero. Play: «Me dirigía a la casa de enfrente…».
Sí. Ahí está, ese fue el momento en que decidí quién era. El momento en que malinterpreté la escaleta.
Bien, segunda pregunta: ¿Cómo reacciona ella? Le doy al botón de avance rápido, entorno los ojos, enfoco su boca y me oigo afirmar: «Eres la mujer del otro lado del parque. Eres Jane Russell».
Se sonroja. Despega los labios. Dice…
Y justo entonces oigo algo más, algo fuera de pantalla.
Que procede de abajo.
Un ruido de cristales rotos.