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Le golpeo el estómago. Él se dobla por la mitad y vuelvo a la carga con las piernas; le doy otra patada, en la cara. Mi talón cruje contra su nariz. Cae al suelo.
Vuelvo a apartar las sábanas y salto de la cama, cruzo corriendo la puerta y penetro en el recibidor a oscuras.
En lo alto, la lluvia taladra la claraboya. Tropiezo con la alfombra y caigo de rodillas. Me agarro a la barandilla con la mano, casi sin fuerzas.
De pronto, la escalera resplandece con los relámpagos que destellan sobre mí. Y en ese instante, miro a través de los barrotes de la barandilla, veo iluminarse cada paso, descender y descender en espiral, hasta abajo de todo.
Abajo, abajo, abajo.
Pestañeo. La escalera vuelve a quedar sumida en la oscuridad. No se ve nada, no se percibe nada, a excepción del repiqueteo de la lluvia.
Me pongo de pie con esfuerzo, vuelo escaleras abajo. Fuera retumban los truenos. Y entonces…
—¡Hija de puta!
Lo oigo precipitarse en el descansillo, con la voz trémula.
—¡Hija de puta!
La barandilla cruje cuando arremete contra ella. Tengo que llegar hasta la cocina. Hasta el cúter, que sigue guardado en su funda encima de la mesa. Hasta los trozos de cristal que brillan en el cubo de la basura. Hasta el intercomunicador.
Hasta la puerta.
«Pero ¿tú puedes salir al exterior?», pregunta Ed en un simple susurro.
Tengo que hacerlo. Déjame.
«Te tomará la delantera en la cocina, no conseguirás salir al exterior. Y aunque lo logres…».
Aterrizo en la siguiente planta y giro como una brújula, tratando de orientarme.
A mi alrededor hay cuatro puertas. El estudio. La biblioteca. El trastero. El aseo.
«Elige una».
Espera.
«Elige una».
El aseo. «Éxtasis celestial». Aferro el pomo de la puerta, la abro y entro. Me quedo al acecho junto a la puerta, respirando de forma agitada y superficial, y…
Se está acercando, baja la escalera a toda prisa. Contengo la respiración.
Llega al descansillo. Se detiene a cuatro pasos de mí. Percibo un ligero movimiento en el aire.
Durante un instante no oigo nada a excepción del repiqueteo de la lluvia. Un sudor helado se desliza por mi espalda.
—Anna.
Grave. Frío. Me encojo de miedo.
Mientras me sujeto con una mano al marco de la puerta, con tanta fuerza que estoy a punto de arrancarlo, intento divisar algo en la oscuridad del descansillo.
Apenas se ve, tan solo una sombra entre las sombras, pero puedo distinguir la anchura de sus hombros, el blanco fluctuante de sus manos. Me da la espalda, veo la mano con que sujeta el abrecartas.
Poco a poco, se da la vuelta; lo veo de perfil, mirando hacia la puerta de la biblioteca. Mira fijamente hacia delante, inmóvil.
Entonces se vuelve de nuevo, pero esta vez más rápido, y antes de que pueda ocultarme en el cuarto de baño, su mirada recae en mí.
No me muevo; no puedo.
—Anna —dice en voz baja.
Me quedo boquiabierta. El corazón me aporrea el pecho.
Nos miramos el uno al otro. Estoy a punto de gritar.
Da media vuelta.
No me ha visto. No puede ver con tanta oscuridad. Yo, sin embargo, estoy acostumbrada a la luz tenue, a la falta de luz.
Veo lo que…
Ahora se desplaza hasta el principio de la escalera. La hoja del abrecartas oscila en una mano; mete la otra en el bolsillo.
—Anna —me llama. Saca la mano del bolsillo, la levanta frente a sí.
Y, de pronto, la palma de su mano arroja luz. Es el teléfono. La linterna del teléfono.
Desde el marco de la puerta veo que la escalera se inunda de luz, las paredes se cubren de blanco. Cerca retumban los truenos.
Vuelve a girar, los rayos se desplazan por el descansillo como el haz de luz de un faro. Primero el trastero. Se acerca a grandes zancadas, abre la puerta de golpe. Enfoca el interior con el teléfono.
A continuación, el estudio. Entra, examina el espacio con el teléfono. Lo observo de espaldas, me preparo para precipitarme escaleras abajo. Abajo, abajo, abajo.
«Pero te alcanzará».
No tengo ninguna otra escapatoria.
«Sí que la tienes».
¿Cuál?
«Arriba, arriba, arriba».
Sacudo la cabeza en el momento en que él retrocede desde el estudio. Ahora toca la biblioteca y, después, el aseo. Tengo que decidirme antes de que…
Rozo el pomo de la puerta con la cadera y este gira con un débil gemido.
Él se vuelve en redondo, la luz pasa de largo la puerta de la biblioteca y enfoca directamente a mis ojos.
Estoy ciega. El tiempo se detiene.
—Ahí estás —murmura.
En ese momento, ataco.
Cruzo la puerta, arremeto contra él, le hundo el hombro en el estómago. Él resuella mientras empujo. No veo, pero lo aparto hacia un lado, hacia la escalera…
Y, de repente, desaparece. Lo oigo caer por la escalera, un alud. La luz proyecta un craquelado en el techo.
«Arriba, arriba, arriba», susurra Olivia.
Vuelvo la cabeza, todavía veo estrellitas. Planto un pie en la base de la escalera, tropiezo, subo otro escalón medio a gatas. Me obligo a ascender. Corro.
En el descansillo, doy media vuelta mientras mis ojos se acostumbran a la oscuridad. El dormitorio aparece frente a mí; al otro lado, la habitación de invitados.
«Arriba, arriba, arriba», susurra Olivia.
Pero arriba no queda más que la otra habitación de invitados. Y la tuya.
«Arriba».
¿El tejado?
«Arriba».
Pero ¿cómo? ¿Cómo me las arreglo?
«Venga, fiera —dice Ed—, no tienes elección».
Dos plantas por debajo, Ethan se arroja escaleras arriba. Doy media vuelta y emprendo el ascenso, el ratán me quema en las plantas de los pies, la barandilla chirría bajo mi mano.
Irrumpo en el siguiente descansillo, cruzo como un rayo hasta la esquina que queda debajo de la trampilla. Agito la mano por encima de mi cabeza, doy con la cadena. Me la enrosco en los dedos y tiro.