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Me examino el cuello en el espejo del cuarto de baño. Cinco cardenales, azul geoda; una gargantilla oscura.
Miro a Punch, hecho un ovillo en el suelo de baldosas, protegiendo su pata lisiada. Menudo par.
No denunciaré lo de anoche a la policía. Ni quiero ni puedo. Hay pruebas, desde luego, marcas reales de dedos en mi piel, pero, para empezar, querrán saber por qué Alistair estaba aquí y la verdad es que… bueno. «Invité a un adolescente, a cuya familia vigilo y acoso, a venir a pasar el rato a mi sótano. Ya sabe, para sustituir a mi hija y a mi marido, que están muertos». No causaría buena impresión.
—No causaría buena impresión —repito en alto para ver qué tal tengo la voz. Suena débil, rota.
Salgo del cuarto de baño y desciendo la escalera. En el fondo del bolsillo del albornoz, el teléfono va golpeándose contra mi muslo.
Barro los cristales, los despojos de copas y botellas; arranco esquirlas y astillas del suelo y las tiro en una bolsa de basura. Intento no pensar en sus manos agarrándome, ahogándome. En él de pie, a mi lado. Cruzando los restos brillantes con paso airado.
Bajo mis zapatillas, la madera de abedul centellea como una playa.
Jugueteo con el cúter sentada a la mesa de la cocina, escucho el chasquido de la cuchilla deslizándose dentro y fuera del mango.
Vuelvo la vista hacia el parque. La casa de los Russell me devuelve la mirada desde sus ventanas vacías. Me pregunto dónde estarán. Sobre todo él.
Tendría que haber apuntado mejor. Tendría que haberlo apuñalado con más fuerza. Imagino la hoja atravesando la chaqueta y rasgándole la piel.
Y entonces habrías tenido a un hombre herido en tu casa.
Dejo el cúter y me llevo una taza a los labios. No hay té en el armario —a Ed no le apasionaba y yo prefería otras cosas—, así que estoy tomando agua caliente con una pizca de sal. Me quema la garganta. Tuerzo el gesto.
Vuelvo a mirar el parque. Luego me levanto y cierro las persianas hasta que no queda una sola rendija entre los listones.
Lo de anoche parece un delirio febril, una voluta de humo. La pantalla de cine en el techo. El grito cortante del cristal. El vacío del trastero. El bucle de la escalera. Y él, allí de pie, llamándome, esperándome.
Me toco el cuello. «No me digas que fue un sueño, que él no vino». ¿Dónde…? Sí, Luz que agoniza otra vez.
Porque no ha sido un sueño. («¡No es un sueño! ¡Está pasando de verdad!», Mia Farrow, La semilla del diablo). Han invadido mi casa. Han destruido mi propiedad. Me han amenazado. Me han agredido. Y no puedo hacer nada al respecto.
No puedo hacer nada al respecto de nada. Ahora sé que Alistair es violento, ahora sé de lo que es capaz. Sin embargo, tiene razón: la policía no va a escucharme. El doctor Fielding cree que sufro delirios. Le dije a Bina, se lo prometí, que había pasado página. No puedo comunicarme con Ethan. Wesley ya no está. No me queda nadie.
—¿Quién soy?
Esta vez es ella, débil, pero clara.
No. Sacudo la cabeza.
«¿Quién era esa mujer?», le pregunté a Alistair.
Si ha existido.
No lo sé. Nunca lo sabré.