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Abro las persianas, lo veo subir los escalones de la entrada y meter la llave en la cerradura. Abre la puerta; cuando se cierra, ha desaparecido.

¿He hecho lo correcto dejándolo marchar? ¿Deberíamos haber advertido a Little antes? ¿Deberíamos haber llamado a Alistair y a Jane para que vinieran a mi casa?

Demasiado tarde.

Miro al otro lado del parque, a las ventanas vacías, a las habitaciones desiertas. En algún lugar en las profundidades de ese lugar, Ethan está hablando con sus padres, a punto de hacer que su mundo se derrumbe para siempre. Me siento como estaba todos los días de la vida de Olivia: «Por favor, que no te pase nada».

Si hay algo que he aprendido en todo el tiempo que he trabajado con niños, si pudiera reducir esos años a una sola revelación, sería la siguiente: son extraordinariamente fuertes. Pueden soportar la falta de atención y cuidados; pueden sobrevivir a los abusos; pueden resistir, incluso hacerse aún más fuertes, ahí donde los adultos se hundirían como piedras en el agua. Siento mi corazón latir por Ethan. Va a necesitar esa fortaleza. Va a tener que resistir.

Y qué historia… qué historia más terrible. Me estremezco cuando regreso al cuarto de estar, apago la lámpara. Esa pobre mujer. Ese pobre niño.

Y Jane. No Alistair, sino Jane.

Una lágrima me resbala por la mejilla. La toco con el dedo y se expande sobre la piel; la miro con curiosidad. Luego me limpio la mano en el albornoz.

Me pesan los párpados. Camino hacia el dormitorio, a preocuparme, a esperar.

Me paro frente a la ventana, observo la casa al otro lado del parque. No hay signos de vida.

Me muerdo la uña del pulgar hasta que me sale sangre.

Me paseo arriba y abajo por la habitación, hago circuitos alrededor de la alfombra.

Miro mi móvil. Ha pasado media hora sigilosa.

Necesito una distracción Necesito calmar mis nervios Algo familiar. Algo relajante.

La sombra de una duda. Guion de Thornton Wilder, y la favorita personal de Hitchcock de entre sus propias películas: una joven ingenua descubre que su héroe no es quien finge ser. «Vamos tirando y aparentemente no ocurre nada —se queja—. Vivimos en la monotonía. Dormimos y comemos, y nada más. Ni siquiera tenemos verdaderas conversaciones». Hasta que recibe la visita de su tío Charlie.

Ella está en la inopia demasiado tiempo para mi gusto, francamente.

La veo en mi portátil, chupándome el pulgar malherido. El gato entra al cabo de unos minutos, se mete en la cama conmigo. Le aprieto la pata; lanza un siseo.

A medida que la trama se hace más tensa, también ocurre lo mismo dentro de mí, siento una desazón a la que no sé poner nombre. Me pregunto qué estará pasando al otro lado del parque.

Mi móvil empieza a vibrar y se mueve sobre la almohada, a mi lado. Lo cojo.

Vamos a la policía.

Me quedé dormida a las 23.33.

Me levanto de la cama y abro las cortinas. La lluvia golpea mis ventanas de forma sostenida, como fuego de artillería, convirtiéndolas en charcos.

Al otro lado del parque, a través del borrón de la tormenta, la casa está a oscuras.

—«¿Qué sabes tú de cómo es el mundo?».

A mi espalda, la película sigue.

—«Vives en un sueño como una sonámbula, ciega —habla con desprecio el tío Charlie—. ¿Qué sabes tú de cómo es el mundo? Si derribarán las fachadas de las casas, solo encontraríamos cerdos. Usa tu inteligencia, aprende algo».

Me tambaleo hacia el baño, bajo la pendiente de luz que cae por la ventana. Algo que me ayude a volver a dormirme: la melatonina, creo. Esta noche la necesitaré.

Me trago una pastilla. En la pantalla, el cuerpo cae, el tren chirría y empiezan a desfilar los créditos.

—¿Quién soy?

Esta vez no puedo ignorarlo, porque estoy dormida, aunque consciente de ello. Un sueño lúcido.

Aun así, lo intento.

—Déjame en paz, Ed.

—Venga. Habla conmigo.

—No.

No lo veo, no veo nada. Un momento… hay un rastro de él, solo una sombra.

—Creo que tenemos que hablar.

—No. Vete.

Oscuridad. Silencio.

—Algo va mal.

—No. —Pero tiene razón, algo va mal. Esa desazón en mis entrañas.

—Vaya, así que el tal Alistair ha resultado ser el bicho raro de la semana, ¿no?

—No quiero hablar de eso.

—Casi se me olvida. Livvy tiene una pregunta para ti.

—No quiero oírla.

—Solo una. —El fogonazo de unos dientes; una sonrisa curva—. Una pregunta muy sencilla.

—No.

—Adelante, tesoro. Pregúntale a mamá.

—He dicho…

Pero su boca ya está en mi oreja, canalizando sus cálidas palabras hacia el interior de mi cabeza, con esa vocecilla áspera y gutural que usa cuando comparte un secreto.

—¿Cómo está la patita de Punch? —pregunta.

Estoy despierta, con una claridad instantánea, como si me hubieran echado un cubo de agua fría. Mis ojos se abren como platos. Arriba, una columna de luz atraviesa el techo.

Me levanto rodando de la cama y me dirijo a las cortinas, las descorro. La habitación se vuelve gris a mi alrededor; a través de las ventanas, bajo la lluvia, veo la casa de los Russell soportando sobre sus hombros un cielo pavoroso. Un relámpago de luz resquebrajada arriba. El tañido grave de un trueno.

Vuelvo a la cama. Punch protesta en silencio cuando me meto dentro.

«¿Cómo está la patita de Punch?».

Eso era… el nudo de mi estómago.

Cuando Ethan vino a verme anteayer, cuando encontró al gato en lo alto del respaldo del sofá, Punch se deslizó hasta el suelo y se escondió debajo. Entorno los ojos, vuelvo a reproducir la escena desde todos los ángulos. No: Ethan no vio —no pudo— que cojeaba de una pata.

¿O sí la vio? Busco a Punch con la mano y cierro los dedos alrededor de su cola; se frota contra mí. Compruebo la hora en el teléfono: 1.10.

La luz digital centellea en mis ojos. Los cierro con fuerza y luego miro al techo.

—¿Cómo sabía él lo de tu pata? —le pregunto al gato en la oscuridad.

—Porque te visito por las noches —dice Ethan.

La mujer en la ventana
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