70
El papel se crispa en mi mano. Miro la firma garabateada en la esquina.
He estado a punto de dudar de la existencia del dibujo. A punto de dudar de la existencia de Jane. Pero aquí está, un souvenir de esa noche desaparecida. Un recuerdo, un memento. Memento mori. «Recuerda que vas a morir».
Recuerda.
Y lo hago: recuerdo el ajedrez y el chocolate; recuerdo los cigarrillos, el vino, la visita a la casa. Sobre todo recuerdo a Jane, a todo color, riéndose a carcajadas y empinando el codo; sus empastes plateados; la forma en que se inclinó hacia la ventana mientras contemplaba su casa. «Es una gran casa», masculló.
Ella estuvo aquí.
—Ya casi hemos llegado a su casa —está diciendo Little.
—Tengo… —carraspeo— tengo…
Él me interrumpe.
—Estamos doblando por…
Pero no oigo dónde están porque estoy viendo por la ventana que Ethan sale por la puerta de su casa. Debe de haber estado ahí dentro todo el tiempo. He pasado una hora con la mirada clavada en su casa; pasaba de la cocina al salón y luego al dormitorio. No entiendo cómo no lo he visto.
—¿Anna?
La voz de Little suena muy bajita, lejana. Miro hacia abajo y veo el móvil en mi mano, a la altura de la cadera; veo el albornoz tirado a mis pies. Luego dejo el teléfono sobre la encimera y pongo el dibujo junto al fregadero. Golpeo el cristal con los nudillos, con fuerza.
—¿Anna? —vuelve a llamarme Little.
Lo ignoro.
Golpeo el cristal con más fuerza. Ethan ha pasado a la acera, se dirige hacia mi casa. Sí.
Sé lo que tengo que hacer.
Agarro el marco de la ventana de guillotina con los dedos. Los tenso, tamborileo, los flexiono. Cierro los ojos apretándolos. Y levanto la ventana.
El aire gélido impacta contra mi cuerpo, tan crudo que siento que va a parárseme el corazón; me sacude la ropa, hace que las prendas tiemblen a mi alrededor. Me rebosan los oídos con el ulular del viento. Estoy llenándome de frío, estoy siendo arrollada por él.
Pero grito el nombre del chico de todas formas, un solo bramido, dos sílabas, que me saltan de la lengua, como una bola de cañón disparada al mundo exterior: «¡Ethan!».
Oigo cómo se rompe el silencio. Imagino bandadas de pájaros que salen volando en estampida, peatones que frenan en seco.
Entonces, con el siguiente hálito, el último hálito… Lo sé.
Sé que tu madre era la mujer que yo decía que era; sé que estuvo aquí; sé que estás mintiendo.
Cierro de golpe la ventana, apoyo la frente contra el cristal. Abro los ojos.
Ethan está en la acera, inmóvil, lleva una parka que le va varias tallas grande y unos tejanos pequeños, su media melena ondea al viento. Me mira y el vaho le nubla el rostro. Miro hacia atrás, jadeante, el corazón me va a mil por hora.
Él sacude la cabeza. Sigue caminando.