12

—¡Vaya batacazo que te has dado!

Mi visión se positiva como una polaroid. Estoy boca arriba, concentrada en un solitario casquillo empotrado que me sostiene la mirada, como un ojo pequeño y brillante.

—Enseguida te traigo algo, un momento…

Dejo caer la cabeza a un lado. El terciopelo susurra en mis oídos. La chaise longue del cuarto de estar, el diván de los desmayos. Ja.

—Un momento, un momento…

Hay una mujer delante del fregadero de la cocina; una soga de cabello oscuro le cuelga sobre la espalda.

Me llevo las manos a la cara, me cubro la nariz y la boca, inspiro, espiro. Calma. Calma. Me duele el labio.

—Me dirigía a la casa de enfrente cuando he visto a esos mierdecillas tirando huevos —me aclara—. Les he dicho: «¿Qué andáis tramando, mierdecillas?», y entonces va y… sales por la puerta dando bandazos y caes rodando como un saco de…

No termina la frase. Me pregunto si iba a decir «mierda». En su lugar, se da la vuelta con un vaso en cada mano, uno lleno de agua y el otro de algo espeso y dorado. Coñac, espero, del mueble bar.

—En realidad no tengo ni idea de si el coñac va bien —confiesa—. Es como estar en Downton Abbey. ¡Soy tu Florence Nightingale!

—Eres la mujer del otro lado del parque —murmuro. Las palabras abandonan mi boca tambaleándose como borrachos a la salida de un bar. Soy una tía dura. Patético.

—¿Qué?

—Eres Jane Russell —se me escapa, a mi pesar.

Se para y me mira, sorprendida, aunque enseguida se echa a reír. Sus dientes centellean en la penumbra.

—¿Cómo sabes eso?

—¿No has dicho que te dirigías a la casa de enfrente? —Trato de vocalizar. Tres tristes tigres, pienso. Sucesión sucesiva de sucesos—. Tu hijo se pasó por aquí.

La observo con atención a través de la malla que crean mis pestañas. Es lo que Ed llamaría, con aprobación, una mujer de carnes prietas: caderas y labios generosos, pecho exuberante, piel suave, gesto alegre y unos ojos de un azul llameante. Lleva unos tejanos de color añil y un jersey negro con cuello en forma de U, sobre el que cuelga un medallón de plata. Diría que ronda los cuarenta. Debía de ser una cría cuando tuvo a su crío.

Igual que su hijo, me cae bien a primera vista.

Se acerca a la chaise longue y me golpea la rodilla con la suya.

—Es mejor que te sientes. Por si tienes una conmoción.

Obedezco y me incorporo con dificultad mientras ella deposita los vasos en la mesita y se acomoda delante de mí, en el mismo sitio en el que su hijo se sentó ayer. Se vuelve hacia la televisión y frunce el ceño.

—¿Qué ves? ¿Una peli en blanco y negro? —pregunta, perpleja.

Cojo el mando a distancia y aprieto un botón. La pantalla se apaga.

—Qué oscuro está esto —comenta Jane.

—¿Te importaría encender la luz? —le pido—. Estoy un poco…

Soy incapaz de acabar la frase.

—Claro.

Alarga la mano por encima del sofá y enciende la lámpara de pie. La habitación se ilumina.

Echo la cabeza hacia atrás y me quedo mirando la moldura biselada del techo. Inspirar: un, dos, tres, cuatro. No le vendría mal un retoque. Hablaré con David. Espirar: un, dos, tres, cuatro.

—Bueno, ¿qué ha pasado ahí fuera? —pregunta Jane con mirada escrutadora, apoyando los codos en las rodillas.

Cierro los ojos.

—Un ataque de pánico.

—Vaya, cielo… ¿Cómo te llamas?

—Anna. Fox.

—Anna. Solo eran unos niñatos.

—No, no ha sido por ellos. No puedo salir.

Bajo la mirada y alargo la mano hacia el coñac.

—Pero si has salido. No hace falta que corras —añade mientras apuro el vaso de un trago.

—No debería haberlo hecho. Lo de salir.

—¿Por qué no? ¿Eres un vampiro?

Prácticamente, pienso, echándole un vistazo a mi brazo, blanco como la panza de un pez.

—Soy… ¿agorafóbica?

—¿Me lo preguntas a mí? —dice, frunciendo los labios.

—No, es que no estaba segura de que supieras lo que significa.

—Claro que lo sé. No eres de espacios abiertos.

Vuelvo a cerrar los ojos y asiento.

—Aunque pensaba que tener agorafobia significaba que no podías, no sé, ir de camping. Hacer cosas al aire libre.

—No puedo ir a ningún sitio.

—¿Cuánto hace que estás así? —pregunta Jane, tras sorber aire entre los dientes.

Apuro las últimas gotas de coñac.

—Diez meses.

Prefiere no ahondar en el tema. Inspiro hondo, toso.

—¿Necesitas un inhalador o algo así?

Niego con la cabeza.

—Eso solo lo empeoraría. Aumentaría el ritmo cardíaco.

—¿Y una bolsa de papel? —sugiere tras meditarlo.

Dejo el vaso en la mesita y alargo la mano hacia el de agua.

—No. Es decir, a veces sí, pero no ahora. Gracias por meterme en casa. Estoy muy avergonzada.

—Oh, no…

—No, de verdad. Mucho. No se convertirá en una costumbre, te lo prometo.

Vuelve a fruncir los labios. Una boca muy activa, por lo que veo. Seguramente fuma, aunque huele a crema de karité.

—Entonces ¿no es la primera vez que te pasa? Lo de salir y…

—La pasada primavera —contesto, torciendo el gesto—. El chico del reparto dejó el pedido en los escalones de la entrada y pensé que podría… entrarlo.

—Y no fue así.

—No, no pude. Aunque a aquella hora pasaba mucha gente por delante. Tardaron un poquitín en decidir que yo no era una loca o una sin techo.

Jane pasea la vista por la habitación.

—Una sin techo no eres, desde luego. Esta casa es… ¡uau! —Lo observa todo con atención, luego saca el móvil del bolsillo y mira la pantalla—. Tengo que volver —dice, y se pone en pie.

Intento levantarme al tiempo que ella, pero las piernas se niegan a cooperar.

—Tu hijo es un encanto —digo—. Vino a traerme eso. Gracias —añado.

Mira la vela que hay en la mesita y se toca la cadena del cuello.

—Es un buen chico. Siempre lo ha sido.

—Y muy guapo.

—¡Eso también lo ha sido desde siempre!

Mete la uña del pulgar en el medallón, que se abre con un chasquido. Jane se inclina sobre mí y el guardapelo queda colgando en el aire. Por lo visto, pretende que lo coja. Me resulta extrañamente íntimo que una desconocida se cierna sobre mí mientras yo sostengo su medallón en la mano. O tal vez es que no estoy acostumbrada al contacto humano.

El guardapelo aloja una fotografía diminuta, satinada y de colores vívidos en la que aparece un niño pequeño, de unos cuatro años, cabello rubio y rebelde y unos dientes que recuerdan una valla tras un huracán. Una cicatriz le parte una ceja. Ethan, sin lugar a dudas.

—¿Cuántos años tiene en esta foto?

—Cinco. Aunque parece más pequeño, ¿no crees?

—Yo habría dicho cuatro.

—Exacto.

—¿Cuándo ha crecido tanto? —pregunto, soltando el medallón.

Jane lo cierra con cuidado.

—¡En algún momento entre entonces y ahora! —Se echa a reír y añade de improviso—: ¿Te parece bien que me vaya? ¿No vas a hiperventilar?

—No voy a hiperventilar.

—¿Te queda coñac? —pregunta, inclinándose hacia la mesita de centro, en la que veo un álbum de fotos desconocido. Debe de ser de ella. Se lo encaja debajo del brazo y señala el vaso vacío.

—Seguiré con agua —miento.

—Muy bien. —Se detiene un momento, con la mirada clavada en la ventana—. Muy bien —repite—. Veo que acaba de entrar un hombre muy guapo. —Se vuelve hacia mí—. ¿Es tu marido?

—Ah, no, es David. Mi inquilino. Vive abajo.

—¿Tu inquilino? —Se echa a reír de manera estridente—. ¡Ojalá tuviera yo uno así!

El timbre no ha sonado en lo que queda de día, ni una sola vez. Quizás las ventanas a oscuras han disuadido a los cazadores de golosinas. O quizá haya sido la yema reseca.

Me voy pronto a la cama.

A mitad de mis estudios de posgrado, conocí a un niño de siete años aquejado del llamado síndrome de Cotard, un fenómeno psicológico por el cual el individuo cree que está muerto. Un trastorno muy poco frecuente, y aún menos en niños, para el que se recomienda un tratamiento antipsicótico o, en casos persistentes, terapia electroconvulsiva. Sin embargo, conseguí convencerlo de lo contrario. Fue mi primer gran éxito, y el que llamó la atención de Wesley.

Aquel niño ahora será un adolescente, más o menos de la edad de Ethan; no debe de llegar ni a la mitad de la mía. Esta noche pienso en él mirando el techo con la sensación de estar muerta. Muerta, pero no ausente, contemplando el frenético devenir de la vida a mi alrededor, pero incapaz de tomar parte en ella.

La mujer en la ventana
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