35
—Supongo que deberíamos haber cerrado la puerta con llave —masculló Ed cuando ella salió corriendo en dirección al vestíbulo.
Me volví hacia él.
—¿Qué esperabas?
—Yo no…
—¿Qué creías que ocurriría? ¿Qué te dije yo que ocurriría?
Como no esperaba una respuesta, salí de la habitación. Las pisadas de Ed me siguieron, amortiguadas sobre la alfombra.
En el vestíbulo, Marie había aparecido por detrás del mostrador de recepción.
—¿Va todo bien, muchachos? —preguntó frunciendo el ceño.
—No —respondí, al mismo tiempo que Ed decía: «Va bien».
Olivia estaba recostada en una butaca junto a la chimenea, con el rostro anegado en lágrimas, como cubierto de una gasa por el reflejo de las llamas. Ed y yo nos acuclillamos a su lado. El calor del hogar me golpeaba en la espalda.
—Livvy… —empezó a decir Ed.
—No —respondió ella, meneando la cabeza hacia atrás y hacia delante. Él volvió a intentarlo, con un tono más suave—. Livvy.
—Vete a la mierda —le gritó ella.
Ambos retrocedimos; yo estuve a punto de caer dentro de la chimenea. Marie se había ocultado tras su mostrador y estaba haciendo todo lo posible por ignorarnos, a los muchachos.
—¿De dónde has sacado esa expresión? —pregunté.
—Anna —dijo Ed.
—De mí no la ha oído.
—Eso no importa ahora.
Ed tenía razón.
—Tesoro —dije mientras le acariciaba el pelo; apartó la cabeza con brusquedad y la metió debajo de un cojín—. Tesoro.
Ed puso una mano sobre la suya. Ella la retiró de golpe.
Él me miró con impotencia.
«Un niño está llorando en tu consulta. ¿Qué haces?». Primero de psicología pediátrica, primer día, primeros diez minutos. Respuesta: lo dejas llorar hasta que se canse. Escuchas, por supuesto, e intentas entender, y le ofreces consuelo, y lo animas a respirar hondo, pero lo dejas llorar hasta que se canse.
—Respira hondo, tesoro —murmuré y le di unos golpecitos con la mano cóncava en la espalda.
Ella se atragantó y farfulló algo.
Pasó el tiempo volando. La habitación estaba fría; las llamas temblaban en la chimenea, por detrás de mí. Entonces Olivia habló con la cara pegada al cojín.
—¿Qué? —preguntó Ed.
Ella levantó la cabeza, tenía las mejillas embadurnadas de moco, y miró hacia la ventana para hablar.
—Quiero irme a casa.
Me quedé mirándola a la cara, el labio tembloroso, la nariz moqueando; y luego miré a Ed, con las arrugas en la frente y las bolsas en los ojos.
¿Yo nos había hecho aquello?
La nieve caía del otro lado de la ventana. La miraba caer, nos vi a los tres reflejados en el cristal: mi marido, mi hija y yo, acurrucados junto al fuego.
Un breve silencio.
Me levanté, caminé hacia el mostrador de recepción. Marie levantó la mirada y en sus labios afloró una sonrisa tensa. Correspondí el gesto.
—La tormenta… —empecé a decir.
—Sí, señora.
—¿A cuánto…? ¿Es muy inminente? ¿Es seguro conducir?
Ella frunció el ceño, tecleó algo en el ordenador.
—La nevada fuerte no será hasta dentro de un par de horas —dijo—. Pero…
—Entonces ¿podríamos…? —La interrumpí—. Perdón.
—Estaba diciendo que las tormentas son difíciles de predecir. —Miró por detrás de mí—. ¿Tenéis pensado marcharos, muchachos?
Me volví, miré a Olivia en la butaca, a Ed acuclillado junto a ella.
—Me parece que sí.
—En tal caso —dijo Marie—, diría que ahora es el momento de ponerse en marcha.
Asentí con la cabeza.
—¿Nos podrías preparar la cuenta, por favor?
Respondió algo, pero yo solo oía el ulular del viento, el crepitar de las llamas.