LIBRO VI

OLIMPIA

EN EL MAR JÓNICO

Las mañanas de Anfisa eran fuente cotidiana de disgustos para Clío. En el resto del día la britana ganaba una cierta independencia, pero, desde la primera faena de prepararle el baño poco antes del amanecer, hasta la hora sexta que, terminado el aderezo del ama, podía salir a cubierta, los insultos y malos tratos la perseguían durante toda la jornada matinal.

Anfisa mostraba prurito por permanecer desnuda el mayor tiempo posible ante Clío. Desde que se metía en el baño la britana tenía que sobarla una y otra vez en las diferentes fases del aseo; después continuaba con los masajes. Y Anfisa, que parecía estar en querella consigo misma, gritaba al menor roce violento:

- ¡Cretina, animal!

Si cuando le aplicaba el aceite aromático le provocaba la menor molestia:

- ¡Bestia, pata de mula!

Por último, con agua de violeta y piedra telina pulverizada, Clío tenía que quitarle el brillo del aceite, a fin de que la piel quedase tersa y mate.

- ¡Fíjate en lo que haces!

Bajo las manos tímidas, temblorosas de Clío, la seléucida sentía a veces una irreprimible somnolencia. Entonces se quedaba quieta y entornaba los ojos. No se dormía, no. Al cabo de un rato erguía la cabeza para preguntar con el tono más ofensivo:

- ¿Qué miras, pelona?

Y Clío se turbaba al verse sorprendida en la muda, reconcentrada, casi filosófica contemplación de aquel cuerpo que se le antojaba ejemplo de todas las gracias femeninas.

Esta íntima querella entre las dos mujeres se debía a que Clío conocía un secreto de Anfisa. El cuerpo de la seléucida perdía juvenil dureza, tersura en algunas partes. Todavía los senos se mantenían erectos, respondiendo a su juventud. Pero la cintura había perdido flexibilidad, y una breve onda de tejido adiposo comenzaba a amenazar la perfección de las caderas.

Clío era lo bastante prudente para no hacer ninguna alusión a esto. Mas su condición de obligada testigo de la inicial decadencia física de la Seleuco, constituía motivo suficiente para irritar a Anfisa; quien, por otra parte, se negaba a aceptar la posibilidad de tal decadencia. Llevada por su injusta antipatía hacia Clío, una antipatía que tenía mucho de resentimiento, trataba de situar a la adolescente en una posición equívoca, apoyada en los antecedentes lesbios de la muchacha. Clío se ruborizaba. Clío se mordía secretamente su vergüenza, y comprendiendo la intención procuraba hacerse la inocente.

Los peores momentos eran los del peinado. Sin ningún motivo, pretextando algún tirón del cabello o cualquier nimia torpeza en la tarea, Anfisa, sirviéndose de las horquillas, arañaba con sevicia a Clío. Buscaba las partes menos visibles del cuerpo para hincar una de las púas de la horquilla, que hacía deslizar en un arañazo profundo.

Cuidaba de no herirla en un lugar que pudiera ver visto por los demás. Cuando Clío le arreglaba los pies, Anfisa cuidaba de calzarse uno de ellos con el más puntiagudo de los zapatos. Y a la menor falta, la britana recibía un puntapié en el vientre. Anfisa metodizaba con especial inteligencia sus castigos, sus destemplanzas. Y Clío, que, como toda inteligencia habituada a los teoremas de Euclides, tenía muy agudo el sentido del orden, había observado que los arañazos, los pellizcos, los puntapiés se sucedían en un estudiado ciclo.

En los nueve días que llevaban embarcadas en el Aquilonia, Anfisa había logrado refinar sus intemperancias. Y Clío aprendía, no con mucho aprovechamiento, a soportar tan inesperado infortunio.

A la hora sexta, antes del prandium, ama y aya salían a cubierta. Anfisa día a día más hermosa que nunca, más elegante, más dócil a los hábitos de Benasur, Clío más melancólica y apagada.

La britana se iba a proa, donde permanecía viendo el mar hasta la hora del almuerzo. Anfisa no le permitía que se acercara a ella mientras estaban en cubierta. Esta actitud le había chocado a Benasur, pero respetuoso de las jerarquías, no quiso oponer ningún reparo.

Mileto, que observaba la vida que hacían sobre cubierta las dos mujeres, pareció adivinar la querella que Anfisa suponía tan secreta. Y en los últimos días de viaje buscaba ocasión para pasar frente al camarote de las dos jóvenes y escuchar palabras, insultos y quejas.

La mañana que el Aquilonia avistó la costa de Elida, Mileto preguntó a Benasur:

- ¿Estás satisfecho de Anfisa?

El interrogado se encogió de hombros.

- Sí…, ¿por qué no? Es bella, es discreta; es decorativa…

- No es inteligente…

- No lo sé -repuso el navarca.

- A todo lo más, lista… La envidia mantiene en continua actividad su cerebro…

- ¿Envidia? -se extrañó Benasur.

- Sí, envidia. Anfisa es terriblemente envidiosa, y esa envidia es la causa de que Clío en vez de ir a más, languidezca…

- ¡Bah! No compré a Clío para llevármela a un certamen. Que sea útil a Anfisa y con eso es bastante…

- ¿Pero te has fijado cómo va vestida?

- Como lo que es.

- Recuerda si Raquel o Zintia han vestido tan pobre y desabridamente a sus doncellas.

- Mira, Mileto, tenemos demasiados problemas encima para que ahora vengas a hablarme de la lira de once cuerdas.

- Anfisa es una lira monocorde: la envidia.

- ¡Dale con la envidia!…

- Es que la considero la más fría y estéril de las pasiones. Te lo aviso, Benasur: no vivirás tranquilo con una envidiosa a tu lado…

El navarca no quiso replicar. Le importaban tan poco Anfisa, Clío… Y Mileto no hablaba sino con las palabras del cariño de Zintia. Mileto quería preservarle de toda tentación que lo alejase de Zintia.

Los dos amigos se quedaron mirando a la costa. Por momentos era mayor la afluencia de naves de todos los órdenes que acudían hacia la desembocadura del Alfeo. Naves con las más diversas rostras, venidas de los más remotos lugares del mundo. Todas trayendo ricos ociosos que concurrían a presenciar el festival olímpico.

No eran sólo deportistas y amantes de los juegos atléticos. Venían también poetas, filósofos, matemáticos, cantantes, músicos, actores, escultores, pintores, danzantes -todos los representantes del saber y del arte-, a buscar una oportunidad -codiciada oportunidad- para dar a conocer sus creaciones, sus inventos, sus habilidades, su sabiduría. Un triunfo en Olimpia suponía el reconocimiento universal. Y al calor de esta exaltación de los valores del espíritu que arropaba y ennoblecía la exaltación excesiva del valer físico, llegaban también los mercaderes. En las márgenes del Alfeo se organizaba un verdadero mercado internacional.

Faltaban cinco días para que se iniciasen los juegos y la afluencia de naves cuajaba el mar Jónico de velas de todos los colores. Algunas listadas, como las alejandrinas, que evocaban el verde del alto Nilo y el sombrío negro de los templos tebanos. Algunas, pocas, con las velas púrpura, anunciando algún alto funcionario del Imperio o alguna embajada de un retrasado helanódice.

Muchas de esas naves permanecerían siete días en la costa para regresar a sus puertos de origen con el pasaje. Otras, principalmente los unirremes, ascenderían por el Alfeo hasta muy cerca de la confluencia con el Cladeo. Allí se levantaba una ciudad de tiendas de campaña, de barracas de madera donde se servían comidas, de tendejones de la más variada mercancía. En verano cinco días de juegos, siete o diez de estancia se pasaban bien incluso durmiendo a cielo raso. Había también un servicio de coches colectivos que hacían continuos viajes entre la costa y Olimpia. Un recorrido de poco más de cien estadios que los coches cubrían en una hora y pico. Con esta facilidad, los viajeros que quisieran, podían dormir en los barcos.

Esta ciudad improvisada para atender a los visitantes no duraba más de veinte días. Los atletas y sus preparadores se hospedaban en los gimnasios, y las delegaciones o teorías de las ciudades participantes y los invitados ilustres encontraban alojamiento en el amplio y confortable palacio Leonidaión, dentro de la ciudad, servido como el más lujoso mesón que pudiera encontrarse en Alejandría, Roma o Siracusa. Benasur bajó al camarote de Akarkos.

- Hay que pensar en dar asueto a la tripulación. Ordenaré que se les anticipe un salario para que disfruten de las fiestas. Los remeros quedan exentos de servicio hasta el final de la Olimpiada. Debes organizar las guardias, de modo que los prisioneros tengan la debida vigilancia. Creo que no será necesario destinar a este servicio a ningún oficial. Todos querrán irse a los juegos.

Cuando Benasur y Akarkos subieron a cubierta, Anfisa ya estaba contemplando desde la borda el espectáculo. Eran tantas las naves, las barcas, los esquifes que se acercaban hacia el río que parecía un peregrinaje náutico. Ni en un día de apertura del mar en Alejandría se veía tal aglomeración de barcos. Muchas de las naves iban empavesadas con los gallardetes de las ciudades helénicas. Incluso los barcos romanos no se abstenían de rendir esta pleitesía a Grecia. Alejandro de Cnossos, desde la plataforma de mando, se divertía en identificar las rostras. Y a gritos le iba enumerando a Platón: «Tritón de oro, Pegaso, Nereida bicéfala, Caballo gaditano, Dióscuros, Sirena, Senos de Venus, Esfinge, Dagón trípode, Helios, Valva de Tiro, Ibis, Caracol…»

Anfisa se volvió para mirar y sonreír a Alejandro. El oficial se mantuvo muy circunspecto. Benasur observó que Anfisa había sacado una nueva sonrisa de las muchas que tenía guardadas, para saludar al oficial.

Mileto se acercó a Clío. Todo el mundo estaba alegre en el Aquilonia. Sólo ella se mostraba taciturna.

- ¿Qué te sucede, Clío?

Durante la travesía, en varias ocasiones se le había acercado el griego para formularle la misma pregunta. Siempre se había encogido de hombros. Pero hoy dijo:

- Estoy triste, señor. Quizá me pone triste ver tan alegres a los demás. Todos están contentos por los juegos, ¿verdad?

- Sí. Porque se hace una tregua. Y antes de pisar esas tierras, los enemigos deben concertar una tregua. Aquel que tiene un sentimiento de rencor o de odio o de enemistad hacia un semejante debe olvidarlo y ofrecerle las manos y con las manos el corazón. AÍ llegar a Elida toda malquerencia, todo resentimiento debe ser liquidado… Yo no tengo nada contra ti, Clío, pero si te dije algo indebido, perdóname; que yo te ofrezco mis manos.

Era una bonita costumbre. Y Clío dio sus manos a Mileto. Éste, como si quisiera sacudirle la pena, la movió alegremente diciendo:

- ¡Ánimo, Clío, a reír!

Pero el jitón se escotó con el movimiento y Mileto descubrió cerca de la axila de la muchacha la huella reciente de un profundo arañazo. Mileto conocía bien el mundo de la servidumbre para darse cuenta inmediatamente de lo que aquella cicatriz significaba.

- ¿Por qué ha sido? ¡Pero es posible…! -se indignó.

- Fui yo la que me lastimé, señor…

- No, no fuiste tú. Fue Anfisa la que te hirió con una horquilla…

- ¡Oh, no señor!

- Sí, no lo niegues… Lo comprendo muy bien. ¿No te has dado cuenta de lo que le pasa a Anfisa? Le gusta Xandro. Y Xandro para darle celos finge comerte a ti con los ojos, y cuando hay ocasión te dice alguna frase tierna. ¿No comprendes que tú no le gustas a Xandro; que Xandro es rubio como tú; que Xandro y Anfisa se sienten atraídos; que los dos son de viejas familias aristócratas…; que el uno es rubio y la otra morena; que tienen casi la misma edad…? ¿No has visto que Anfisa se viste y se compone sólo para complacer a Xandro?

Y Mileto continuó desahogándose. No tanto por abrirle los ojos a Clío -que nada le importaba, fuera de ese sentimentalismo que le despertaban los desheredados-, como por antipatía hacia Anfisa. Le molestaba la posibilidad de que la seléucida apartase definitivamente a Benasur de Zintia, y, por otra parte, le disgustaba que la joven coquetease con Alejandro, burlando así al judío.

Clío dejó a Mileto y se retiró conturbada.

A la hora del prandium -pues pospusieron el desembarco para después de la siesta-, Mileto preguntó con toda intención:

- Me preocupa Clío, Osnabal… ¿La has seguido observando?

- No… Le he puesto un régimen de alimentación para que engorde un poco y nada más… ¿Qué es lo que le notas?

- Tiene el cuerpo acribillado de heridas -lanzó sin más.

Benasur miró a Mileto inquisitivamente.

- ¿Qué quieres decir, Mileto?

- Quiero decir -insinuó mirando, no sin rencor, a Anfisa- que esa criatura acabará por consumirse si no le cambias de oficio…

Anfisa se movió molesta en el triclinio. Meditó las palabras:

- Acaso pretendes decir que yo… -Y soltó, pérfida-: No, Mileto; a mí me gustan los hombres. No tengo las mismas aficiones que Clío.

Benasur quedó perplejo. Mileto preguntó:

- ¿Qué aficiones le achacas a Clío? Yo a lo que me refiero no es a las aficiones de Clío, sino a las tuyas de clavarle las horquillas… Tus aficiones a martirizar a esa criatura…

Mileto había escogido bien sus últimas palabras. La imputación de lesbiana con que Anfisa quiso infamar a Clío quedó anulada con la tremenda acusación.

- Se compra a una esclava -continuó Mileto-, y se la manumite… Una mujer que cae bajo el señorío de Benasur -aduló hábilmente-, es una mujer predestinada a la felicidad. Eso lo sabemos todos los que te rodeamos, Benasur. Pero cuando esta criatura -volvió a insistir en el aspecto infantil de Clío para hacer más repulsiva la insinuación de Anfisa-, recobra la libertad, cuando debiera empezar a ser feliz, ¡ay!, comienzan sus nostalgias por el mercader de esclavos, que nunca fue ni tan déspota, ni tan cruel ni tan envidioso como la nueva dueña…

Anfisa se había erguido en actitud ofendida. Y exclamó:

- ¡Benasur, no toleres esta infamia! ¡Yo envidiosa, yo cruel, yo déspota!

- Sí, y coqueta… que ya has sacado de quicio a Xandro.

Encendida de vergüenza e indignación, Anfisa se bajó del triclinio.

Siempre estaba hermosa.

- ¿Adonde vas? -le preguntó el judío.

- No permaneceré un momento más al lado de este hombre.

- Calma, Anfisa -le repuso Benasur-. Este hombre es Mileto, que nunca acusa de nada que no pueda probar. No te vayas, porque el Aquilonia es muy pequeño. Donde quiera que te escondas tendrás muy cerca a Mileto. Mejor que eludir las situaciones es afrontarlas… Vuelve a tu puesto, Anfisa, que no hay motivo, por ahora, para tu intemperancia…

Y cuando Anfisa volvió a reclinarse, y todos comenzaron a comer, Benasur, dirigiéndose a un camarero, le dijo:

- Dile a Clío que venga.

Akarkos miró alternativamente a Mileto y Anfisa. Platón sonreía como si no ocurriera nada. La seléucida estaba muy pálida, sin dejar de estar hermosa. Siempre Anfisa estaba hermosa, porque tenía además de belleza una distinción, como un señorío no humano, que no descomponía ninguna expresión. Lo mismo daba que los ojos estuvieran serenos, que irritados, que velados por la vergüenza o la pena. Lo mismo daba que sus labios sonrieran o se contrajesen en una leve crispadura. Había nacido para ser físicamente bella, y Afrodita la hubiera envidiado.

Entró Clío, toda encogida, en el comedor. Por respeto se quitó el gorro. Y mostrar su cabeza pelona fue un nuevo motivo, no buscado, para inspirar mayor simpatía hacia su desgracia.

- Dinos, Clío. ¿Es cierto que tu ama Anfisa te martiriza?

- No, no; no es cierto -se apresuró a negar-. Nunca he dicho tal cosa. Son calumnias del señor -dijo aludiendo a Mileto. Y bajó la cabeza, avergonzada de mentir.

Pero Benasur comprendió que la contestación de Clío no era la más adecuada para negar el cargo.

- ¡No mientas, Clío! -le reconvino Mileto-. ¡Enséñanos ese arañazo que tienes en la axila!

- Has dicho, Mileto, que Clío estaba acribillada de heridas… - precisó Benasur.

- Sí, lo he dicho… Que se desnude.

Benasur le dijo a Osnabal:

- Vete con ella y examínala. Salgamos de dudas… Y a ver si podemos comer en paz. -Y a Mileto-: ¡Oportuno modo de celebrar la tregua, Mileto! Respecto a Alejandro… -se dirigió a la Seleuco-. Mira, Anfisa, yo te he contratado para que estés a mi lado, ya te lo he dicho, no para que coquetees con un subalterno… No es que yo pretenda dominar en tu corazón; pero en la vida nos debemos a nuestros compromisos, a nuestros deberes y obligaciones… Si mientras estás conmigo alguna vez pones los ojos en un hombre procura que ese hombre no sea un colaborador mío… ¡Hay muchos hombres en el mundo, Anfisa, y si hasta ahora no pareces haber tenido mucha prisa por pescar marido ¿a qué viene de pronto esa premura?

Anfisa no oía las consideraciones de Benasur. Estaba aturdida, humillada con lo sucedido, con lo que iba a ocurrir cuando entraran de nuevo el físico y el aya.

No tardaron en regresar. Clío toda temblorosa, sin saber qué con secuencias podría traer aquel examen, aquella extraña disputa, donde un individuo, apenas conocido, se alzaba para defender a una insignificante esclava contra una mujer tan principal. Desde que embarcó en el Aquilonia pudo observar que la vida se había convertido en una serie de absurdos, de inexplicables sorpresas.

Osnabal se reclinó en el triclinio. Pausadamente informó:

- Clío tiene las costras de cuatro heridas, hechas con un instrumento punzante, probablemente la púa de una horquilla, como sospecha Mileto. Además de la herida en la axila, presenta dos en el vientre, una bajo el estómago, otra cerca del ombligo. La cuarta, muy profunda y reciente, pues debe haber sido ocasionada ayer, la tiene en el glúteo derecho. Además he observado dos moretones de golpes contusos; uno en el pecho izquierdo, muy peligroso siempre, pero mucho más en la edad de la muchacha, y otro en un muslo. -Y muy precavido en su informe de físico, aclaró-: No puedo afirmar que estos golpes sean debidos a un acto de agresión, pues pueden ser ocasionados al tropezar accidentalmente con un objeto…

- Esto, querido Osnabal, en el caso de que Clío fuera ciega… - puntualizó Mileto.

Osnabal sonrió sin mucha gana, y continuó:

- Presenta sobre la pelvis dos huellas de golpes. Una apenas si es perceptible. Probablemente tiene de ocho a nueve días. La otra es más reciente y muy clara. Sin que yo pretenda afirmarlo cabe suponer que haya sido originada de un puntapié. La huella corresponde al golpe típico que suelen recibir las sirvientas cuando se encuentran arrodilladas ante su ama en la faena de pedicura… Clío niega que su ama la haya maltratado y no me ha podido explicar cómo ni cuándo se dio los golpes y se produjeron los desgarramientos. Excepto el golpe en el seno, que siempre debe preocupar a un físico, los demás no son de consecuencias.

Osnabal calló. Y en seguida se arrepintió, porque a sus palabras siguió un silencio espeso, molesto. Anfisa había dejado de comer y mantenía la cabeza baja, puesta la vista en el lino que recubría la colchoneta del triclinio. Quizá Mileto era el único regocijado. Al cabo de un rato, Benasur dijo:

- Me he equivocado contigo, Anfisa… -Y destiló con amargura-: Debí de haber elegido a Leda que era la que agradaba a mi corazón… Pero me decidí por ti considerando tus treinta años. Creí que eras una mujer sensata. Lo siento, Anfisa…

Nadie respiró. Siguió un nuevo silencio. Y Benasur sintió sin saber por qué un especial gusto en recriminar a Anfisa. Quizá le molestara que Anfisa sintiera tan viva simpatía por Alejandro.

Se dirigió a la britana:

- Clío, ¿sabes que eres mujer libre?

- No, no lo sé, señor -repuso extrañada, sin comprender.

- Sí, eres mujer libre. Mileto guarda tu libelo de manumisión… Pues bien, como mujer libre tienes derecho a llevar a tu ama a los tribunales. Pero te anticipo que yo no prestaré testimonio. Puedes llevarla a los tribunales y con un buen escriba de leyes obtener una indemnización de dos a cinco dracmas por cada golpe recibido. Si no te los paga (pues Anfisa no tiene dinero), podrás exigir que le den veinticinco azotes en la plaza pública. Mas para esto debes presentar testigos. Y si tú lo quieres, Clío, le pido a Mileto que una vez en Olimpia te lleve al bouleuterión para que juzguen tu caso. Tienes el derecho del agraviado, Clío, y tú decides.

- Señor, vuelvo a repetirte que no tengo ningún agravio que declarar. Que mi ama Anfisa no me ha hecho ningún daño… Pero…

- No te detengas. Habla…

- Desearía que en el primer lugar que lleguemos me vendas a un mercader…

- No, Clío… ¿No dijiste que sabías tañer la lira y que recitabas a los poetas? ¿No me dijiste que sabías teoremas de Euclides? Todas esas cosas que tú sabes necesito aprenderlas. Y desde hoy ganarás conmigo tu salario… Y dormirás en camarote aparte. Has dejado de ser el aya de Anfisa. Y Anfisa tendrá que agradecerte toda la vida que la hayas librado de la afrenta pública.

Osnabal se bajó del triclinio precipitadamente. Acudió en auxilio de la seléucida. La había estado observando desde que Benasur comenzó a hablar. Se le fue aflojando el cuerpo, la palidez se le hizo más intensa y, al fin, se desvaneció.

Se la llevaron entre Platón y Osnabal. Benasur y Akarkos salieron tras de ellos. Mileto iba a abandonar también el triclinio, pero se detuvo al oír la voz de Clío:

- ¡Gracias, señor!…

Tenía los ojos acuosos.

- ¿Qué tiene Anfisa? -preguntó Benasur. -Bilis -diagnosticó Osnabal.

- Púrgala para que se esté todos estos días sin poder salir del Aquilonia.