EL DESIERTO, PARAÍSO
El gran oasis en que se asentaba la ciudad de Garama se extendía al norte unas cuatro millas romanas, a cuyo termino se iniciaba la hamada de Aduham. La estribación oriental de la hamada era bordeada por una franja esteparia. No era éste el camino más directo para Cydamos, pero las caravanas preferían hacer un rodeo en dirección a levante, como si fueran hacia Omaní, para no atravesar la hamada, donde los dromedarios no daban el rendimiento que en la tierra de la estepa o en la arena.
A media jornada la hamada descendía al desierto, y allí empezaba un reg o camino que unía entre sí a los oasis Tuzben, Buluba, Galzami y Balahalá, ya en ruta noroeste hacia Cydamos.
Esta región de los oasis era conocida como el «vergel garamanta» y su población, que totalizada no llegaba a dos mil almas, tributaba a la gobernatura de Cydamos. Una población seminómada, a la que los vecinos de Cydamos miraban con desconfianza y menosprecio Porque Cydamos se estimaba como la ciudad más civilizada y más industrial de todas las ciudades garamantas.
La caravana real llegó al lomerío norte del pedregal de Aduham con los primeros fríos de la madrugada, pero no se dio reposo y se internó en el desierto de arena siguiendo el reg de Tuzben.
Antes de que el sol salga, la luz del día parece emanar de la misma arena. No hay punto cardinal en el desierto que anuncie la luz. La luz surge como una evaporación, y los perfiles de las dunas se encienden fosforecidos. A veces son las dunas del norte las que se iluminan antes; otras, las del poniente o del sur. Se iluminan según el viento las ha dejado conformadas, pues las hay cónicas y las hay rectas, iguales que aristas de prisma, las hay de redondeces ovoides u onduladas, como olas del mar. Según estén de alborotados y caprichosos los vientos alegres en que el gran Xoruc se destrenza al bajar de la hamada.
La luz rastrea, pero a diferencia del agua que busca la sinuosidad más honda, la luz que anuncia el amanecer conquista los perfiles más elevados. Se hace tan luminosa como el bisel que talla el lapidario, y luego, poco a poco, se deja desparramar perezosamente por la falda de la duna. En el hoyanco aún está la noche fraguándose con rayos de estrella, y por eso la duna, en lo hondo, tiene densidades de amatista.
Es la hora de la duda y de la confusión. El desierto es más bello y más falso que nunca. Es la hora en que el hombre se pierde. Y entonces, para salvarse, el hombre del desierto amanece. No es el desierto el que despierta, sino el hombre. Y este «amanecer el hombre» del desierto significa hacer un alto en la jornada e invocar al poderoso Abadamí.
En ese momento no se piensa ni en el viaje ni en el negocio. No se piensa en la mujer de dulce y sabroso regazo ni en el higo del sicómoro. No se piensa más que en Abadamí, en Dios. Y el hombre presenta su cara a levante, pues tenga limpia o turbia la conciencia, a cada nuevo día debe ofrecer su cara a Dios.
«Si no quieres condenarte, que nunca el alba te atrape dormido», dice la máxima del Gran Libro del desierto. El libro grande, cosmogónico, que nadie ha visto ni nadie ha leído, pero que todas las bocas de los hombres del desierto invocan y recitan en los más diversos dialectos, desde el Mar Océano al Mar Rojo.
La aurora, si no es una luz plana, extendida y compacta como un vidrio coloreado, puede ser un estallido luminoso de naranja que se funde en rojos que desparraman por el cielo enormes estrías de color malva. Y puede ser también de un rojo ceniciento. Sucede cuando el candente Xoruc viene anunciando un mediodía tormentoso.
Como quiera que sea la aurora, el hombre del desierto saludará a Dios y le dará las gracias por su presencia. Y en su corazón rezumará la alegría de hallarse en esta maravilla, fuente de todas las riquezas que es el desierto. Porque el Gran Libro miente también como todos los libros.
A media mañana, la caravana acampó al abrigo de una duna. En unos cuantos minutos se levantaron las tiendas. Los camelleros eran expertos en estas faenas. Mileto y Raquel se admiraron de su alojamiento. Que el junco participara de las mismas condiciones del agua de La Fuente Azul -fresco en el ardor del día, caliente en el frío de la noche- quizá no fuera más que una ilusión de los garamantas, mas una ilusión capaz de convertir el mito en realidad, pues los viajeros observaron mejor que en otras ocasiones que las esteras de junco que forraban y decoraban la lona de la tienda daban una frescura reconfortadora en esa hora en que empezaba a sentirse el agobio de! calor.
Aunque a Raquel no le llamaba la atención ninguna artesanía garamanta, examinó con curiosidad los escasos muebles, utensilios y adminículos que hicieron de la tienda una pieza casi confortable: la colchoneta con sus linos impecables; la mesita y los dos banquillos de madera, ornamentados con arabescos de ébano, cedro y marfil; el odre para el agua de aseo, la jofaina de barro de Cydamos, el espéculo de obsidiana bruñida, el pebetero con hornilla de cobre, la lucerna de cerámica; en fin, todos los objetos que servían para mitigar los estragos de una larga jornada por el desierto.
Benasur los invitó a tomar una taza de té de opio antes de acostarse, pero el matrimonio rehusó. Tanto Raquel como Mileto estaban rendidos de cansancio. Era difícil para ellos habituarse a la silla del camello. También lo era para Benasur, mas el navarca, por un prurito de fortaleza muy característico en él, nunca se quejaba de los esfuerzos ni de las fatigas. Uno de los aspectos del carácter de Benasur que irritaba a Mileto, era esa fingida resistencia física.
Los dos jóvenes se durmieron pronto y bien. No dieron señales de vida hasta que uno de los criados vino a despertarlos, a la caída de la tarde.
- Dice kum Benemir que vayáis en seguida a su tienda. Y que os pongáis de gala.
El griego miró interrogadoramente a su esposa. Al criado le pareció oportuno explicarles:
- A trescientos pasos detrás de la duna hay un campamento de tribu nómada. Y el Mayor de la tribu ha dado aviso de que viene a visitar al señor.
- Bien -dijo Mileto-, dile a kum Benemir que en seguida vamos.
El griego comprendió. Y mientras se lavaba, dijo:
- Inconvenientes de ser gran señor garamanta, Raquel. Ponte tus mejores trapos, no escatimes ninguna alhaja… Así despertaremos su codicia. Y nos dejarán desnudos… ¿No te divertiría ver a Benasur con una mano delante y otra detrás, invocando entre orgulloso y humillado al Señor Yavé?
Raquel no contestó. Por lo general, no le divertían las ingeniosidades que Mileto decía de Benasur. Se aseó rápidamente, se vistió con diligencia y al fin los dos jóvenes entraron en la tienda de Benasur.
El navarca relampagueaba. Cualquier pretexto era bueno para que el judío se pusiera sus más deslumbradoras prendas y joyas, mas ahora se había excedido con el deseo de admirar a los nómadas.
- Esto se lo debemos a la gran política de Kaivan -explicó aludiendo irónicamente al apóstol de la unificación de los pueblos nómadas-, de la que tú, caro Mileto, hablas con tanto entusiasmo. Por el mejor éxito de tal política, resígnate… -Y fijándose en el collar del escriba, preguntó-: ¿Dónde has mercado tan espléndida alhaja?
- Me obsequiaron con ella los esclavos de las herrerías de Ónoba a quienes les tocó libelo de manumisión el año pasado…
- ¡Ah! Me gusta tu collar…
- Las piedras son de Faleza.
- Supongo… ¿Y el oro?
- No sé -repuso Mileto-. La alhaja es obra del artífice Mir, de Barcino.
Benasur, mirando de arriba abajo a Raquel, comentó:
- Estás elegante, Raquel, pero sobria… No vas a impresionar a esos nómadas… -Y en seguida-: Siento deciros que tendremos que cenar con el jefe de la tribu. Procurad fingir que la comida os agrada. Procurad ser corteses. Y no os asombréis de nada. Tú, Mileto, habla lo mejor que puedas el garamanta… Di de vez en cuando alguna frase en árabe, que la entenderán. Así te tomarán por un libio rubio. Y tú, Raquel, sonríe, oigas lo que oigas.
La tribu se llamaba Huila. ¿Por qué se llamaba así? Nadie lo sabría. Sin duda Huila era el nombre de uno de los mil oasis dispersos por el desierto. No quería decir que la tribu fuese originaria de ese oasis, sino que el jefe le había gustado el nombre para identificarse y arrastrarlo en sus errabundeos. Quizá fuera nombre heredado del padre ó del abuelo, y el actual jefe y su familia ignoraban en cuál de los siete desiertos mayores se encontraba el oasis.
El Mayor de la tribu se llamaba Hamondabid. Se hizo anunciar y en seguida pasó con dos hombres a la tienda de Benasur y Osnabal. Desde la puerta, que custodiaban dos guardias, hizo una profunda reverencia. Él y sus acompañantes estaban ensabanados en los albos mantos. En la keffija, a la altura de la frente, llevaba un cordón de seda roja.
- Que el Altísimo y sus príncipes sean con vosotros; que el divino Abadamí, Señor del Desierto, conduzca vuestros pasos -saludó Hamondabid.
Los otros debieron de decir las mismas palabras; pero de modo tan quedo para no sobresalir de la voz del jefe, que no se les oyó nada. Besaron la arena de la entrada de la tienda, se quitaron las babuchas, volvieron a ponérselas, y dieron tres pasos contados.
Benasur bajó la cabeza, se llevó las manos cruzadas al pecho y respondió:
- El Altísimo y sus príncipes os traigan a mi humilde morada. Que Abadamí, el divino, os proteja, caballeros.
Mileto y Osnabal imitaron a Benasur en los ademanes, pero se mantuvieron callados.
Los nómadas sonrieron. En seguida Hamondabid sacó un pequeño estuche de cuero repujado y tomó de él unos granos de sal que ofreció a Benasur, diciendo:
- Soy el Mayor de la tribu Huila, linaje de cuatro generaciones. Y tú y los tuyos, ¿de qué linaje sois?
- Por cuarenta generaciones soy del linaje de Benemir, que nació a orillas del Tigris. Mi hijo, el muy alto Benalí Kamar, se sienta en el trono de Garama.
Hamondabid miró alternativamente a sus dos acompañantes.
- La tribu Huila es amiga desde tres generaciones del trono de Garama -dijo.
Benasur, a cambio de los granos de sal, dio al nómada unas monedas de plata. Luego se sentaron en rueda. Un criado sirvió unos vasos de cerveza.
- Es providencia del Altísimo y sus príncipes, kum Benemir, que hayáis acampado al lado de la tribu Huila, y que tu hijo el muy alto Benalí Kamar se siente en el trono de Garama; porque así podrás influir para que se me haga justicia. Sabrás que en el tiempo dorado, hace quince años, recién casado, llegué a Garama. Apenas había atravesado la Puerta del Sol cuando unos guardias me pidieron tributo. Has de saber que la tribu Huila no tiene dinero para pagar tributos, mas los guardias garamantas me quitaron un asno, j Un asno, kum Benemir! Un asno joven y que era la alegría de mis ojos. Me fui al mercado y vendí un buey flaco, moribundo, que tenía más años que la tribu, pero un garamanta codicioso y sin escrúpulos me metió por los ojos una mujer, que decía entera, y antes de probarla la mala hembra desapareció con los dineros y una burra que, despojado del asno, recibía las alegrías de mis ojos. Mi mujer me decía: «¡Vamonos de esta ciudad, que no es verdad sino espejismo, y que tanto merma nuestro ganado!»
Pero yo continué en Garama porque deseaba recuperar lo que había perdido. Y tan desolado andaba por la ciudad, alimentándonos sólo de los residuos del mercado, que un día otro garamanta, viendo las penas de mis ojos, me dijo: «Todo eso que me cuentas tiene fácil arreglo. Vete a palacio y pide audiencia al rey». Fui a palacio y allí mis benditos ojos quedaron nublados de tanta miseria. Entre leprosos, jorobados, monstruos y deformes había un viejo sarnoso que sólo lanzaba aullidos. No tenía lengua. Del cuello le colgaba un cuero escrito que decía: «No muevas tu lengua para decir una impertinencia al Rey». Y yo pensé: «Decir al Rey que Hamondabid se queja porque le han robado dos asnos y el producto de un buey ¿no será impertinencia?» Y me dije: «Guárdate la lengua, que tienes manos». Y mis inocentes ojos se cerraban cuando mis manos se abrían, y así reuní cinco asnos, dos mulas y un buey mucho más joven que el que había vendido. Pero al salir de la ciudad por la Puerta de Namón, un guardia me dice: «¡Ah, condenado bandolero! Dejarás aquí los cinco asnos, las dos mulas, el buey y la paga de todo lo que comisteis en Garama, que serán esos dos chivos». Y para que no pudiera alegar mis razones, el guardia llamó a otros de los suyos, que comenzaron a apalearnos. Lo que quiere decir que además del buey flaco, me debe Garama la pareja de asnos, más diez crías, los dos chivos y un camello por los agravios. Y te diré más, por el brillo de mis ojos…
Benasur le cortó:
- Respetable Hamondabid: Mi consejero Aristo tomará nota cabal de tu reclamación, y agregará a ella las compensaciones debidas por agravios. Te extenderá recibo, que guardarás bien, y cuando se cumpla el año sabático, tú o uno de los tuyos se presentará al Tesoro de Garama para recibir lo que es justo… Pero ahora, como tenemos pensado salir en cuanto se ponga el sol, te digo que estamos prestos a recibir tu hospitalidad.
El nómada se dio por satisfecho e invitó a sus huéspedes a que lo siguieran. Raquel y Mileto se subieron a una camello. Benasur y Osnabal, en compañía de los nómadas se dirigieron a pie a la tribu.
- ¿Quién es la mujer principal? -preguntó Hamondabid refiriéndose a Raquel.
- Doncella de la Corte.
- ¿Es tu mujer?
- No. Es la esposa de Aristo.
Cuando salvaron la duna, Benasur vio el campamento de la tribu. Eran cinco tiendas. Un grupo de hombres, mujeres y niños esperaban a los huéspedes. Raquel y Mileto se aproximaban ya al campamento. Para quitar cualquier mal pensamiento a los nómadas, los custodios de la caravana se apostaron en la cresta de la duna. Así vigilaban los dos campamentos. Y algo lejos, en la duna más alta de aquel lugar, se hallaba el vigía con su cuerno sobre el hombro.
Hasta que Benasur, Osnabal y los nómadas no llegaron a la tribu, no se bajaron del camello Raquel y Mileto. Y los cuatro se introdujeron en la tienda de Hamondabid. El ceremonial se hizo ahora más largo por parte del jefe, puesto que se trataba de abrirles hospitalariamente la casa a sus huéspedes.
La comida fue, como había previsto Benasur, íntima. Una pasta hecha con grano de mijo silvestre, maná de sicómoro, yerbas incomibles y unos pedazos de carne seca, dura, amarga de un animal inidentificable, probablemente un asno. Sin embargo, Benasur observó que la cena era excepcional, pues difícilmente el nómada da carne a sus invitados, ya que él mismo la come muy de tarde en tarde, sólo en ocasiones muy señaladas.
- ¿Cuántas cabezas de ganado tienes?
- Pasan de cuarenta, pero no llegan a cincuenta. De ganado menor, señor. Y dos bueyes para el tiro de las carretas, y seis asnos para el viaje de los hombres…
Benasur descubrió en seguida la mentira de Hamondabid, pues había visto detrás de las tiendas la cabeza de un dromedario. Inspeccionó con discretas miradas el interior: canastos de junco, un odre inmundo para el agua, una jarra de madera de sicómoro, una manta de piel, tres tapices, dos banquillos. Y además de estos objetos, dos ánforas de cerámica de Cydamos, un arcón de madera -no de cuero- reforzado con guarniciones de cobre y un espéculo con marco y mango de bronce muy trabajado. Supuso en seguida que estos objetos eran producto de un latrocinio, ya que el nómada no usa cerámica -que resulta frágil y estorbosa para tus andanzas- ni usa tampoco arcones, sino bolsas de lona o cuero. El nómada no lleva consigo nada que sea frágil, voluminoso o pesado.
Suponía Benasur que la depredación debían de haberla cometido muy recientemente. No era una tribu lo bastante numerosa para haber asaltado a una caravana, compuesta de hombres y todos armados. Seguramente habían asaltado una aldea, uno de los pequeños oasis que parasitan sedentarios en medio del desierto. Probablemente la víctima era el poblado Tuzben.
En griego le dijo a Mileto:
- Sal de la tienda y dile al jefe de la escolta que aprisione a toda la tribu. Son unos asaltantes. No sé si han acampado a nuestro lado por casualidad o por malicia; pero, como sea, los llevaremos hasta Tuzben.
Y como Mileto hiciera un gesto de sorpresa, insistió: -Ya conozco a estas gentes. Ve y haz lo que te digo. Salió Mileto. Hamondabid se mostró extrañado. Benasur le dijo: -No tenemos mucho tiempo que perder, y le he dicho que vaya a escribir el recibo de la deuda de Garama para que las cosas queden en su punto.
Pero desde ese momento Hamondabid dio muestras de nerviosidad. Y le ofreció a Benasur, con ánimo de ganárselo:
- Como no traes hembra con quien emparejarte, yo quisiera ofrecerte a mi hija, que tiene trece años y está entera. Es la alegría de mis ojos, mas nunca estará mejor dada que en acto de hospitalidad a tan gran personaje. Y si después de usarla quieres quedarte con ella, te la llevas; y si no te agrada, me la devuelves.
- He hecho promesa al divino Abadamí de no tocar mujer, ni joven ni vieja, ni entera ni usada, hasta el final de mi viaje, que es en las arenas que lame el mar romano.
Porque Benasur sabía lo comprometidos que eran los pactos entre las gentes del desierto, y no quería tener complicaciones, si, contrariamente a lo que pensaba, la tribu Huila no había hecho violencia.
A medianoche llegaron a Tuzben. Los guías de la caravana real tocaron las trompetas, pero ningún vecino salió a recibirlos. Aunque los hombres de la tribu Huila se pasaron toda la noche maldiciendo y protestando contra el abuso de que eran objeto, Benasur estaba convencido de su culpabilidad.
Tuzben era un oasis pequeño y pobre. Vivían en él unas veinte familias. La tierra era blanda, esteparia. Un centenar de palmeras, un pozo de agua, seis mapales o casas de adobe y el resto tiendas de lona cubiertas con palma. Las mujeres trabajaban unas pequeñas parcelas de tierra, y los hombres vivían de custodiar o conducir caravanas en la región del desierto que les era propia.
La escolta de la caravana de Benasur entró en el oasis con los hachones en alto. Registraron casas y tiendas. Estaban saqueadas. Y sólo aparecieron seis mujeres muertas, con la cabeza seccionada. Dos de ellas, las más jóvenes, con evidentes muestras de haber sido violentadas.
Benasur hizo que Hamondabid viera a las mujeres. Pero el Mayor de la tribu Huila continuó protestando de su inocencia. Y como no hubo forma de arrancarle la confesión, la caravana siguió con los presos hasta Buluba, asiento de cien familias.
Llegaron a la caída de la tarde del día siguiente, después de una jornada fatigosísima. Al toque de las cornetas, salió una buena parte del vecindario a recibirlos, con el decurión de la guarnición -quince soldados garamantas- a la cabeza.
En el oasis Buluba tenían noticias ya del asalto a Tuzben, pues las dieciocho mujeres que pudieron escapar se refugiaron allí con los niños.
Benasur entregó los prisioneros al decurión:
- Tengo sospecha que esta tribu es la autora del asalto a Tuzben. Ve si las mujeres los reconocen o reconocen como de su propiedad algunos de los objetos que traen. Sospecho que la mayoría de las cosas robadas las han vendido o las tienen escondidas. Si son ellos, aplícales la ley. Y a las mujeres véndelas en el mercado de esclavos de Cydamos, y darás el producto a los deudos de las víctimas.
La caravana real acampó en las afueras del oasis.
A la hora de la cena, Mileto hizo un comentario cáustico sobre el exceso de lujo y comodidades de sus tiendas comparado con la miseria de los nómadas.
- Irrita que sea la miseria la que ataque y robe a la miseria.
Benasur le repuso:
- ¿De qué miseria hablas, Mileto? Si quieres ser justo, habla de una posible sordidez; pero la sordidez del nómada no está hecha con mezquindades del corazón, sino por exigencias de la vida que impone el mundo en que se mueve. El nómada es rico, aunque nosotros, gente de ciudad, no sepamos entender en qué consiste su riqueza. El desierto no permite desvaríos ni caprichos; el desierto no transige con la molicie. Todo en él es áspero y duro. Por eso verás al nómada arrastrar por todas partes su ganado. De él sólo consume la leche, porque no puede conservarla ni aun transformada en queso. Pero reserva el ganado, no para comer su carne, sino para conservar su patrimonio. Cuando el nómada mata una bestia -sea un buey, un asno o una cabra- para comer su carne, es porque el animal se cae de viejo o está enfermo. El ganado es su riqueza y sólo llegará a desposeerse de algunas bestias cuando se vea aguijoneado por la necesidad. Mientras tanto, comerá el pan de sicómoro silvestre, la sémola que hace con la harina amarga de la orobanca desecada, con pastas que elabora con las semillas de plantas parásitas que prosperan entre los pedregales de la hamada. Se alimentará de pencas de chumbera… Si las cosas van bien, Mileto, sembrará una pequeña parcela de tierra esteparia en las afueras de cualquier oasis o al margen del reg. Pero la siembra exige volver al lugar para hacer la recolecta, y el nómada nunca sabe dónde estará en el tiempo de la recolección. Le es más cómodo buscar los hormigueros en las afueras de los oasis y abrirlos con la pericia que le es propia, y hacer el saqueo a conciencia. Así recolectará los granos que le servirán para sus comidas de fiesta. Este régimen económico se sostiene en una tribu por tres o cuatro generaciones. Hasta que llega un momento en que el nómada siente la nostalgia o la necesidad de la vida sedentaria. Y en los oasis suele haber sedentarios que empiezan a sentir las seducciones de la vida nómada. Verás que en los oasis no sólo hay casas de adobe; hay también tiendas. Esas tiendas pertenecen a la población seminómada: a los que tienen una generación de asiento en el oasis o a los que en la próxima generación se lanzarán al desierto. Para asentarse es necesario poseer riqueza -ganado- que permita comprar tierras, ajuar adecuado y en algunos casos mujeres y siervos para el trabajo. Para vagabundear, para irse al desierto, no se necesita riqueza, puesto que es la necesidad la que impele a la vida nómada. Pero el oasis es tan pobre o más que el desierto, y la riqueza del nómada, repartida en dos o tres generaciones entre los descendientes del jefe de la tribu se hace pobreza. Este fenómeno económico es el que origina el flujo y reflujo de la gran marejada nómada. ¿Sabes a cuánto asciende la población nómada del desierto?
- No, Benasur. Supongo que a cientos de miles…
- Al principio de su reinado, Abumón hizo levantar un censo de los desiertos getulo, phazeno y líbico: un millón ochocientos mil nómadas. ¿Sabes cuál es la población en los mil oasis y aldeas de los siete desiertos mayores? Dos millones. Comprenderás que esta igualdad de la población denuncia claramente el equilibrio que existe en el flujo y reflujo del nomadismo.
Cambiaron de tema, porque uno de los guías entró en la tienda para ofrecerles sus servicios como narrador. Benasur le dijo que se fuera a descansar, pues la jornada había sido dura.
- ¿Qué venía a contarnos? -preguntó Osnabal.
- Fábulas. Estos guías de caravana real son distintos a los otros. Además de manejar la espada como el mejor custodio, de conocer las rutas como el más experto conductor, los enseñan a recitar y a tocar uno o varios instrumentos, a fin de que puedan amenizar las veladas de los señores.
- ¿Y qué recitan? -se interesó Mileto.
- Historias, cuentos del desierto, leyendas de grandes ciudades desaparecidas. Una mezcolanza de historia, superstición y mito del Gran Libro. De todo ello lo más interesante quizá sea la leyenda de Los trabajos del divino Abadamí, el creador del desierto. Resulta curiosa porque la leyenda ensalza el desierto con los más bellos colores, tal como si se tratara de un paraíso. Habla de sus aromas, del candor de la arena, de la musicalidad de sus vientos. Habla del risueño Xoruc, que riza la duna, y del temible Simum, que conmueve el orbe. Pero el divino Abadamí es tan poderoso y magnánimo con los hombres, que, tantas veces como el Simum se desencadena, tantas veces vuelve a someterlo, para que la paz, el perfume y la música vuelvan al desierto, y para que el reg permanezca inmutable y limpio de arena.
- ¿Es posible amar esto? -se preguntó Raquel.
- Es posible. Es más fácil amar el desierto que acostumbrarse a él. A mí me causaba repugnancia, tú bien lo sabes. Yo nunca me explicaba por qué José de Arimatea le tenía tanta afición, y en vez de viajar por mar o por tierra prefería hacerlo en una de sus caravanas, cruzando los desiertos. La ficción no está en el espejismo, sino en la propia realidad del desierto, que se te mete en el alma, y que cuando sales de él te queda la nostalgia de haberlo abandonado. Ya di la razón económica que pretende explicar la vida del nómada del desierto, pero quizá no sea menos poderosa la de que el nómada está nostálgico del desierto, y, viviendo en él lo busca siempre más allá de la duna, más allá de la hamada, más allá del oasis. ¿No será el desierto una invención del nómada?
- ¡Te desconozco, Benasur! -exclamó Mileto-. Nunca has dedicado tanto tiempo a hablar de algo tan escasamente rentable como el desierto. Pero por primera vez descubro en ti una especial sutileza. Lo que quiere decir que es Garama la que te está volviendo más agudo y sensible… Se es capaz de amar el desierto, pero es imposible acostumbrarse a él. El desierto crea un sentimiento de nostalgia. Y en definitiva el desierto no existe; es una invención del hombre. Estas tres observaciones tan contradictorias, tan audaces, sólo podría hacerlas un poeta diónico. Sin embargo, los poetas diónicos que conozco no son capaces de hacer tan inquietante poesía sobre un tema tan árido como el desierto… Lástima que él haya agregado mayor somnolencia a mi sueño, porque yo me retiro a dormir. Estoy muy cansado, ¿Tú te quedas, Raquel? -preguntó poniéndose en pie.
- No, yo también me voy.
- ¿Se averiguó algo? -preguntó Osnabal cuando se quedaron solos.
- Todo -repuso Benasur-. Pero Hamondabid no confiesa. Dijo, sin embargo, que no mencionó el camello porque era reciente adquisición hecha a unos mercaderes, y que no se acordaba. Dice que antes de acampar cerca de nosotros se habían topado con una caravana. Lo que hace suponer que todo lo que robaron en Tuzben, lo vendieron a los mercaderes.
- ¿Y qué harán con ellos?
- Lo verás pronto. Seis mujeres y dos niños los han reconocido y los acusan como autores del asalto.
Un día completo estuvieron en Buluba. Esta permanencia le sirvió a Mileto para comprobar que Heródoto no era tan fantástico ni mentiroso como creía, pues vio los famosos bueyes garamantas a que se refiere el historiador en su cuarto libro, o sea el Melpómene. Los bueyes pacían en las afueras del poblado, y, como los describía Heródoto tenían tan desarrollada la cornamenta, que buscaban el alimento reculando, para evitar que las astas se les hundiesen en la tierra. Acreditó al historiador este dato verídico, y pensó que su amo Antiarco de Mileto, que en fantasía e invención no le pedía nada a Heródoto, quizá también le habría contado algunas cosas ciertas entre tantas mentiras, como aquella de haber permanecido durante tres años sin comer en la isla de Sérifos; que así eran de expeditivos los hechizos de la nereida que lo tuvo prisionero.
Al caer la tarde del día siguiente, la caravana salió para Cydamos. En el camino, en el reg, se encontraron a los cuatro hombres de la tribu Huila, envarados. Con un cartel que decía en garamanta, arameo y púnico: «Metieron cuchillo y mano en el oasis Tuzben». Del cuello de cada ajusticiado, a modo de collar, colgaban sus propias manos, pintadas de rojo, denunciando el robo con asesinato.
Mileto sentía cada vez más fuerte la náusea del desierto, el vómito de arena. Raquel había caído en un mutismo absoluto y se dejaba conducir sobre la silla del dromedario como un ser inerte.
Sólo Benasur parecía animoso. Y aunque sintiera molidos los ríñones, revisaba continuamente la caravana. Tan pronto iba a la vanguardia como a la retaguardia. Y vigilaba muy puntual la hora del agua y la del vino. Charlaba a menudo con los guardias o con los guías y aun con los mismos camelleros, y con todos comentaba las bellezas del desierto. Él, que, como navarca, sentía una profunda repugnancia por la arena sin mar.