UN IMPERIO DE ARENA
Para asistir a la coronación in útero del príncipe Benalí Kamar, habían llegado a Garama muchos personajes de todos los rumbos, pero Benasur a ninguno esperó con tanta ansiedad como a su escriba Mileto. Desde hacía pocos años el griego se encontraba al frente de los negocios del navarca en la región de Ónoba. Vivía casado con Raquel.
A pesar de que Mileto y Raquel habían anunciado su llegada para un día antes de la recepción a Atulkalí, se demoraron en Faleza, y aunque hicieron el viaje en largas jornadas nocturnas, propiciadas por la luna creciente, no entraron en la ciudad hasta una hora después que el ejército del conquistador.
El matrimonio pudo ver en seguida a Benasur, pero no así a Zintia, que, como Reina madre, se encontraba ya estrechamente subordinada a las exigencias del protocolo.
Benasur y Raquel se devoraron con los ojos. Los dos tenían entre sí una rival curiosidad por confrontarse, al cabo de la ausencia, en su aspecto físico. Poco habían cambiado. Quizá Raquel pareciera a los ojos del navarca algo más delgada y con la mirada empañada por una suerte de tristeza, de melancólica serenidad. Benasur, por su parte, mostraba ya unos mechones de canas en sus cabellos. También la boca, de gesto ambicioso y dominante, había perdido fuerza. Ahora los labios se le recogían en las comisuras con un gesto de desencanto.
Mileto, por el contrario, parecía conservarse igual. Si se descubría en él la huella de tan breves años era en ganancia, pues se le había acentuado el aire señorial que empezó a adoptar cuando se puso en relación con Benasur. Mileto había hecho dos viajes a Roma. El trato casi asiduo con Cayo Petronío se le notaba en su cuidadoso, refinado modo de vestir y en las fórmulas mundanas.
- He pensado mucho en vosotros -les dijo Benasur en cuanto cambiaron los saludos de rigor. Y en seguida con intención, con un amable dejo de reproche, le dijo a su escriba-: No me gusta nada esa expresión de melancolía que tiene Raquel. -Y volviéndose a ésta, preguntó-: ¿Acaso Mileto no te hace feliz?
Raquel no contestó. La pregunta de Benasur parecía lastimar su discreción. Mileto repuso rápido:
- Hablas, Benasur, como si tú hubieras hecho feliz a Zintia. ¡La felicidad! ¿Qué de tangible, qué de real tiene esa cosa llamada felicidad? ¡Háblales de felicidad a los cinco mil prisioneros que ha traído Atulkalí! Durante un mes entero Garama dará el bochornoso espectáculo de convertirse en el mercado de esclavos más gigantesco que conocerá el mundo.
Benasur fue sonriendo paulatinamente. Le agradaba comprobar que Mileto no había sufrido mudanza. ¡Qué bonito modo de eludir el problema personal de Raquel, saltándose, como solía hacer siempre el griego, al problema social.
Y el escriba, como viera que Benasur no contestaba, apremió:
- Dime: ¿acaso has hecho feliz a Zintia? La has llevado de extravagancia en extravagancia. La has hecho princesa, la hiciste proclamar Reina madre, y para que todo esto tenga un adobo de pseudolegalidad, has hecho que Rumiban lanzara a Atulkalí a la conquista de los pueblos alhumas.
- Ahora te estás equivocando -le interrumpió Benasur-. No olvides que mañana, desde el balcón principal de palacio, se proclamará el Imperio garamanta. Desde mañana, Zintia será la emperatriz madre…
- ¡Otra extravagancia más! Vas a sentar a tu hijo sobre cosa tan deleznable como un trono de arena. Para llegar aquí hemos recorrido gran parte de ese Imperio. Nueve jornadas de viaje sin que hayamos encontrado ni una sola alma. Sólo en Faleza. ¿Sabes lo que hemos encontrado de día y de noche, a toda hora? ¡Arena! Raquel es testigo…
Raquel sonreía. Quería lo suficiente a Mileto para no sentir la seducción de su voz, sobre todo cuándo hablaba, como ahora, con la intención hiriente. Con ella, no. Era de otro modo. A ella la hería con los silencios y con los significados implícitos. La hería con el divorcio de su alma. En tres años de matrimonio no había logrado conquistar la intimidad de Mileto. Si es que tal intimidad existía. Y, sin embargo, Mileto era dueño absoluto del espíritu de ella.
- Tengo vivísimos deseos de ver a Zintia -dijo Raquel.
- También yo -se sumó Mileto-. Aunque temo que va no pueda llamarle hermana. ¡Debe de haber cambiado tanto con las mutaciones que tú le has impuesto, Benasur…!
- No ha cambiado nada. Ya la veréis esta noche en la recepción -aclaró Benasur. Y en seguida, con el deseo de cambiar de tema, preguntó-: ¿Qué novedades por Ónoba?
- Ninguna. Ya te he escrito sobre esos dos régulos turdetanos, que, sobornados por los équites de Emérita, quieren frustrar mi régimen comunal.
Siempre que Mileto le escribía sobre la excelencia del régimen comunal que había establecido en la región de Ónoba, en la Bética, Benasur sonreía. Pero oírselo ahora de viva voz le hacía francamente gracia. Aquello había comenzado como un ensayo destinado al fracaso, mas la simiente lanzada por Mileto germinó tan prósperamente que Ónoba rendía muy cuantiosas ganancias a Benasur. Mas el navarca estaba en el secreto de aquel inexplicable éxito. Ónoba era una región industrial rica. Producía artículos suntuarios que consumía el resto del mundo. Pero el sistema comunal aplicado a otras comarcas donde no se dieron esas peculiares circunstancias, hubiera producido ruinosos resultados.
La pausa se hizo larga e incómoda. Raquel comprendió que los dos hombres tenían que hablar de muchos asuntos. Se excusó:
- Yo los dejo. Quiero reponerme algo del viaje…
- Si lo prefieres, acuéstate -le dijo Benasur-. La fiesta de esta noche es en honor de Atulkalí. Hablaré a Saladar para que mañana puedas ver a Zintia.
Raquel se fue. Sí, Benasur tenía mucho que hablar con Mileto. Y lo primero que dijo no satisfizo nada al escriba:
- He pensado que te quedes a mi lado…
- ¿Yo? -preguntó, sorprendido y no poco alarmado, Mileto.
- Sí, tú. Te necesito.
- ¿Y Ónoba?
- A Ónoba déjala en las mejores manos que tengas allá. Si es necesario, que la atienda Havila.
- ¿Havila has dicho? No lo pienses, Benasur. El mayor enemigo de mi régimen es Havila.
- Bien. Ya solucionaremos eso…
- Es que no me agrada la idea de volver a trabajar a tu lado.
- Es inútil que te opongas. Vuelvo a decirte que te necesito. Por lo menos, durante una temporada.
Benasur miró atentamente a Mileto. Éste bajó la vista con un gesto de fastidio. Le disgustaba la perspectiva de quedarse en Garama, de vivir subordinado de nuevo a Benasur. Sólo al pensarlo sentía aprensivamente una sensación de asfixia. En Ónoba nadie fiscalizaba a lo menudo su vida, sus actos. En Ónoba disfrutaba de la suficiente libertad para permitirse hacer viajes a Tingis, a Gades y aun a la misma Roma. Y caer en ese torbellino absorbente que era Benasur significaba renunciar a la más mínima e indispensable autonomía. Por otra parte, la vida de Benasur estaba ahora, tal como se lo había escrito, estrechamente ligada a la vida de la Corte: una nueva fuente de compromisos y obligaciones, de tareas molestas y en extremo fatigosas.
Benasur retiró de la mesa un abanico de plumas y lo meció pausadamente contra su pecho.
- Las cosas marchan mal -dijo.
El escriba alzó los ojos. Creyó no haber oído bien. El navarca continuó:
- El golfo Arábigo está infestado de piratas. Hace un mes secuestraron tres naves de mi flota de Philoteras. La ruta terrestre para el Oriente se halla cortada desde hace un año. El rey Artabán ha vuelto a romper con Tiberio. No sería difícil que estallase la guerra. Pero yo no puedo permanecer con los brazos cruzados… ¿Me estás escuchando, Mileto?
- Sí, te escucho. Sigue…
- ¡Es que parece que estás con la mente en otro sitio! -Pensaba en Penélope…
- ¡Deja a Penélope en Itaca, Mileto! Lo que te estoy diciendo es grave…
- Pensaba en Penélope porque recordarás que deshacía por la noche lo que tejía durante el día… Así me parecen tus negocios. Tú tejes muy afanosamente lo que otros destejen a tu espalda… Reconozco, sin embargo, que tú tejes más aprisa.
Benasur continuó abanicándose parsimoniosamente, pero la mano se le crispaba sobre el mango, denunciando así la impaciencia que empezaba a dominarle.
- Si has acabado, desearía continuar…
- Prosigue, Benasur.
- Comprenderás que no voy a hacer nada en el mar Rojo. He ordenado que ninguna de mis naves de Philoteras se haga a la mar. Hasta que se cansen los piratas. Pero me interesa la ruta de los partos. Kashemir de Antioquía me ha sugerido la conveniencia de que llegue a un acuerdo con Artabán. Con ese fin, tomando como pretexto las fiestas de la coronación de mi hijo, le invité a venir. Ha enviado, como yo esperaba, un embajador. Se llama Zisnafes y es el sátrapa de Aria. Tengo informes de que es un hombre inteligente y hábil. Debemos captárnoslo. No se le regatearán honores ni cortesías. Mi objetivo es que me inviten a la corte de Artabán. Tú me acompañarás, Mileto.
Esto era otra cosa. No era quedarse en Garama. Pero Mileto sospechaba lo ingrato que sería reanudar una relación directa con el navarca.
- ¿En tanto tiempo no has logrado hacerte con un escriba? -inquirió el griego.
- Tengo dos por falta de uno; dos que totalizan un mayor grado de inepcia -repuso el judío. Y agregó, halagando a su amigo-: Reconozco que Miletos son difíciles de encontrar.
- ¿Y después de cumplida la misión…? -preguntó el griego sin mucha firmeza, haciendo caso omiso de la lisonja.
- Después, lo que consume mi impaciencia, Mileto. Ya sabes de qué se trata: Cosia Poma y mi hijo.
Al griego no le cogió de sorpresa. El principal encargo que llevó a Bética fue el de investigar el paradero de la joven gaditana. Las primeras pesquisas resultaron inútiles. Pero Mileto logró enterarse al fin, valiéndose de muy variados recursos, de que Cosia Poma se comunicaba con su madre. La joven se había trasladado de la Mauritania a la Tarraconense. Mileto tenía motivos para pensar que Cosia Poma vivía en Barcino. También sospechaba que Silpho le había dado la libertad por quién sabe qué motivos, fingiendo una evasión. Pero todos estos detalles no quiso decírselos a Benasur, tanto por asegurar la tranquilidad de Zintia cuanto por evitarse enojosas gestiones de investigación. A Benasur sólo le dijo que Cosia Poma se comunicaba con su madre. Y que en Gades, enterada la gente, murmuraba del crimen cometido en el mayordomo de Savio Coro; aquel pobre hombre, hostigado por el tormento, terminó por declararse culpable del fingido asesinato de Cosia Poma.
- ¿Es que aún piensas en ella? ¿Acaso la amas todavía? Benasur dejó el abanico sobre la mesa. Quizá las preguntas de Mileto eran las más naturales que podía formularle, pero el navarca sintió como pudor al escucharlas. Sí, pensaba en Cosia Poma por algo muy parecido a lo que pudiera creer Mileto, pero no por eso mismo. ¿Querer a Cosia Poma? No era amor, aunque en el fondo lo fuese. Era algo todavía superior al amor. Era su amor propio herido. Es paternidad burlada. Su orgullo humillado. Eran muchas cosas que, gravitando alrededor del amor, no eran sólo amor. Sí, le parecía tener grabado en su carne, como marca hecha con hierro candente, el recuerdo sensorial de aquella posesión, como si Cosia Poma en vez del puñal que le tenía reservado para el corazón, le hubiera clavado otro más sutil en la entraña. Desde entonces su carne estuvo nostálgica de Cosia Poma. Y toda su paternidad, amasada en meses y años inacabables, le gritaba el nombre de Cosia Poma; le gritaba el nombre desconocido, ignorado, de su primogénito. Eran el hijo y la madre, en una dramática y visceral asociación, los que habían revolucionado su vida sentimental. Y ahora mismo, en vísperas de coronar in útero a un problemático hijo que Zintia le daría, sentía como si traicionara su sangre, su estirpe, aun aquella mezcla de aversión y atracción con que se fundía Roma en su personalidad. Pues, en definitiva -quizá de tanto odiar a Roma-, sentía en lo más recóndito de su conciencia la necesidad de darse un abrazo con la enemiga y terminar la terrible querella que traía en sí mismo durante toda la vida, desde que el centurión de cara cuadrada humilló a su madre fecundándole el vientre.
El destino, en terrible réplica, le había puesto en trance de fecundar un vientre romano, el de la bella gaditana. Y ese hijo desconocido, pero existente, ese hijo mestizo que hubiera podido ser la conciliación segura y firme en su interior querella, se lo había hurtado el odio de Cosia Poma.
Benasur estaba acostumbrado a que los romanos despreciaran a los judíos; pero que Cosia Poma lo odiase y le hubiese echado en cara su odio, rabiosamente, en una carta inolvidable, establecía en negación una reciprocidad de pasiones, sin humillantes diferenciaciones raciales.
Nunca había dejado de pasar la pensión a la madre de Cosia. Más es: desde hacía dos años, cuando supo por Mileto que madre e hija se comunicaban, dobló la pensión, seguro de que la señora asistiría con ese dinero a su hija. Pero esto no llegaba a satisfacerlo ni medianamente. A veces padecía violentas crisis de celos, pensando que Cosia Poma pudiera abandonarse a los brazos de otro hombre. No le importaba tanto tal posibilidad limitándola a la mujer; pero le atormentaba pensar que quien así se abandonase fuera la madre de su hijo.
Prefirió no contestar a Mileto. Por su parte, el escriba no esperaba respuesta. Vio que Benasur se sumía en un grave mutismo y que las facciones de su rostro se endurecían. Algo brillaba en sus ojos que daba una expresión de ternura al gesto rígido.
El escriba se asomó a la terraza y se quedó unos momentos contemplando el bullicio de la gente. Sin moverse comentó en voz alta:
- Los garamantas parecen más contentos que antes. Para los pueblos sólo hay una forma de prosperidad, la que Roma aplica en la Urbe celosamente: pan y circo.
El navarca se volvió hacia Mileto:
- Bien dices. Y Garama es próspera. Si las comunicaciones con el Oriente continúan cerradas, vendrán la crisis y el hambre… Los principales productos de Garama, el junco, la cerámica y el marfil en bruto los vendemos tras el Ganges. Esta prosperidad le está costando cara al Tesoro del reino. No podemos sostenerla en las actuales circunstancias sin caer en la bancarrota. Rumiban ha reducido las tributaciones y por otra parte, ha comprado la producción de las industrias y artesanías del país. Tenemos almacenados seis mil talentos de cuernos de marfil…
- ¿Y el botín de oro que trae Atulkalí? -preguntó Mileto.
- Fue secuestrado en su mayor parte a los pueblos alhumas. Y por ello pertenece a la fortuna personal de Zintia. Ese oro es intocable. ¿Comprendes por qué es urgente llegar a un acuerdo con Artabán?
Mileto trató de comprenderlo. El pueblo de Garama pagaba los gastos de la guerra, y los beneficios que proporcionaba ésta iban a parar a la bolsa particular de Zintia, o sea, de Benasur. Mas el escriba no se atrevió a expresar esta consideración. Por lo demás, no ignoraba que Artabán estaba en el trono del Imperio parto porque acababa de decirlo Benasur. Pero le resultaba difícil precisar cuántas veces había sido depuesto.
Las guerras intestinas de los pueblos del Asia Menor tenían por causa la codicia de Roma, que se polarizaba en la ruta de Oriente. Tiberio, fingiendo una actitud abstencionista en los asuntos orientales, sostenía una política de neutralidad aparente y que no le impedía fomentar las disputas, las subversiones y guerras civiles en los pueblos vecinos al Imperio parto. Por la posesión de esa ruta oriental, que era uno de los más importantes respiros económicos de Roma y la puerta para su expansión territorial, los pueblos helenizados por Alejandro vivían en continua guerra civil. Pero Roma no olvidaba el desastre de Carras. Y si no existían ya viejos para recordarlo, el 9 de julio del año 701 de la fundación de Roma figuraba en los mármoles del Foro como día nefasto.
En la batalla de Carras, en la que el ejército parto se cubrió de gloria, Roma aprendió una amarga lección militar: que las armas cortas podían ser en determinadas condiciones mucho más eficaces que las largas. Pues las armas cortas, los arcos, son de mayor alcance que las lanzas y las espadas, que de nada sirven cuando el enemigo se abstiene, con habilidad e ingenio, de lanzarse al combate de cuerpo a cuerpo. La lección aprendida fue tan importante que vino a cambiar la teoría romana de la guerra, y en los castros los instructores dictaban la nueva táctica a manípulos y centuriones.
Roma supo así que el Imperio parto no era semejante a uno de los tantos países que humillaba en Asia Menor. Y desde entonces obró con prudencia a fin de evitar fricciones peligrosas con esa nación. Pero no olvidaba que Partia era su única salida a la expansión; y no tanto para vengar la afrenta como por dar satisfacción a su ambiciosa necesidad, los estrategas romanos no dejaron de pensar en la posibilidad de una guerra con los partos.
Tiberio, el abstencionista, conocía muy bien todas las lecciones de la Historia. No había sido un general genial, mas sí un militar de talento capaz de llevar sus legiones al triunfo. Pero históricamente él no se sentía obligado a ampliar los dilatados territorios que había dejado como unidad imperial el divino Augusto, su padrino. Y como era hombre prudente y cauto, no osó nunca exponerse a una aventura militar que, en vez de satisfacer una mundana vanagloria, le denunciase a la posteridad como ávido heredero e inepto administrador del Imperio. Y se concretaba a realizar una política de neutralidad, a cuyo socaire podía hacer la guerra preventiva o simplemente policíaca. Valiéndose de una artera diplomacia se había comido sin mayores escrúpulos la Capadocia y animaba la idea de engullirse la Armenia. El primer paso sería llevar al trono de este país a un armenio y principalmente del linaje de los arsácidas, romanizado. Sus sucesores en el trono del Palatino buscarían la fórmula más expedita para abrir la puerta de Oriente. Él se conformaría con dejar lista la escalera para que otros subieran a la meseta de Partia.
Mileto, tras estas consideraciones que se hizo, resumió su parecer ajustándolo al problema que le planteaba Benasur. Y dijo:
- De cualquier modo, me parece que abrir una ruta comercial es mucho más fácil que humillar a Roma.
El griego aludía un tanto imprudentemente a los viejos y abandonados proyectos de Benasur de hacer la guerra al Imperio romano. Y en seguida, no sin cierto veneno, comentó irónico:
- En pocos años, Benasur, has sabido conformar tu apetito a bocados más modestos.
- ¿Quieres un consejo, Mileto? -se revolvió el navarca a punto de irritarse-. Nunca abras tus maxilares cuando tengas el estómago lleno. Yo estoy terminando la digestión de la hartura. No me digas que de un bocado de arena. Hay algo más detrás de eso. Y presiento que estoy próximo a que se me abra el apetito de nuevo. Seré más voraz.
Mileto, sonriendo de un modo que mortificaba a Benasur, repuso:
- Me parece que en Jerusalén, con la muerte del Nazareno, se te cayeron los colmillos… Algo semejante le ha pasado a Raquel.
- Dilo de una vez: ¿qué ocurre entre Raquel y tú?
- Tengo la sospecha de que nuestro matrimonio ha sido la unión de dos mundos que, sin ser antagónicos, no ligan… Sabes que esto sucede con ciertos metales…
- ¿Y qué tiene eso que ver con el Nazareno? -replicó el navarca.
- Tiene que ver muchas cosas. No en vano el Nazareno es un producto palestino, como Raquel, como tú… Vosotros los judíos soléis poner una pasión especial en vuestros asuntos. Aun en el odio sois ludios. Dudo que en cualquier otra raza un hombre como el Nazareno hubiera sido tan celosamente acorralado. El Nazareno, aun en el odio que le teníais, era cosa vuestra y como tal lo ejecutasteis con todas las distinciones de crueldad que podíais dar sólo a una cosa vuestra, con la misma intensidad de aborrecimiento con que sois capaces de amar. Si el Nazareno hubiera sido extranjero… no le habríais dedicado tanta inteligencia… Pero lo que quiero decirte es que Raquel no olvida al Nazareno ni sus prédicas. Ha escrito una historia del Cristo y su Crucifixión. He tenido que llamarla seriamente al orden, pues pretendía imbuir a los turdetanos de Ónoba la creencia en el Mesías…
- Algo parecido sucede con Zintia. Pero ¿qué mal hay en eso?
- ¿Tú lo preguntas? Raquel parece haber perdido la alegría de vivir. Se abstiene de las cosas más naturales, temerosa de infringir la doctrina del Nazareno. De las cosas más simples se escandaliza y continuamente me recrimina diciéndome que me aparto de la senda que impone la nueva vida. No creas que me llama la atención de un modo airado. Me lo dice dulcemente, pero con un tono de voz que me mortifica.
- ¿No cumples con los preceptos?
- Cumplo con los preceptos, Benasur; cumplo con mi sentido ético, que sigo con rigor. Pero tú sabes que nuestra condición es débil y nuestros sentidos buscan el halago. Tú sabes como yo que la prudencia tiene un límite, pero la vida de los sentidos está un poco más allá de ese límite, ahí donde el goce no es sólo sensación, sino también gracia, fantasía, capricho. Supongo que me entiendes. No está la alegría en las dos primeras copas que se toman, que son las prudentes, sino en la tercera. Quizá la tercera copa sea la del exceso, pero en ella está la excitación. No parece sino que Raquel se hubiera impuesto un duelo permanente por la muerte de Cristo. Por su gusto vestiría el cilicio, si yo la dejase. Olvida que toda Jerusalén fue testigo de la Resurrección. ¿Por qué no aceptar que Jesús ya está en la Gloria?, ¿por qué sólo pensar que continúa eternamente agónico pendiente en la cruz?
A Benasur le parecía que el razonamiento de Mileto era admisible solamente a medias, sin acertar a comprender hasta qué punto. Y una voz recóndita e íntima le decía que la conducta de Raquel era intachable. Tras un momento de reflexión, dijo por dar fin a una charla que consideraba inconveniente:
- No olvides que Raquel es judía, Mileto. Y que nosotros, los judíos, tenemos una preocupación moral que es muy distinta a la de vosotros, los gentiles. Nosotros sentimos la moral en la entraña viva de nuestra conciencia…
Iba a rebatirle Mileto, pero Benasur le dijo que no tenían tiempo que perder, pues debían asistir a la recepción en honor de Atulkalí.