61

Ahora, está sola. Ahora, Alistair no puede interferir. Ahora, la sangre ruge en mis sienes.

Ahora.

Salgo volando al pasillo y desciendo la escalera como una exhalación. Si no lo pienso, puedo hacerlo. Si no lo pienso. No lo pienses. Hasta el momento, pensar no me ha llevado a ningún sitio. «La definición de la locura, Fox —solía recordarme Wesley, parafraseando a Einstein— es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener un resultado distinto». Así que deja de pensar y empieza a actuar.

Claro que no hace ni tres días que actué —exactamente igual que ahora— y acabé en una cama de hospital. Volver a intentar lo mismo es una locura.

En cualquier caso, estoy loca. Pues muy bien, pero necesito salir de dudas. Además, tampoco sé si mi casa sigue siendo segura.

Mis zapatillas patinan sobre el suelo de la cocina cuando la cruzo a la carrera y rodeo el sofá a toda prisa. El tubo de Ativan está en la mesita de centro. Le doy la vuelta y lo sacudo sobre mi mano hasta que caen tres pastillas, que me llevo a la boca de golpe. Adentro. Me siento como Alicia bebiendo un trago de la botellita en la que ponía BÉBEME.

Corro a la puerta. Me agacho, cojo el paraguas. Me levanto, giro el pestillo, abro la puerta con decisión. Estoy en el recibidor, una luz tenue se filtra a través del cristal plomado. Respiro —uno, dos— y aprieto el resorte del paraguas. La cubierta se despliega en la penumbra con un suspiro repentino. Lo levanto hasta la altura de los ojos y busco el pestillo a tientas. El truco consiste en no dejar de respirar. El truco consiste en no detenerme.

No me detengo.

El pestillo cede. A continuación, el pomo. Cierro los ojos con fuerza y tiro. Una ráfaga helada. La puerta empuja el paraguas, pero consigo cruzarla tras una breve maniobra.

El frío me envuelve, me abraza. Bajo los escalones apresuradamente. Un, dos, tres, cuatro. El paraguas opone resistencia al viento, lo surca, como la proa de un barco. Continúo con los ojos apretados, notando cómo sopla con ímpetu a mi alrededor.

Mis espinillas topan con algo. Metálico. La cancela. Muevo la mano a ciegas hasta que doy con ella y la abro, la cruzo. Las suelas de las zapatillas repican contra el hormigón. He llegado a la acera. Las afiladas gotas de lluvia me aguijonean el cuero cabelludo, la piel.

Es curioso, en todos estos meses que hemos estado practicando esta técnica ridícula del paraguas, ni al doctor Fielding (supongo) ni a mí se nos ha ocurrido que bastaba con cerrar los ojos. Imagino que no tiene sentido deambular ciega. Noto el cambio en la presión barométrica y se me eriza la piel; sé que los cielos son anchos e inmensos, un mar boca abajo… pero aprieto aún más los ojos y pienso en mi casa: en mi estudio, en mi cocina, en mi sofá. En mi gato. En mi ordenador. En mis fotos.

Tuerzo a la izquierda. Al este.

Camino a ciegas por una acera. Tengo que orientarme. Tengo que mirar. Despego un ojo poco a poco. La luz se cuela astutamente por entre la espesura de mis pestañas.

Aflojo el paso un momento, casi me detengo. Escudriño las entrañas cuadriculadas del paraguas. Cuatro bloques de negro, cuatro líneas de blanco. Imagino que las líneas se encrespan y saltan como en un monitor cardíaco, ascienden y descienden al compás de mis latidos. Céntrate. Un, dos, tres, cuatro.

Inclino el paraguas unos grados hacia arriba. Luego un poco más. Ahí está, estridente como un grito con su abrigo rojo chillón, sus botas oscuras, la media luna de plástico transparente que se mece sobre su cabeza. Entre nosotras se extiende un túnel de lluvia y pavimento.

¿Qué hago si se da la vuelta?

Aunque no lo hace. Bajo el paraguas y vuelvo a cerrar el ojo a cal y canto. Doy un paso.

Otro más. Tres. Cuatro. Para cuando he tropezado con una grieta que recorre la acera, con las zapatillas empapadas, temblorosa y con el sudor corriendo por mi espalda, he decidido aventurar un segundo vistazo. Esta vez abro el otro ojo y levanto el paraguas hasta que vuelve a centellear en mi campo de visión, una llamarada fugaz. Miro de refilón a la izquierda: Saint Dymphna’s y a continuación la casa rojo fuego, con sus maceteros rebosantes de crisantemos. Miro de refilón a la derecha: en la penumbra, los ojillos brillantes de una furgoneta escudriñan la calle con mirada encendida. Me quedo quieta. El vehículo circula majestuosamente por mi lado. Cierro los ojos con fuerza.

Cuando vuelvo a abrirlos, ha desaparecido. Y cuando miro adelante, veo que ella también.

Ha desaparecido. La acera está desierta. A lo lejos, a través de la bruma, creo distinguir un pequeño atasco en el cruce.

La neblina se espesa hasta que caigo en la cuenta de que es mi visión la que se condensa, se acelera.

Me tiemblan las rodillas, se me doblan. El suelo empieza a engullirme y, mientras me hundo y todo da vueltas a mi alrededor, me imagino desde arriba, temblando en mi albornoz empapado, con el pelo pegado a la espalda y sosteniendo inútilmente un paraguas ante mí. Una figura solitaria en una acera solitaria.

Continúo hundiéndome, me fundo en el hormigón.

Aunque…

… No puede haber desaparecido. No había llegado al final de la manzana. Cierro los ojos y la imagino de espaldas, el pelo le roza el cuello, y entonces pienso en Jane, frente a mi fregadero, con la larga trenza que se zambullía entre los omóplatos.

Cuando Jane se vuelve hacia mí, mis rodillas chocan entre ellas en busca de sostén. El albornoz arrastra por la acera, pero aún sigo en pie.

Me quedo quieta, con las piernas paralizadas.

Tiene que haber desaparecido en… Repaso el mapa de memoria. ¿Qué hay a continuación de la casa roja? La tienda de antigüedades queda enfrente —en alquiler, según recuerdo— y junto a la casa está…

La cafetería, claro. Tiene que haber entrado en la cafetería.

Levanto la cabeza, alzo la barbilla al cielo, como si pretendiera tirar de mí. Mis codos se mueven como dos émbolos. Los pies, separados, ejercen presión sobre la acera. El mango del paraguas se sacude en mi mano. Estiro un brazo tratando de recuperar el equilibrio. Y con la lluvia empañándolo todo en torno a mí y el rumor airado del tráfico a lo lejos, me recompongo poco a poco hasta que vuelvo a sostenerme en pie.

Tengo los nervios alterados. El corazón desbocado. Siento el Ativan corriendo por mis venas como un chorro de agua limpia a través de una manguera atascada por el desuso.

Un. Dos. Tres. Cuatro.

Adelanto un pie con dificultad. Un momento después, le sigue el otro. Avanzo arrastrando los pies. No puedo creer lo que estoy haciendo. Lo estoy haciendo.

El rumor del tráfico se cierne cada vez más cerca, más alto. Sigue caminando. Lanzo una mirada furtiva al paraguas, que ocupa por completo mi visión, me envuelve. No hay nada más allá.

Hasta que se sacude a un lado.

—Oh… Disculpe.

Doy un respingo. Algo —alguien— ha chocado conmigo y ha apartado el paraguas. Pasa junto a mí con paso apresurado, unos tejanos y un abrigo, una mancha borrosa y azul, y cuando me vuelvo, me veo en el cristal de un ventanal: un matojo de pelos empapados, la piel mojada, con un paraguas a cuadros que brota de mi mano como una flor gigantesca.

Y detrás de mi reflejo, al otro lado del ventanal, veo a la mujer.

Estoy en la cafetería.

La miro con atención. Enfoco la vista. El toldo se abate sobre mí. Cierro los ojos y vuelvo a abrirlos.

La entrada está al alcance de la mano. Alargo un brazo, pero antes de que mis dedos temblorosos logren cerrarse sobre el tirador, la puerta se abre bruscamente y sale un joven. Lo reconozco. El chico de los Takeda.

Ha pasado más de un año desde la última vez que lo vi de cerca. En persona, quiero decir, no a través de un objetivo. Ha crecido, y un monte bajo de pelo negro y despuntado le puebla el mentón y las mejillas, pero aún emana ese aire inefable de niño de buena pasta que he aprendido a distinguir en los jóvenes, un halo secreto que rodea sus cabezas. Livvy también lo tiene. Y Ethan.

El chico —el joven, supongo (¿y por qué no recuerdo cómo se llama?)— aguanta la puerta con un codo y me invita a entrar con un gesto. Reparo en sus manos, esas delicadas manos de violonchelista. A pesar de mi aspecto descuidado, me trata con deferencia. Sus padres lo han educado bien, como diría AbuLizzie. No sé si me reconoce. Supongo que a duras penas me reconocería ni yo.

Mi memoria se descongela en cuanto avanzo sin pensar y entro en el local. Solía dejarme caer por aquí varias veces a la semana, esas mañanas en que, con las prisas, no me daba tiempo a prepararme un café en casa. La mezcla que servían era bastante amarga —supongo que lo sigue siendo—, pero me gustaba el ambiente del lugar: el espejo agrietado con las ofertas del día escritas con rotulador, los mostradores con sus cercos olímpicos, los viejos éxitos que sonaban por los altavoces… «Mise en escène sin pretensiones», comentó Ed la primera vez que lo traje aquí.

«No puedes utilizar esas palabras en la misma frase», contesté.

«Entonces sin pretensiones».

Sigue igual. La habitación del hospital se abalanzó sobre mí, pero esto es distinto, esto es terra cognita. Parpadeo varias veces. Oteo la clientela y estudio el menú, clavado con una chincheta sobre la caja registradora. Un café ahora cuesta dos dólares con noventa y cinco centavos. Eso supone una subida de cincuenta centavos desde la última vez que estuve aquí. Joder con la inflación.

El paraguas se vence, me roza los tobillos.

Hay tantas cosas que me he perdido en todo este tiempo. Tantas cosas que no he sentido, que no he oído, que no he olido: el calor que emanan los cuerpos humanos, la música pop de hace décadas, el impacto del café molido… Toda la escena se desarrolla a cámara lenta y bañada de una luz dorada. Cierro los ojos unos instantes e inspiro, recuerdo.

Recuerdo cómo me movía por el mundo como si estuviera en mi elemento. Recuerdo entrar en esta cafetería con paso decidido, bien envuelta en un abrigo de invierno o con un vestido veraniego que se hinchaba a la altura de las rodillas; recuerdo rozarme con la gente, sonreír a las personas, hablar con ellas.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, la luz dorada se desvanece y me encuentro en un espacio poco iluminado, junto a los ventanales salpicados de gotas de lluvia. Se me acelera el pulso.

Una llamarada roja junto a la vitrina de las pastas. Es ella, está estudiando los bollos cubiertos de azúcar glaseado. Alza la barbilla y se ve reflejada en el espejo. Se pasa una mano por el pelo.

Me acerco un poco más. Noto unos ojos clavados en mí, no los suyos, sino los de otras personas, clientes que tratan de formarse una opinión sobre la mujer del albornoz y el paraguas abierto como un champiñón que se sacude frente a ella. Abro un canal entre la gente, a través del ruido, en mi parsimonioso avance hacia el mostrador. El rumor de las conversaciones se reanuda como las aguas que se cierran sobre mí mientras me hundo.

Está muy cerca. Un paso más y podría alargar la mano y tocarla. Enredar los dedos en su pelo. Y tirar.

Justo entonces se vuelve ligeramente, mete una mano en el bolsillo y saca su gigantesco iPhone con cierta dificultad. Veo en el espejo cómo sus dedos bailan sobre la pantalla, su rostro parpadea. Supongo que le escribe a Alistair.

—¿Disculpe? —dice el barista.

La mujer continúa tecleando.

—¿Disculpe?

De pronto —¿qué estoy haciendo?— carraspeo.

—Le toca —murmuro.

Se detiene y asiente en mi dirección.

—Ah —musita y se vuelve hacia el hombre que espera detrás del mostrador—. Latte con leche desnatada, tamaño mediano.

Ni siquiera me mira. Lo hago yo, en el espejo, me veo detrás de ella, como un fantasma, un ángel vengador. He venido a por ella.

Latte con leche desnatada, mediano. ¿Querrá acompañarlo con alguna pasta?

No aparto los ojos del espejo, de su boca: pequeña, perfilada con precisión, muy distinta a la de Jane. Una pequeña oleada de rabia crece en mi interior, se encrespa dentro de mí, arremete contra la base de mi cerebro.

—No —contesta al cabo de un segundo. Y luego añade con una sonrisa radiante—: Mejor que no.

Detrás de nosotras, un coro de sillas se arrastra por el suelo. Echo un vistazo: un grupo de cuatro personas se dirige a la puerta. Me vuelvo otra vez.

—¿Nombre? —pregunta el barista, su voz resuena por encima del barullo.

Y en ese momento, nuestras miradas, la de la mujer y la mía, coinciden en el espejo. Sus hombros dan un respingo. Se le hiela la sonrisa en los labios.

El tiempo se detiene durante un instante, durante ese momento en que contienes la respiración mientras sales volando de la carretera en dirección al abismo.

—Jane —contesta, sin volverse, sin apartar la mirada, con la misma claridad.

Jane.

El nombre aflora a mis labios antes de que pueda tragármelo. La mujer se da la vuelta y me atraviesa con una mirada.

—Me sorprende verla aquí —comenta con un tono tan gris como sus ojos. Ojos de tiburón, pienso, fríos, duros.

Me gustaría señalar que a mí también me sorprende estar aquí, pero las palabras derrapan sobre mi lengua antes de estrellarse contra mis dientes.

—Creía que estaba… discapacitada —añade, inmisericorde.

Meneo la cabeza. No dice nada más.

Vuelvo a aclararme la garganta. «¿Dónde está y quién es usted? —querría preguntarle—. ¿Quién es usted y dónde está?». El murmullo de las voces que me rodean se mezcla con lo que oigo en mi cabeza.

—¿Qué?

—¿Quién es usted?

Ya está.

—Jane. —No es su voz, sino la del barista, que se desliza sobre el mostrador para darle un golpecito en el hombro—. Latte con leche desnatada para Jane.

Ella continúa mirándome, vigilándome, como si fuese a atacarla. «Soy una psicóloga respetada —podría, no, debería decirle—. Y usted es una mentirosa y una farsante».

—¿Jane? —insiste el barista por tercera vez—. ¿Su latte?

La mujer se gira en redondo y recoge la taza en su ceñida camisa de cartón.

—Ya sabe quién soy —me responde.

Vuelvo a menear la cabeza.

—Sé quién es Jane. La conozco. La vi en su casa —replico con voz temblorosa, pero clara.

—Querrá decir en mi casa, y usted no vio a nadie.

—Sí que la vi.

—No, no la vio —insiste la mujer.

—La…

—He oído que es una borracha. Y que está enganchada a las pastillas. —Se mueve, me rodea, como una leona. Giro con ella despacio, tratando de seguirla. Me siento como una niña. Las conversaciones cesan a nuestro alrededor, se detienen; se hace un tenso silencio. Veo al chico de los Takeda por el rabillo del ojo, en un rincón de la cafetería, todavía apostado junto a la puerta—. Primero vigila mi casa y ahora me sigue.

Muevo la cabeza, la arrastro adelante y atrás, lenta, atontadamente.

—Esto tiene que acabar. Así no se puede vivir. Tal vez usted sí, pero nosotros no.

—Entonces dígame dónde está —mascullo.

Hemos trazado un círculo completo.

—No sé de quién ni de qué me habla. Y voy a llamar a la policía.

Pasa junto a mí con aire decidido, me empuja con el hombro. La veo zarpar en el espejo, sorteando las mesas como si fueran boyas.

La campanilla suena cuando abre la puerta y vuelve a repicar cuando se cierra de un portazo detrás de ella.

No me muevo. Todo sigue en silencio. Bajo la vista hacia el paraguas. Cierro los ojos. «Es como si el exterior quisiera entrar». Me invade la angustia, un gran vacío. Y, para variar, no he averiguado nada.

Salvo una cosa: no discutía conmigo… O al menos no solo discutía conmigo.

Creo que me suplicaba.

La mujer en la ventana
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