39
No me lleva en brazos, pero tira de mí para ayudarme a salir del coche, me conduce hasta la cancela y me impele escaleras arriba con mi brazo echado sobre su espalda de dimensiones olímpicas mientras yo arrastro los pies y llevo el mango curvado del paraguas colgado de una muñeca, como si hubiéramos salido a dar un paseo. Un absurdo y narcotizado paseo.
El sol prácticamente me excava los párpados. Little introduce la llave en la cerradura en cuanto alcanzamos el descansillo y empuja; la puerta se abre de par en par y se estampa contra la pared con tanta fuerza que el cristal se estremece.
Me pregunto si los vecinos estarán mirando. Me pregunto si la señora Wasserman acaba de ver a un hombre negro de tamaño familiar arrastrándome al interior de mi casa. Seguro que ahora mismo está llamando a la policía.
Apenas hay espacio en el recibidor para ambos; estoy comprimida a un lado, apretujada, con el hombro pegado a la pared. Little cierra la puerta de una patada y anochece al instante. Cierro los ojos mientras dejo caer la cabeza sobre su brazo. La llave entra en la segunda cerradura con un chirrido.
Y entonces lo percibo: la calidez del cuarto de estar.
Lo huelo: el aire viciado de mi hogar.
Lo oigo: el maullido lastimero del gato.
El gato. Me había olvidado por completo de Punch.
Abro los ojos. Todo está igual que cuando me abalancé al exterior: el lavaplatos en pleno bostezo; el batiburrillo de mantas hecho un revoltijo en el sofá; la televisión encendida con el menú del DVD de La senda tenebrosa congelado en la pantalla y, en la mesita de centro, las dos botellas de vino acabadas, incandescentes a la luz del sol, y los cuatro frascos de pastillas, uno de ellos volcado, como si estuviera borracho.
Estoy en casa. Creo que mi corazón se encuentra a punto de estallar. Podría echarme a llorar de alivio.
El paraguas me resbala del brazo y cae al suelo.
Little me conduce a la mesa de la cocina, pero agito la mano hacia la izquierda, como un motorista, y variamos el rumbo hacia el sofá, donde Punch se ha parapetado detrás de un cojín.
—La suelto —me avisa Little en voz baja, ayudándome a sentarme en los cojines.
El gato nos observa. Cuando Little retrocede, Punch avanza escorado hacia mí abriéndose camino entre las mantas, antes de volver la cabeza para bufar a mi escolta.
—Yo también me alegro de verte —lo saluda Little.
Me hundo en el sofá como la marea, siento que mis latidos se ralentizan, oigo el zumbido quedo de la sangre en mis venas. Tras un momento, estrujo el albornoz entre mis manos, vuelvo a ser yo. Estoy en casa. A salvo. Segura. En casa.
El pánico se escurre como el agua.
—¿Por qué había gente aquí? —le pregunto a Little.
—¿Disculpe?
—Ha dicho que los de emergencias entraron en mi casa.
Enarca las cejas.
—La encontraron en el parque. Vieron que la puerta de la cocina estaba abierta y entraron para ver qué ocurría. —Sin darme tiempo a responder, se vuelve hacia la foto de Livvy que hay en la mesa auxiliar—. ¿Su hija?
Asiento.
—¿Está aquí?
Niego con la cabeza.
—Con su padre —murmuro.
Esta vez asiente él.
Se vuelve, se detiene, evalúa el despliegue de la mesita de centro.
—¿Alguien estaba de fiesta?
Inspiro, espiro.
—Ha sido el gato —contesto. ¿De dónde es la frase? «¡Válgame el cielo! Pero ¿qué ha pasado? Hágase el silencio. Ha sido el gato». ¿Shakespeare? Frunzo el ceño. No es de Shakespeare. Demasiado ñoño.
Por lo visto, yo también resulto ñoña, porque Little ni siquiera sonríe.
—¿Todo esto es suyo? —pregunta, examinando las botellas de vino—. Excelente merlot.
Me remuevo incómoda en el sofá. Me siento como una niña mala.
—Sí —admito—, pero…
¿Parece peor de lo que es? ¿De verdad es peor de lo que parece?
Little busca en el bolsillo el tubo de cápsulas de Ativan que la encantadora y joven doctora me ha prescrito y lo deja en la mesita. Mascullo un agradecimiento.
Y entonces, algo enterrado se desprende del lecho de mi memoria, se ve arrastrado por la resaca y emerge a la superficie.
Es un cuerpo.
Es Jane.
Abro la boca.
Por primera vez reparo en la pistola que Little lleva en la cadera. Recuerdo un día que Olivia se quedó mirando boquiabierta a un policía a caballo en Midtown. Pasaron más de diez segundos, durante los que no apartó sus ojos de él, antes de caer en que no miraba el caballo, sino el arma. En aquel momento sonreí y bromeé para quitarle hierro al asunto, pero ahora la tengo aquí, al alcance de mi mano, y no sonrío.
Little se da cuenta y se tapa el arma con el abrigo, como si yo hubiese estado fisgando debajo de su camisa.
—¿Qué sabe de mi vecina? —pregunto.
Saca el móvil del bolsillo y se lo acerca a los ojos. Tal vez sea miope. Luego lo apaga y deja caer la mano a un costado.
—Así que no vive nadie más en la casa, solo usted, ¿eh? —Se dirige a la cocina—. Y su inquilino —añade, sin darme tiempo a que yo pueda decirlo—. ¿Es la puerta del sótano? —pregunta, señalándola con un gesto del pulgar.
—Sí. ¿Qué sabe de mi vecina?
Vuelve a consultar el móvil y entonces se detiene y se agacha. Cuando se endereza y despliega su cuerpo kilométrico, en una mano lleva el cuenco del agua del gato y en la otra el teléfono fijo. Mira uno, luego el otro, como si los sopesara.
—Seguramente tiene sed —dice, acercándose al fregadero.
Observo su reflejo en la pantalla del televisor mientras oigo correr el agua. Queda un culo de merlot en una de las botellas. Me pregunto si podría apurarlo sin que me viera.
El cuenco del agua resuena al dejarlo en el suelo. A continuación, Little deposita el teléfono en la base y entorna los ojos para leer la pantalla.
—No tiene batería —anuncia.
—Lo sé.
—Por si acaso. —Se acerca a la puerta del sótano—. ¿Puedo? —pregunta.
Asiento.
Pica con los nudillos —pam, pa, pa, pam, pa— y espera.
—¿Cómo se llama su inquilino?
—David.
Little prueba de nuevo. Nada.
—Bueno, ¿dónde tiene el teléfono, doctora Fox? —pregunta, volviéndose hacia mí.
—¿El teléfono? —repito, desconcertada.
—El móvil. —Agita el suyo ante mí—. Tendrá uno.
Asiento.
—El caso es que no lo llevaba encima —prosigue—. La mayoría de la gente se abalanzaría sobre él si hubiera estado fuera toda la noche.
—No lo sé. —¿Dónde está?—. No lo uso mucho.
No dice nada.
Estoy harta. Apuntalo los pies en la alfombra y me doy impulso para levantarme. La habitación me da vueltas, como un platillo chino, pero se estabiliza al cabo de un momento, y miro fijamente a Little.
Punch me felicita con un débil maullido.
—¿Se encuentra bien? —pregunta el hombre, acercándose a mí—. ¿Seguro?
—Sí. —Se me ha abierto el albornoz. Me lo ajusto contra el cuerpo y anudo el cinturón con fuerza—. ¿Qué ocurre con mi vecina?
En lugar de responder, se detiene en seco y clava los ojos en el móvil.
—¿Qué…? —me dispongo a repetir.
—Vale, bien, están de camino —murmura, y de pronto avanza por la cocina como una ola enorme, inspeccionando la habitación con la mirada—. ¿Es esa la ventana por la que vio a su vecina? —La señala.
—Sí.
Con sus largas piernas, se planta frente al fregadero con un solo paso, apoya las manos en el alféizar y echa un vistazo fuera. Me quedo mirando su espalda, que ocupa toda la ventana. Luego reparo en la mesita de centro y empiezo a recogerla.
Se da la vuelta.
—Déjelo todo como está —me pide—. No apague la tele. ¿Qué película es?
—Una antigua de suspense.
—¿Le gustan las películas de suspense?
Me noto intranquila. Tal vez el lorazepam está dejando de hacer efecto.
—Sí. ¿Por qué no puedo recoger?
—Porque queremos ver qué ocurría cuando presenció la agresión de su vecina.
—¿Y no es más importante desentrañar qué le ocurría a ella?
Little hace caso omiso.
—Será mejor que se lleve el gato de aquí —me avisa—. Parece que tiene malas pulgas y no es cuestión de que arañe a nadie. —Se vuelve hacia el fregadero y llena un vaso de agua—. Bébase esto. Le conviene hidratarse. Ha sufrido una conmoción.
Cruza la habitación y me lo pone en la mano. Hay algo tierno en su gesto. Casi espero que me acaricie la mejilla.
Me llevo el vaso a los labios.
Suena el timbre.