78

El hambre me despierta. En la cocina inclino una caja de cereales Grape Nuts sobre un bol, lo riego con algo de leche, que caduca hoy mismo. Ni siquiera me entusiasman los Grape Nuts; a Ed sí le gustan. Le gustaban. A mí me rascan como guijarros la garganta, me raspan la parte interna de las mejillas. No sé por qué sigo comprándolos.

Aunque en realidad sí lo sé.

Quiero volver a meterme en la cama, pero en lugar de hacerlo, dirijo mis pasos hacia el cuarto de estar, avanzo con parsimonia hacia el mueble de la tele, abro el cajón. Vértigo, pienso. Confusión de identidad; o, mejor dicho, identidad robada. Me sé el diálogo de memoria; aunque parezca raro, me tranquilizará.

—¿Qué le sucede? —grita el policía a Jimmy Stewart, a mí—. ¡Deme la mano!

Entonces pierde el equilibro y se cae desde el tejado.

Extrañamente tranquilizador.

A mitad de película, me sirvo un segundo bol de cereales. Ed me murmura algo cuando cierro la puerta de la nevera; Olivia dice algo confuso. Regreso al sofá, subo el volumen de la tele.

—¿Y su mujer? —pregunta la señora en el Jaguar color verde esmeralda—. Pobrecilla. Yo no la conocía. ¿Es verdad que…?

Me hundo más en los cojines. El sueño me puede.

Un poco más tarde, durante la escena del cambio de imagen («Buscas el traje que llevaba ella, ¡quieres que me vista como ella!»), me vibra el móvil, un pequeño absceso, y tamborilea sobre el cristal de la mesita de centro. El doctor Fielding, supongo. Alargo la mano para cogerlo.

—¿Por eso estoy aquí? —grita Kim Novak—. ¿Para hacerte sentir que te encuentras con alguien que está muerto?

En la pantalla del móvil se lee Wesley Brill.

Permanezco quieta durante un instante.

Luego le quito el volumen a la película, presiono el móvil con el pulgar y deslizo la pantalla. Me lo llevo a la oreja.

Me doy cuenta de que no puedo hablar, pero no es necesario. Pasado un momento de silencio, Wesley me saluda.

—Te oigo respirar, Fox.

Han pasado casi once meses, pero su voz es tan atronadora como siempre.

—Phoebe me ha dicho que habías llamado —prosigue—. Quería devolverte la llamada ayer, pero he estado ocupado. Muy ocupado.

No digo nada. Ni tampoco él, durante un minuto.

—Estás ahí, ¿verdad, Fox?

—Estoy aquí.

Llevo días sin escuchar mi propia voz. Me suena desconocida, frágil, como si alguien estuviera usándome como un muñeco de ventriloquía.

—Bien. Eso sospechaba. —Está masticando las palabras; sé que tiene un cigarrillo sujeto entre los dientes—. Mi hipótesis era correcta. —Una ráfaga de ruido blanco. Está echando el humo por la boca.

—Quería hablar contigo —empiezo a decir.

Se queda callado. Percibo que está cambiando de tono; casi lo oigo, es algo en su respiración. Está poniéndose en modo psicólogo.

—Quería contarte…

Una larga pausa. Carraspea. Me doy cuenta de que está nervioso y eso me sobresalta. Wesley Brillante, al límite.

—Lo he pasado bastante mal.

Ya está dicho.

—¿Por algo en particular? —pregunta.

«Por la muerte de mi marido y de mi hija», quiero gritar.

—Por…

—Ajá…

¿Está bloqueado o quiere saber más?

—Esa noche…

No sé cómo completar la frase. Me siento como la aguja de una brújula, girando, buscando un punto en el que asentarme.

—¿En qué estás pensando, Fox?

Muy típico de Brill insistirme así. Mi técnica profesional consiste en dejar que el paciente siga su ritmo; Wesley se mueve más deprisa.

—Esa noche…

* * *

Esa noche, justo antes de que nuestro coche cayera por ese precipicio, me llamaste. No estoy culpándote. No estoy implicándote. Solo quería que lo supieras.

Esa noche ya había acabado todo. Cuatro meses contando mentiras: a Phoebe, quien podría habernos descubierto; a Ed, quien de hecho nos descubrió esa tarde de diciembre cuando le envié un mensaje que iba dirigido a ti.

Esa noche me arrepentí de todos los momentos que habíamos pasado juntos: las mañanas en el hotel de la vuelta de la esquina, con la tenue luz colándose por las cortinas; las noches que intercambiábamos mensajes de móvil durante horas. El día que empezó todo, con aquella copa de vino en tu despacho.

Esa noche hacía una semana que habíamos puesto nuestra casa en venta, mientras el agente inmobiliario iba metiendo con calzador las visitas y yo le suplicaba a Ed y él tenía que armarse de valor para mirarme. «Me parecías la chica ideal».

Esa noche…

* * *

Pero él me interrumpe.

—Para serte muy sincero, Anna… —Y me pongo tensa, porque lo de ser sincero es habitual en él, pero no lo es para nada que me llame por mi nombre de pila—. He estado intentando olvidarlo. —Hace una pausa—. Lo he intentado y creo que, en gran medida, lo he conseguido.

Oh.

—Después de aquello no quisiste verme. En el hospital. Yo quería… me ofrecí para ir a verte a casa, recuérdalo, pero tú no… tú no volviste a llamarme.

Le faltan las palabras, habla a trompicones, como un hombre resbalando sobre la nieve. Como una mujer rodeando su coche accidentado.

—Yo no… no sé si estás visitando a alguien. A un profesional, me refiero. Me gustaría recomendarte a alguien. —Hace una pausa—. O si estás… si estás bien.

Otra pausa, más larga esta vez.

—No estoy seguro de qué quieres de mí —dice al final.

Me equivocaba. No está en plan psicólogo; no espera ayudarme. Ha tardado dos días para devolverme la llamada. Está buscando una vía de escape.

¿Y qué quiero yo de él? Buena pregunta. No lo culpo, en serio. No lo odio. No lo añoro.

Cuando llamé a su consulta —¿fue hace solo dos días?—, debía de querer algo. Pero entonces Norelli pronunció aquellas palabras mágicas y el mundo cambió. Y ahora ya no importa.

Debo de haberlo dicho en voz alta.

—¿Qué es lo que ya no importa? —pregunta.

Tú, pienso. No lo digo.

En lugar de hacerlo, cuelgo.

La mujer en la ventana
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