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Pues sí: son cosas que pasan.
Nunca me ha gustado esa expresión. Demasiado simplista. Pero aquí estoy y ahí está:
Son cosas que pasan.
Con el vaso en la mano, me dirijo al sofá, donde encuentro a Punch acurrucado en el cojín, moviendo la cola de un lado a otro. Me siento a su lado, deposito el vaso entre mis muslos e inclino la cabeza hacia atrás.
Dejando la ética a un lado —aunque en realidad no es un problema ético, ¿verdad? Lo de mantener relaciones sexuales con un inquilino, quiero decir—, no me puedo creer que hayamos hecho lo que hicimos en la cama de mi hija. ¿Qué diría Ed? Me estremezco. Él no se va a enterar, por supuesto, pero aun así. Aun así. Me dan ganas de prender fuego a las sábanas. Con ponis y todo.
La casa respira a mi alrededor, con el tictac constante del reloj de pared como un pulso débil. Toda la habitación está en sombra, un amasijo de sombras. Me veo a mí misma, mi yo fantasma, reflejada en la pantalla del televisor.
¿Qué haría si estuviera en esa pantalla, si fuera un personaje de una de mis películas? Saldría de la casa para investigar, como Teresa Wright en La sombra de una duda. Llamaría a un amigo, como Jimmy Stewart en La ventana indiscreta. No me quedaría aquí sentada, en un charco de albornoz, preguntándome qué hacer a continuación.
Síndrome de enclaustramiento. Las causas incluyen apoplejía, lesión del tallo cerebral, esclerosis múltiple, incluso envenenamiento. En otras palabras, es un trastorno neurológico, no psicológico. Y sin embargo, aquí estoy, completa y literalmente enclaustrada: con las puertas cerradas, las ventanas cerradas, mientras me encojo y me escondo de la luz, y una mujer es apuñalada al otro lado del parque, y nadie se da cuenta, nadie lo sabe. Excepto yo: yo, embotada de alcohol, separada de su familia, follándose a su inquilino, incluso. Una rarita para los vecinos. Una broma para la policía. Un caso especial para su médico. Digna de compasión para su fisioterapeuta. Una encerrona. Ni heroína, ni detective o sabueso.
Estoy enclaustrada. Confinada aquí dentro.
En un momento dado me levanto, voy hacia la escalera, pongo un pie delante del otro. Estoy en el descansillo, a punto de entrar en mi estudio, cuando me doy cuenta. La puerta del cuartito está entreabierta. Solo un poco, pero lo está.
Mi corazón se para un instante.
Pero ¿por qué debería pararse? Solo es una puerta abierta. Yo misma la abrí el otro día. Para David… Solo que volví a cerrarla de nuevo. Me habría dado cuenta si se hubiera quedado abierta, porque justamente acabo de darme cuenta de que se ha quedado abierta.
Me quedo allí de pie, vacilante como el fuego de una llama. ¿Confío en mí misma?
A pesar de todo, sí, confío en mí.
Camino hacia el cuartito. Apoyo la mano en el pomo de la puerta, con cuidado, como si fuese a escaparse en cualquier momento. Tiro de él.
Dentro todo está oscuro, muy oscuro. Desplazo la mano hacia arriba, encuentro el cordón deshilachado, tiro de él. La habitación se ilumina con una luz blanca y cegadora, como el interior de una bombilla.
Miro a mi alrededor. No hay nada nuevo, no falta nada. Las latas de pintura, las tumbonas de playa.
Y allí, en el estante, está la caja de herramientas de Ed.
Y sé, de algún modo, lo que hay dentro.
Me acerco, alargo el brazo. Abro uno de los cierres, luego el otro. Levanto la tapa despacio.
Es lo primero que veo. El cúter, de nuevo en su sitio, la cuchilla relumbrando en el resplandor de la bombilla.