54
Un golpe.
Me he quedado dormida. Me incorporo, medio atontada. La habitación está a oscuras; al otro lado de las ventanas, ya es de noche.
Oigo otra vez el golpe. Abajo. No es la puerta de entrada; es el sótano.
Voy hacia la escalera. David casi siempre utiliza la puerta principal cuando viene a verme. Me pregunto si será uno de sus invitados.
Pero cuando enciendo las luces de la cocina y abro la puerta del sótano, es él en persona quien está al otro lado, mirándome desde dos peldaños más abajo.
—He pensado que tal vez a partir de ahora debería entrar por aquí —dice.
Me quedo callada, luego me doy cuenta de que está intentando bromear.
—Te lo has ganado. —Me aparto a un lado y él pasa junto a mí y entra en la cocina.
Cierro la puerta. Nos miramos el uno al otro. Creo que sé lo que va a decir. Creo que me va a hablar de Jane.
—Quería… Quiero disculparme —empieza a decir.
Me quedo paralizada.
—Por lo de antes —dice.
Muevo la cabeza, con el pelo suelto me cae sobre los hombros.
—Soy yo la que debería disculparse.
—Tú ya te disculpaste.
—Pues no me importa disculparme de nuevo.
—No, no quiero eso. Quiero decirte que lo siento. Siento haber gritado. —Asiente con la cabeza—. Y haber dejado la puerta abierta. Sé que eso te molesta.
Se ha quedado un poco corto, pero le debo eso al menos.
—Está bien. —Quiero que me hable de Jane. ¿Puedo volver a preguntarle por ella?
—Es solo que… —Acaricia la isla de la cocina con una mano, se apoya en ella—. No me gusta nada que invadan mi terreno. Probablemente es algo que debería haberte dicho antes, pero…
La frase acaba ahí. Columpia un pie delante del otro.
—¿Pero…? —digo.
Levanta los ojos de debajo de esas cejas oscuras. Simple y directo.
—¿Tienes cerveza?
—Tengo vino. —Pienso en las dos botellas en mi escritorio en el piso de arriba, en las dos copas. Probablemente debería vaciarlas—. ¿Abro una botella?
—Claro, adelante.
Paso por delante de él para ir hacia el armario —huele a jabón— y saco una botella de tinto.
—¿Te parece bien un merlot?
—Ni siquiera sé qué es eso.
—Es un buen tinto.
—Suena bien.
Abro otra puerta del armario. Vacío. En el lavavajillas. Un par de copas tintinean en mi mano; las dejo en la isla, descorcho la botella y sirvo.
Desliza una copa hacia él y la inclina un poco en mi dirección.
—Salud —digo, y tomo un sorbo.
—El caso es que —dice, dándole vueltas a la copa en la mano— pasé un tiempo entre rejas, cumpliendo condena.
Asiento y luego noto que se me abren los ojos. Me parece que nunca había oído a alguien usar esa expresión. Bueno, a alguien que no fuera un personaje en una película.
—¿En la cárcel? —Me oigo a decir a mí misma, estúpidamente.
Él sonríe.
—En la cárcel.
Asiento de nuevo.
—¿Por qué…? ¿Por qué estuviste en la cárcel?
Me mira con serenidad.
—Por agresión. —Y luego—: Agredí a un hombre.
Lo miro fijamente.
—Eso te pone nerviosa —dice.
—No.
La mentira queda suspendida en el aire.
—Solo estoy sorprendida —le digo.
—Debería haber dicho algo. —Se rasca la mandíbula—. Antes de mudarme aquí, quiero decir. Lo entenderé si me pides que me vaya.
No sé si lo dice en serio. ¿Quiero que se vaya?
—¿Qué… qué pasó? —pregunto.
Lanza un suspiro, débilmente.
—Una pelea en un bar. Nada impresionante. —Se encoge de hombros—. Solo que ya había tenido una condena previa. Por lo mismo. Dos strikes.
—Pensaba que eran tres.
—Depende de quién seas.
—Ajá —digo, como si aquello fuera palabra divina, incuestionable.
—Y mi abogado era un borracho.
—Ajá —repito, deduciendo que habla de su abogado de oficio.
—Así que cumplí catorce meses.
—¿Dónde fue eso?
—¿La pelea o la cárcel?
—Las dos cosas.
—Las dos en Massachusetts.
—Ah.
—¿Quieres saber… no sé, los detalles?
Quiero saberlos.
—No, no.
—Fue una estupidez. Tonterías de borrachos.
—Entiendo.
—Pero ahí fue donde aprendí a… ya sabes. Proteger mi… espacio.
—Entiendo.
Nos quedamos ahí, con la mirada baja, como dos adolescentes en una fiesta.
Traslado el peso de mi cuerpo de un pie al otro.
—¿Cuándo…? ¿Cuándo cumpliste condena?
«Cuando corresponda, utilice el vocabulario del paciente».
—Salí en abril. Estuve en Boston durante el verano y luego me vine aquí.
—Entiendo.
—No dejas de repetir eso todo el rato —dice, pero en plan amistoso.
Yo sonrío.
—Bien. —Me aclaro la garganta—. Invadí tu espacio, y no debería haberlo hecho. Por supuesto que puedes quedarte.
¿Lo digo de corazón? Creo que sí.
Toma un sorbo de vino.
—Solo quería que lo supieras. Además —añade, inclinando la copa hacia mí—, esto está muy bueno.
—No me he olvidado de lo del techo, ¿sabes?
Estamos en el sofá, tres copas más tarde —bueno, tres para él, cuatro para mí, así que siete copas en total, si las estamos contando, cosa que no hacemos—, y tardo un segundo en entenderlo.
—¿Qué techo?
Señala.
—El tejado.
—Ah, sí. —Miro hacia arriba, como si pudiera ver a través de los huesos de la casa hasta el tejado—. Claro. ¿Qué te ha hecho pensar en eso?
—Acabas de decir que cuando puedas salir, subirás ahí arriba. A echarle un vistazo.
¿Yo he dicho eso?
—Eso no va a pasar en mucho tiempo —le digo secamente. Tirando a secamente—. Ni siquiera puedo cruzar el jardín.
Una leve sonrisa, una inclinación de la cabeza.
—Algún día, entonces. —Deja la copa sobre la mesa de centro, se pone de pie—. ¿Dónde está el baño?
Me vuelvo en el asiento.
—Por ahí.
—Gracias. —Se va hacia la habitación roja.
Me hundo en el sofá. El cojín me susurra en el oído mientras meneo la cabeza de un lado a otro. «Vi cómo apuñalaban a mi vecina. Esa mujer a la que nunca conociste. Esa mujer a la que nadie ha conocido nunca. Por favor, créeme».
Oigo como la orina taladra el inodoro. Ed solía hacer eso, mear con tanta fuerza que se le oía incluso con la puerta cerrada, como si estuviera perforando un agujero en la porcelana.
La cadena del váter. El silbido del grifo.
«Hay alguien en su casa. Alguien que se hace pasar por ella».
La puerta del baño se abre, se cierra.
«El hijo y el marido mienten. Todos están mintiendo». Me hundo más en el cojín del sofá.
Miro al techo, a las luces como hoyuelos. Cierro los ojos.
«Ayúdame a encontrarla».
Un crujido. Una bisagra, en alguna parte. David podría haber bajado la escalera. Me vuelvo hacia un lado.
«Ayúdame a encontrarla».
Pero cuando abro los ojos al cabo de un momento, David vuelve y se desploma en el sofá. Enderezo la espalda, sonrío. Él me devuelve la sonrisa, mira hacia detrás de mí.
—Qué niña más guapa.
Me vuelvo. Es Olivia, radiante en un marco plateado.
—Tienes su foto abajo —recuerdo—. En la pared.
—Sí.
—¿Por qué?
Se encoge de hombros.
—No lo sé. No tenía nada para reemplazarla. —Apura su copa—. Bueno, ¿y dónde está?
—Con su padre. —Un trago de vino.
Una pausa.
—¿La echas de menos?
—Sí.
—¿Y a él?
—La verdad es que sí.
—¿Hablas a menudo con ellos?
—A todas horas. Ayer mismo, sin ir más lejos.
—¿Cuándo los volverás a ver?
—Probablemente, no hasta dentro de un tiempo. Pero pronto, espero.
No quiero hablar de esto, de ellos. Quiero hablar de la mujer al otro lado del parque.
—¿Le echamos un vistazo a ese techo?
La escalera se enrosca adentrándose en la oscuridad. Yo guío el camino; David me sigue.
Cuando pasamos por el estudio, algo se encrespa junto a mi pierna. Punch, paseándose furtivamente abajo.
—¿Ese era el gato? —pregunta David.
—Ese era el gato —respondo.
Subimos más allá de los dormitorios, ambos a oscuras, y llegamos al descansillo de arriba. Palpo la pared, encuentro el interruptor. En la súbita luz, veo los ojos de David en los míos.
—No parece que esté peor —digo, señalando la mancha de arriba, esparcida por la trampilla como un hematoma.
—No —conviene conmigo—. Pero lo estará. Me encargaré de eso esta semana.
Silencio.
—¿Estás muy ocupado? ¿Estás encontrando mucho trabajo?
Nada.
Me pregunto si no debería hablarle yo de Jane. Me pregunto qué diría él.
Pero antes de que pueda decidirme, me ha besado.