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Me doy la vuelta y miro mi habitación.
No quiero imaginar lo que debe estar ocurriendo al otro lado del parque. Por mi culpa.
Arrastro los pies hasta la escalera. Con cada paso pienso en Ethan, detrás de esas ventanas, a solas con su padre.
Abajo, abajo, abajo.
Llego a la cocina. Mientras enjuago una copa en el fregadero, el cielo retumba a lo lejos y echo un vistazo a través de las persianas. Las nubes se desplazan a mayor velocidad que antes, las ramas se agitan con frenesí. El viento arrecia. Se acerca la tormenta.
Estoy sentada a la mesa, saboreando un merlot. SILVER BAY, NUEVA ZELANDA, pone en la etiqueta, sobre un pequeño aguafuerte de un barco sacudido por las olas. Tal vez podría mudarme allí y empezar de cero. Me gusta cómo suena Silver Bay, bahía de la Plata. Me encantaría volver a navegar.
Si consigo salir de esta casa alguna vez.
Me acerco a la ventana y levanto un listón; la lluvia repiquetea en el cristal. Echo un vistazo al otro lado del parque. Los postigos continúan cerrados.
Tan pronto como regreso a la mesa, suena el timbre de la puerta.
Perturba el silencio como si se tratara de una alarma. Sacudo la mano sin querer y un poco de vino se derrama por el borde de la copa. Miro la puerta.
Es él. Es Alistair.
El pánico se adueña de mí. Meto rápidamente una mano en el bolsillo; mis dedos apresan el teléfono. Alargo la otra hacia el cúter.
Me levanto y cruzo la cocina despacio. Me acerco al interfono. Me preparo, miro la pantalla.
Ethan.
Mis pulmones se distienden.
Ethan, inclinándose hacia atrás apoyado en los talones, con las manos debajo de las axilas. Aprieto el botón, giro el pestillo y segundos después ha entrado. Gotitas de lluvia centellean en su pelo.
—¿Qué haces aquí?
Me mira desconcertado.
—Me dijiste que viniera.
—Creía que tu padre…
Ethan cierra la puerta y pasa por delante de mí en dirección al cuarto de estar.
—Le he dicho que era un amigo de natación.
—¿No te ha mirado el móvil? —pregunto, yendo detrás de él.
—Guardé tu número con otro nombre.
—¿Y si me hubiera devuelto la llamada?
Ethan se encoge de hombros.
—Pero no lo ha hecho. ¿Qué es eso? —Ha advertido el cúter.
—Nada.
Me lo meto en el bolsillo.
—¿Puedo ir al lavabo?
Asiento.
Mientras está en la habitación roja, activo la pantalla del teléfono en preparación de mi movimiento.
Suena la cisterna, corre el agua del grifo y, poco después, Ethan se acerca de nuevo a mí.
—¿Dónde está Punch?
—No lo sé.
—¿Cómo tiene la pata?
—Bien. —Ahora mismo, me da igual—. Quiero enseñarte algo. —Le pongo el teléfono en la mano—. Abre la aplicación de fotos.
Me mira con el ceño fruncido.
—Tú abre la aplicación —insisto.
Lo observo atentamente mientras lo hace. El reloj de pie empieza a tocar las diez. Contengo la respiración.
Al principio, nada. Permanece impasible.
—Nuestra calle. Al amanecer —dice—. O… un momento, eso es el oeste, así que es al atardece…
Se interrumpe.
Ahí está.
Y un momento después…
Levanta la cabeza y me mira con los ojos como platos.
Seis tañidos, siete.
Abre la boca.
Ocho. Nueve.
—¿Qué…? —balbucea.
Diez.
—Creo que ya es hora de decir la verdad.