59
Tengo las venas incendiariamente secas. Necesito una copa.
Me giro desde la puerta y tropiezo con el cuenco de Punch; este se desliza por el suelo y el agua rebasa el borde y se derrama. Suelto una palabrota, luego me contengo. Necesito centrarme. Necesito pensar. Un trago de merlot ayudará.
Es puro terciopelo en mi garganta, suave y sedoso, y siento que me refresca la sangre cuando dejo el vaso. Examino la habitación, con la vista despejada, mi cerebro engrasado. Soy una máquina. Una máquina pensante. Ese era el apodo —¿verdad?— de un personaje de alguna novela de detectives centenaria de Jacques no sé qué: un profesor doctorado que, haciendo uso de su lógica aplastante, era capaz de resolver cualquier misterio mediante la razón. El autor, según recuerdo, murió en el Titanic después de hacer subir a su esposa a un bote salvavidas. Los testigos lo vieron compartir un cigarrillo con Jack Astor mientras el barco se hundía, aspirando humo bajo la luna menguante. Supongo que ese es un escenario para el que es imposible razonar hasta encontrar una salida.
Yo también soy doctora. Yo también puedo tener una lógica aplastante.
Siguiente movimiento.
Tiene que haber alguien que pueda confirmar lo que pasó. O al menos a quién. Si no puedo empezar con Jane, lo haré con Alistair. Él es el que tiene una huella más profunda. Él es el que tiene un pasado.
Voy hacia el estudio, y el plan evoluciona en mi mente con cada paso. Para cuando miro de soslayo al otro lado del parque, allí está ella otra vez, en el salón, con el móvil plateado pegado a la oreja. Siento un estremecimiento antes de sentarme a mi escritorio. Tengo un guion, una estrategia. Además, con un poco de suerte, caeré de pie (me digo mientras me siento).
Ratón. Teclado. Google. Teléfono. Mis herramientas. Miro otra vez a la casa de los Russell. Ahora ella está de espaldas a mí, un muro de cachemira. Bien. Que se quede así. Esta es mi casa; estas son mis vistas.
Introduzco la contraseña en la pantalla de mi ordenador de mesa; al cabo de un minuto encuentro lo que busco en internet. Sin embargo, antes de introducir el código en mi teléfono, hago una pausa: ¿podrían rastrear el número?
Arrugo la frente. Suelto el teléfono. Cojo el ratón; el cursor se mueve en la pantalla del escritorio y se desplaza hasta el icono de Skype.
Al cabo de un momento, me saluda una nítida voz de contralto:
—Atkinson.
—Hola —digo, y luego me aclaro la garganta—. Hola. Estoy buscando la oficina de Alistair Russell. Quería… —añado—. Me gustaría hablar con su asistente, no con Alistair. —Se produce una pausa al otro lado de la línea—. Es una sorpresa —explico.
Otra pausa. Oigo el ruido de un teclado. Luego:
—El contrato del señor Alistair Russell se rescindió el mes pasado.
—¿Se rescindió su contrato?
—Sí, señora. —Ha sido entrenada para decir eso. Suena a rencor.
—¿Por qué? —Una pregunta estúpida.
—No lo sé, señora.
—¿Podría ponerme con su oficina?
—Como le he dicho, su…
—Con su antigua oficina, quiero decir.
—Esa sería la oficina de Boston. —Tiene una de esas voces de chica joven que sube y baja al final de una frase. No sé si es una pregunta o una afirmación.
—Sí, la oficina de Boston…
—Le paso enseguida. —A continuación, la música, un nocturno de Chopin. Hace un año podría haber dicho cuál es. No: no te distraigas. Piensa. Esto sería más fácil con una copa.
Al otro lado del parque, ella se mueve y desaparece de mi vista. Me pregunto si estará hablando con él. Ojalá supiera leer los labios. Ojalá…
—Atkinson. —Un hombre esta vez.
—Querría hablar con la oficina de Alistair Russell.
Al instante:
—Me temo que el señor Russell…
—Sé que ya no trabaja ahí, pero me gustaría hablar con su asistente. O con su antiguo asistente. Es un asunto personal.
Al cabo de un momento, habla de nuevo.
—Puedo ponerle con su sección.
—Eso sería… —Una vez más con el piano, una riada de notas. El número 17, creo, en si mayor. ¿O es el número 3? ¿O el número 9? Yo antes sabía estas cosas.
Concéntrate. Niego con la cabeza, sacudo los hombros, como un perro mojado.
—Hola, le habla Alex. —Otro hombre, creo, aunque la voz es tan ligera y cristalina que no estoy del todo segura, y el nombre no ayuda.
—Hola, soy… —Necesito un nombre. Me he saltado un paso—. Alex. Soy otra Alex.
Dios… Es lo máximo que se me ha ocurrido.
Si existe un apretón de manos secreto entre Alexes, este o esta Alex no extiende la suya.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Bueno, soy una vieja amiga de Alistair, del señor Russell, y acabo de llamarlo a la oficina de Nueva York, pero parece que ha dejado la empresa.
—Así es. —Alex sorbe con la nariz.
—¿Es usted su…? —¿Asistente? ¿Secretario o secretaria?
—Yo era su asistente.
—Ah. Bueno, me estaba preguntando… un par de cosas, en realidad. ¿Cuándo se fue?
Otra vez sorbe.
—Hace cuatro semanas. No, cinco.
—Eso es muy raro —digo—. Estábamos tan entusiasmados por que viniera a Nueva York…
—A ver… —dice Alex, y percibo en su voz el calor de un motor que empieza a arrancar: hay margen para el cotilleo—. El caso es que sí fue a Nueva York, pero no llegó a completar el traslado. Estaba todo organizado para que siguiera en la empresa. Compraron una casa y todo.
—¿De verdad?
—Sí. Una casa muy grande, en Harlem. La encontré online. Estuve haciendo un poco de seguimiento por internet. —¿Disfrutaría tanto un hombre de esta clase de chismorreos? Tal vez Alex es una mujer. Pero qué sexista soy—. Sin embargo, no sé lo que pasó. No creo que haya ido a trabajar a otro sitio. Él puede contarle más que yo. —Sorbe de nuevo—. Lo siento. Es por el resfriado. ¿De qué lo conoce?
—¿A Alistair?
—Sí.
—Ah, somos viejos amigos de la universidad.
—¿De Dartmouth?
—Eso es. —No me acordaba de eso—. Así que… siento decirlo de esta manera, pero ¿se fue él o lo echaron?
—No lo sé. Tendrá que averiguar qué pasó. Todo es supermisterioso.
—Se lo preguntaré.
—Aquí todos le teníamos muchísimo aprecio —dice Alex—. Un hombre tan bueno… No me cabe en la cabeza que puedan haberlo despedido ni nada parecido.
Hago un ruido comprensivo.
—Tengo otra pregunta, sobre su esposa.
Vuelve a sorber.
—Jane.
—Todavía no la conozco. Alistair tiene tendencia a compartimentar. —Hablo como una psiquiatra. Espero que Alex no se dé cuenta—. Me gustaría darle un regalo de «bienvenida a Nueva York», pero no sé qué gustos tiene.
Sorbe otra vez.
—Estaba pensando en un pañuelo, solo que no sé qué colores le pueden sentar bien. —Trago saliva. Suena a excusa barata—. Suena a excusa barata, lo sé.
—Pues la verdad —dice Alex, bajando la voz— es que yo tampoco la conozco.
Ah, pues bueno. Tal vez Alistair realmente sí tiene tendencia a compartimentar. Soy una psiquiatra cojonuda.
—¡Porque él siempre está compartimentando, totalmente! —continúa Alex—. Esa es la palabra exacta.
—¡¿A que sí?! —convengo.
—Trabajé para él durante casi seis meses y no llegué a conocerla. Jane. Solo vi a su hijo una vez.
—Ethan.
—Un buen chico. Un poco tímido. ¿Lo conoce?
—Sí. Desde hace siglos.
—Un buen chico. Vino una vez para recoger a su padre e ir juntos a un partido de los Bruins.
—Entonces no puede decirme nada sobre Jane —le recuerdo a Alex.
—No. Ah, pero quería saber cómo es ella, ¿verdad?
—Exacto.
—Creo que hay una foto suya en su despacho.
—¿Una foto?
—Teníamos una caja con cosas que había que enviarle a Nueva York. Aún sigue aquí. No estamos seguros de qué hacer con ella. —Se sorbe la nariz y tose—. Iré a ver.
Oigo el teléfono raspar el escritorio cuando Alex lo suelta; esta vez no se oye Chopin. Me muerdo el labio, miro por la ventana. La mujer está en la cocina, contemplando las profundidades del congelador. En un momento de locura me imagino a Jane allí dentro, con el cuerpo recubierto de hielo y los ojos brillantes y escarchados.
El receptor vuelve a arañar la mesa.
—La tengo aquí delante —dice Alex—. La foto, quiero decir.
Contengo el aliento.
—Tiene el pelo oscuro y la piel clara.
Suelto el aire. Las dos tienen el pelo oscuro y la piel clara, tanto Jane como la impostora. No me sirve. Pero no puedo preguntarle por su peso.
—Vale, está bien —digo—. ¿Algo más? ¿Sabe qué? ¿Podría escanearme la foto? ¿Y enviármela?
Una pausa. Veo a la mujer al otro lado del parque cerrar la puerta del congelador y salir de la habitación.
—Le daré mi dirección de correo electrónico —digo.
Nada. Entonces:
—¿Dijo que era amiga de…?
—De Alistair. Sí.
—Verá, me parece que no debería compartir sus artículos personales con nadie. Tendrá que pedírselo usted misma. —No sorbe esta vez—. ¿Dijo que se llamaba Alex?
—Sí.
—Alex, ¿qué más?
Abro la boca y luego hago clic en el botón para terminar la llamada.
La habitación está en silencio. Desde el otro lado del pasillo, oigo el tictac del reloj en la biblioteca de Ed. Estoy conteniendo la respiración.
¿Estará Alex llamando a Alistair en este momento? ¿Le describirá mi voz? ¿Podría llamar a mi fijo, o incluso al móvil? Me quedo mirando este último en el escritorio, observándolo con atención, como si fuera un animal dormido; espero a que se mueva de un momento a otro, con el corazón retumbándome en las costillas.
El móvil permanece inmóvil. Un móvil inmóvil. Ja.
Céntrate.