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La fiesta mayor de Olimpia se celebraba con una solemne procesión que partía del pritaneo, entraba en la vía de los Triunfadores y después de rodear el Altis por su muro meridional trasponía la puerta romana -una construcción que estaba durando más de lo que había tardado en levantarse la pirámide de Kéops - y se dirigía, por último, hacia el templo de Zeus Olímpico.
En esa procesión figuraban los personajes de siempre, los triunfadores hasta ese día -que monopolizaban curiosidad y ovaciones-, los caballos victoriosos muy engalanados, y, en fin, todo aquel que por una mínima justificación obtenía el permiso para integrar la comitiva. Una vez dadas las gracias a Zeus, la procesión se dirigía al ara y comenzaba la hecatombe, el sacrificio de los cien bueyes.
Benasur estaba ya cansado de Olimpia e impaciente por Ctesifón. Y Mileto, a pesar de su origen heleno, francamente decepcionado con los juegos. Los circos, anfiteatros y teatros romanos ganaban en amplitud, en belleza arquitectónica y en comodidad a los estadios, gimnasios e hipódromo de Olimpia. Y las carreras de bigas, cuadrigas y caballos no habían resultado mejores ni más deportivas que las presenciadas en otras ciudades. Además participaban en ellas los mismos propietarios de cuadras, que con su equipo de caballos, aurigas y espoliques y équites iban de hipódromo en hipódromo, de circo en circo distrayendo el ocio, sobornando jueces y despilfarrando dinero en los barrios nocturnos. Le faltaban por ver las pruebas más olimpiónicas: las carreras y el pentathlón, que suponía conservarían una autenticidad deportiva, pero no mostraba ningún interés por la lucha, el pugilato y el pancracio, influidos y conformados al gusto romano. Ya había visto por las calles a los participantes en estas peleas y no se distinguían en nada de los luchadores romanos: igual monstruosidad de carne, semejante deformidad en los rostros. Eran unos solemnes brutos que nada tenían que ver con el atletismo, que se pasaban la vida cebándose para oponer a su contrincante un mayor volumen de grasa. Quedaban todavía los certámenes artísticos del último día -competencias corales, poéticas, escultóricas- que se cerraban con la carrera de los guerreros. Pero no se hacía muchas ilusiones. Antiguamente estos certámenes eran tan famosos, que un premio literario o artístico ganado en Olimpia suponía una consagración definitiva, mas hoy los poetas y los artistas se hacían en cada ciudad, de espaldas a Olimpia. ¿Acaso no concurrían a Olimpia todos los poetas y artistas mediocres que no lograban darse a conocer por sus propios méritos? ¿Y quién se acordaba de los ganadores de hacía una, dos o tres olimpiadas? Fuera de los triunfos deportivos, del certamen escénico y coral, los demás premios otorgados en Olimpia carecían de prestigio. Los árbitros para juzgar de las obras recitadas o expuestas mantenían un criterio muy apegado a las expresiones arcaicas, y cuando se decidían a demostrar su sentido moderno premiaban un exponente de una moda artística o literaria ya abandonada por sus mismos inventores.
Era costumbre que los huéspedes distinguidos de Olimpia correspondieran a su hospitalidad haciendo un regalo al Bouleuterión. Generalmente obras escultóricas que luego, según la decisión de los helanódices, pasaban a ornamentar el Altis o se vendían en subasta, Benasur, queriendo salir de este compromiso, pidió a Mileto que lo acompañara a las tiendas, a fin de seleccionar la obra adecuada.
- Lo que venden en las tiendas es muy malo, Benasur. Y yo he visto una tienda de antigüedades en el barrio de Alcibíades. donde encontrarás una buena escultura. Te costará un poco más, pero tienes la seguridad de que tu obsequio y tu nombre pasarán al Altis.
En cuanto se acomodaron en el coche, Benasur le preguntó por Dido. Mileto le dijo:
- No le resto ningún mérito como histrión, pero, personalmente, es insoportable… Tiene el prurito y el descoco de la peor ramera: suscitar una gran pasión en el primer hombre que ve. Y, francamente, resulta inaguantable y espiritualmente sucio. Pasa de una vanidad irritante a unos celos vergonzosos. Se le ha metido en la cabeza que yo no le amo porque estoy subyugado por ti y que tú eres incapaz de tener una atención por un efebo porque eres un sátiro senil a quien sólo complacen las menores de edad. Él recuerda a Zintia, y ahora, como te ha visto con Clío…
- Pero tú, desde que llegaste a Olimpia no has dejado de acompañarle…
- No he podido quitármelo de encima. Te soy sincero: entre la seriedad púnica de Osnabal y la pesadez de Akarkos, que no sabe digerir el vino, prefiero quedarme con Dido, que tiene sus celos, sí, pero que es bello y popular. Ayer anduvimos todo el día con Xandro y Anfisa. Yo tenía la esperanza de que Dido se entusiasmara con Xandro o viceversa, pero Xandro está muy interesado por Anfisa… que, por cierto, anoche, después de enterarse de que Clío cenaba contigo, estuvo de un humor…
- Se le quitará en Partia…
- ¿ Piensas llevártela contigo?
- Sí. Una mujer da siempre respetabilidad, Mileto. Además es un arma útil en muchas ocasiones…
- ¿ Y Clío?
- No sé. Se la llevará Osnabal a Garama o tú a Alejandría. Ella decidirá hoy o mañana.
Después hablaron de la fuga de Gotarces. Mileto opinó que no creía a Gotarces capaz de una delación.
- Lo que sí hará es buscarte o esperarte, y si no le ganas la delantera creo que no se detendrá ante ninguna barbaridad.
- Prefiero los peligros de Gotarces a la amenaza secreta, sombría y escurridiza como el espionaje de la Cauta.
El barrio de Alcibíades no tenía nada de particular. El único edificio notable era el palacio de aquel general y diplomático, de aquel conspicuo jugador. Pero le habían hecho tantas adaptaciones que tenía un aspecto de caserón híbrido poco atractivo. Luego, a su alrededor, unas hileras de casas de adobe y barracas. Las tabernas eran las mejores casas. Casi todas ostentaban un rótulo con el título de una ciudad o una comarca helena. Mileto ordenó parar el coche ante el portalón que anunciaba el nombre del anticuario: Demócrito.
En el barrio no había un alma. O aún estaban durmiendo. Su presencia en el zaguán no dejó de extrañar a una mujer que en el patio se dedicaba a la faena de moler trigo. Al explicarle Mileto el objeto de la visita, la mujer entró en la casa a avisar al mercader.
Demócrito era un pelirrojo rechoncho, con pelo rizado que se sujetaba con una anadema dorada. Vestía un clásico himatión de lino de una blancura impecable. Calzaba sandalias y llevaba los pies muy cuidados. Las manos de pelusilla cobriza, cruzadas sobre el abdomen, tenían la expresión que le faltaba al rostro: gordezuelas, pulposas se movían a impulsos contráctiles. Los dedos se manoseaban entre sí buscándose sortijas o anillos inexistentes.
Demócrito les aseguró que en su casa encontrarían lo que desearan, por muy exigente que fuera su gusto; que además aprovecharían la ocasión de que todas las obras estuvieran rebajadas a la mitad de su valor. Les dijo que estaba cansado del negocio, y que en la Hélade ya nadie compraba obras de arte; y que los romanos, los únicos que gastaban dinero, preferían surtirse de los escultores de Alejandría, que hacían copias un tanto estilizadas al gusto latino. Que algunos municipios de Siria, Palestina, Cirenaica, Galia e Hispania todavía compraban de vez en cuando alguna obra original para sus foros, pero que estas ventas, aisladas y tardías, no hacían rentable el capital invertido en el negocio. - ¿Y qué piensas hacer con tanta escultura? -le preguntó Mileto. -Las de tema atlético pienso proponérselas a gimnasios y estadios; las de tema religioso me las llevaré a Éfeso, que disfruta de un peregrinaje constante; las profanas pienso subastarlas en Roma.
Pasaron al peristilo. Alrededor de la columnada estaban colocadas las esculturas. El mercader fue dando título y autores: Artemisa, de Mirón; Sátiro, de Scopas; Artemisa, también de Scopas; Hermes, de Praxiteles… -Movió las manos de un modo especial, y una de ellas se le escapó al busto de la estatua-. Sinceramente, mucho mejor que la que está en el Heraión… Por favor, desde aquí, miradla desde aquí -dio unos pasos atrás y con la mano en el aire dibujó el contorno de mármol-. Por supuesto, no vendo ninguna obra sin documentación de autenticidad… ¿Tenéis alguna idea precisa sobre lo que deseáis? -No. Se trata de un regalo a la ciudad…
- Comprendo. El arconte Mínodes está entusiasmado con esta Hipodamia de Lisipo. Hasta le tiene ya un lugar destinado en el Altis, frente a las gradas del Pelopeo.
- ¿ Y por qué no la ha comprado…?
- El Bouleuterión de la ciudad hace tiempo tomó la determinación de no gastar un solo óbolo en estatua o imagen… - ¿Cuál es el precio de esa Hipodamia?
- Esa Hipodamia vale doce mil dracmas, pero la dejo en seis mil. Mira, aquí tienes este Eros de Cresilas que no vale más de tres mil quinientas dracmas, claro, con la rebaja… Y este Auriga, de Mirón, te lo dejo en siete mil.
Continuaron paseando por el corredor. - ¿Esa Afrodita de Fidias? -preguntó Mileto. - ¡Ah! Esa Afrodita hay que verla desde aquí… Fijaos en los senos, en todas las protuberancias… Fijaos en el manto que cuelga del brazo… Todo traslúcido… No he visto un mármol igual… Ver esta imagen en la noche a la luz de la luna es una maravilla… Sí, Fidias le puso por título Afrodita, pero es un simple y maravilloso desnudo, sin ningún símbolo o atributo de Afrodita… Realmente era una hermosa pieza. - ¿Tamaño natural…?
- No, es un palmo más grande… Así puede colocarse en un jardín particular o en un parque público…
- ¿ Cuánto vale?
- Nueve mil dracmas… Claro, por este precio es un regalo. Y puedo asegurarte que el bloque de piedra debió de costar en la cantera misma de cuatrocientas a quinientas dracmas. ¡Calculad lo que ha subido el mármol desde entonces acá! Y un bloque traslúcido como éste. Si lo dedican a vasos funerarios habrían sacado de sesenta a setenta con un valor de doscientas o trescientas dracmas. Pero yo me felicito de que haya caído en manos de Fidias.
Benasur estaba un poco desorientado. Se preciaba de conocer el valor de toda mercancía, y se encontraba ahora con un artículo cuyos valores intrínseco y extrínseco y aun el comercial desconocía. No ignoraba que una mercancía que llevaba la firma o sello de Fidias, Praxiteles, Scopas, Mirón, Policleto, Lisipo, etcétera, era mercancía de primera clase, siempre con un valor que difícilmente sufriría fluctuaciones depreciadoras; pero nada más. Y se sentía como un ignorante en presencia del anticuario.
Pensó que aquellas piezas, algunas de ellas, le vendrían bien a Dam para la vía de Kaivan que estaba construyendo en Garama. Servirían a ornamentar también los jardines de palacio; pero no quería llevar a ese país estatuas que representaran imágenes de ídolos. Esta doncella desnuda de Fidias estaba bien. El Auriga adornaría una plaza, sin escandalizar a nadie. Pero ya no encontraba lugar en Garama para aquel Demóstenes, de Polieuctos, que sólo valía dos mil seiscientas dracmas. Un orador al modo griego no tenía nada que hacer en Garama.
Le gustó una Niobe de Cresilas, que, haciendo caso omiso de la anécdota, podía pasar por una Madre.
En un momento que Demócrito los dejó para ir al interior de la casa donde le buscaban, Benasur consultó a Mileto. Éste le dijo que los precios le parecían muy convenientes y que si realmente estaba dispuesto a hacer una inversión para Garama, la oportunidad de llevarse unas cuantas obras de artistas tan renombrados, no debía desaprovecharla.
- Lo que habría que pensar es qué trato darán a estas esculturas esos bárbaros garamantas -dijo Benasur.
- Son demasiado hermosas para que las toquen -opinó Mileto-. El otro día que estuvimos aquí nos enseñaron grupos escultóricos que quizá convengan para la vía de Kaivan…
Volvió Demócrito y pasaron al patio posterior de la casa. Benasur se entusiasmó en seguida con un Helios en su carro, tirado por dos caballos.
- Ésta es una obra encargada por Alcibíades, que la tenía destinada a su monumento. La empezó Policleto y la concluyó Scopas. La carroza y el caballo de la derecha pertenecen a Scopas. Helios y el otro caballo a Policleto. De esta obra tengo toda la documentación, no sólo los convenios sino los bocetos del proyecto original, que luego Scopas alteró un poco.
Cuando Demócrito supo que Benasur se interesaba por más de una escultura, sus manos adquirieron más expresividad. Aunque no se refiriese a la plasticidad de las formas, modelaba en el aire invisibles figuras y los dedos se agitaban como si presionaran la carne de senos, glúteos o muslos no precisamente de mármol. Los llevó a una galera donde tenía hacinadas muchas más esculturas, tanto de mármol como de bronce. Aseguraba que una cabeza primitiva era un auténtico retrato de Ho mero, de autor anónimo. ¡Y sólo valía mil dracmas! Benasur, estimulado por Mileto, separó allí más de quince piezas sin ningún atisbo religioso, para adornar las avenidas y plazas de Garama. Y con la Hipodamia, que obsequiaría a Olimpia, eligió la Afrodita, el Auriga; el Eros y la Niobe, cuyo valor total ascendía a cerca de las doscientas mil dracmas.
Quedaron en que las esculturas, debidamente embaladas, se pusieran en la ría, de donde serían recogidas por una nave de Benasur, Le extendió un título contra un Banco de Tiro, que Aristo Abramos de Corinto podría hacerle efectivo. El anticuario les entregó la documentación respectiva. Y les aseguró que no tuvieran ningún cuidado, que cuando llegara la nave a la ría tendría ya todo embalado para trasladarlo a sus bodegas.
Salieron de casa del anticuario. El auriga dormitaba en el pescante. Benasur y Mileto se fueron al Mesón de Alcibíades a tomar una copa y ordenar que les preparasen el prandium. Sobre la litera de un triclinio dormía un mozo.
- Saldremos pasado mañana. Yo os dejaré a ti y a Osnabal y quizá a Clío para que toméis otra nave en Lequeo. Iré a Corinto a tratar con Abramos la venta de las flotas. Y de allí, cualquiera que sea el resultado, saldremos Anfisa y yo para Tarso. Veré si puedo pasar la puerta Cilicia. Si en tres meses no tienes noticias mías, escríbele al rey Melchor, padre de Zisnafes, a quien procuraré visitar en seguida. Tú no dejes de escribirme a Susa por mediación de Sid Falam, que utilizará la vía del Pérsico. Todo el dinero mándalo a Garama. Déjame cuenta abierta en Alejandría, Cidonia y Tiro de cien mil denarios en cada una, a nombre de Siro Kamar. Si, por desgracia, perdiese la vida en esta aventura, le llevarás el testamento que esta noche redactaré a Zintia. Y si Yavé te protege procurarás llevarle a mi hijo Cayo Pomo Cosio la toga pretexta a su tiempo oportuno. La compraré en Paros a Ciro y te la mandaré a Gades. La guardas hasta que mi hijo vaya a cumplir los catorce años. Y le dirás quién fue su padre y cómo lo tuvo siempre en su pensamiento… En Corinto buscaré un artífice que me haga sello con mi nuevo nombre, y te enviaré en cera y arcilla copias del mismo para que con ese sello abras mis cuentas… ¿Todo está claro, Mileto?
- Todo…
- En el testamento recomendaré a Zintia que te asigne una cantidad anual de renta. Se la estipularé para que no haya líos. A Raquel, tu esposa, le dejaré mis bienes de Palestina. Cuando hayas liquidado todo, cuando la compañía esté en manos de Siro Josef, dale poderes amplios a Darío David… y tú procura cambiar de nombre y de nacionalidad. Te aconsejo que renuncies a todos los privilegios adquiridos. No se puede obrar con negligencia ni demoras cuando la Cauta le está pisando a uno la sombra.
Tomó un sorbo del vino que les sirvieron.
- Yo te escribiré -continuó Benasur- por la misma vía. Ten al corriente a Sid Falam de tu itinerario.
- ¿ Y el Aquilonia?
- El Aquilonia me esperará en Tarso un mes. Si al mes yo no regreso o Akarkos no tiene noticias mías, le dejaré instrucciones para que vaya a Gades. El barco le pertenece, como regidor de la compañía, a Siro Josef. Probablemente, Jonás y Benjamín quieran irse a Palestina. De mis criados de Jerusalén, que ahora andan huidos como tú sabes, os encargáis tú y Zintia, velando por ellos. Respecto a Osnabal estoy seguro de que se quedará a vivir en Garama, cerca de Zintia.
Hablaba de cosas tristes, pero el tono de Benasur no era melancólico. Quizá ya había digerido hacía tiempo la melancolía que le produjo el verse obligado a renunciar a todo.
Comieron un almuerzo mediocre. Y decidieron regresar al Leonidaión a dormir la siesta.
En la tarde, Osnabal llevó a Clío a ver bajo el olivo de Hércules la pelea de los pancracistas, que era una suma de la lucha y del pugilato. Osnabal no lo pasó mal, pero Clío se aburrió mucho. Aquellas moles de grasa no tenían ninguna gracia en sus movimientos. Si estaban de pie procuraban esquivarse en una guardia continua. Cuando disparaban un puñetazo con éxito, con la mano bien encestada en el terrible vendaje de cuero y anilla de suela con botones de metal, el golpe sonaba en la cabeza del adversario como una pedrada. La cabeza bamboleaba. Era el momento que buscaba el afortunado para echarse sobre el cuerpo del contrincante y tumbarlo. Ahí, en el suelo, comenzaba un rodar entre el lodo que se hacía interminable. Mas la técnica era cansar, agotar al enemigo. Si no se lograba que tocara con los hombros el suelo, se le maceraban los brazos, las piernas. Después, cuando el helanódice diera la orden de ponerse en pie, el que hubiera padecido más castigo en el suelo se levantaría vacilante. Entonces se le asestaba el golpe definitivo a la cabeza. Pero había que medirlo muy bien, de modo que dejase al rival sin sentido, mas con vida. ¡Cuántas veces se escapaba la corona por dejar muerto al adversario!
Estando de pie, todos los golpes debían ir dirigidos a la cara, a la cabeza, a la nuca. No podía pegarse al cuerpo. El cuerpo, especialmente los brazos y las piernas quedaban para la faena de la lucha, en que entraban en juego las llaves.
Clío se aburría. El público se mostraba enardecido con la pelea que sostenían Zenos y Parco III. Clío no se dio cuenta cuando cayó uno de ellos, y se asustó con el alarido que dieron los espectadores al vitorear a Zenos.
Después vieron una lucha entre púgiles. A Pylon, de Tarso, y Trasylo, de Siracusa. Estos hombres estaban mejor proporcionados de miembros, más atléticos y menos adiposos que los pancracistas. Pero tenían el rostro muy desfigurado. La nariz aplastada, las cejas partidas, la boca con los labios extraviados. También los púgiles se esquivaban, pero sin el recurso del suelo, se golpeaban con más frecuencia. Los ojos pronto se les cerraban tumefactos, sanguinolentos. Cuando recibían un golpe agitaban la cabeza como si trataran de sobreponerse al mareo o a la conmoción. Tenían brazos musculosos y las cestas que liaban sus manos se ensangrentaban con la sangre del adversario.
Clío pensaba que esto no era juego. Y no comprendía que sin querella, sin disputa previa, aquellos dos hombres se golpearan con tal fiereza.
Pero Osnabal captaba detalles no carentes de interés y emoción. Esa mudanza continua en que se resolvían los luchadores, alternando la actitud de guardia por la de ataque, provocaba muy curiosos y emotivos incidentes. Pylon, que ya era olimpiónico, luchaba con más seguridad y más sabiduría. Tiraba menos golpes a la cabeza de Trasylo, pero casi todos certeros. La mayoría tocaban a su contrincante. Uno de ellos, disparado con tal rapidez que el siracusano dio dos vueltas sobre los talones y se flexionó de las piernas a punto de tocar el suelo con las rodillas. Pylon esperó a que volviera a mantenerse firme, ya que no era lícito pegar cuando el adversario se encontraba bajo el efecto del último golpe… Y cuando vio que parecía sostenerse amenazó con la izquierda y cruzó un derechazo a su enemigo en el mismo momento que éste ladeaba la cabeza. Pylon, arrastrado por el impulso del mismo golpe, pasó de largo a su contrincante, y éste, que estaba prácticamente acabado con el golpe anterior, tal como si Pylon hubiera soplado un vilano, cayó redondo.
La muchedumbre alzó un griterío ensordecedor de protesta. Hubiera quedado satisfecha si el siracusano cae redondo al recibir el golpe anterior del tarsense. Pero tal como ocurrió el desenlace, restó mucha espectacularidad a la victoria de Pylon. Los helanódices declararon triunfador del pugilato al tarsense, olimpiónico por segunda vez. Después se celebraron más peleas de lucha, pancracio y pugilato. Y al final, una hora antes de la cena, los helanódices dieron la lista de los vencedores. En el pugilato, Pylon quedó en segundo lugar.
Artemisa no cumplió ninguno de los deseos de Clío, y la britana tuvo que asistir al estadio en compañía de Mileto, Osnabal y Akarkos para ver las competencias del pentathlón. Estos juegos le gustaron mucho más que los otros, sobre todo el salto, la jabalina y el disco. Además, el estadio presentaba un aspecto imponente. En el graderío del norte estaban todas las teorías, con los capotillos y lazos propios que las identificaba en aquel mosaico de color.
El público parecía ser otro. No se enardecía fieramente como en las carreras y en las luchas. Cuando uno de los suyos estaba en la arena su teoría lo animaba y vitoreaba, pero sin regatearle méritos al contrario. Precisamente si un atleta hacía una buena prueba, la teoría o delegación del adversario era la primera en iniciar los aplausos.
Mientras pasaban a la arena nuevos atletas, la orquesta de cada delegación tocaba aires regionales del país de origen y el público del mismo lugar, diseminado por el graderío, coreaba el canto. Surgía entre estos músicos la rivalidad, y los aplausos de la muchedumbre, árbitros ocasionales, eran los que dirimían la pugna. Sin premio, sin figurar en el programa estas improvisadas competencias líricas entre las bandas y los coros de las teorías, constituían uno de los marcos más impresionantes y gratos del pentathlón. Se comprendía bien que estas pruebas atléticas habían heredado por su genuino espíritu deportivo la esencia más noble de las olimpiadas. Y era ahí en donde el público participaba del ideal panhelénico, haciendo efectivo el espíritu de tregua, contra las carreras de caballos y las luchas, que, lejos de hermanar a las ciudades helenas, las separaba con tan pueriles como enconadas rivalidades.
Con el pentathlón, no. Con las carreras corta y doble, con el asalto, aun con la lucha sostenida por auténticos atletas, por muchachos que no excedían ni la edad ni el peso del «metro» clásico, todos los espectadores se sentían miembros de una misma familia. Y animaban un mismo sentimiento de generosidad y nobleza. Admiraban en toda su prestancia, en la armonía de sus proporciones el cuerpo varonil que se exhibía en los movimientos más hermosos, en las actitudes más gallardas; cuerpo que era la expresión viva de la raza.
Cuando el atleta daba los primeros pasos con las halteras en la mano, que hacían de péndulos y lastre a un mismo tiempo y que arrojaba en el instante en que iniciaba el salto, sólo la buena técnica de mover los brazos, de impulsar el cuerpo era motivo suficiente para arrancar la ovación, sin perjuicio del resultado óptimo que pudiera obtener con el salto. Ningún heleno podía mantenerse insensible ante el alarde de gracia y habilidad musculares. Y bien que el atleta se presentara al salto, bien que compitiera en el lanzamiento de la jabalina o del disco, sus movimientos producían una especie de embriaguez en los espectadores que se resolvía en fervorosos aplausos.
No había detalle que se escapara a aquellos ojos expertos y ávidos de plástica varonil: el modo de flexionar el cuerpo para lanzar el disco; el movimiento rotatorio dado a la jabalina, la elasticidad en el salto valían por sí solos. La sesión del pentathlón era una tarde de efebofilia. Y ningún espectador sentía menoscabada su virilidad al acoger con los más encendidos elogios aquel alarde de gracia varonil; al exaltar con gritos y aplausos de entusiasmo la belleza del hombre, porque en el estadio el atleta perdía toda relación pecaminosa con el sexo. Quedaba reducido a una simple expresión plástica.
Todos esos muchachos eran, por otra parte, sobrios y castos, sometidos al rigor racional de los gimnasiarcas y xistarcas, que celosamente los apartaban de toda contaminación. Eran jóvenes educados para convertirse en ídolos, y mientras estuvieran hábiles para pisar el estadio olímpico serían venerados como semidioses.
En la historia de las olimpiadas muy pocos pentathlonidas lograron obtener el triunfo de las cinco pruebas. Los que así vencieron figuraban en el Altis con estatuas de cuerpo entero y doradas. Y una lápida en que se decía su nombre, el de la ciudad patria y el número de la olimpiada. Y una sola mención: Pentathlonida Máximo. Excepcionalmente, esa olimpiada llevaba el nombre del triunfador y no la del ganador en el hipódromo. Aun los que ganaron las cuatro pruebas fueron escasos. Y también figuraban en el Altis, si bien sus estatuas no eran objeto de veneración como las de los pentathlonidas máximos. Lo corriente era salir victorioso en tres de las pruebas. En caso de empate llevaba el triunfo quien contara entre las tres pruebas la de la lucha, a la que se le concedía un grado más de mérito.
En esa tarde ganó el pentathlón un joven tracio llamado Pylas con el triunfo en las pruebas de carrera, salto y lanzamiento de jabalina. En el disco y en la lucha no pasó de hacer un juego mediocre; pero su más brillante adversario de la tarde sólo alcanzó el triunfo en la jabalina y en la lucha.
Vencer en cualquiera de las pruebas pentathlónicas daba derecho al triunfador a una corona cuyas ramas se cortaban con hoz de oro del Olivo sagrado de Heraklés, a la inscripción de su nombre en la lista de Olimpia y al título de olimpiónico. Al regresar a su patria no se le recibiría igual a un dios como solía suceder al triunfador máximo, pero sí se le rendían honores de conquistador. Y desde entonces el tesoro de la ciudad se abriría para costear toda la nueva preparación del joven atleta con miras a que participara en futuras competencias.
Ni el banquete de los triunfadores, ni las ceremonias últimas de las delegaciones, ni las exposiciones artísticas superaron a lo que habían visto ya en Olimpia. Mileto llevaba el recuerdo de algo inolvidable para él: la representación de Electra, el templo de Zeus y el pentathlón.
El Altis no le había emocionado tanto. Sin la menor afinidad con lo que ese bosque representaba, con su significado y contenido religiosos, le pareció un jardín público que sería encantador si no estuviera tan recargado de imágenes, de templos y aras; de ídolos olimpiónicos, de alusiones a las grandes jornadas de la ciudad.
Con los heraldos se fueron muchos aficionados. Pero después de la cena que siguió al pentathlón, la desbandada se hizo casi general. A muy poca gente le interesaban los concursos artísticos, y si no estaban invitados al banquete de los triunfadores, que venía a ser el acto de clausura -y en el cual el poeta oficial cantaba las proezas de los olimpiónicos y las virtudes de sus ciudades nativas-, abandonaban la ciudad.
Ya el quinto día el barrio de madera quedó desmantelado. Y el barrio de Alcibíades poco menos que despoblado, excepto el mesón que fuera palacio del célebre sobrino de Pericles. La mayoría de las tiendas de la vía de los Triunfadores cerraron sus puertas, y sus dueños, cargando la mercancía en carromatos, se dispusieron a volver a sus lugares de origen. El mismo Leonidaión se quedó con unos cuantos huéspedes.
Benasur y los suyos no pudieron irse hasta el día siguiente, pues el obsequio de la escultura de Hipodamia movió el agradecimiento de los helanódices y arcontes de Olimpia. Lo recibieron a la mañana siguiente en el bouleuterión para darle las gracias en nombre de la ciudad. Su obsequio había sido el más valioso de los hechos a Olimpia ese año.
El Altis recobró su paz, su calma habitual. Esa calma silenciosa y vacía que tuvo la mañana de las carreras. La calma secular de siempre. Y las columnillas de humo de las aras volvieron a ascender en la atmósfera limpia.
Tras la recepción en el bouleuterión, Benasur y sus acompañantes volvieron al mesón a recoger el equipaje y a gratificar a los mozos que les habían atendido. Theo, en su traje diario -un jítón de una lanilla pardusca-, perdió mucho de su encanto a los ojos de Clío. Sin embargo, la britana se emocionó cuando el muchacho le dio un ramo de mirto.
- Te lo agradezco mucho, Theo. Y que el diligente Hermes permita que nos veamos en la próxima olimpiada.
Theo dijo que sí con un movimiento de cabeza.
Benasur, al pasar por la puerta del cuarto en que se había hospedado Salomé, no pudo resistir la tentación. Los demás se adelantaron escalera abajo. En cuanto se quedó solo abrió la puerta con sigilo. La alcoba estaba en la penumbra. Se acercó a la litera y le pareció ver que aún flotaba sobre ella una misteriosa luminiscencia. Pero lo que sintió más intensamente, y eso sin aprensión de sus sentidos, fue el olor, aquella fetidez de cadaverina que tenía el cuerpo hueco, vacío de la hija de Herodías.
Cuando el Aquilonia zarpó rumbo al puerto de Lequeo, se suscitó la cuestión de Anfisa. Benasur le propuso:
- He resuelto que me acompañes a Ctesifón. No será un viaje de recreo sino de fatigas, de calamidades sin cuento. Vamos a entrar en unas tierras y en un mundo que me son desconocidos por completo y en los cuales no cuento con recursos ni con amigos a quienes pedir ayuda. Como tú sabes hay sublevaciones y guerra. Pero te necesito.
- ¿ Para qué me necesitas, Benasur?
- No sé para qué. Yo nunca sé para qué necesito a una mujer. Pero la necesito. Quizá para no sentirme demasiado solo… y no echar a correr como un loco. Tú dices si vienes conmigo o no. Si no te gusta la empresa, te mando a Antioquía y asunto concluido. Pero quedo relevado de todo compromiso contigo y tu madre.
- Si es así… -insinuó Anfisa.
- No, no es así, Anfisa. Es blanco o negro. Tú puedes escoger. Pero si vienes conmigo no tienes que acompañarme sólo por cumplir con tu obligación y ganar tu salario. En este viaje podemos perder el pellejo. Por eso tienes que acompañarme con un mínimo de entusiasmo, con cualquier motivo que no sea el material de ganar el salario, porque te aseguro que no hay salario, por crecido que sea, que pague el valor de una vida. Pero morir por la ilusión de conocer un país o un mundo, por arrostrar el peligro o el misterio, en fin, por correr una aventura, quizá merezca la pena o justifique el riesgo.
Y como viera que Anfisa permanecía vacilante, concluyó:
- Piénsalo y cuando lleguemos a Lequeo me lo dices.
Clío, en su camarote, trataba de desvelar los tesoros que encerraba el arpa.