CLEOPATRA, MUJER DE UN PROFESOR
El maestro no estaba en la casa. La mujer que salió a recibirlos, una joven con una criatura en brazos, les dijo que Ciro formaba parte de uno de los brigadas de salvamento, y que no sabía a qué distrito lo habían destinado.
- Por favor, dile que estuvo a visitarle Mileto de Corinto.
La mujer cambió la expresión apática y entristecida por una sonrisa de simpatía y por una mirada viva, alegre.
- ¿Tú eres Mileto de Corinto? ¡Oh, pasad, por favor, pasad…! ¡Qué pena que haya ocurrido esta catástrofe! Saber que has venido a verle será para Ciro la única alegría que tenga en estos días tan aciagos… Pasad, por favor.
No esperaba Mileto ser acogido tan afectuosamente. No había exagerado Celso. Ciro de Capadocia lo admiraba y de esa admiración había hecho partícipe a su esposa.
Pasaron a una sala de reducidas dimensiones, que era la sala característica del intelectual alejandrino. Una mesa de trabajo con la lámpara, con las hojas de papel, la pluma, el tintero. En un muro, la estantería donde se guardaban rollos de papiros y pergamino. La mitad del otro muro la ocupaba la pintura de un orbis terrarum, que era la moda decorativa, mapas que se dibujaban de acuerdo con los datos tomados en los libros de Estrabón, Posidonios, Polibio, Artemídoros y otros viajeros y geógrafos. En una repisa algunas terracotas, vasos funerarios, sellos de cerámica, abanicos de palma multicolor, amuletos; en fin, los cien objetos producto de las violaciones de las tumbas antiguas, y que tenían sus mejores clientes entre los maestros del Museo y los viajeros que llegaban al puerto.
Dos ventanucos angostos apenas dejaban pasar la luz diurna. La mujer entró en el interior y volvió sin la criatura y con un servicio de bebida.
La langosta aparecía invadiéndolo todo. Se veía a los bichos entre los volúmenes, en las repisas. Uno de los saltamontes se había parado sobre un Horus de terracota dando al idolillo una insólita forma y expresión. Todos los acrídidos movían acompasada, nerviosamente las alas, sin fuerzas para levantar el vuelo, en la última expansión de energías. Pero no acababan de morirse. Millones y millones de estos insectos se encontraban sobre Alejandría en las mismas precarias condiciones de vida; y por eso precisamente, por su agotamiento, habían caído sobre la ciudad causando la catástrofe.
La mujer, mientras se movía de un lado para otro, poniendo en orden los objetos que estaban fuera de su lugar, trataba también de cazar discretamente a los locústidos. Pero la faena resultaba ineficaz, porque nuevos insectos volvían a ponerse a la vista. En las casas pobres, llenas de rendijas, de aberturas, con ventanas sólo cerradas con cuero o con trapos, no habían podido evitar la invasión de la plaga.
- ¿No podrías volver mañana? O si lo prefieres, yo le diré a mi marido dónde te hospedas para que vaya a verte…
- No podré, señora. Es posible que esta misma tarde salgamos mis compañeros y yo para Jerusalén.
- Pero tú no eres judío.
- No, pero ando con judíos…
La mujer escanció en los vasos, que eran de vidrio y no de madera, como en la mayoría de las casas. Luego quemó unas resinas aromáticas en un pebetero. También esto constituía un lujo; pero quizá estos dos detalles onerosos, superfluos, eran, y no otra cosa, los que podían diferenciar la casa de un profesor de Alejandría de la de un asalariado o artesano. También el vestido que llevaba la mujer, más en la línea de la moda romana que a la usanza helena. La joven no era bonita, sino simplemente agradable y simpática: mucho mayor atractivo que el de la gracia física. Y esta simpatía parecía reflejada en los muebles, en los muros de la casa, tan ruin como cualquier casa modesta de Alejandría, pero que se salvaba de su natural sordidez por la inteligente discreción con que estaba decorada, habilitada.
La mujer comentó:
- Las veces que Ciro se ha preguntado dónde te encontraría. A todos los maestros, retóricos o filósofos que venían de Corinto, Siracusa, Roma o Pérgamo, les preguntaba por ti. Se indignaba si alguno decía ser la primera vez que oía tu nombre… Cuando estaba escribiendo los textos de tu asignatura, se dirigió a todos los editores de Roma preguntándoles si sabían tu dirección…
Mileto comenzó a sentirse abrumado por aquel interés. Y pensó que la más insignificante semilla, si cae en tierra fértil, no se pierde. Aquella mujer, lastimada prematuramente por la maternidad o por las privaciones, le despertaba una viva simpatía.
Tomaron unos sorbos de vino. La mujer se disculpó:
- Perdonadme que no os ofrezca otra cosa. Hace dos días que no hay pan. Hoy estuve tres largas horas a la cola de una tahona. Después dijeron que el pan se pondría a la venta en otra panadería… La gente salió como enloquecida y casi me tiran al suelo. Yo me vine a casa… ¡Ya ves qué calamidad tan grande nos ha caído! ¡Isis benigna, qué espanto!
Mileto insinuó:
- No se ha portado muy bien que digamos el Panteón.
- ¡Quita, hombre! Es lo que le digo a Ciro. Deberíamos hacer una pira con todos los dioses, los del Norte y los del Sur, los del Este y el Oeste. Resulta que cada alegría del ser humano nuestro sudor nos cuesta. Y cuando los dioses se hacen presentes con su poder, es para organizar matanzas, estragos, calamidades como la que padecemos. ¡Los dioses! -Y echando una mirada a los idolillos de terracota, reprochó-: ¡Ni para adornar sirven! No he visto figuras más convencionales ni más estúpidas. Por lo menos, vosotros los griegos y también los romanos tenéis dioses agradables a la vista, aunque sean tan inútiles y tan crueles como los nuestros, ¡pero nosotros!
- El verdadero Dios no tiene imagen, porque su rostro es el cosmos: el hombre y la langosta, la estrella y la gota de pus… Y cuando una vez nos enseña el rostro, de tan bondadoso y tierno nos parece tan insignificante, que lo crucificamos…
__¡Oh! Tú, Mileto, ¿acaso eres monoteísta? ¿Fariseo o saduceo?
Dicen que los judíos están ahora divididos por el Crucificado… Jesús el Cristo. ¿No lo dicen así?
- Sí, así es, señora.
- Dime Cleopatra. Ése es mi nombre. Nada original, por cierto. Es como llamarse Julia en Roma o María en Palestina… -Y dirigiéndose a Celso-: ¿Y tú por qué no hablas? Tú no eres alejandrino…
- No, soy sirio. Me llamó Celso Hastoref, y soy compañero de tu marido Ciro.
- ¿Qué cátedra?
- Doy como segundo la lección de Botánica.
- Hermosa asignatura. Entonces eres el ayudante de Dion.
- Así es.
- ¡Qué excelente persona Dion! Es un autentico sabio… ¡Qué modesto… y qué glotón! Es el más voraz comedor de queso que yo he visto en mi vida.
Uno de los insectos había subido al hombro de la joven, y de allí le saltó a la cabeza. Cleopatra movía la mano como para espantar a una mosca. Mileto no pudo contenerse y con un escueto «perdona» se levantó y retiró del cabello al saltamontes. Lo llevaba cuidadosamente cogido de las alas y se acercó al ventanuco. Retiró el cuero, echó al animal a la calle y en esta operación, aprovechando la abertura, tres langostas más se introdujeron en la pieza.
- No merece la pena. Esta noche nos despertaron los llantos de la niña… Tenía sobre la cara y su pecho una plaga… Volviendo a los judíos… ¿Es cierto que están divididos?
- Sí. Antes la división era entre saduceos y fariseos. Los saduceos pertenecen a las clases ricas del país, los fariseos a la clase media, a la burocracia y también a la clase humilde… Ahora hay otra división: la de los partidarios de Jesús el Cristo, que está integrada por individuos de todas las clases sociales, especialmente por las populares.
- ¿Y los esenios?
- Ésos son contemplativos. No intervienen en la vida social. Viven en el desierto dedicados a la mística. Son respetados, incluso admirados, pero no hacen prosélitos…
- Ha de ser interesante Palestina, ¿verdad?
- Sí lo es. Entre la gente, principalmente entre la clase culta, ha hecho progresos el helenismo, pero la masa del pueblo se mantiene muy apegada a sus tradiciones, a sus viejas, antiquísimas fórmulas de vida, tanto en lo social como en lo religioso… Creo, sin embargo, que este pueblo va a sufrir una transformación en sus cimientos con la propagación por todo el país de la doctrina de Jesús el Cristo…
- Dicen que es un credo semejante al de Mitra…
- No; propiamente, no.
- ¿Tú qué sabes de Jesús el Cristo?
- Mucho y poco -respondió evasivo el griego.
- Cuéntame lo mucho -pidió con curiosidad Cleopatra.
- Lo mucho se cuenta en pocas palabras. Yo estaba en Jerusalén cuando llegó Jesús a predicar. Lo vi varias veces. Hablé con uno de sus discípulos llamado Juan… No estuve presente en la crucifixión porque no quise asistir a una iniquidad… Y respecto a lo poco es que no acabo de entender muy bien sus prédicas, ni creo que las haya entendido nadie. La vez que hablé con Juan para que me explicara la doctrina de su maestro se hizo un verdadero lío…
- ¿Cómo era Jesús físicamente?
- Físicamente… Podría decirse que era un Dios sin Olimpo, un rey sin corona, un señor sin siervos, un hombre sin semejante. La mente no puede concebir un lugar donde situar a este dios. Tenía la voz más clara, de timbre más armonioso que he oído en mi vida. Una expresión que enternecía y subyugaba. Algo que era como una asociación de gracia y elegancia, y el don de la persuasión, al que contribuía mucho la serenidad, la dulzura de su mirada… Así era, si puede definirse a Jesús el Cristo. Si me preguntas de qué color eran sus ojos, sus cabellos, su tez, no podría decírtelo. Pero era un hombre que no dejaba sombra… Puedes estar segura de que nadie entendía lo que predicaba, pero la persona que cruzaba su mirada con él lo seguía subyugada.
- ¡Es cierto, es cierto! -exclamó Cleopatra. Y dirigiéndose a Celso Hastoref, le preguntó-: ¿Tú conoces al matrimonio Sabás? Él da lecciones en el Museo… Es matemático.
- Sí, Sabás de Joppe. Sí lo conozco…
- Tienen unos amigos que son adeptos a Jesús el Cristo. Y dicen que, en efecto, era difícil mirar al Mesías, como ellos le dicen, y abstenerse de seguirlo. Los pobres tuvieron que abandonar el barrio judío e ir a vivir detrás del Hipódromo. Otros convertidos a la doctrina del Mesías han seguido su ejemplo. Pero la última vez que vimos a los Sabás nos dijeron que los otros judíos los hostilizaban y los denuncian por sus prácticas, que dicen infamantes. Y según Sabás, lo único que hacen es repartir el pan y beber el vino con unas oraciones… El Padrenuestro. El Padrenuestro es una oración dirigida a Yavé, el Dios de los judíos… Es difícil de entender, ¿verdad?
- Sí, el lío radica en que todos están de acuerdo en que Yavé es el Padre, el único Dios, pero los adeptos de Jesús el Cristo toman a Éste como al Hijo de Dios. Y siendo dos son la misma Persona. Es la esencia divina consubstanciada con las dos Personas…
- Ahora son Tres las Personas -dijo vivamente Cleopatra-. Dicen que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Puro…
- Estás bien enterada, Cleopatra. Yo no quise hablar del Espíritu Divino o Santo, que parece ser la consubstanciación de las Tres Personas, para no complicar más el tema. De esas Tres Personas, sólo una ha sido mortal: Jesús el Cristo. Y aquí empieza para la mente humana la complejidad de esta nueva fe… Porque Jesús muere, como hombre, para redimir a la Humanidad de un pecado inicial que cometieron los padres de la especie…
- No me negarás que el tema es apasionante… A mí me encanta escuchar a los Sabás hablar de la nueva doctrina. Generalmente siempre tienen algo nuevo que contarnos, pues lo que sucede en Jerusalén se sabe aquí en seguida… Ahora dicen que hay un grupo de fariseos al frente de los cuales anda un tal Saulo de Tarso, que no deja títere con cabeza. Hace apenas unos meses lapidaron a Esteban, un hombre que era un santo.
- ¿Los Sabás son simpatizantes de la nueva fe? -preguntó Mileto.
- Ella me parece que sí. La veo como muy catequizada por sus amigos. Él, no. Él es un helenizante… extremista. De los que no creen en nada. Dice que desde lo más antiguo el brujo, el reyezuelo y el matón se asociaron para explotar a la tribu. Y que la farsa se ha perfeccionado tanto, que ha hecho posible que un Tiberio en Capri, un Macrón en el Pretorio y un Jove en el Capitolio puedan dominar a todo el mundo.
Mileto podía dar más amplias y claras explicaciones sobre la nueva fe, pero temía alargarse mucho o correr el riesgo de dejar las cosas en mayor confusión. Y al oír el toque de las trompetas pretorianas, aprovechó para cambiar de tema:
- El incendio debe de estar propagándose…
- ¿Qué incendio?
- El del barrio de Rhacotis. Nos han dicho que había estallado en tres puntos distintos. Nosotros vimos cómo se iniciaba en una panadería.
- ¿Qué tiene que ver la plaga con el fuego?
- Da la casualidad, Cleopatra -le dijo Hastoref con un tonillo irónico-, que el incendio acaba con todas las plagas y evita las epidemias…
- ¿Tú crees que es intencionado? -dudó la joven con una expresión de miedo. El sirio movió afirmativamente la cabeza-. ¡Dioses benditos, asistidnos! ¡Rhacotis está a un lado!
- Sí, pero la zona incendiada es la de poniente, la que está entre los dos malecones… ¿No era proyecto del prefecto anterior, Galión, abrir ahí una gran avenida!
- ¡Pero el incendio es horrible¡
- Ya te contará hoy tu marido… Empiezo a pensar que a las autoridades ya les ha alcanzado el miedo.
Los dos hombres se pusieron en pie. Mileto se disculpó:
- Siento, Cleopatra, tener que dejarte. Pero me esperan en el «Gorro de Oro». Me voy a llevar vuestra dirección y yo os dejaré la mía. Dile a tu marido que tendré mucho gusto en visitarlo en la primera oportunidad, que en cuanto tenga unos días libres haré un viaje ex profeso para visitaros.
Apuntó en un papel su dirección y en otro anotó la de Ciro de Capadocia. Después sacó una moneda de oro y se la dio a Cleopatra:
- Si las tiendas estuvieran abiertas, yo mismo te mandaría una muñeca para tu niña. Te suplico, Cleopatra, que me hagas el favor de comprársela en mi nombre. Saluda a Ciro.
La mujer comprendió, y el agradecimiento asomó a sus ojos. No pudo articular palabra. Estaba profundamente emocionada. Pensando que una moneda de oro en aquellos momentos era una fortuna, pues el pan y la leche y la carne y el queso que se negarían a hacerse presentes a los reclamos de las monedas de cobre, que se entregarían muy escasamente a las de plata, sabía que se desbordarían halagadoramente ante una moneda de oro. Aquel Mileto de Corinto, a quien tanta devoción le tenía su marido, había surgido en el momento más trágico para proporcionarles la solución al problema de los quince primeros días. Los más graves.
Ya en la calle, Mileto le dijo a Celso:
- Si no tienes cosa mejor que hacer, acompáñame a almorzar. Así sabré si nos quedamos en Alejandría o si salimos esta tarde. Si nos quedamos, me gustaría visitar a Onofris.
Celso aceptó y los dos hombres se dirigieron al «Gorro de Oro».
La clientela del establecimiento estaba compungida. Los dos amplios patios interiores del establecimiento eran ahora enormes depósitos de langosta. En el piso de los corredores y de los salones había una espesa capa viscosa de acrídidos aplastados por los huéspedes. Y aunque los mozos del mesón mantenían una limpieza continua, la faena resultaba inútil dada la cantidad de animales que saltaban de los patios al interior del establecimiento. En la calle, las brigadas de voluntarios estaban abriendo el pasadizo para que pudiesen entrar los carros. Hasta que tal cosa no se lograse, mal podrían limpiarse los patios interiores.
Mileto se explicó la aflicción de los huéspedes cuando Benasur, que ya lo esperaba en el «Gorro de Oro», le dijo:
- Tendremos que almorzar en el barco. Aquí no hay un adarme de comida. Zisnafes se ha ido a comer a casa de Sid Falam. El problema es el de los miembros de la embajada. Se dice que la Prefectura ha prometido surtir de comestibles a los mesones de la ciudad esta tarde.
- La catástrofe ha sido de una magnitud insospechada.
- Sí. Pero, por fortuna, parece que extensas regiones del valle se han salvado de la plaga. Esto es un alivio.
Mileto presentó a Celso Hastoref:
- Es un profesor del Museo a quien había invitado a almorzar. Con él he recorrido el barrio de Rhacotis…
- Si quiere acompañarnos al Aquilonia…
El botánico aceptó.
Cuando llegaron a la nave, Benasur ordenó salir a plena mar, a fin de evitar, mientras comían, la pestilencia de la plaga. El profesor pasó dos horas encantado con aquel inesperado paseo marino. A media tarde lo dejaron en el muelle.